CAPÍTULO 6
En enero de 1978 nos trasladaron a una celda común, la celda J, donde ya había unos cincuenta reclusos. Me acuerdo de que durante los primeros días me pareció enorme. Fue a mitad de la noche. Me indicaron una manta en el cuarto de baño, me tumbé y me dormí. Me desperté de madrugada con la sensación de que estaba al aire libre, una luz cruda me mordía los ojos. Alguien cantaba una balada muy triste:
Me voy de aquí, me voy.
Llegó mi hora, Jesús.
Me voy.
Vuelo.
Me levanté y me acerqué. El hombre estaba sentado en la penumbra, en uno de los rincones de la celda, cabizbajo, simulando tocar la guitarra mientras cantaba. Lo toqué en el hombro con la punta de los dedos:
—¿Santiago?
Levantó la cabeza:
—Conozco esa voz —dijo—. Eres el joven camarada de la carretera de Quibala.
Se rió. Su risa seguía siendo la misma:
—¿Estás asustado, verdad? Me han dicho que parezco un fantasma sin cara.
No sé lo que parecía. Le habían arrancado los ojos, la nariz y las orejas.
—Lo siento mucho. ¿Por qué no te mataron?
Me callé, horrorizado con mi propia pregunta. El desgraciado, sin embargo, volvió a reírse:
—¿Acaso crees que no?
Santiago se podía haber escondido en los musseques. Nadie podría haberlo sacado de Cazenga, de Rangel o incluso del mismo Marçal. Allí tenía muchos amigos, hermanos de sangre. Hombres fíeles, mujeres que rezaban por él, que por él encendían velas en los altares. Podría haber huido al monte, después al Congo o a Zaire, otros debieron de haber hecho eso.
—¿Por qué no huiste?
Santiago, riendo:
—¿Huir, amigo mío? ¡Soy Tiago de Santiago!
¿Quién le arrancó los ojos? Santiago no está seguro. Monte era uno de ellos, pero no estaba solo. Primero lo llevaron a una habitación pequeña y lo sentaron enfrente de una mesa. Cuatro o cinco personas lo miraban. Santiago estaba aturdido, le habían pegado antes de empujarlo a nuestra celda y otra vez de camino al interrogatorio. Un individuo gordo empezó a hacerle preguntas. También estaba Borja Neves, Monte y una mulata desdentada. «Todos mascullando entre dientes, menos el gordo. Un tío simpático, ese gordo».
Tavares Marques:
—¿Vamos a charlar un poco?
Quiso saber lo que llevó a Santiago a aliarse con los fraccionistas, si sabía que se habían vendido al imperialismo y que luchaban contra los intereses de Angola. Santiago lo miró y lo vio sonriendo, con un traje blanco, zapatos blancos, una copa de vino en la mano. «Agua», pidió. Tavares Marques hizo un gesto y un soldado le trajo un vaso. Santiago se enderezó en la silla y bebió lentamente, sintiendo en la boca el sabor de la sangre:
—Fraccionistas —dijo— lo somos todos. La diferencia es que nosotros somos la fracción del pueblo.
Escupió en el suelo.
—La diferencia —siguió— es que nosotros somos los hijos del pueblo y vosotros sois los bastardos del colono.
Tavares Marques lo miró con una sonrisa melancólica:
—Puede ser —convino—. Pero, sin embargo, hemos sido nosotros lo que hemos hecho este país.
Se volvió a Monte:
—Paciencia, con estos tipos no hay que tener contemplaciones. Te entrego a este hombre.
Lo apalearon hasta que se desmayó, después le pusieron la cabeza dentro de un cubo lleno de agua sucia y cuando abrió los ojos lo volvieron a golpear. Al final, alguien le enseñó una navaja. El mundo se hizo oscuro, un lugar sin luz y sin tiempo. Podían haber pasado días o sólo unas horas. Santiago no era capaz de precisarlo. Oyó una voz estridente:
—¿Sabes quién soy?
Santiago lo sabía. No podía ver, pero era como si lo viese. El cuerpo embutido en un traje oscuro, las gafas de aros gruesos, la sonrisa triste:
—Lamento sinceramente encontrarte en este estado.
Silencio. Hacía frío y había humedad. Se oía el agua goteando del techo. Aquello no era la cárcel de São Paulo.
—¿No quieres hablar conmigo?
¿Dónde estaba? Parecía que debajo de la tierra.
—¿Estoy muerto?
El otro se rió. Una carcajada corta.
—Todavía no. Me caías bien, ¿sabes? Podría habértelo dado todo, pero no perdono a los traidores. ¿Ves lo que eres ahora? Un guiñapo, vales menos que un periódico arrugado.
Santiago levantó la cara:
—¡A nosotros podrán matarnos, pero no deshonrarnos!
Nueva carcajada. Amarga. Ahora la voz se arrastraba un poco:
—Esto no es una película, Santiago. Esto es la vida. Andamos por aquí a trompicones, de la mano con los fantasmas. Pero somos nosotros los que morimos, es a nosotros a quienes nos duele. ¿Honor? ¿Tu honor se come? ¿Das de comer a los otros con tu honor? Y, un país, Santiago, ¿crees que un país se construye con el honor? ¡Un país se construye con sangre! Damos de comer a los nuestros con el hambre de los otros, compramos nuestra vida con la vida de los otros.
Se calló. Parecía muy cansado:
—Ni siquiera te mato, Santiago. Tú ni siquiera mereces morir…