CAPÍTULO 5
Ángel Martínez, el mercenario, abrió los ojos y vio la noche irrumpir en llamas. Delante de él, el monte Quifangondo se recortaba contra el súbito esplendor del cielo. Cerró los ojos y vio el fuego, el caos, el pánico: «Estoy en el infierno», pensó.
Estaba muy cerca.
A pocos metros, en mitad de la carretera, un blindado Panhard ardía. El propio pantano ardía en muchos puntos; de repente se encendía una luz y otra y otra, como bruscas estrellas fatuas. Formaban líneas, figuras, rápidas constelaciones, y en unos segundos pensó que el mundo había cambiado: «Aquí estoy yo», pensó, «tumbado de espaldas sobre la noche, y la tierra es cóncava y arde». Pensó en su abuela, la alegre Rosalía Hernández, diciéndole en su bonito español de Cuba que cuando llegara el fin del mundo todas las cosas cambiarían de sitio: «De las fuentes brotará fuego. Las estrellas caerán sobre la tierra transformando el agua del mar en sangre y la de los ríos en absenta. La noche se hará día y el día, noche. El aire se llenará de langostas grandes como caballos, y sus caras serán como las nuestras, con largos cabellos de mujer, y el fragor de sus alas será como el de mil coches corriendo hacia la guerra. Y habrá relámpagos, voces y truenos. Los desiertos se cubrirán de nieve y el sol abrasará los hielos polares».
La pierna herida hacía que le doliera todo el cuerpo y tenía sed, una sed ansiosa, insensata: «Angelito, estás jodido», dijo en español. Siempre que hablaba consigo mismo lo hacía en español. Además, sólo consigo mismo era cuando hablaba en español. Incluso cuando era un crío, en casa, sólo utilizaba el inglés, porque tenía miedo de que se burlasen de su acento. Los adultos lo llamaban «el pequeño gringo».
«¿Quién te ha mandado meterte en esta guerra de negros?», hablaba poco a poco, sintiendo como las palabras se le formaban en la boca. Naranjas. Le apetecía comer naranjas. Tres semanas antes, en Kinshasa, le habían ofrecido unas espléndidas naranjas dulces como la miel. «En Miami también había buenas naranjas», pensó.
Fue alcanzado por metralla de mortero y ni siquiera uno de los malditos soldados zairenses se detuvo para socorrerlo. Los vio huir como ratas, asidos como racimos a los camiones, o corriendo alucinados mientras los misiles reventaban y lanzaban por los aires trozos de árboles y el barro y los lodos profundos de la ciénaga. Acababa de caer, herido en la pierna derecha, cuando una explosión violentísima lo proyectó fuera de la carretera. Aturdido, vio los Panhard de los comandos portugueses destruirse uno a uno. Sabía que quienes operaban en los Órganos de Stalin, en lo alto del monte, eran soldados cubanos: «Uno de ellos podría ser mi hermano».
Había pensado en eso muchas veces. Tres días antes, mientras estuvieron acampados en el Morro da Cal, vio a un grupo de cinco soldados que avanzaba por la carretera. Con los anteojos se distinguía perfectamente el uniforme verde oliva del ejército cubano. Los soldados avanzaban despreocupadamente, riendo y conversando. Ángel los apuntó con su MG-42, esperó a que estuvieran a tiro y disparó. Uno de los soldados cayó, se incorporó rápidamente y empezó a correr. Ángel volvió a disparar y el soldado cayó de nuevo. Aún volvió a levantarse, ayudado por otro, y siguió corriendo. Ángel iba a disparar otra vez cuando se le ocurrió que quizá aquel hombre podía llamarse como él:
—Me dio pena y le disparé a otro; ése cayó y ya no se levantó. Parece mentira, pero cuando le quitamos los documentos vi que se llamaba Martínez. José Martínez.
Ángel Martínez se unió a los guerrilleros de Holden Roberto a principios de octubre, tras leer un breve anuncio en Soldiers of Fortune: «Atención. Si eres aventurero o técnico militar y quieres combatir contra el imperialismo comunista en África, contacta con el teniente coronel Brown, S. F.» Ángel tenía veintisiete años y no tenía trabajo desde que había vuelto de Vietnam. Educado en el odio al comunismo, militaba en un movimiento de exiliados cubanos cuya principal ocupación consistía en elaborar minuciosos planes para una sublevación armada contra el régimen de Fidel Castro. Cogió el teléfono y llamó a la redacción de la revista.
El teniente coronel Brown dirigía Soldiers of Fortune. Ángel lo encontró en su despacho. Era un hombre fuerte y de aspecto saludable. Llevaba una camiseta blanca con la inscripción «Volar - La muerte viene de arriba». Detrás de él un cartel que decía: «Hazte mercenario. Viaja a tierras lejanas, conoce a personas interesantes… y ¡mátalas!».
Brown le dijo que también había estado en Vietnam. Hablaron un rato de la guerra y descubrieron que tenían amigos comunes. Al final, Brown miró fijamente a Ángel: «¡Me parece que usted es el hombre adecuado!». Entonces le explicó que un representante del FNLA, movimiento que luchaba en Angola contra rusos y cubanos, estaba buscando a un hombre especial, capaz de cumplir una misión difícil pero gratificante: «Un dirigente del FNLA se ha visto obligado a esconder en una pequeña ciudad del norte de Angola, Damba, una cartera con diamantes. Toda esa zona está ahora al rojo vivo, los soldados del FNLA luchan contra los comunistas del MPLA y también —tenemos informaciones al respecto— contra soldados cubanos que reciben ayuda de técnicos rusos y de la Alemania roja. Su misión consiste en recuperar ese maletín».
Ángel quiso saber cuánto valían los diamantes.
—Mucho dinero —dijo Brown—. Lo suficiente como para que el FNLA siga en la lucha dos o tres años más. Y usted tendrá derecho a un diez por ciento.
Ángel pensó un poco:
—Me parece bien —respondió—. Cuando el dólar manda, hasta la mierda anda. En cualquier caso, aunque los diamantes fuesen realmente para combatir a Fidel ni siquiera querría tanto. Me bastaría con el cinco por ciento.
Cuando llegó a Kinshasa le dijeron que Sudáfrica había entrado en Angola y que la situación militar debería decidirse a más tardar el día 11 de noviembre, fecha prevista para la independencia de Angola. Pero no era del todo seguro: a Luanda estaban llegando cientos de soldados cubanos, bien entrenados, armados y con municiones, lo que podría invertir el curso de la guerra. Era importante recuperar el maletín con los diamantes, pero aún lo era más contribuir a la conquista de la capital. Le ofrecieron trescientos dólares a la semana por dirigir un batallón de soldados del ELNA, el ejército del FNLA. Ángel dijo que sí. En menos de un mes ya estaba en Quifangondo.
En ese momento ya se había convertido en un personaje mítico entre las tropas del ELNA, los zairenses y los comandos portugueses. Fue él quien tuvo la idea de interceptar un pequeño avión que abastecía la hacienda Margarida, ocupada por militares de las FAPLA. Un piloto portugués, un hombre bajo, seco y lleno de tics, al que los compañeros llamaban Bom Alvega, aceptó volar con él en un bimotor Beechcraft.
Despegaron del aeropuerto de Ambriz y subieron hasta seis mil pies. Volaron en círculos durante casi dos horas sin encontrar señales del avión del MPLA, hasta que decidieron tomar la ruta de Luanda. Entonces lo vieron: era un Cheroquee Six, monomotor, y volaba delante de ellos, a la misma altura, de vuelta a la capital. El piloto portugués hizo que el Beechcraft descendiera unos pies y se colocó a la derecha del blanco. Ángel tenía una visión perfecta de la barriga del aparato. Montó una ametralladora Browning 30 en la ventana de su izquierda y empezó a disparar ráfagas cortas, una y otra vez. A través de la radio, Bom Alvega dio fe de la desesperación del otro piloto: «¡Nos están disparando!», lo oía gritar, «¡Fascistas! ¡Fantoches de mierda, nos han tocado!».
El monomotor se lanzó en picado en un intento por escapar al fuego de Ángel y empezó a serpentear entre las montañas, en vuelo rasante, a unos cinco o seis metros del suelo. Bom Alvega se lanzó en picado detrás de él, persiguiéndolo de cerca. Ángel cambió una caja de doscientas cincuenta balas y volvió a disparar intentando alcanzar el motor. De pronto, el Beechcraft se estremeció y, sólo entonces, Bom Alvega reparó en que uno de los tanques estaba vacío. Estiró de la manga y el avión subió dando tumbos. Mascullando imprecaciones y palabrotas, Bom Alvega cambió el selector de los tanques, abrió la manecilla de mezcla y bombeó el combustible a mano. Cuando se recuperaron del susto, el Cheroquee Six había desaparecido.
Ángel Martínez sonrió al pensar en la aventura del avión. Aquello lo había convertido en un héroe a ojos de los zairenses y de los infelices guerrilleros del ELNA, pero no le valió de mucho en el asalto a Quifangondo. Sus propios soldados se habían negado a avanzar y sólo cambiaron de idea cuando él se sacó la pistola y fusiló al que creía que era el cabecilla de la revuelta. Entonces tomaron las armas y bajaron al Morro da Cal, pero en cuanto entraron a la ciénaga de Panguila y los misiles empezaron a llover, lo abandonaron todo y huyeron. Algunos tuvieron que verlo cuando le alcanzó la metralla del mortero: «Seguro que me vieron caer», pensó con rabia, «me vieron caer y ni siquiera se pararon a ayudarme».
La noche volvía a estar en silencio y ya las estrellas brillaban a miles. La espectacular fusilería parecía haber acabado y, sólo entonces, Ángel comprendió el motivo: «Esos cabrones estaban festejando la independencia», pensó, «ya pasa de medianoche, es 11 de noviembre y nosotros no hemos entrado en Luanda. ¡Fidel ha vuelto a ganar!».
Pensar en eso lo colmó de ira y de fuerza: «¡No me pillarán!», gritó. Intentó incorporarse y fue como si la noche se le echara encima. Pero lo intentó de nuevo, y esa vez logró arrastrarse unos metros. Descansó un poco, se incorporó, se agarró la pierna con ambas manos y dio unos pasos más; de repente, tropezó y cayó. Palpó el suelo y sintió una cosa fría y blanda. Apartó la hierba y vio la cara de un hombre blanco, con los ojos abiertos, la cabeza enterrada en el cieno hasta las orejas. No tuvo que mirarlo dos veces para saber que era un cubano: «¡María santísima!», exclamó en español. «Creo, compañero, que estás peor que yo». Se sentó al lado del muerto y así se quedó un buen rato. La noche, en ese momento, le parecía más grande. En la memoria se le agolpaban imágenes rápidas de La Habana: el verde y el verde, el azul y el azul, las hojas de las palmeras bajo el cielo. Las luces de los casinos. Su padre, paseando con él por las calles encharcadas de lluvia, señalando con la barbilla los coches de los gringos: «Mira», le decía, «ése es un Plymouth Sport Fury, un día tendremos uno. El rojo es un Cadillac, un coche excelente, por desgracia devora gasolina; el descapotable es un Lincoln, con dirección motriz, tampoco me importaría que fuese mío».
Y, después, la revolución: el griterío de su madre y de los criados. La huida a Miami en un barco abarrotado de gente. La abuela, doña Rosalía Hernández, apretándole la mano: «No te preocupes, Angelito, tu padre vendrá a buscarnos». Nunca fue. Unos decían que estaba preso, otros que había huido a Guantánamo y, aún otros, que seguía en La Habana con la amante y dos hijos algo menores que él. Sería la hipótesis más probable.
Ángel empezó a registrar los bolsillos del muerto: «Sólo me faltaría que éste también se llamara Martínez», murmuró. Se llamaba Pablo Vivo: «Este nombre no te sienta bien», le dijo Ángel al muerto. Soltó una carcajada: «En realidad me sienta mejor a mí». Estaba contento, al fin y al cabo, el juego no había terminado todavía. Se desnudó; desnudó al cadáver y se colocó el uniforme verde oliva. Después excavó con las manos una fosa en la tierra encharcada y escondió en ella el cuerpo del cubano: «¿Lo ves, Pablo? Aún no has muerto. ¡He muerto yo!».