DIECISÉIS
En el que todo termina, aunque no concluya
El Honorable Peter Piper», y en su interior había adjunta otra carta, la cual le era confiada para que él la remitiera (por otro medio que no fuera el vigilado Correo) al destinatario, quien, al recibirla, la abrió y leyó lo que sigue a continuación:
Hermano mío: Cuando nos despedimos te pregunté por qué ibas a confiar en que cumpliera con lo que me habías pedido, y por qué creías que sería capaz de procurar mayor bienestar a la niña que sus actuales tutoras. En mí nada veía que me indujera a creerme capaz de ello; de esa hazaña no me cabe duda, pero del resto, en absoluto. Te contaré todo lo que ha ocurrido, y podrás juzgar por ti mismo si has errado al depositar tu confianza en mí. Ay, a menos que fracases y acabes ahorcado en alguna plaza pública, jamás tendré demasiadas noticias tuyas.
En lo que a mi historia respecta. Mi visita a las salas del Colegio de Abogados y al señor Wigmore Bland, con los documentos que tuviste la amabilidad de confiarme, el de apoderado y demás, fueron palanca adecuada para la inerte masa de nuestros asuntos. Las propiedades de los Sane han sido disueltas para siempre, o pronto lo serán, y nos quedaremos sin tierras, aunque más ricos en cuanto al dinero en efectivo de lo que lo hemos sido estos últimos años. Todo se ha hecho tal como acordamos: se ha mirado por todos los sirvientes, arrendatarios, perros y gatos, tal como tu tierno corazón deseaba, y se les ha dotado de la correspondiente pensión. Así las cosas, me dirigí a la casa donde reside la niña encarcelada, después de que el señor Bland, pertrechado de detalles, me informara de los pormenores de su encierro, encierro que deploró hasta el punto de entristecerse visiblemente unos instantes antes de recuperarse. Gracias a él supe que lady Sane (tal como tu esposa sigue haciéndose llamar) no ha recuperado la razón, a pesar de los tratamientos de una retahíla de doctores de todas las confesiones, quienes se han abalanzado sobre ella, y sobre su chequera, con la tenacidad de las mismas sanguijuelas que han empleado para curarla; el señor Bland estaba convencido de que al menos uno de ellos, varios con toda probabilidad, no eran en absoluto doctores más que en la pantomima.
A mi llegada al vecindario de la casa donde estaba confinada Una, en seguida comprendí que no estaba llamado a liberar a la niña de aquellos que la mantenían presa, si es que era eso lo que hacían, puesto que nada más llegar a la casa se hablaba en todas partes, tanto en el camino como en el pueblo de cómo se había fugado por sus propios medios. No sabrás, creo estar en lo cierto al pensar que nada sabes de ella, que al igual que el hermano de su padre, sufre el mal de quienes caminan dormidos. No sé si esta condición se había manifestado con anterioridad, o si las tutoras, de pie en las puertas como el Cancerbero de tres cabezas, estaban al corriente, pero me pareció que quizá no fuera así. Todas las cerraduras de las puertas estaban colocadas en el interior, para mantener fuera a los intrusos, pero fáciles de abrir desde dentro. De modo que salió en plena noche, y tomó el camino, como los niños del flautista, hacia la colina y más allá. Por la mañana, descubierta su ausencia, se alzaron los gritos, pero debido a las horas que llevaba fuera, y puesto que nadie la había visto caminar inconsciente entre ellos (¡durmiente despierta entre durmientes dormidos!) se temió lo peor. Se ordenó dragar los pozos, vigilar los ríos; se atizaron los almiares, se batieron los bosques, todo para nada. Podrás imaginar que en esta búsqueda no quise llamar la atención. Tú mismo sabes la cualidad de que disfruto, o talento, como quieras llamarlo, que me permite hacerme invisible cuando lo deseo, y si no invisible sí al menos pasar desapercibido, a pesar de todo lo que llama la atención en mí.
Por mi parte me sentía inclinado a pensar que era menos probable que hubiera sufrido accidente o percance, que la posibilidad de que le hubiera pasado algo realmente malo. Observarás que esta forma de pensar es muy propia de mí, pero el caso es que quienes caminan en sueños acostumbran a ser capaces de evitar caer en estanques o arrojarse desde los acantilados; sin embargo, una niña, sola, a medianoche y en camisón, constituye una tentación para algunos. En la verde campiña de Inglaterra es tan probable que haya uno o dos así como en el resto del mundo.
Me pregunto si debo mantenerte en la inopia, querido hermano, respecto a la continuación de esta historia, o concluirla. Supongo que ya habrás leído la última página para ver cómo acaba, igual que haría una doncella con una de esas novelas francesas, ansiosa por descubrir si los amantes «vivieron juntos y felices por siempre jamás». Los sucesos de las siguientes semanas quizá valgan la tinta y el papel, a pesar de lo cual no me recrearé en ellos, puesto que pronto repuntará la marea en el Támesis y el comercio de la nación se hará a la vela rumbo a rincones remotos. Un frío cálculo realizado en la fonda del pueblo del que la niña había partido arrojaba una posibilidad entre cien de encontrarla, menor aún de hacerlo antes que sus familiares, y menor aún de encontrarla incólume. Aun así emprendí la búsqueda, porque un tipo que era tan frío calculando como yo había sido el primero en topar con ella aquella noche. En el amplio cerco de mis investigaciones, descubrí que en una población cercana había un caballero, cuya identidad se ignoraba, que había tomado la posta a Londres con una niña, su hija, dormida en sus brazos, una niña de cabello negro. Así que me apresuré.
Quizá sepas que en esa ciudad, en compañía de cierto amigo de buena reputación, antiguamente al servicio de nuestro padre, disfruté de una breve carrera en el mundo del espectáculo, y descubrí que, en cuanto a movilidad y libertad para ver y escuchar (esta última incluye la capacidad de escuchar a escondidas, oír por casualidad, etc.), no tiene parangón. Claro que un jorobado acompañado de un oso puede llamar la atención, pero, de hecho, pasan desapercibidos para la mayoría, por previsibles, y no se los mira más que al pavimento, a los marcos de las ventanas o cualquier otra cosa normal y corriente. Por ello, alguien así puede ir de un lado a otro y recabar información, junto a algunas monedas de cobre, que tampoco son como para despreciarlas. Es más, la Hermandad de quienes se dedican al espectáculo conoce un sinfín de detalles de las vidas pasadas de aquellos que se encuentran en lo Alto: reconocen a su vieja amiga la condesa, que en tiempos bailó en Drury Lane, al predicador de moda que en tiempos leía el futuro en Green Park, al rico terrateniente cuya fortuna se gestó en una casa de mala nota. De las hablillas en las tabernas y los puestos de las ferias averigüé muchas cosas de alguien que está conmocionando los salones de Mayfair: un doctor mesmerista que ha curado a muchas jóvenes damas de enfermedades que algunas de ellas ni siquiera eran conscientes de padecer hasta que el doctor las hubo examinado. Sus imanes, calderos, frascos, fluidos y artefactos etéricos habían obrado milagros. No será el primero ni el último que haya cosechado el éxito en tales empresas, pero quienes me hablaron de él, y sabían de dónde había salido, estaban admirados. Lo que me empujó a interesarme más por él fue que se decía que lo acompañaba una niña que constituía el centro de sus experimentos; una niña a la que podía, con tan sólo un pase de mano, o el uso de un níquel imantado, sumir en un sueño profundo, en el que mantenía no obstante la atención, permanecía de pie, era capaz de obedecer órdenes y, lo que es más sorprendente, responder al ser preguntada, decir a los presentes su nombre y explicarles la naturaleza de las enfermedades e inquietudes que padecían. Lo que la ciencia se propone hoy en día ha sido antes patrimonio de santos y sacerdotes capaces de hablar en trance. Pero las disquisiciones del doctor son distintas, y ponen de manifiesto una nueva revelación, extraída de Mesmer, Puységur, Combe y Spurzheim,1 según la cual lo que experimentaba su joven pitonisa no era una serie de antiguos transportes délficos, sino fruto de métodos nunca puestos en práctica antes por el hombre. ¡Vaya! No entiendo, ni entenderé jamás, de tales cosas; dime que todo ha cambiado para siempre y que hay cosas nuevas bajo el sol (a pesar de la observación de Salomón), dime que pronto un motor a vapor2 llevará al hombre a la Luna y me lo creeré a pies juntillas, aunque no esperes que cambie mi comportamiento lo más mínimo ni invierta mi dinero en tales empresas.
No, mi interés por el mesmerista tenía otros motivos, y no tardé en descubrir más cosas: que la niña no era la hija del doctor, ni estaba emparentada con él en absoluto; que se había hecho cargo de ella en oscuras circunstancias, nada que no pudiera imaginarse, claro; que la había sacado de un orfanato y que sólo después había descubierto que poseía aquellos talentos y poderes extraordinarios. Supondrás que, a esas alturas, me hallaba en posesión de un catálogo de rumores, informes, hablillas, etc., ninguno de los cuales me satisfacía. Incluso me había acercado a reconocer un cadáver que habían rescatado con un bichero en el Támesis, además de una desdichada muchacha enterrada en Southwark, aunque ni uno ni otro era la niña que yo buscaba. Mas la historia del doctor había calado en mi mente, no sé por qué, y no tardé mucho en descubrir dónde residía, además de un medio por el cual podría entrar en su casa sin que nadie se enterase. Para mi vergüenza, debo admitir que son muchas y muy variadas las destrezas adquiridas a lo largo de mis viajes relacionadas con el hurto, el allanamiento, el fraude y la cerrajería. La casa me pareció vacía y, como espía que se adentra en campamento enemigo, abrí las puertas sin hacer un solo ruido. Llegué a una salita, y allí, sobre un taburete, encontré a una niña sentada, vestida de blanco, con un collar de margaritas blancas en el regazo. Estaba sola, razón por la cual abrí la puerta y entré.
¿Por qué supuse que no huiría al verme o daría la alarma? No lo sé, pero el caso es que acerté. La niña siguió sentada con una peculiar inmovilidad al verme acercarme; no con la inmovilidad gélida de un ciervo que se siente acechado y se mantiene alerta, sino con una reserva impropia de un niño o de una persona madura, angelical si consideramos a los ángeles seres a los que no podemos asustar ni atribular. No sería la última vez que esa mirada en ella me sorprendería. «¿Quién eres?», me preguntó, a lo cual al principio no respondí, pues en lugar de ello le pregunté por el collar de margaritas, y por la muñeca que sentaba en su regazo. No sé decir si se parece a mí; podría ser y yo seguiría sin verlo, purgada ella de todo cuanto yo veo en mi copa, en la cual he mirado rara vez en las ocasiones señaladas. Sé que tiene el cabello oscuro, como tú, y no sé de dónde lo habrá sacado, a menos que se deba a que su madre no fuera realmente rubia. Pareció querer charlar conmigo de asuntos de interés para ella, sin preguntarme de nuevo quién era yo ni qué hacía allí; finalmente, agotada la paciencia, entrelazó las manos, las colocó con brusquedad en su regazo y me hizo saber que nadie debía entrar en aquella habitación, excepto los miembros del servicio, así que tuve que decirle quién era.
«Soy tu padre», le dije.
Tardó unos instantes en digerir mi respuesta, aunque no pareció sorprenderle.
«En tal caso», me dijo, «usted es mahometano».
«En absoluto», negué yo. «No veo por qué tu padre iba a ser mahometano.»
«Mi padre es una especie de turco», dijo ella, «y los turcos son mahometanos».
Como no había disputa posible al silogismo, tardé unos instantes en responder, tanto que ella continuó de la siguiente guisa:
«Yo soy mahometana.»
«Vaya, y ¿por qué?»
«En todo caso soy medio mahometana», matizó, «y mahometana del todo porque lo digo yo. He leído acerca de los mahometanos y no es tan difícil: sólo hay que decir Alá en lugar de Dios; eso es todo». Eso fue lo que dijo, al menos en lo que mi memoria alcanza a recordar su argumento, que me sorprendió por su sutileza. «Sin embargo», continuó, «no se lo he dicho a nadie, porque si lo supieran no les gustaría».
«Apuesto a que no.»
«No sabía que mi padre fuera como usted», dijo.
Había introducido un nuevo tema en el que yo estaba dispuesto a intervenir. Le pregunté si la asustaba, e incluso estaba dispuesto a hacerle un buen regalo para demostrarle que no debía asustarse; mas ella respondió que no estaba asustada. Tuve entonces ocasión de hacerle la pregunta que deseaba formularle, ¿por qué no le sorprendía que me encontrara allí ante ella, después de tanto tiempo? Ella me respondió que había suplicado a Alá,3 como hacía cada mañana, que me llevara a su lado.
¿Te ríes? Te juro que a mí no me hizo reír. Pensé en todas las mañanas en las que, después de suplicar, la niña no había obtenido respuesta. Ahora que me tenía allí, por insignificante que fuera con respecto a lo que ella había esperado encontrar, o lo que había deseado encontrar, debía convencerla de que abandonara todo aquello y me acompañara, que acompañara a un tipo que no parecía muy prometedor. Aunque su mirada era fría, y no me abrazó, ni yo había esperado que lo hiciera, percibí la posibilidad de un pacto entre ambos, siempre y cuando jugara bien mis cartas. Y, hermano, ¡vacilé! Tengo, como sabrás, una conciencia clara de mi propia naturaleza, de los crímenes y pasiones enraizados en ella, pero nunca hasta ese momento había sentido lo que sentí entonces: sentí que no era merecedor de ella, como si tomar su mano o granjearme su simpatía la mancillara con esa historia de la cual ella no sabía nada, ¡lo único que tenía que ver conmigo, que era o podía seguir siendo así! Me observó largamente, tanto que olvidé las tentaciones y demás con que había pensado engatusarla, las mentiras, los pretextos que creía necesarios, y deseé pedirle perdón, aunque ignoro por qué, si exceptuamos su sola existencia, de la cual yo era autor.
Gracias a un esfuerzo de voluntad volví a convertirme en mí mismo si de veras es así el tipo oscuro que escribe la presente, pero demasiado tarde, porque acababa de dejarle bien claro a la niña que deseaba que me acompañara, que yo la llevaría junto a quienes la amarían y cuidarían de ella, y que el doctor en cuya casa se alojaba era un malvado rey de las hadas, de quien debía huir con mi ayuda, cuando la puerta se abrió de repente ¡y el susodicho al que yo acababa de describir apareció en el umbral! Lo conocía de oídas, y lo reconocí también por la autoridad que irradiaba, por su pelo blanco y electrizado, el brillo de sus lentes, y las manos más grandes que había visto yo en un caballero, si es que era tal. Me levanté para enfrentarme a él, preparado para contarle una historia verosímil, o, si eso fracasaba, derribarlo de un golpe, cuando de pronto Una se levantó también para interponerse entre ambos.
«Mire, doctor, querido», exclamó ella, toda inocencia, «aquí tiene a mi padre ¡que ha venido a llevarme con él!».
Podrás imaginar la respuesta del buen doctor a semejante afirmación. Se acercó a mí como un boxeador podría hacerlo ante un desconocido oponente de menor peso, separó ambas manos y, en guardia, se volvió hacia mí.
«¿Quién es usted, y qué hace en esta casa?», me preguntó en un tono de voz bajo, indiscutiblemente teñido, no obstante, de dominio.
«La niña está en lo cierto», respondí, preparado como él para el combate. «Soy su padre y me acompañará.»
«¿A prisión?», preguntó él con odio viperino. «Porque ahí es a donde irá a parar. Ha allanado mi morada, señor.»
«Apártese», ordené. «Vamos a salir.»
Entonces sus facciones experimentaron una repentina transformación, como si acabara de cambiar una máscara por otra, y tendió la mano a Una.
«Acércate, niña», susurró. «No te hará daño. Ven, ven a mi lado.»
Con cierto pesar, con los ojos clavados en los suyos, ella obedeció, y cuando se hubo acercado lo bastante, él hizo un ademán sobre su cabeza sin dejar de mirarla, ¡como si quisiera atravesar su alma con un punzón! En un abrir y cerrar de ojos ella se había quedado totalmente inmóvil, sus ojos perdieron luz, a pesar de que no los había cerrado, sus brazos cayeron a los costados, sin voluntad, como si flotara en el agua. Sólo entonces, hermano, tuve miedo, y tú sabes bien que he hecho y visto cosas peores —yo mismo he dirigido a seres carentes de voluntad—, pero allí, ante mí, tenía a alguien capaz de arrebatar el alma, o eso me pareció.
Pero no carecía yo de armas, por rústicas que fueran, y empuñé con decisión una pistola muy poco espiritual que llevaba oculta en la ropa. Amartillé el percutor. Así las cosas, el mago, pues tal era, retrocedió. Le exigí que liberara el espíritu de Una, que invirtiera el encantamiento que le había lanzado, pero él se limitó a apartarse de mí hasta salir por la puerta y echar a correr por el pasillo.
«No la toque, por su vida», me dijo. «Si la despierta, morirá al instante. Máteme y nunca despertará. Todos los sirvientes han sido alertados, ¡no tiene usted escapatoria posible!» Corrió en dirección al recibidor, gritando «¡Ayuda, ayuda!», y oí voces y gritos por todas partes.
Ahí estábamos pues, hermano, ella y yo. Ella paralizada en un sueño, y yo incapaz de abandonarla. Admito que mis poderes habían tocado techo, y no supe qué hacer. Lo que sucedió al instante siguiente fue, de todas las cosas que pueda haberte transmitido (si es que transmitir algo puedo), lo definitivo. En cuanto el doctor echó a correr y abandonó la estancia, el hada que tenía a mi lado despertó. ¡No, no despertó, puesto que nunca había llegado a estar dormida! Dejó de fingir, y volvió a convertirse al momento en una niña humana, y con fuerza cerró la puerta, echó la llave, la sacó de la cerradura y la sostuvo en alto con un gesto triunfal. Entonces, sin demora, se acercó a la ventana de la estancia, la abrió (nos encontrábamos en la segunda planta) y me formuló la siguiente pregunta:
«¿Sabes trepar bien?»
«Como un mono», respondí.
«También yo», dijo ella, «aunque puede que ellos no lo sepan».
Ambos salimos entonces por la ventana, alrededor de la cual la gruesa enredadera se aferraba a la piedra antigua, la cornisa se extendía como mínimo para apoyar el pie, como en un saliente rocoso, y una celosía con flores trepadoras servía a modo de escalera.
«Yo iré delante», dijo mi compañera conspiradora, «y tú me sigues».
«No», respondí, «pues si voy yo primero y me caigo, tú podrás caer encima de mí, lo cual es preferible a la otra opción».
Asintió con aire solemne al compartir mi razonamiento, y salí por la ventana, apoyándome en las gruesas ramas como Romeo pero en dirección contraria; una vez fuera, extendí los brazos hacia ella para ayudarla. Hay muchos detalles que habré olvidado de todo cuanto he vivido en todos estos años, y espero que la Divina Providencia tenga a bien procurar que los olvide, pero eso no: ver cómo y con qué valentía saltó de la habitación donde la tenían encerrada a mis brazos, ¡a mis brazos!, brazos que jamás sirvieron de sostén a botín tan increíble o a botín alguno.
Te preguntarás ahora si ella caminaba y hablaba en sueños obedeciendo las órdenes del doctor, o sólo fingía hacerlo. O cómo aprendió a profetizar como lo hacía, si es que de veras lo hacía. O cómo el doctor la había encontrado y se la había llevado. Aún no tengo respuestas a estas preguntas, pues nos hemos limitado a huir tan rápido como hemos podido sin llamar la atención, a los muelles, en Wapping, donde contaba yo con contactos que nos procuraron pasajes y todo lo necesario para un viaje sólo de ida. En todo ello: la huida con un extraño, la perspectiva de una travesía marítima, dejar atrás todo cuanto había conocido hasta el momento, comprobar que mis promesas de llevarla de vuelta a casa eran falsas, se mostró tan fría como un criminal, con la gracia de un hada. Cuando aludí a mi promesa de llevarla de vuelta con sus familiares, rechazó la idea (eran la última gente bajo cuya tutela deseaba estar, nosotros los mahometanos tenemos que mantenernos unidos, pareció querer decir).
De modo que aquí la tienes, durmiendo en la cabina que ocupa sobre las aguas del Támesis. Guarda todo su patrimonio en un petate de cuero, ahora bajo mis pies, y tiene por sirvientes a un oso y a una niñera a la que me pareció conveniente contratar, aunque muy bien podríamos desembarcarla en bote en Greenwich, porque Una la considera superflua. En lo que a mí respecta, he cambiado de trabajo, y ahora debo aprender otra profesión que resulte adecuada en las tierras adonde nos dirigimos. No puedo liberar al mundo, o liberar de la opresión al pueblo. Renuncio aquí a tales ambiciones, y te cedo el cargo que ostentaba en dichas labores. Son mi legado para ti. Pero no temas, ahora somos amigos,4 de modo que ya no puedes sufrir ningún mal.
¿Dónde podrías buscarnos, en caso de desearlo? Cuando era marino y me relacionaba con hombres de todas partes, conocí a un piloto de derrota alemán que, si no andaba bebido, era un raconteur en su propia lengua, de la que aprendí una o dos palabras, y me pareció algo excelente que bautizara a las Indias, hacia las cuales navegamos, con el nombre de Abendland, que en nuestro idioma sería algo así como Tierra del Ocaso,5 allí donde se oculta el sol al finalizar el día. No era un poeta, sino que se refería a lo que nosotros conocemos por Poniente. Pondremos rumbo, pues, a la Tierra del Ocaso, los últimos supervivientes de nuestra familia: yo mismo, el oso, que se ha vuelto cano (aunque no lo sepas, también un oso negro puede volverse canoso, igual que aquel a quien acompaña), y ella, la hija de un cojo y una enajenada, a pesar de que el fruto de dicha unión demuestre ser cuerda y sana como un doblón de oro. Pude rescatarla y darle la libertad, signifique esa palabra lo que signifique, el libre albedrío forma parte de ella, y de eso tengo pruebas suficientes. Es la heredera de los Sane, la única que habrá, aunque mora allá donde su nobleza nada significa, y nada significará para ella ni para sus descendientes, si es que los tiene algún día, aunque tengo intención de garantizarle que podrá, siempre y cuando quiera tenerlos. Ya sé que lo que yo pueda escoger para ella, y las directrices que pueda darle, no se las tomará como leyes inamovibles, pero a pesar de eso puedo dárselas. Eso también forma parte del legado de los Sane, ¿no te parece? Herencia que, al contrario que su título, legará a la siguiente generación (espero que puedan sacarle provecho).
Recalaremos primero en la bahía de Charleston, y de ahí ¿adónde? Lamento no poder visitar al general Washington, que descansa ahora con los auténticos héroes del mundo «Washington murió en un duelo con Burke», oí decir a uno en una conversazione en Venecia; el caso es que fui incapaz de comprender a qué diantres se refería, hasta que recordé a Burr, pero éste mató a Hamilton y no al gran hombre. No importa, soy tan ignorante como él en lo que a ese gran país respecta, ignorancia en la que me regodeo, ya que he terminado para siempre con el mundo que conozco. Quizá debamos descender el Mississippi, como hizo lord Edward Fitzgerald, el único héroe auténtico que he conocido, y, como él, ir más allá, más allá del golfo de México, a Darién, a los Brasiles, al Orinoco. No lo sé.
De modo que adiós. No soy tan insensato como para creer que América pueda ejercer de médico o sacerdote, sé que no todas las enfermedades pueden curarse allí, ni perdonarse todos los pecados. No obstante, esta mañana me siento como quien ha peleado toda la noche en sueños con un enemigo, para al final despertar y descubrir vacíos los brazos. ÆNGUS
No había más. Alí, que había leído la misiva de pie en el imponente puente de piedra que se extendía sobre el río —, en la antigua ciudad de —, capital de la nación de —, la hizo pedazos y la arrojó al agua; con la barbilla en la mano vio cómo flotaban los restos un rato antes de hundirse. Comprenderás que no mencione el lugar, porque podría suceder que el manuscrito de sus aventuras saliera a la luz, y dentro de no mucho tiempo, lo que sin duda pondría en peligro a mi héroe, dedicado a la labor que le habían confiado, una labor que si bien en un principio estribaba en derrocar, en su mente ya no era concebida como tal. Tenía esperanzas, aunque sólo fueran esperanzas, de que gracias a sus actividades los Luciferinos podrían algún día desencadenar a Prometeo, su predecesor, hermano de ese demonio de cola y tridente, cuyo nombre ellos llevaban, y traer un nuevo y mejor gobierno, aunque tardara un centenar de años. Ni él, ni Una, ni quizá la hija de ésta ni la hija de mi propia hija alcanzarán a ver ese día. Tal es mi esperanza: podéis abrir mi corazón y verla, si lo hacéis, ahí grabada, la única cosa valiosa que resta en él.
Pero he tachado con la pluma6 ese insensato párrafo, o no tardaré en hacerlo, lo que significa que no formará parte de esta historia ni verá la tinta de la imprenta. Aunque sería igual de insensato suponer que cualquiera de los nombres que figuran en esta historia, Ængus y Alí, Imán y Susanna, Catherine y Una verán sus nombres impresos, o caerán bajo la mirada del lector. Digan lo que digan los poetas de los imperecederos «dorados monumentos de mármol de los príncipes», esto no es más que papel, y tiene sus enemigos: el mar, el fuego, el azar, la maldad y no sé qué más. Estas páginas pueden perderse, o pueden sobrevivir sólo para servir de papel de envolver a un tendero, como leemos que sirvió el manuscrito de Pamela, escrito por Richardson, utilizado para envolver una lonja de tocino para una gitana que más tarde resultó ser una asesina. En fin, ya es suficiente, Salomón no promete más por todos nuestros esfuerzos. Mas si estas páginas deben ser utilizadas para un amable tendero, que no sea para envolver el grasiento tocino: envuelva mejor la roja manzana7 de Eva con ellas, o una dorada ciruela, o cualquier fruto dulce, ¡y póngalo en manos de una joven doncella!