CAPÍTULO 3

«La vida y la obra de Antonio Guilherme Amo, filósofo negro africano» fue el tema que Lídia eligió para su tesina de licenciatura. Los profesores intentaron disuadirla: sobre Amo no había, le decían, datos suficientes para escribir un artículo, y mucho menos una tesina. Entonces, Lídia los desconcertó enseñándoles las notas que había recopilado a lo largo de cuatro años.

Otro profesor, antiguo ministro de Salazar, objetó que una tesina sobre un filósofo negro, completamente desconocido, le parecía una tarea sin gloria y, además, podía ser el origen de molestas interpretaciones:

—Veo que usted es de ultramar —le dijo—. ¿Por qué no desarrolla, por ejemplo, un tema vinculado a los descubrimientos, a nuestras extraordinarias aventuras marítimas?

«Vuestras», corrigió Lídia. El profesor la miró con aire asustado. La chica se maravilló ante su propia audacia y entonces se acordó del abuelo. Lo vio sentado en el patio, hablando con otros ancianos sobre su sueño de siempre: la independencia de Angola. Carmo Ferreira le escribía todas las semanas. Al principio eran cartas muy formales, sólo con noticias de la familia y de los amigos; pero, poco a poco, fueron haciéndose más cercanas, más íntimas, llenas de nostalgia y de una especie de urgencia que no sabía definir. «Hoy sé», me dijo Lídia, «que se estaba muriendo». Las últimas cartas parecían fragmentos de un diario. En ellas, el anciano hablaba sobre todo de sus ideales: «En cada carta me repetía que yo era angoleña, y que no podía desilusionar a los que confiaban en mí».