CAPÍTULO 1
En la madrugada del día 27 de mayo de 1977 oí el estrépito de los tiros, pero no me desperté. Casi todas las madrugadas se oían tiros: podía ser la policía persiguiendo a delincuentes o soldados divirtiéndose asustando a los amantes mal dormidos que transitaban de las camas furtivas a los brazos de sus esposas legítimas. Oí los tiros y en mi sueño empezó a llover. Llovían grandes piedras de granizo, como en Huambo, y cuando golpeaban en el suelo estallaban y aparecían saltamontes. El asfalto quedó verde, las casas quedaron verdes. Ya no llovía —por todas partes lo único que había era saltamontes. Salí a la calle y, mientras andaba, oía como los saltamontes reventaban bajo mis pies. La voz mansa de Joãoquinzinho me arrancó del sueño:
—Despierta, jovencito, está ocurriendo algo…
Los tiros estaban cada vez más cerca. Por toda la cárcel había barullo, gritos, de pronto se oyó un estruendo enorme, como si una pared se hubiese derrumbado. Joãoquinzinho estaba preocupado:
—¿Será gente de vuestra subversión?
Zorro sonrió:
—¡Eso nunca se sabe, hay tantas! Entre Marx y Lenin caben más profetas de lo que alguien sensato podría imaginar.
Encaramado a hombros de Zorro pude fisgonear por el «respiradero», un pequeño agujero abierto en la pared, casi en el techo. Veía el patio, donde flotaba una luz insegura, gente corriendo entre las sombras, armas abandonadas en el suelo.
—No sé qué puede ser —dijo Zorro—. Pero seguro que no son los nuestros: los intelectuales no forman tanto jaleo.
Pasado un tiempo, el barullo disminuyó. Oímos voces que se acercaban y un hombre nos abrió la puerta:
—Todo el mundo fuera —gritó—. Ahora vamos a separar el trigo de la paja.
En el patio ya había decenas de personas. En un grupo alejado reconocí a Lídia, abrazada a Paulete y a Lay. Civiles armados vigilaban a los reclusos. Santiago pasó corriendo cerca de mí, gritando órdenes. Agarró a Ángel de un brazo y lo apoyó en una de las paredes. Trajeron a los demás mercenarios y a algunos jóvenes que reconocí como miembros de la Revuelta Activa.
—¡Estáis locos! —le grité a uno de los civiles armados—. ¡No podéis hacer eso…!
El hombre me miró con un odio gélido. ¡Dios mío! Nunca nadie me había mirado así. Gritó:
—¡Paja! Tú, pasa para acá.
Avanzó hacia mí abriéndose paso con la culata del arma. Me agarró del cuello y me empujó al muro. Cerré los ojos. Cuando los volví a abrir, vi los almendros en flor, el sol cortando el cielo. Ángel estaba a mi lado. Sonreía:
—No tengas miedo —dijo—. Yo estoy jodido, pero a ti no te harán daño. Santiago es amigo tuyo y está con ellos. Si no me equivoco, esto es lo que se suele llamar un golpe de Estado.
Se puso serio. Se volvió hacia mí, poniéndome la mano en el hombro:
—Me caes bien —dijo—. Te voy a contar una cosa.
Y fue entonces cuando me habló de los diamantes. Se encendió un cigarrillo:
—No soy un político —dijo—, me metí en esta guerra de negros por culpa de esas piedras.
Guardó silencio un instante, mientras le daba una calada al cigarrillo. A nuestro alrededor, el lío era tremendo. Hombres de Nito arrastraban a Borja Neves, histérico, que lloraba y gritaba arrancándose la barba y el pelo. Ángel volvió a hablar. Me contó la manera en que lo habían contratado: «¡Una cartera llena de diamantes! ¿Te haces una idea de cuánto vale eso? Voy a morir, paciencia, pero quiero que encuentres esa cartera. Sal de este país y llévate a Lay y a Paulete contigo». Me dijo que un dirigente del FNLA había escondido la cartera en un coche y que había dejado el coche en el garaje de una casa, en Damba, una ciudad del norte:
—La cartera está escondida en el forro de la puerta del lado del conductor. Es un Jaguar E, descapotable, no debe de haber muchos.
Lo miré asombrado:
—¿Rojo?
—Sí, ¿cómo lo sabes?
Señalé a Borja Neves:
—Posiblemente sea el suyo. Le robaron el coche en Benguela.
Santiago apareció en ese instante:
—¿Qué estás haciendo ahí, camarada? ¿Es que quieres morir?
Me cogió del brazo y me empujó hasta el centro del patio. Después se volvió hacia los otros reclusos, recostados en el muro de la cárcel:
—Ya podéis empezar a rezar.
Una voz se sobrepuso a la suya, una voz de mujer:
—Déjate de mierdas, Santiago. Estamos haciendo esta revolución para acabar con todas las muertes.
Era una joven embarazada. Avanzaba poco a poco, con ambas manos sujetándose la barriga. Parecía al mismo tiempo frágil y segura. Si se miraba su cuerpo, era una chica embarazada. Si se miraba su cara, era la autoridad. Los hombres armados se separaron para dejarle paso. Se acercó a Santiago y lo abofeteó. Después se volvió a los presos:
—El que se quiera ir, que se vaya —dijo—. El que quiera seguir preso, que se vaya a su celda. El que quiera defender la revolución, que se quede con nosotros.
Miró a Ángel:
—Te he visto por televisión. Te tenían que haber fusilado dos veces: una por ser un asesino a sueldo, la otra por ser un embustero. Pero por ahora te has salvado. Más tarde nos ocuparemos de ti y de los demás mercenarios.
Zorro vino a hablar conmigo. Con un gesto señaló a la gente de Nito Alves:
—Es como si ya estuviesen muertos —dijo—. Vamos para dentro, bailundino.
Miré hacia atrás, intentando descubrir en medio de la confusión señales de Lay. Pero no la vi.