CAPÍTULO 4

A Lídia le gustaba contar historias de su infancia. Una me impresionó sobremanera porque era imposible. Luego, me maravillé al descubrir varias referencias al caso en los periódicos de la época. El asunto empezó en la isla una tarde de sábado, en el bar de Ermelinda. Lídia y el abuelo comían viscosos altramuces cuando Eduardo Ferreira Viana apareció jadeante de excitación. Era un animal poderoso e inquieto que siempre parecía estar al borde de un ataque de nervios. Se detuvo delante de Carmo Ferreira y soltó en el suelo una mano de mujer. El viejo se asustó:

Sundu ya mamaena![23]

Alrededor de la mesa se formó un círculo de asombro. La gorda Ermelinda, una mulata con cara de ángel, se desmayó emitiendo un suave grito en los brazos oportunos del poeta Vieira da Cruz. El perro salió corriendo, dio la vuelta a la casa y volvió enseguida trayendo entre los dientes un brazo entero. Ladró, corrió hacia la puerta, se paró y volvió a ladrar. Los hombres se miraron unos a otros y luego salieron detrás de él. A unos cien metros de allí, junto a un bosquecillo de acacias, la arena estaba removida y se veía, medio roído y enterrado, un cadáver humano.

En ese lugar se descubrieron siete cuerpos de mujer, algunos muy descuartizados, transformados en limo y barro e hirviendo de vida necrófaga —minúscula, pálida y ansiosa. Todos ellos estaban «horriblemente mutilados», como escribió al día siguiente el reportero de A Província de Angola. Pero los cuerpos estaban cortados con precisión a ras de ombligo.

El misterio alimentó las conversaciones de los luandenses semanas enteras. Luanda era una ciudad de crímenes plácidos y disparatados, además de raros, casi siempre anónimos. Una semana después, el editor de A Gloria de Angola, Vitorino Espirito Santo, celebraba el descubrimiento escribiendo sobre él que era «la prueba de que, contra los engañosos argumentos de algunos, Angola está entrando, por fin, en el gran club de las naciones civilizadas». Se trata de un buen ejemplo de la ácida ironía luandense: A Gloria de Angola era, en aquella época, lo que quedaba de una otrora poderosa prensa xenófoba que la creciente ofensiva colonial prácticamente había sofocado.

Casi todo el mundo estaba de acuerdo en que se trataba de un crimen sexual. Sin embargo, las sospechas variaban, sobre todo las teorías que explicaban el caso. Algunos colonos, en particular los recién llegados, recordaban las «prácticas caníbales, las salvajes orgías de los negros del interior», muchos de los cuales llegaban a la capital y se los veía deambular sin destino por el polvo de las calles, «ofendiendo con su vestimenta descarada la mirada de nuestras vírgenes». Extraje estas curiosas afirmaciones de un pequeño artículo de A Provincia de Angola. Su autor, un tal A. Ventura —quizá un seudónimo—, sugería la creación de barrios de europeos rigurosamente separados de los barrios africanos y vigilados por un cuerpo especial de policía: «Sólo así», concluía el articulista, «será posible garantizar la seguridad de nuestras mujeres e hijas. Ayer sólo fueron negras, pero mañana, quién sabe, quizá la tragedia llame a nuestra puerta».

Vitorino Espirito Santo, en un artículo posterior a este, escribió: «Un crimen tan refinado, tan imaginativo, tan lleno de misterio y seducción, no puede ser honestamente imputado al vulgo. El pueblo, el negro bárbaro, mata con la simplicidad de las bestias simples: suelta un golpe, clava la navaja y huye. Otros recurren al hechizo. Pero les falta inspiración para proceder así y a semejante escala. Un crimen de esta naturaleza requiere la ciencia de un hombre instruido y la sensibilidad de un lord inglés. Conozco el nombre del culpable y aquí lo revelo: Jack el Destripador». El artículo debió causar un escándalo considerable, pues el número en que aparece es el último de la serie.

Los demás periódicos que consulté no resuelven el misterio. Lídia aún se acordaba muy bien del súbito desenlace. Según ella, meses después del descubrimiento de los cuerpos, el asesino se entregó a la policía para escapar a la furia popular. Era un pescador del Algarve, un tipo insignificante, de huesos agudos y expuestos, de labio leporino. Un «verdadero desastre genético», a decir de Lídia. Había sido deportado a Angola por delito de asesinato y, tras comprarse una pequeña embarcación, hacía varios años que había instalado su vida entre los axiluanda[24]. Nunca tuvo mucha suerte en el mar, pero, aun así, un día empezó a aparecer con la barcaza cargada de un nuevo tipo de pescado. Al pueblo le extrañó, sobre todo porque el algarvio sólo llevaba a tierra las colas de los pescados, bastante grandes a juzgar por los comentarios, con el argumento de que ésa era la parte más sabrosa de la reciente especie. Al poco de haberse descubierto los cuerpos, el hombre confesó: ¡eran sirenas! El desgraciado las mataba y luego les cortaba la apariencia humana, que después enterraba en grandes fosas comunes. Salaba las colas, que la población de Luanda rechazaba, y las vendía a los fubeiros[25] del interior, quienes las revendían después como si fuesen bacalao.

Al hombre lo soltaron al cabo de pocas semanas. Lídia oyó decir que huyó de Luanda escondido en la bodega de una trainera y que después se instaló en Moçâmedes, donde montó una funeraria.