QUINCE

En el que Lucifer y su hermano quizá se pongan finalmente de acuerdo

¿Podría ser el de negro Alí, este borrón en el sol veneciano, así marcado, así acompañado? Mis lectores (si es que este relato cuenta con alguno, y éste, junto con su autor, ha alcanzado este momento, este lugar) quizá se pregunten qué aventuras, qué climas han templado la ansiosa y sobrecargada alma para forjar tan mesurada mirada. No obstante, tales lectores preguntarán en vano, pues aún se alargaría más la historia si hubiera que contar todas las que ésta contiene; así, no nos queda sino imaginarlas, sobre todo cuando del palazzo cercano, dispuesto a dar la bienvenida al recién llegado, sale un hombre deforme, encorvado, vestido con una levita de seda azul y un chaleco de suntuoso brocado: su hermano, Ængus.

—No sé si puedo tenderte la mano —dijo éste a Alí—. No querría que la rechazaras.

—Somos Sane —respondió Alí—. La familia te despreció tanto como yo llegué a odiarla, al menos al cabeza de familia mientras vivió; no obstante, es la única que tengo, y que tendré, y él el único padre, tan mío como lo fue tuyo.

—Al menos él te amó.

—Él no amó a nadie. Ni siquiera a sí mismo. Es más, a sí mismo menos que a nadie.

—Debo admitir que a ese respecto tu experiencia supera a la mía —dijo Ængus.

Pasaron unos instantes mirándose, como si intentaran discernir si sonreirían al final, o si, para distanciarse, desenvainarían la desnuda espada del pasado.

—Los nómadas del desierto cuentan una historia —dijo Alí entonces—; he convivido con ellos y poseen su propio concepto de la religión, que mezcla de forma peculiar el cristianismo con las enseñanzas de Mahoma. Dicen que al principio Dios tuvo dos hijos, y no uno: uno era aquel a quien llamaron Jesús, y el otro fue Lucifer. Los dos hermanos discutieron y pelearon, después de lo cual Lucifer abandonó el Cielo con sus ángeles, y Jesús se quedó en casa. Entonces, Jesús, en su encarnación humana, ayunó en el desierto durante cuarenta días (te mostrarían encantados el lugar donde lo hizo, pues lo conocen muy bien), y Lucifer acudió para batallar de nuevo con él, tal como habían hecho al principio. Lucifer instó a su hermano a renunciar a la tiranía de su padre y unirse a él, después de lo cual el dominio de la Tierra sería suyo, y Lucifer podría retirarse a su propia morada. Jesús comprendió que era un mal negocio, y reafirmó su lealtad al Padre celestial, y a sus designios para el hombre. Lucifer lo dejó allí, en aquella roca, y, antes de volar de vuelta a sus infernales dominios, las últimas palabras que dedicó a su divino hermano fueron éstas: «Siempre fuiste su favorito.»

—Bonita historia —admitió Ængus—. Es más, por extraño que parezca tiene mucho que ver con el asunto que me ha empujado a pedirte que vinieras. Pero debes de estar agotado del viaje. Entra, date un baño y descansa. Nada de todo esto importará hasta entonces, y quizá te avengas a acompañarme al Lido a cabalgar.

—Creía que no había caballos1 en Venecia, a excepción de los de bronce, en la catedral.

—Y de los míos. ¡Ven! ¿Qué puedo hacer por tu hombre? —Se refería al de blanco, que aguardaba de pie tras Alí, y que durante la conversación no se había movido ni hablado.

—No se separará de mi lado —respondió Alí—. Si no tienes ninguna objeción cabalgará junto a mí. —Al decir esto, cruzaron la mirada, amo y hombre, si es que eran tales, una mirada en la que Ængus reparó, aunque, a decir verdad, hubo en ella emociones de las que él poco sabía, un sentimiento de profundo afecto, de confianza y amor.

—Me parece bien —se limitó a decir, antes de volver su deforme figura hacia la escalera.

Durante la cena, Alí tuvo oportunidad de aludir a la única y singular cosa que sabía de la vida de su hermanastro en Venecia, que tenía una liaison con cierta dama, a quien visitaba y atendía, según Alí, como un vasallo.

—Así es —admitió Ængus—. El cavaliere debe estar dispuesto a mostrarse servente. Al principio tuve que explicarle a la dama que en lo que a lo de la caballerosidad respectaba, estaba de acuerdo, pero que eso de la servidumbre no iba conmigo. Ella amenazó con rechazarme, pues no estaba dispuesta a verse avergonzada en sociedad por una sola muestra de desprecio por mi parte hacia sus sentimientos, más bien diría que a su sentido de la moral. De modo que acepté. —Levantó la burlona mirada hacia Alí y, aunque el objeto de su burla parecía ser de siempre (él mismo), una sombra, o una luz de compasión se había hecho un hueco, quizá hacia el mismo objeto—. Debo de parecerte cómico —dijo a continuación—. Cómica en verdad debe de ser la vida que llevo. Aun así, hay tan duros momentos en ella que cuesta sobrellevarlos con la risa. La dama está enferma, y se cree que su estado es desesperado: su cavaliere, a pesar de haber sido desterrado por un tiempo debido a algún pecadillo, es llamado a su presencia, con consentimiento del marido, para compartir con él la inquietud y los cuidados del tiempo. Ella así lo ha pedido, a pesar de que el amante deberá tomarse ciertas libertades con ella en presencia del marido, o tan cerca de él que, en cualquier otra circunstancia, darían pie a un duelo, libertades, no obstante, que según el código el marido debe considerar inocentes. Por otro lado, ¿se equivoca el cavaliere al insistir en que ella rechace las legítimas atenciones de su esposo, y que las reserve sólo para él, ese querido amigo de la familia de quien el marido, y sus amistades, consideran justificado solicitar de vez en cuando un favor, o un préstamo? Está justificado, es procedente, pero también es cómico, y duro.

Pensó Alí que su hermano no hablaba ni para quejarse ni para entretenerle, sino como lo haría un filósofo, como si en el fondo omitiera algo. Cuando hubieron disfrutado de un descanso, Ængus insistió en que debían irse. Quería que Alí lo acompañara solo, a lo cual éste se negó, aduciendo que su hombre no entendía una palabra de inglés, y que si conversaban en esta lengua nada comprendería. Ængus asintió al oír eso, y se apresuró a llamar a la góndola.

—Un ataúd flotante —comentó Alí al ver tan peculiar medio de transporte—. Si tuviera elección, no la utilizaría: cerrada como un coche-prisión, con el peligro añadido de terminar ahogado...

—Sin embargo, la vida en esta ciudad se detendría sin ellas —dijo su hermano—. Ya ves lo equipada que está, con cortinas que pueden correrse y un movimiento más suave que cualquier coche tirado por caballos. Además, los gondoleros llevan mensajes a todas partes, y son como tumbas o perderían el negocio que hacen con las propinas. En fin, aquí estamos, rumbo a la costa opuesta.

* * *

—Es cierto que soy tal como me ves —dijo cuando finalmente les entregaron tres espléndidas monturas venecianas, y emprendieron el camino por la extensa costa. Detrás, a poca distancia, les seguía el acompañante de Alí, como una sombra no oscura, sino reluciente—. Estas ocupaciones, los placeres, la agitación y los chalecos de satén son míos. Me pertenecen. Y al mismo tiempo también soy otro. Dime: ¿has oído hablar de aquellos que se han agrupado aquí en sociedades y han jurado enfrentarse al austríaco hasta expulsarlo de todos los territorios italianos?

—A pesar de la distancia y el aislamiento, sí —respondió Alí con una sonrisa.

—Algunos se hacen llamar carbonari,2 o quemadores de carbón, por motivos demasiado oscuros para elucidarlos; otros actúan bajo el nombre de mericani, o americanos, lo que deja bien claras sus convicciones.

—¿Formas parte de ellos? Me parecería muy raro, no te creía capaz de preocuparte por los oprimidos, ni te he oído expresar sentimiento alguno a favor de la Democracia. Pero recuerdo lo que me contaste en una ocasión de los esclavos africanos de tu isla antillana, y de cómo fomentaste su revuelta.

—No te confundas conmigo —dijo Ængus—. Desprecio a la canaille, y no me hago ilusiones respecto a su comportamiento en cuanto alcancen posiciones de poder o tomen asiento en las cortes de Justicia. No, no hago nada en su favor, no pertenezco a ellos; de hecho, no apoyo a nadie, sólo estoy en contra de.

—Se me antoja algo terrible, y muy triste.

—No debería importarte lo más mínimo. Soy el perro poco ladrador y muy mordedor, un perro que cumple con su función. No sé qué construirán otros. Yo no estaré allí.

—¿Qué posibilidades tienen, tenéis, de conseguir lo que os habéis propuesto?

—No lo sé a ciencia cierta —respondió Ængus—. Hay unos diez mil solamente en la Romaña. Yo mismo podría reunir a una docena de muchachos, bueno, a un centenar más bien, para que me respaldaran en caso de necesidad. Los fratelli están por todas partes: contratan asesinos; dispararon a un oficial austríaco muy cerca de mi puerta, lo mataron de dos tiros, y aunque lo metí en casa y llamé a un médico, no pude salvarle la vida.

—Me admira que lo intentaras.

—Creo, hermano —dijo Ængus—, que... a menos que me equivoque mucho contigo, de hecho no te admira lo más mínimo.

Cabalgaron un rato en silencio. Fue Alí quien retomó el hilo de la conversación.

—Pero tus deberes en sociedad, y en asuntos del corazón, a menudo deben de apartarte de estas cargas tan pesadas.

—Más bien todo lo contrario —dijo Ængus—. Sin mi papel en sociedad no hubieran tardado en impedirme ofrecer mi ayuda al partido de la Libertad, y hubiera dado con mis huesos en prisión, algo que en esta república más vale evitar a toda costa.

—Empiezo a comprender —afirmó Alí—. Tu servidumbre no es lo que parece.

—Desde hace tiempo esta circunstancia me ha sido de gran ayuda. Hay muchos que se complacen en murmurar a mis espaldas. Me llaman el tullido escocés, il Zoppo que se afana tras su dama con tal diligencia que parece un asno. Mira, mira, se dicen el uno al otro, mira lo que Venus obliga a hacer a alguien así, ¡y cómo baila él al son que ella toca! Con eso basta para llenarles la cabeza, de modo que nunca irán más allá en lo que a mí concierne. Un hombre que se comportara como yo, nunca podría ser de ningún otro modo; un hombre, un carácter, dos sería solecismo.

—De modo que te ocultas y ocultas tus acciones aparentando ser vulgar.

—En efecto, al menos así ha sido hasta ahora. Ahora el disfraz empieza a convertirse en harapo. La perfección del mismo está trayéndome la destrucción. Ando muy cerca de tener graves problemas, hermano.

—Esperaba a que sacaras a relucir la cuestión. Veo que ha llegado el momento.

Llegados a esta altura de la conversación, Ængus detuvo el caballo e invitó a su hermano a hacer lo propio; cuando ambos hubieron desmontado, Ængus se acercó a él, mirando a su alrededor como haría alguien decidido a compartir un pensamiento en privado mientras se pregunta quién podría escucharlo.

—El marido de mi dama es un hombre de cierta experiencia —dijo—, y no siempre ha sido lo que aparenta ser ahora. (Ten la certeza de que sé todo cuanto pueda saberse sobre él.) Tiene alrededor de cincuenta veranos cumplidos, y el hecho de sobrevivirlos le ha convertido en alguien muy astuto. En los inestables tiempos en que las huestes y oficiales de Buonaparte desaparecieron de la Tierra como una nube, en que los austríacos vinieron a sustituirlos, él se unió a los revolucionarios, pensando que sería mejor ponerse a su cabeza que permitirles que cortaran la suya. Después de que el alzamiento fuera aplastado, y restauradas las autoridades austríacas, volvió a adoptar su consabido desprecio por la masa, y se conformó de buena gana con los nuevos regentes. Su anterior asociación con el movimiento patriótico, no obstante, le había permitido establecer contactos que juzgó prudente no abandonar y, a través de éstos, se ha acercado más a mi secreto, tanto es así que ahora casi está en posesión de él, y sólo le ha impedido informar a los austríacos el hecho de que ha estado buscando cómo ocultar su delación. Ahora es capaz de desenmascararme sin desenmascararse a sí mismo, y lo hará en cualquier momento. Estoy preparado para marcharme en una hora si fuera necesario, y desaparecer sin dejar más rastro que el que dejaron los enemigos del Estado bajo el poder de los dux, pues aquel a quien se denunciaba era juzgado de inmediato y nunca más volvía a saberse de él. Sin embargo, no puedo hacerlo, al menos hasta haber sido sustituido por alguien, y rápidamente, alguien totalmente desconocido e imposible de descubrir, alguien cuyo nombre no aparezca en ninguna lista ni en lengua de informador alguno, un hombre que esté dispuesto y sea capaz de continuar el trabajo con el que me he comprometido.

—¿Es por esa razón por lo que me has hecho venir? —preguntó Alí con una sonrisa, una especie de sonrisa que no podía haber cruzado sus labios en tiempos pasados, la sonrisa de los Sane, casi, puesto que su alma aún era libre de la oscura mancha de éstos—. Vas a pedirme que me convierta en ese alguien.

—No conozco a otro a quien pueda pedírselo. Y no puedo decirte aún por qué he pensado en ti. —Se agachó para recoger en la arena un canto rodado, oscura piedra que acarició como si fuera de un metal precioso—. ¿Me he equivocado al suponer que estarías dispuesto a aceptar?

—No tengo ningún motivo para acceder.

—¿Nunca te han movido a la furia, al resentimiento, los poderosos y los crueles? ¿Nunca has sentido el deseo de derrocarlos? Pensaba que sí. Si estuviera en tu lugar, yo sí hubiera albergado tales sentimientos. ¿Conoces la historia de Jacques-Armand?3 Era un joven campesino a quien la reina María Antonieta adoptó a la fuerza tras arrebatarlo a sus padres, por haberse encaprichado de él. A pesar de su cariño, y de la ropa de buena factura y la excelente comida que recibió de ella, no dejaba de llorar inconsolable. Cuando estalló la Revolución, Jacques-Armand se convirtió en el jacobino más cruel de todos, en un decapitador extraordinaire en la época del Terror.

—No veo qué relación tiene esa historia conmigo.

—Que tú no la veas no quiere decir que no la tenga.

—¿Qué me ofreces en caso de aceptar? ¿Qué gano yo con eso?

—No te ofrezco nada.

—Nada vendrá de nada.

—No obstante, creo que algo podría resultar de todo ello. Tengo la esperanza de que, a pesar de no tener nada que ofrecer, el desafío per se pueda atraerte, y la esperanza inspirarte. Fíjate que digo «pueda». Soy consciente de lo improbable de que este gambito mío se vea coronado por el éxito. Podrás juzgar cuán desesperada es la jugada por mi decisión de intentar esto contigo.

Al no responder Alí, Ængus prosiguió de la siguiente guisa:

—Has oído hablar de las sociedades de Italia. Es posible que también hayas oído hablar de hermandades similares, en otros países.

—No puedo decir que sí. Quizá se manejan mejor que los italianos a la hora de mantener en secreto su secreto.

—Ahora te hablaré de algo que juré por mi vida no revelar a nadie sino a aquellos que se contarán entre los nuestros. Hasta tal punto confío en tu silencio.

—Ten cuidado. No sabes cuáles son mis convicciones, ni hacia dónde se inclinan mis lealtades. ¿Cómo sabes que no soy un agente de ese Imperio al que combates? ¿O un aliado del mismo? ¿O un vendedor de información y de hombres?

—Lo sé, hermano, porque ningún hombre podría ser tan transparente como tú. Siempre lo fuiste, tanto que me sacabas de mis casillas pues nada podía hacer para oscurecerte o ensombrecerte. Escúchame, pues, y te contaré algo que pocos conocen. En el ancho mundo, al menos en buena parte del mismo, desde nuestra isla hasta donde reina el zar, allá donde el espíritu de la Libertad no ha muerto asfixiado, se ha constituido una sociedad cuyos miembros se han unido con un solo propósito, una sociedad constituida por unos pocos que han jurado ayudar a los demás sea cual sea su nacionalidad. En resumen, pretenden poner punto final a la monarquía y a la nobleza hereditaria, y a todas las Iglesias y tribunales, cuya virtud y justicia se orienta únicamente al servicio de reyes y señores, a todos aquellos que cargan a lomos de las gentes del mundo un peso que ni un asno podría soportar. Aunque tarden un siglo —y no creen que vaya a tardar tanto—, al final lo conseguirán, y así (dicen) todo el mundo se librará de sufrimientos innecesarios, puesto que ahora hay tanto sufrimiento en el mundo que ningún ser vivo se ve libre de él.

—¿Es eso cierto?

—Lo es. En cada país donde se han establecido se conocen por un nombre distinto, pero en conjunto se hacen llamar sólo por uno. ¿Quieres conocerlo?

—Pareces decidido a confiármelo.

—Se hacen llamar los Luciferinos.

Alí rió al escuchar aquello, y su risa alarmó y sorprendió a partes iguales a su hermano, quien pensó que no le había oído reír antes, y sobre todo no de los curiosos modos del mundo, ni de los quehaceres de esa gran diosa sin religión llamada Circunstancia, quien gusta de gastar bromas como ésa y atesorar algo para cada uno de nosotros, ¡que en homenaje a ella podemos perfectamente tanto reír como llorar!

—Creí que el antiguo emperador de los franceses se había dedicado a este mismo empeño —dijo finalmente Alí—: acabar con la opresión, abrir las cárceles, liberar a los hombres y a las mujeres, libertar a los esclavos y a los judíos. Sin embargo, reside ahora en una roca en mitad del mar, y los antiguos Perukes han vuelto para quedarse.

—Y así es. Todos esos violentos jóvenes partisanos que ansiaban liberar a sus patrias y gentes de la tiranía se unieron por fuerza a sus reyes y nobles derrocados para poner en fuga a Napoleón y a sus monarquías de cartón, incluso aquellos que al principio lo adoraban. Ahora han visto qué se ocultaba tras el truco, y forjarán una libertad desde el interior, no una impuesta desde el exterior, una libertad Germana, diferente a la Húngara, a la Griega, a la Veneciana, ¡Libertad y autogobierno para todos!

—Admito que es un sueño que comparto. Pero ¿acaso es algo más que un sueño?

—Pueden cambiar el mundo —afirmó su hermano—. En verdad tengo la certeza de que lo harán, aunque aún está por determinar si será para mejor o para peor. He leído en la prensa italiana que los dos grandes ejemplos de vanidad a los que se enfrenta el mundo actual son Buonaparte y un poeta inglés.4 Piensa en lo halagado que se sentiría el antiguo emperador en su roca marina si estuviera al corriente de esta comparación. Él sólo tuvo poder para hacer daño; el otro, sólo para iluminar.

—No sé si yo debería contribuir al éxito de una revolución —dijo entonces Alí, como si pensara en voz alta—. No soy de sangre fría, ni de sangre caliente, para el caso. Al menos, no lo suficiente. La mayoría de los seres humanos que encontrara delante, ya fueran el soldado de un rey, o un rey, o el Papa, si no fueran enemigos personales míos probablemente pensaría que son buenas personas, lo suficiente buenas personas como para vivir. Y sentiría aprecio por un hombre valiente y honorable, luchara en el bando que luchara.

—Eso dice mucho de ti —afirmó su hermano sin demasiada convicción—. Pero no te dejes disuadir por ello, si sigues considerando la idea. En mi caso es lo contrario, la compañía y la contemplación de cualquier ser humano siempre se convierten para mí, y pronto, en una perfecta ipecacuana. Aun así he trabajado largo tiempo por su bienestar, y en alguna ocasión me ha resultado ventajoso el negocio, a decir verdad.

Alí volvió a mostrarse pensativo; entrelazó las manos a la espalda y mantuvo la cabeza gacha antes de echar un vistazo al lugar donde su compañero de blanco aguardaba inmóvil, a lomos del caballo, como la estatua de un espectro.

—Un hombre que asumiera tales tareas —dijo entonces—, ¿acaso no lo pondría todo en peligro, incluso a aquellos a los que ama? Alguien así no podría verse lastrado por un pariente, una esposa o una hija, por temor a que su ruina, lo cual es más que probable, resultara en la ruina de los suyos.

—Así me parece a mí también, sí.

—No tengo semejantes cargas —admitió Alí, sin que tal afirmación pareciera complacerle, lo cual no escapó a la atención de su hermano.

—¿Te atreverías, pues, a acometer tal empresa?

—¿Cómo voy a saber si me atrevería? Cuando haya hecho lo que deba hacer, entonces sabrás a qué me atrevo, o a qué no.

—Bien dicho —admitió Ængus—. No podría pedir más.

—Tu dama... Doy por sentado que no sabe nada de tus actividades.

—Nada en absoluto. A poco que supiera podría ponernos en peligro a los dos. Te confieso, por claro que tenga mi objetivo y los medios para alcanzarlo, que lamento mucho tener que dejarla de este modo, desaparecer de la noche a la mañana, sin que ella sepa adónde he ido... En fin, me preocupa, aunque no sé cómo calificar mi preocupación. Me ha sido fiel, tanto como yo a ella, y créeme: no hay tantos que hayan disfrutado de los favores de que he disfrutado yo.

—Y ¿adónde irás? ¿A qué tierra, a qué costa?

—Eso no lo sé, pero será lejos. Estoy señalado, y en cuanto me desenmascaren no podré dejar mi pasado atrás (ya ves, soy como soy); ningún espía, ningún policía ni guardia fronterizo podrá confundirme con otro, y su red es extensa, no sólo geográficamente, sino por lo bien informada que está, tanto como la nuestra lo es. Debo irme bien lejos para que no me persigan, a un lugar al cual no llegue su poder.

—A las Antípodas. O a la China.

—La verdad es que no me importa. A algún lugar a este lado del Hades, eso es todo.

—Muy bien —dijo entonces Alí con repentino ímpetu—. Aceptaré tu propuesta. Permaneceré aquí y llevaré a cabo las tareas que deba desempeñar lo mejor que pueda, si tú me enseñas cómo...

—¡Ajá! —exclamó Ængus al tiempo que aplaudía—. ¡Eres un tipo espléndido!

—Pero con esta condición: que tú también hagas algo por mí, un asunto peligroso, aunque no para la vida, quizá, ni para tu integridad, pero de dudoso éxito, y secreto, también. Algo que por una promesa que hice debía hacer, pero que es muy posible que por derecho te corresponda a ti llevar a cabo.

Ængus enarcó ambas cejas al oír esto, y pidió a Alí que le pusiera al corriente. Como respuesta, Alí preguntó:

—Dime, ¿piensas alguna vez en tu hija?

Al oír aquella palabra, Ængus apartó la mirada como si la pregunta le hubiera hecho daño; fue sólo un instante.

—¿De qué hija me hablas? —preguntó entonces con suma frialdad.

—Sólo tienes una, que yo sepa —respondió Alí.

—Puede que tenga varias. Difícil sería encontrar a un esclavista antillano que no pueda reclamar la paternidad de un cachorro negro, o de varios.

—Ya sabes a quién me refiero.

—Entonces no sé si la tengo, o si acaso la tuve —dijo Ængus, que arrojó a las calmas olas el canto rodado que había recogido de la arena—. Podría haber muerto;5 sólo de pensar en la de enfermedades que debe superar un niño hasta alcanzar unos pocos centímetros de altura: convulsiones, fiebres, vómito negro, diarrea, toses, tisis... galopante ésta y fulminante la otra. Ni uno de cada seis lo logra, ¿por qué iba a pensar que ella sí lo ha hecho?

—Te aseguro que sigue con vida —dijo Alí.

—¿Está bien formada? —preguntó Ængus, que evitaba mirar a su hermano a la cara—. Quiero decir si...

—Era perfecta6 —respondió Alí—, y he oído que sigue igual.

—Bien, pues —dijo Ængus; y repitió—: Bien, pues. —No a modo de respuesta, ni confirmación, sino como si respondiera a una pregunta formulada en su interior, en lo más hondo.

—Montemos de nuevo —propuso Alí—, y te hablaré de esta condición que quiero ponerte, y de cómo podrás satisfacerla... si quieres.

—Montemos, pues —aceptó su hermano; y ambos lo hicieron, y juntos cabalgaron por la playa.

Al ponerse el sol, una luz rosácea cubrió con su manto los nevados picos de los lejanos Alpes. Las huellas de los cascos de los caballos puntearon la arena que se extendía frente al callado mar, y largo rato conversaron los hermanos acerca de muchas cosas.