CAPÍTULO 1

En la plaza Primero de Mayo, Zorro intentaba atravesar la muchedumbre y llegar hasta Paulete. Podía verla. Tenía los brazos en alto y bailaba. Zorro imaginó la cara de la chica. Recordó la primera vez que bailaron juntos. Miedo. (¿Sería miedo?) Angustia, inquietud. Bailaban juntos y él bajó los ojos y la vio con los párpados cerrados, sonriendo. Ahora estaba demasiado lejos y de espaldas, pero por los movimientos de los brazos, del torso y de la vasta mata de pelo negro, más espesa aún que la misma noche, Zorro estaba seguro de que sonreía. Tenía los ojos cerrados y sonreía.

A su alrededor, la muchedumbre gritaba. Cantaba. Zorro oía frases sueltas: «¡Viva el poder popular!», «¡MPLA, MPLA!», «¡La victoria es segura!». Un hombre alto y fuerte, que olía a ajo y alcohol, lo abrazó:

—¡Un kandandu[41], camarada! ¡Viva nuestro MPLA!

Zorro llamaba la atención. Mestizo claro. Alto, cuerpo larguirucho, rostro enérgico (suele decirse cortado a navaja), quemado por el sol. Llevaba el pelo largo, recogido en la nuca con una especie de pasador de ébano de modo que parecía una crin. Aquello le daba un aire de rebelde. Apenas tenía veinte años, pero solía decir que tenía veintiséis.

En los últimos doce meses había vivido más que en los doce años precedentes: partió al exilio, conoció a la mujer de su vida, volvió del exilio, se involucró en la lucha política, perdió a la mujer de su vida e hizo la guerra. Comprendió muy deprisa que aquella guerra era un extraño suicidio. Perturbado, descubrió que casi nada de lo que hasta entonces había creído tenía sentido.

En 1974 decidió salir de Angola. Estudiaba segundo de Economía en la Universidad de Luanda cuando se enteró de que su nombre estaba en las listas de reclutamiento del ejército colonial. Se despidió de su madre y se marchó a Lisboa en secreto. Quería llegar a París, donde vivían cientos de desertores angoleños y portugueses. Ya había conseguido establecer contacto con una red que ayudaba a pasar emigrantes clandestinos hasta suelo francés cuando estalló la Revolución de los Claveles. «Quise regresar inmediatamente», me contó, «pero entonces me pasó lo de Paulete. Con mujeres así, todo ocurre de repente».

Sucedió en una fiesta, en casa de unos estudiantes angoleños que celebraban la liberación de un grupo de prisioneros del MPLA. Los jóvenes militantes eran, evidentemente, el centro de atención, pero no fue en ellos en quien Zorro reparó:

—Había mucha gente, mucha histeria. Pero ella estaba tranquila. Estaba parada en un rincón, fingiendo que escuchaba a alguien.

Llevaba un vestido negro y un ancho cinturón de cuero con figuras de latón. Un pañuelo rojo y amarillo le ocultaba el pelo. El vestido, muy corto y ajustado, le dibujaba los senos duros, las piernas largas. Zorro esperó a que el otro se alejara y se acercó a ella: «Me llamo Carlos Umbertali de Miranda», dijo, «pero todo el mundo me llama Zorro». La chica se rió:

—¿El justiciero?

Zorro estaba harto del viejo chiste. Ese nombre era una cicatriz de infancia. Pero la joven se rió, y su risa sonó fresca y brillante como cristales resquebrajándose. El muchacho también se rió. La invitó a bailar y entonces ella se presentó:

—Paulete —dijo—. Paulete do Carmo Ferreira Bastos. Zorro la miró sorprendido:

—¿Carmo Ferreira? ¿Hija de Lídia Ferreira?

Lídia do Carmo Ferreira. Una vez, en una velada cultural, Zorro recitó un poema suyo. El poema hablaba de una casa a la orilla del mar: «En la antigua casa donde nací y fui / feliz para siempre / todo sigue idéntico y perpetuo / aún hay la misma la luz / crepuscular / de las habitaciones. El inmenso momento. / Y en los anchos balcones abiertos / sobre el mar / aún hay el mismo perfume / del viento». En los últimos versos, la metáfora se hacía obvia: «En algún lado la Casa espera / a mí, a nosotros. / En algún lado la Casa vive. / Espero. Esperamos / con la secreta ciencia de los árboles / y de los magos. / Una Casa así nada / la devora. ¡Nada!». Fue en 1973. Algunos compañeros se levantaron y aplaudieron largamente. La mayoría no fue capaz de comprender el poema. En realidad, ni siquiera conocían a Lídia Ferreira.

En Luanda, los estudiantes universitarios eran casi todos blancos, hijos de portugueses, y vivían en un extraño mundo políticamente aséptico al que no llegaban las graves preocupaciones del presente. En ese universo de fiestas, discotecas, playas, música americana, coca-cola, copas, coches, motos y concursos de mises, África era sólo un rumor lejano. Un paisaje con baobabs y acacias encarnadas, hierba alta y negras de senos duros.

Al final de la velada, uno de los profesores lo llamó discretamente a su despacho: «Lo que has hecho es un disparate», le dijo. Zorro no dijo nada. Nadie conocía a ese hombre. Hacía pocas semanas que había llegado de Portugal y parecía evitar a los alumnos y a los mismos colegas. Corría de boca en boca que era un informador de la PIDE. El profesor se levantó: «Lo que has hecho ha sido un disparate», repitió, «ha sido una provocación gratuita, una niñería, pero quiero darte la enhorabuena por tu valor». Le extendió la mano. Zorro vaciló un instante y después hizo lo mismo. Con ese gesto empezó su formación política. El portugués pertenecía a un minúsculo partido maoísta cuya dirección estaba exilada en París y tenía acceso a libros y a folletos prohibidos. Zorro empezó a frecuentar su casa. Corrían las cortinas, ponían la radio con el volumen al máximo y se pasaban horas y horas discutiendo las estrategias de la revolución, el problema colonial, los éxitos y los errores de la lucha colonialista.

El profesor era muy crítico en cuanto al papel del Partido Comunista Portugués y del propio MPLA: «Ambos están en manos de un grupúsculo revisionista», decía, «están rendidos a los intereses soviéticos. El MPLA quiere la independencia de Angola para que el imperialismo soviético extienda sus garras en el África Austral. Viriato da Cruz lo denunció y tuvo que refugiarse en China. Quien domine el África Austral dominará el mundo». Zorro estaba asustado, nunca había considerado la situación desde ese punto de vista. Cuando decidió partir al exilio, el profesor le enseñó una lista con nombres y direcciones de compañeros en Portugal y en París: «Quiero que te la aprendas de memoria, después quema el papel». Zorro aceptó. Al cabo de una semana, ya en Lisboa, descubrió que se había olvidado de todo.

A Paulete le hizo gracia la pregunta de Zorro:

—¿Hija de Lídia? Lídia es mi tía y, que yo sepa, no tiene hijos. Da clases en Berlín, en la Universidad.

Fueron a bailar. Alguien había puesto Angola 72 y Bonga cantaba Kilumba diá Ngola. Zorro notaba en sus brazos el calor de Paulete. Notaba su olor y el ritmo, la urgencia del ritmo. Escuchaba la voz ronca que cantaba como si la tuviese dentro: «Kilumba ayá mié, Kilumba ayá mié, Kilumba ayá mié mu Angolá, Kilumba ayá mié». Bajó los ojos y la vio con los párpados cerrados, la sonrisa ausente.

En la plaza Primero de Mayo volvió a sentir miedo. (¿Duda? ¿Inquietud?) «Ya se ha escapado», pensó mientras se acercaba a ella. «No es una mujer, es un presentimiento». La tocó en el hombro. La chica se volvió y le abrió unos ojos profundos:

—¡Zorro! —gritó abrazándolo—. ¿Cuándo has llegado?

«Estoy llegando», dijo Zorro. Hundió la cara en su densa mata de pelo y le susurró algo al oído. La muchacha sonrió:

—Eres un reaccionario —dijo—. Un hijo de la gran puta.

—Mucho peor —murmuró Zorro—. Un hijo de la lucha.