OCHO
De la fama y sus consecuencias, y de la ley tal como se practica hoy en día
Pandemonium podía superar en extrañeza o en horror. Tal como ya se ha dicho, las noticias de su papel en el drama representado en las llanuras de Salamanca precedieron a su llegada a la ciudad, y su avance por las calles para entregarse (ni el teniente Upward, ni ningún otro oficial o amigo pudieron convencerle de lo contrario) viose acompañado de una multitud de personas que poco a poco se fue haciendo mayor, hasta convertirse en turba. Había quienes se burlaban, algunos en voz alta, otros sin saber a qué se debía, pero participando no obstante del griterío. Breve fue el proceso. El juez, consciente también de las recientes acciones de Alí, era más proclive a permitirle el extraordinario privilegio de una fianza, y aceptar cuantas garantías y promesas pudiera hacerle, que el juez escocés que lo había juzgado en su tierra natal. Grave era su comportamiento, cómo no, ya que la Ley debe tratar con rigor y seriedad al asesinato de un lord, se trate del lord que se trate (y aquel juez conocía a lord Sane desde hacía mucho tiempo), pero finalmente, Alí y quienes lo apoyaban, salieron temporalmente en libertad, a disfrutar del griterío del pueblo, como si en lugar de haber soltado a un Barrabás, se tratara del inocente Hijo del Hombre.
Los agentes de su padre recaudaron todo el dinero posible y más para apoyarlo, pues nadie más había reclamado la herencia y él era el único heredero de los Sane. Por poco que fuera, bastó, ya que pocos eran los gastos que Alí podría permitirse el lujo de tener. Un club le ofreció ser miembro; luego otro club competidor del anterior ofreció lo propio; entonces el primero ofreció unas habitaciones, y el otro aumentó el tamaño de éstas, hasta que Alí se resguardó en una chambre séparée de un local respetable que no era el Watier o el Cocoa Tree, mientras los antiguos agentes de su padre meditaban sobre su situación y sus derechos. El teniente Upward, que era su principal acompañante, puesto que no conocía a nadie más en la capital a quien poder recurrir, se tumbó en el diván y levantó la copa de champán que, lo mismo que el diván, le habían proporcionado, dispuesto a brindar por su bien relacionado, aunque meditabundo, amigo.
—Milord —dijo—, no tenéis de qué preocuparos. Os garantizo que, en lo que a vuestra herida concierne, los honores y placeres se encargarán de curarla. No conozco mejor medicina.
—Os ruego que no me llaméis milord —dijo Alí, que seguía de pie, abstemio, como si fuera incapaz de disfrutar de unos obsequios y parabienes cuyo origen ignoraba—. No soy sino yo mismo, sin más, y así será hasta que se resuelva mi caso. Veremos entonces si, en lugar de título, tengo que llevar un número pintado en la espalda, a bordo de un barco que me lleve bien lejos.
—No temáis —dijo el cirujano militar—. La opinión pública, el regente y los generales están de vuestra parte; y si ellos lo están, ¿a quién podríais tener en contra?
Alí le dio la espalda perplejo y ceñudo, consciente de que debería compartir la alegría de su amigo; no obstante, era incapaz de hacerlo, y no sabía por qué.
A lo largo de aquel día y el siguiente, llegaron al club las tarjetas de visita de hombres de todos los partidos y calidades, hasta tal punto que formaron una montaña de cartón. Entre quienes lo contemplaban como a un fabuloso monstruo, figuraban un poeta (que se ofreció a componer un poema épico de sus andanzas), un metodista (que quería convertirlo) y una joven dama1 (que ofreció a Alí éste no supo qué, puesto que antes de explicárselo se desmayó). La dama había sobornado al portero para introducirse de noche en las dependencias de Alí; estando él ausente, se ocultó tras un biombo, del que asomó al regreso de él, y seguidamente, tal como se ha explicado, perdió el conocimiento. La reanimaron con agua y sales y las atenciones del cirujano militar. Éste sugirió que, una vez recuperada, bien podrían atenderla, pero insistió en que la acompañaran fuera, cosa que hizo con toda la tendresse y cuidado posibles, por temor a que ella, o su reputación, pudieran verse perjudicadas por haber entrado en aquel lugar.
Fue el asombro de todos durante aquellos nueve días que se alargaron hasta las dos semanas. Alí tuvo la impresión de que quienes lo miraban, quienes estrechaban su mano con «gestos, sonrisas e inclinaciones de cabeza» veían en él algo más, u otra cosa aparte de a un héroe inglés.
—No sé por qué me he convertido en objeto de atención, o, al menos, de fascinación —confesó Alí—. Es como si todo el mundo hubiera albergado la esperanza de ver muerto a mi padre.
—Tiene más que ver con el hecho de que seas turco —dijo su amigo el teniente—, no cristiano, a pesar de lo cual vas camino de la Cámara de los Lores, donde tu discurso de ingreso2 podría versar sobre las maravillas del Corán, o la necesidad de que las muchachas inglesas lleven velo. Todo lo contradictorio nos resulta de interés, ya sea una sirena o un hombre mecánico.
—Yo no soy mecánico —dijo Alí—, ni turco, para el caso. —Y observó con cierta amargura el gesto de la mano del cirujano militar y el airoso arqueo de cejas, gestos ambos dirigidos a echar por tierra sus cansinas objeciones. Justo en ese momento llamaron de nuevo a la puerta y el portero anunció a otro caballero, cuyo nombre alegró de pronto la sombría expresión de Alí hasta tal punto que incluso sonrió. ¡Y él que pensaba que no tenía ni un amigo entre tanta gente!—. ¡Es el Honorable! —exclamó al acercarse al caballero que permanecía en el umbral.
—Hola, saludos al Héroe —saludó el recién llegado antes de fundirse en un abrazo con Alí.
Era pequeño, casi miniaturizado, pero proporcionado en todas sus partes, como un mecanismo de relojería; vestía de la forma que se consideraba exquisita en la época, lo cual implicaba un gran gasto en telas y la inconveniente molestia de un fajín negro en la cintura y otras partes. Era, para ser más concretos, el señor Peter Piper, a quien Alí había conocido en la Atenas de los pantanos, es decir, en Cambridge, cuando había residido allí durante un tiempo. Por lo visto aquél había albergado el propósito, tal había oído Alí, de permanecer en ese lugar y aspirar a una cátedra, pero al final no había podido ser: había visto más posibilidades en los clubes y en las mesas de fieltro de la City. El caballero que retrocedió un paso e hincó la rodilla ante Alí en un gesto irónico era un figurón característico de los tiempos de la Regencia de nuestro actual monarca, y de hecho muchos como él se contaban entre los amigos más queridos de ese príncipe, que en privado prefería su compañía y conversación a la de los serios consejeros u obispos reverenciados; lo mismo que yo. Y ¿por qué ese «Honorable», epíteto por el cual lo conocían sus más allegados? Las razones concretas se habían perdido en la noche de los tiempos; según parece, hubo una época en que su nombre apareció en una lista, una suscripción, invitación o registro, en compañía de lord esto y conde de lo otro, mientras su propio nombre aparecía acompañado simplemente por el sencillo «Don» de rigor. Al serle entregada dicha lista, él añadió «el Honorable» a su nombre, aditamento al que se creía con derecho por ser el tercer hijo de un baronet (aunque cualquier experto en protocolo podría haber objetado lo contrario). Su argumento fue que tan sólo deseaba ver corregida la lista y librarla de errores, pero, como sucede con tantos mezquinos actos de vanidad, o incluso de supervivencia, que se vuelven en nuestra contra, el señor Peter Piper pagaría caro lo que había hecho, y durante un tiempo fue el hazmerreír; nadie olvidó aquello.
—Estaba presente por casualidad en el juzgado cuando se presentó tu caso —dijo—. No, miento, no fue casualidad, pues fui a ver al hombre del que todos hablaban con elogios y del que todos los periódicos se hacían eco, o deploraban, tal como algunos hicieron. Para ver con mis propios ojos si era en verdad mi viejo amigo. ¡Vaya si lo era! Estaba igual, incólume a pesar de los peligros y tribulaciones que había vivido. Ahí estaba Alí, ¡mi Alí! ¿Acaso se mostraba cabizbajo? ¡No! ¿Acaso su mirada se veía sojuzgada? ¡No! Y con sobrados motivos, diría yo, tal como averigüé. ¡Sabio Salomón el que presidió aquel día! A mi lado, un caballero había acudido a presenciar la extraordinaria vista, igual que había hecho yo, y me confesó que tenías a favor, en una proporción de tres a uno, que te concedieran la fianza. Debió ser más generoso, aunque hubo algo de ti que incluso a él le impresionó, y fui capaz de recoger una buena suma. Para mí, el desenlace de la vista era claro como el agua.
Era el doble o el triple de palabras que Alí había escuchado jamás en boca del Honorable sin hacer una pausa, puesto que pertenecía a ese tipo de personas que «dicen menos de lo que saben», etc., incluso con una copa de más, y era conocido por su autodominio.
—Te he traído un obsequio que no tiene precio —dijo a continuación—. Aguarda en el vestíbulo, y, si no viene antes de que termine de presentarlo, me tendrás por un fanfarrón. Harías muy bien en hablar con él, y aún harías mejor en prestarle atención. Vamos, permíteme presentártelo. Vaya, ahí viene, ¡como la catástrofe de un drama antiguo!
Antes de que Alí pudiera aceptar la entrevista, el hombre se había plantado en la habitación, o se había hecho con ella, puesto que era un hombretón voluminoso, de cintura redonda. El tipo de persona que se siente como en casa en cualquier lugar.
—Permíteme presentarte al señor Wigmore Bland, del Temple, abogado.
El señor Peter Piper señaló con un gesto al recién llegado, cuya inclinación de cabeza y mano aceptó Alí como era debido, pues no iba a rechazarle.
—Acudí al tribunal por otro asunto —explicó el señor Bland, con una voz tan rica en matices como lo es un plumcake en sabores—, que se suspendió para que pudiera presenciar el caso de su señoría y su resolución.
—Se precipita al dirigirse a mí de esa manera —dijo Alí—, tal como he intentado explicar a estos caballeros.
Este comentario fue despreciado por el señor Bland con un gesto de su sonrosada manaza.
—Permítame sugerir a su señoría que sus derechos en este asunto, así como la libertad, están garantizados. El caso me parece lastrado por algunas dificultades, y me gustaría ofrecerle mis servicios para solventarlas.
—Ha librado a muchos de la cárcel —intervino el señor Piper—, la mayoría de los cuales eran completamente inocentes del crimen que se les imputaba.
No había más alternativa, en tal caso, sino que Alí invitara a pasar al abogado, tomaran vino y escuchara el letrado los particulares de lo que había sucedido aquella noche en Escocia y todo lo demás, al menos todo lo que Alí recordaba, debido a lo difícil que puede ser recordar aquello que no entendemos. El señor Bland sacó una libreta de notas, que abrió con el aire de quien se dispone a leer las verdades del Evangelio; en lugar de ello, llenó páginas y páginas de respuestas a las preguntas que le formuló a Alí. Frunció el ceño al prestar atención a las respuestas, y asintió como el badajo de una campana antes de dar golpecitos con la punta del bastón sobre el suelo, consternado por las injusticias sufridas por aquel a quien consideraba su cliente.
—No puedo satisfacer las minutas —dejó bien claro Alí—. Si el negocio se tuerce y pierdo el caso, no veré un solo chelín; igual sucederá si usted resulta vencedor y soy puesto en libertad, pues no tengo ingresos a los que recurrir y ninguna propiedad que pueda hipotecar.
—De acuerdo —dijo con amabilidad el abogado—, ya que nada quiero de usted. Créame, señor, el beneficio está asegurado, un beneficio que va más allá del dinero. El suyo es el caso más interesante que se ha presentado en el tribunal en los últimos tiempos, será seguido con atención por la prensa, se hablará de él en clubes y en salones de baile y despertará más de una duda en el Parlamento, por lo poco que sé. Si salgo victorioso en la defensa, y no me cabe la menor duda de que así lo haré, piense en cuánta gente lo sabrá, y en cuántos con los bolsillos más repletos que los de usted (no sólo inocente, sino injustamente acusado) estarán dispuestos a contratar mis servicios. Señor, no fanfarroneo ni me tengo por algo que no soy; mi valor puede medirse por el número de casos que he resuelto a favor de mis clientes, por el número de veredictos de No culpable que he obtenido para caballeros que se hallaban en situaciones parecidas a la suya.
Alí torció el gesto. No lo hizo porque su aspirante a campeón lo incomodara, sino porque no sabía, ni había oído hablar jamás de ningún otro caballero cuyas circunstancias pudieran compararse a las suyas. Fuera como fuese, llegaron a un acuerdo, y Alí se dirigió a Escocia en el cómodo carruaje de cuatro caballos que la larga práctica del señor Bland le había proporcionado a éste. En el interior, la conversación giraba en torno al juicio al que se enfrentaban.
—Pues claro que hablaré en mi propia defensa —dijo Alí.
—Discúlpeme, milord, pero no dirá usted una sola palabra —dijo el abogado Bland—. La acusación de este caso no tiene derecho a hacerle declarar, y debe demostrar su teoría sin contar con su ayuda. No tiene por qué presentarse ante el jurado. Estamos en una nueva era, señor, y ya no es tan sencillo acabar en la horca o en un barco de transporte como lo era antes, o como a los fiscales les gustaría.
—Quiero que se sepa la verdad, y que los hechos salgan a la luz —protestó Alí—. Soy inocente, y como tal declararé.
—Señor, la verdad no es algo material; respecto a su inocencia, me alegra creer en ella, pero también es inmaterial en lo que a una sólida defensa concierne. Le ruego que deje todo de mi cuenta —dicho lo cual comentó otros asuntos, e indicó a Alí la belleza del paisaje, que era en verdad pintoresca, y decía mucho a favor del señor Bland su capacidad de admirarla.
El caso, cuando finalmente se presentó ante el juez y el jurado, contó con la presencia de los arrendatarios y vasallos del difunto lord Sane, cuyas opiniones estaban divididas (o eso le pareció a Alí al pasar junto a ellos para ocupar su lugar en el banquillo) entre quienes querían verlo ahorcado, y quienes se alegraban de saber que el viejo lord había muerto y no les interesaba lo más mínimo saber a manos de quién. Los oficiales de justicia, algo encogidos a ojos de Alí desde que, cual altivos alguaciles, lo habían arrestado hacía tanto tiempo, contaron de nuevo su versión de los hechos, y cómo obtuvieron información del crimen cometido, información personificada, por lo visto, en un desharrapado granujilla del pueblo que obtuvo un penique de alguien interesado en que avisara a la ley, pero que era incapaz de recordar nada más. Hubo risas cuando el señor Wigmore Bland preguntó al granuja y tan sólo obtuvo por respuestas las palabras «penique» y «alguien».
Se llamó a declarar al cochero del difunto lord, que apareció tan bebido que apenas podía tenerse en pie en el estrado. Testificó que la noche en cuestión había llevado a su señor a Londres, pero que el caballero, decidido a encontrar un lugar donde dormir, le ordenó hacer un alto en una fonda bien conocida por el cochero, por ser un lugar donde su señoría gustaba de descansar, y donde a menudo pasaba la noche. Al día siguiente, declaró el cochero, lord Sane le despertó de un sueño profundo a eso del mediodía (se produjeron más risas en la sala, risas que el juez acalló). Lord Sane le ordenó llevarlo con premura de vuelta a la abadía, pero no entrar por las puertas, sino detenerse a lo lejos, en un antiguo camino que atravesaba los campos. Allí lord Sane se apeó sin ayuda del carruaje, y echó a andar tras pedir al cochero que lo aguardara. Durante unas horas, dijo el cochero, esperó lealmente (hubo más risas) y al anochecer volvió a la abadía, donde suponía que encontraría a su señor. Mas sólo encontró al hombre tendido en la mesa del recibidor, muerto, y a toda la casa alborotada. Contó que el difunto no le había confiado el porqué de su apresurado regreso, ni por qué se había apeado antes de entrar, o el motivo de que se alejara del carruaje a solas.
Se levantó entonces el señor Wigmore Bland, enfundado en una magnífica toga y tocado con peluca, y procedió a interrogar al desdichado. Para cuando hubo terminado, el jurado hubiera podido sospechar (tal como pretendía el propio señor Bland) que el cochero podía muy bien haber asesinado él a su señor, y que si dicha hipótesis era razonable, entonces la culpabilidad del acusado no estaba tan clara como parecía al principio. Después del cochero, los fiscales presentaron a los alguaciles y los arrendatarios del laird que habían sorprendido a Alí, arma en mano, inclinado sobre el cadáver de su padre. A ellos interrogó también el señor Bland, decidido a cubrir de duda lo que creían haber visto pero quizá no habían visto, y cuando alguno que otro de ellos apuntó que sólo conocía los hechos de oídas, el abogado se puso en pie de un salto y exigió retirar su testimonio de toda consideración, por ser un simple relato de segunda mano, y, según las nuevas normas relacionadas con las pruebas, inadmisible. Solicitó al juez que ordenara al jurado desestimar todos aquellos testimonios como si nunca los hubiera escuchado, momento en que los miembros del jurado se miraron entre sí, como si los presentes en la sala hubieran perdido la razón por pedir semejante cosa.
Quedó demostrado, pues, que si bien el acusado había sido sorprendido de pie junto al cadáver, arma en mano, el laird no había muerto como consecuencia de una herida de arma de filo, sino que lo habían ahorcado. Demostrada también la disparidad de pesos y tamaños de padre e hijo, los fiscales aseguraron que el acusado debió de contar con ayuda, la misma que luego lo liberó de prisión, como por ejemplo un negro gigantesco, capaz, por tanto, de cualquier proeza física. El abogado ridiculizó todos los testimonios relacionados con esa hipótesis: se llamó a declarar al carcelero, quien en efecto corroboró que la fuga se produjo de noche, muy tarde, y que la oscuridad reinaba en el lugar. Confesó que no podría jurar sobre las Escrituras que la puerta de la celda de Alí estuviera bien cerrada, y que desde que era niño había sufrido pesadillas (cosa que el abogado se había tomado muchas molestias en sonsacar a los vecinos del carcelero, antes de que empezara el juicio), ¡de tal modo que el supuesto negro bien podía ser el fruto de un sueño! Finalmente, el juez, cansado quizá del asunto, pidió a Alí que ofreciera su versión de los hechos.
—Dejaré eso a mi abogado, milord —respondió Alí, respuesta que era todo cuanto había prometido al señor Bland que diría, por mucho que le importunaran al respecto. De todas las cosas que tuvo que decir a regañadientes, aquélla fue la más dura.
—Su abogado no puede hablar por usted —replicó el juez con cansina amabilidad—. Debe hacerlo usted mismo, si tiene algo que ofrecer al jurado, como dónde estaba usted, qué hacía y demás asuntos. Si tiene cualquier observación referente a las pruebas aportadas hasta el momento, debería hablar. Veamos, señor, ¿de veras pretende dejar su defensa en manos de su abogado?
—Así es —respondió Alí.
—¿No aconsejaría a su cliente hablar por su cuenta? —preguntó entonces el juez al sonriente abogado.
—No, milord, jamás le aconsejaría tal cosa.
Así las cosas, dado que las únicas pruebas aportadas en su contra eran de naturaleza circunstancial, la mayoría encerradas además en esa negra caja de los rumores de cuyo interior resulta imposible emerger; dado que los fiscales tuvieron que mantenerse apartados de Alí como una jauría de perros atados a una correa debido a la negativa del acusado a hablar, el juez, para gran pesar de muchos de los presentes (pesar que saltaba a la vista con sólo mirarles a la cara), tuvo que advertir al jurado de que la culpabilidad de Alí, por probable que pudiera parecerles, no había sido demostrada más allá de toda duda razonable, y, por tanto, no podían condenarlo, pues tal era la práctica común en Londres, y debían respetarla. Al oír estas palabras, el señor Wigmore Bland se inclinó ante el juez y el jurado y, con una elegancia no exenta de un punto de impertinencia, volvió el rostro a Alí, un rostro tan sonrosado y sonriente que parecía brillar como el sol.
* * *
¡Inocente! O, si no inocente, al menos no demostrada3 la culpabilidad, veredicto que sólo los escoceses pueden emitir, y que en ningún modo difiere, en lo que a la libertad del acusado concierne, o en la propiedad, para el caso, de un veredicto de inocencia, por muy diferente que esto pueda parecer a ojos de algunos jueces, o en el alma del propio acusado. No habrá culpabilidad que arda, ni culpabilidad que nos devore como la culpa que no tiene objeto, aunque quien la sufra sea un benefactor tal de la Humanidad como pudo serlo Prometeo, los buitres de Júpiter lo devorarán y castigarán por aquello que él no podía considerar pecado. Alí tenía todo esto muy presente, y no sólo él, sino también todas las personas que habían seguido el juicio, o que leerían acerca del particular en la prensa —conservadores o radicales— que informó al respecto. No había, además, ningún otro sospechoso; ninguna conjetura, nadie que pudiera haber perpetrado el hecho y asesinado atrozmente al laird. Vamos, «Lo que es seguro es que no se ahorcó él mismo como un ternero», señalaría un observador. Si la justicia no predominaba en las mentes de quienes se preguntaban por aquel caso, lo hacía la curiosidad, y ninguna de las dos parecía que pudiera verse satisfecha.
Cuando Alí se vio al fin en libertad de abandonar aquel lugar, pidió un favor a su abogado defensor. Le gustaría, dijo, viajar a su antiguo hogar, «a mis propiedades escocesas», tal como dijo textualmente al paladín de la ley, quizá para no parecer demasiado sentimental. Por no hallarse ni a un día de distancia, el abogado se mostró de acuerdo, pues jamás desaprovechaba una oportunidad para subir al carruaje, aun consciente de los daños que podía éste recibir al transitar los difíciles caminos de cabras que los escoceses denominaban carreteras y caminos. Sin mayores incidentes llegaron al sendero que conducía por el descuidado parque hasta la puerta de la abadía, el sendero que Alí había recorrido en otro carruaje, en otra época, ¡cuánto tiempo le parecía que había pasado! Guardó silencio hasta tal punto que el propio abogado se percató de su humor y se acomodó como buenamente pudo a él.
No había sirvientes dispuestos a recibirlo, a él, que era el laird según las leyes, aunque lo cierto era que Alí no los esperaba. Aun así, tras tocar la campana y lanzar un hola al viento, alguien abrió el postigo con la parsimonia que acompaña a la edad. Ese alguien resultó ser el viejo Jock, ¡el leal sirviente que en tiempos había respaldado a Alí! Ante la mirada de interés del abogado, Alí se fundió en un abrazo con el anciano, llorando de alegría, pues a pesar de haber pasado sólo un año lejos de aquel lugar, se le antojaban diez, demasiados para que pudiera soportarlos alguien de la edad del viejo Jock. Al caer en la cuenta de que era el anfitrión, Alí convidó a entrar a su invitado y procuró acomodarlo tan bien como pudo. El caballero se mostró algo alicaído ante la hospitalidad que vio podía proporcionársele, aunque hizo lo posible por fingir lo contrario.
—Veo que se trata de un linaje antiguo, este al que se os reconoce los derechos —comentó mientras paseaba la mirada por los oscuros salones y las paredes desnudas.
—Así es, según me han dicho. Los antepasados de mi padre y los de la difunta lady Sane son venerables. Creo incluso que en el pasado estuvieron conectados. Eso me dijo ella, al menos, aunque no recuerdo los pormenores.
El abogado asintió al oír aquello. Enarcó las espesas y blancas cejas, y se llevó el pomo del bastón a los labios en un gesto pensativo.
—Y las propiedades de ambos se sumieron en un estado de cierta confusión; infructuosas, en manos del mayorazgo, hipotecadas, sometidas a pesadas cargas... No podrá usted disponer de ellas.
—No he investigado al respecto —confesó Alí—. El administrador de esta propiedad sabrá más de lo que yo sé, y debería acercarme a preguntar por el estado de mis asuntos, aunque ahora no me siento con fuerzas. Le ruego que me disculpe un rato, pues en este momento no soy buena compañía. Por favor, siéntase como en su propia casa.
—Así lo haré —respondió el señor Bland con la sonrisa amplia e inocente de un bebé.
Entretanto, Alí vagabundeó por la abadía, de la cual habían huido la mayoría de quienes habían vivido y trabajado en sus tierras, dispuestos a encontrar otro empleo, un empleo mejor, quizá, o a las cabañas y campos de los que habían salido. ¿Adónde se habría marchado Factotum? Alí pensó que muy bien podría haber acompañado a su amo al Infierno (en cualquier caso en la tierra no parecía sino estar de visita), donde serviría a su amo en la muerte tal como lo había hecho en vida. ¿Dónde estarían las bestias de cuya compañía había disfrutado su padre por ser tan instintivas como él? Por lo visto habían muerto, puede que de pena; o quizá se habían adentrado en los bosques, donde aterrorizarían a los leñadores. Por encima de todas ellas, hubo una a la que buscó por salones y cocinas, sin éxito, al menos hasta que el viejo Jock le acompañó a un rincón tranquilo al pie de un olmo, donde la había enterrado. ¡Guardián,4 amigo infalible, protector de gran corazón! Quizá, declaró el viejo Jock, ese mismo corazón se había quebrado cuando Alí desapareció, no había más que decir, el caso es que parecía inconsolable, no quiso comer y al final murió. Alí se arrodilló junto a la lisa lápida que el bueno de Jock se había encargado de poner y lloró como no había llorado por nadie a quien la muerte le hubiera arrebatado.
¿Por qué no podía quedarse allí, vivir solo, sin otra compañía que la de los espectros con quienes quisiera pasear? Ya no lo aterrorizaban. Podía vivir allí, sin causar ningún otro perjuicio, y si alguna vez se le cruzaba por la mente la idea de recorrer mundo, entonces podría invocar a esos espectros para que le advirtieran, de nuevo, de que nada de lo que había hecho en la superficie de la Tierra había resultado beneficioso para nadie, ni siquiera para sí mismo, ¡lo cual lo convencería para quedarse!
No lo hizo, por supuesto. Tales decisiones pueden resultar balsámicas para nuestros corazones, pero rara vez les somos fieles. Regresó a Londres acompañado por el señor Bland, quien pasó el tiempo conversando con Alí acerca del estado de sus propiedades y las rentas que derivarían de ellas, rentas que el abogado creía posible aumentar sin grandes dificultades. Dijo que había pasado la mañana conversando con el administrador entre las polvorientas pilas de libros de contabilidad, documentos y facturas que copaban el despacho de éste, y que en ese rato había aprendido más acerca de la historia de los Sane de lo que Alí podía haberle contado.
—Deje sus asuntos en mis manos —sugirió a Alí—, y le aseguro que no empeorarán; de hecho, tengo la certeza de que con el tiempo irán a mejor. No se ha aprovechado usted de lo que por derecho le pertenece, y otros en cambio sí lo han hecho de su ignorancia o dejadez, lo cual probablemente sea una triste herencia del anterior lord, o eso sospecho. En fin, el caso es que podría amanecer una nueva era para usted, señor, si me permite servirle.
—Mi padre estaba convencido de haber sacado todo el provecho posible de las propiedades —dijo Alí—, y que la ley estaba echada en lo referente a su situación, echada en su contra, me refiero.
—Oh, no —replicó el hombretón—. Oh, no, milord. Como dijo nuestro Salvador del Sabbath, la ley está hecha para el hombre, y no el hombre para la ley; si de veras creemos que es maleable para nuestros propósitos, siempre y cuando se expongan éstos con claridad a sus guardianes, entonces, aunque el proceso pueda llevar un tiempo (no sería la primera vez que el asunto sobrevive a quienes apelamos a la ley, esperemos que el Cielo no lo quiera así en su caso), podemos tener la seguridad de que concluirá a su favor, siempre y cuando juguemos nuestras cartas con astucia.
Alí consideró estos comentarios y ofertas, pero no con demasiada astucia, pues no tenía medios con los que ponderarla, por así decirlo, dada su ignorancia al respecto de estos asuntos. No transcurrieron demasiadas semanas tras su llegada a Londres antes de que tomara forma en su mente una conclusión, la única que podía haber tomado.
Cuando ponemos nuestros asuntos en manos de nuevos agentes, ¿acaso no lo hacemos con la misma sensación que experimenta el general que arroja sus fuerzas contra la supuesta debilidad de un enemigo, sin saber si habrá acertado, sin saber si la ruina es tan probable como la victoria? O, si no conocemos esta sensación (y pocos de nosotros, meros ciudadanos, lo hacemos), entonces quizá se parezca a la de aquel que, a pesar de la incertidumbre, dirige finalmente unas palabras necesarias a una joven dama, las mismas pocas palabras que no puede uno retirar, al menos no sin causar un gran perjuicio. ¡Quizá se parezca más a las sensaciones de la dama al aceptar! Pero no tiene por qué parecerse a nada, es lo que es, el Destino, personificado en los naipes que nos reparten, en el lacre que estampamos, en la pluma y tinta que esgrimimos, y en ese membrete familiar que incluso a nosotros nos resulta extraño, impreso en documentos tan frágiles como las hojas de la Sibila. Haría que cualquiera deseara una botella de gélido champán, y una ensalada de cangrejo, y un cigarro que prender, y una compañía desinteresada, todo lo cual se hallaba al alcance de la mano de un joven de tamañas expectativas como a las que de pronto aspiraba nuestro Alí.
Fue aquél un verano excepcionalmente cálido, el verano de los aliados, cuando el stupor Mundi había de nuevo pasmado al mundo, en esta ocasión perdiendo las batallas y abdicando del trono, de igual modo que había hecho antes al ganarlas y despojar del trono a los demás. Su mente, que se había antojado superior a la Fortuna, había resultado no serlo. Corpulentos Borbones recorrieron entonces Londres, llevados por caballos blancos como la espuma, Borbones que fueron entonces abrazados (al menos todo lo que fue posible) por Hanovers más enormes si cabe, felicitados por su restauración en el trono; el viejo Blucher recorrió también la ciudad, y se habló de sus exigencias y apetitos germánicos, así como del tamaño de sus botas, que por doquier partían de bailes y festejos justo por delante de la canosa testa de su dueño. Relucían las luces en el interior de las casas elegantes de Mayfair, y las fiestas de disfraces estaban a la orden del día; muchos acudían disfrazados de personas diferentes a sí mismas, y algunos lo hacían incluso enmascarados.
En una de esas fiestas de Mayfair se hallaba un incómodo Alí —no siendo, como no era, buen bailarín del vals5 ni un conversador avezado—. A su lado, el Honorable le señaló a una pálida muchacha de cabello rubio,6 increíble recato y no poca belleza, sentada lejos de la muchedumbre, tan ajena a ella como se sentía él.
—Se llama Catherine —dijo el Honorable al preguntar Alí—. Su familia se apellida Delaunay. Llegó hará una o dos temporadas, aunque en lo que a pretendientes, vestidos y otros lujos respecta, lo cierto es que no la he visto destacar especialmente. Conversa, o habla, en cualquier caso, y lo hace muy cuando está en buena compañía, y con los sujetos adecuados, aunque lo más normal es que guarde silencio, como ahora, y es que poco la atraen las hablillas. —Aquel nombre le resultó familiar a Alí, aunque por un instante fue incapaz de recordar en qué circunstancias lo había oído; cuando lo recordó, un escalofrío que no escapó a la atención de su amigo lo sacudió. Se rió éste al verlo, confundiendo la naturaleza del mismo, ¡y es que la señorita Delaunay era la heredera que su padre le había mencionado la última noche de su vida!—. Permíteme preguntarle si quiere conocerte —sugirió el señor Piper, quien, antes de que Alí pudiera impedírselo, se perdió entre la multitud.
No obstante, al volver el Honorable lo hizo cabizbajo. Las intrigas que urdía en ocasiones similares solían salirle bien pero en aquélla en concreto había fracasado.
—Le propuse presentarle al famoso lord Sane, héroe de Salamanca. Le hablé de tu fama...
—Y ¿por qué no de mi infamia? ¡Hubiera preferido que no le dijeras nada de mí!
—No tiene importancia —dijo el señor Piper—. Ella había oído hablar de ti. No obstante, prefiere no conocerte.
—¿De veras?
—No te equivoques. No tiene ninguna objeción particular, ni animadversión moral alguna. Nada por el estilo. Simplemente no manifestó el menor interés, cosa que expuso con sobrada educación y una sonrisa.
Entonces, una confusa emoción se extendió por el pecho de Alí, o por el cerebro (sea donde sea donde surgen las emociones), puesto que si bien no quería ser conocido por esos ambiguos sucesos que lo habían hecho famoso, y que habían empujado a muchos a buscar su compañía (compañía que rechazaba, muy a pesar de los interesados), ahora no sabía cómo reaccionar. Se sentía desafiado, o sentía que su valor se hallaba en entredicho, aunque su valor no dependiera de su fama, de lo que estaba seguro.
—Vámonos —dijo al cabo—. Ya me he divertido bastante en compañía de estos corderos domesticados.
Cuando el señor Piper lo cogió del brazo y buscó a alguien que pudiera avisar a su cochero, Alí volvió la mirada. No obstante, Catherine Delaunay conversaba con otro, y no miraba en dirección a él.