CAPÍTULO 1
Aquella noche Lídia soñó con el mar. Era un mar profundo y transparente, y estaba lleno de unas criaturas lentas que parecían hechas de la misma luz melancólica que hay en los crepúsculos. Lídia no sabía dónde estaba, pero sabía que aquello eran medusas. Mientras despertaba, aún pudo distinguirlas atravesando las paredes, y fue entonces cuando se acordó de la abuela, doña Josephine do Carmo Ferreira, alias Nga Fina Diá Makulussu, famosa intérprete de sueños. Según la anciana, soñar con el mar era soñar con la muerte.
Abrió los ojos y vio el gran reloj de péndulo sujeto a la pared. Pasaban veinte minutos de la medianoche. Angola ya era independiente. Pensó en ello y se asombró de estar allí, tumbada en aquella cama, en la vieja casa de las Ingombotas. ¿Qué hacía en aquel país? Una pregunta inútil que la atormentaba todos los días.
Pero en aquel momento tenía otro sentido: ¿qué hacía ella allí?
Estaba lúcida y no sentía nada, ni la amargura de los derrotados, ni la euforia de los vencedores (esa noche era las dos cosas al mismo tiempo). «Es la noche de la mantis», pensó. Y se vio a sí misma, recién nacida, con una gran mantis posada en el pecho.
Cuando era pequeña, el viejo Jacinto le había hablado de eso: «Al poco de nacer, tu madre te miró y vio que tenías una mantis enorme posada en el pecho». Mucho más tarde, la abuela Fina le volvió a recordar el episodio. Le dijo: «La vida te va a comer».
Aquel mes, la abuela Fina había cumplido ciento cinco años, pero seguía siendo práctica y fuerte, como siempre había sido. Lídia creía en todo lo que decía, incluso en los presagios. Pensó en despertar a la anciana para contarle el sueño, pero no se movió. No tenía fuerzas. Respiró profundamente el aire saturado de perfume de quicombo[1] y se sintió más liviana. A sus oídos llegaba un rumor remoto y rotundo; no lograba distinguir los diferentes sonidos, pero sabía que eran tiros, explosiones, gritos de dolor, de rabia y de euforias. Casi todos eran ecos de ira, pero también debía de haber gemidos de amor, ladridos de perros, el profundo latir de los corazones. Lídia pensó en Viriato da Cruz, pensó en la muerte, pensó que, más allá de las ventanas cerradas de su habitación, la vida proseguía. Se sentó en la cama, estiró el brazo y de la mesita de noche sacó un pequeño cuaderno de tapa negra, alargado, de esos en los que los tenderos anotan a lápiz las cuentas del día.
«Ahí afuera la vida ocurre», escribió. Tachó la frase y volvió a escribir: «Ahí afuera la vida ocurría / en su entero y bruto esplendor».
Después hizo un círculo alrededor de los dos versos y añadió la fecha: «11 de noviembre de 1975».