CATORCE
En el que todos son más viejos, y algunos más sabios
abuntur anni, y, después de que varios pasaran volando, pudo verse un peculiar equipaje desembarcado en Calais, observado en el muelle con cierta inquietud por un pequeño caballero que, armado con un ridículo monóculo, no perdía detalle. Corre el mes de mayo, en un glorioso día en que todos los amoríos empiezan y también algunas historias reales (la presente podría encuadrarse a mitad de camino entre ambas categorías), aunque el día, ya fuera en mayo o noviembre, soleado o nuboso, no tiene la menor importancia, y el hecho de mencionarlo responde a una estratagema para aumentar la expectación de toda historia que da comienzo (en este caso, una historia que re-comienza). El pequeño caballero no es otro que nuestro conocido, el Honorable Peter Piper, menos honorable esta velada, debe decirse, que la última vez que pudimos conversar con él. El carruaje que descansa a salvo en el muelle, y que se apresta para emprender de nuevo el camino, le pertenece, aunque puede que sea una de las pocas cosas que le pertenezcan. Su escudo de armas está grabado en las portezuelas, y su hombre (recién contratado) tomará las riendas en cuanto sean adquiridos los adecuados animales para tirar del carruaje.
Se trata en verdad de una magnífica obra de arte en cuanto a carruajes se refiere, un pequeño y cómodo lit de repos,1 o dormeuse, que evoca más que recuerda al famoso coche de Buonaparte, que encontraron abandonado en Genappe cuando aquel otro pequeño caballero decidió que no tenía una necesidad inmediata de utilizarlo. Hay espacio en el interior del coche, que podría aprovecharse para dormir; para una estufa (con su chimenea) y un estante con libros, ya que el señor Piper no puede pasar sin su Ovidio, su Montaigne y su Rambler, entre otros. Hay bandejas, tazas y vasos ingeniosamente guardados, una o dos lámparas y cierto número de recipientes, alacenas, ganchos y cajitas que cualquier viajero que no sólo se propusiera hacer camino en el carruaje, sino habitarlo, encontraría de lo más útiles.
¿Cómo se las ha apañado el señor Piper para hacerse con la propiedad de semejante vehículo? La historia se considera aún de actualidad en aquellos lugares donde en tiempos fue bienvenido: algunos la contarán con admiración, otros lo harán con desprecio. De cómo el Honorable, después de una larga velada de naipes, y una asombrosa racha de suerte, estimulada (tal como solía suceder en su caso) por su habilidad con el cálculo, descubrió que el joven caballero2 con quien había estado jugando, caballero que acababa de alcanzar la mayoría de edad, y con ésta una fortuna, estaba arruinado. El afligido muchacho se hundió en el sofá, afirmó ser un mendigo, y que estaba a punto de contraer un matrimonio que a partir de ese momento estaba condenado a la ruina. Cuando contó su historia, el Honorable, que no era mecanismo de relojería, pues tenía un corazón, devolvió algo sorprendido al joven todo cuanto había perdido, a cambio de la promesa del muchacho de que jamás volvería a jugar. No obstante, se quedó con aquel carruaje o dormeuse, el cual el joven caballero había incluido en el último momento en la apuesta. El señor Piper diría más tarde: «Duermo mejor cuando viajo en él por haber actuado correctamente.»
Ahora, sin embargo, aquellos mismos dioses que antes le habían sonreído, le habían retirado sus favores. Como todo aquel que vive del juego sabe perfectamente, la suerte3 es como ese puente que conduce al Paraíso imaginado por el musulmán, estrecho como hilo de telaraña, cortante como el filo de la espada, y que atraviesa el Eblis, de tal forma que más de uno se ha visto arrojado a los fuegos, ante lo cual quienes lo seguían debían de sentirse muy abatidos. El Honorable siempre tuvo ante sí el ejemplo de aquellos que no lo habían cruzado, y aunque había emprendido bien el camino, por ejercer gran cuidado y la adecuada dosis de humildad, finalmente se precipitó. Fue cuestión de un millar (pudieron ser dos, o diez) conseguido de uno para pagar a otro, a consecuencia de lo cual, y ante un hombre armado con una orden de arresto, se embarcó en un viaje al extranjero. Tiene intención de ver mundo, y de vivir todo lo posible a bordo de su dormeuse, y de no gastar más que lo necesario; su sirviente hará de cochero y mozo, y cocinará sus maccaroni en la estufa, plato que sazonará con una colección de botellines de especias cuidadosamente escogidos. Abajo, mientras conduce el cochero, alcanza a oírse el afable tintineo de un par de docenas de botellas de Clos Vougeot, etc., sonido que no podría resultar más agradable. No irá a París, no puesto que los Borbones vuelven a reinar y él se considera algo así como un radical, hasta el punto de que lleva un busto del mismísimo emperador caído en el interior del carruaje, tapado en parte por una lata de polvos para la dentadura. Marcha a Bruselas, y a los Países Bajos, a Alemania y Venecia, aunque aún no lo sepa, tirado por los caballos. Cierta noche, acampado como la caravana de un gitano en el campo, junto a un camino público, se sienta en la cama, calado el gorro de dormir y con un vaso de brandy al alcance de la mano, dispuesto a escribir a la luz de la lámpara una carta a un amigo ausente, dispuesto a contarle cómo han cambiado sus circunstancias, y a ponerlo al corriente, tal como ha hecho fielmente a lo largo de los años, de todos aquellos a quienes su amigo conoció, de buena y mala nota, en la ciudad y en la nación cuyo polvo también él se ha sacudido de los pies.
Querido Alí: Observarás, gracias al matasellos de la presente, que he abandonado mi isla natal y he ido a pasear por otras tierras. Confío en que la próxima que recibas de mi puño y letra lleve matasellos de otro lugar. Para responder, en caso de que desees arrojarte de tu promontorio o garabatear uno de esos breves billetes que tanto aprecio, los cuales me has concedido en el pasado, debes dirigirlo a Lista de Correos, Bruselas, ya que allí me llegaré dentro de un mes, aunque ignoro adónde iré después. Ahora debo decirte, querido amigo, que mis circunstancias no son las que cabría desear, y es que sé que siempre has querido que todo me fuera bien, pero que, a pesar de ello, podrían muy bien haber sido mucho peores, ya que no me veo en prisión, ni atravesado por la espada de un furioso acreedor, si es que podemos llamar así a aquel a quien se debe. No, he huido para mi deshonra, y ahora debo añadir que con ambición, eso sí, de recuperar mi fortuna y recuperar una posición desde la cual pueda restituir a aquellos caballeros cuya confianza temo haber decepcionado (temporalmente) todo cuanto les debo —aunque a estas alturas no veo modo de hacerlo, pues en lo que al juego se refiere he tomado la firme decisión de enmendarme, de modo que ya no tengo otro medio de ganar dinero.
Pero basta de estos desafortunados pormenores, pues no creo tener que cargarte con detalles que te resultarán deprimentemente familiares, como una vieja historia tantas veces escuchada, «para molestia del obtuso oído de un hombre amodorrado», etc. Lo que sí haré será proporcionarte la dosis habitual de noticias, aunque me temo que también serán variaciones sobre un mismo tema. Apenas hay un divorcio que sacuda la temporada, aunque muchos se estén gestando en forma de matrimonios. El verano ha sido templado, la sangre de los fuertes no era tan caliente como ha sido en otras temporadas que tú y yo hemos conocido. Este año sólo he intervenido en una controversia fatídica, medié entre un guardia de corps y un apasionado párroco, violento y arrogante como cualquier jugador irlandés o como un corneta de la caballería. La mujer en cuestión apenas había pronunciado dos palabras (que en ningún modo podían haberla comprometido) para poner punto final a la disputa, pero era fría y despiadada, y una horripilante expresión de alegría se dibujaba en su rostro cuando reparé en ella. Me las apañé para reconciliar a las partes enragées, para decepción de la dama. Nuestra gran amiga la señora Cytherea Darling pasa malos momentos: su vida se halla «marchita cual hoja amarilla», la cual parece pobre para todo aquel entregado a los placeres, aunque la dama parecía tan animada como de costumbre cuando el pasado invierno se lió con cierto duque de Law, para resolver un caso de abuso de promesa, en el cual se sintió utilizada por algunos que tenían razones sobradas para allanar su camino en la vida (tal como ella lo entendía), y hubiera ganado, de no ser por la emboscada que le tendieron, emboscada que cobró la forma de unas cartas que me temo revelaban la naturaleza dividida en dos de la señora Darling. El consejero del vencedor demandante es alguien a quien de sobra conocemos tú y yo: cierto señor Bland, diestro como siempre a la hora de tirarse a fondo y parar las estocadas. La señora Darling se ha retirado al continente, donde vive sola y, según se dice, ha tapado todos los espejos.
Querido amigo, temo haberte regalado estos asuntos de poca monta, que poco pueden importarte allá en tu desierto, y que no hacen sino posponer el relato de otros que te incumben más de cerca. Ha caído una maldición sobre lady Sane que incluso quienes no la amaban, a pesar de sus admirables cualidades, lamentarán conocer: querido Alí, por lo visto ha enloquecido,4 ya sea por el disgusto de tu ausencia tan prolongada, por el peso combinado de muchos problemas, o por una enfermedad misteriosa que nadie podía prever y nadie evitarle... No sé. Sólo sé que ha sido apartada del seno de su familia, y recluida en una casa que se encuentra en un clima más benigno, donde se ve sometida a sangrados, sanguijuelas y otros remedios, cuidada tanto por médicos como por doctores espirituales; al menos así fue hasta que la ciencia se confesó desconcertada y emprendió la retirada, de modo que la supongo bastante sola, con compañeros o cuidadores. Según parece, dedica su tiempo a rezar, y también a resolver problemas matemáticos,5 de los cuales jamás se cansa.
Al conocer estas noticias, bien entrado el pasado invierno, hice las pertinentes averiguaciones, averiguaciones que me proporcionaron la certeza de que tu hija había sido enviada a otra propiedad de esa familia, que tan bien surtida está de prohibitivas y desagradables residencias como quepa imaginar. Al indagar más descubrí el lugar concreto, y, ¡vaya!, era la misma casa, tan alta, tan gris, erigida en lo alto del acantilado, donde en el poco propicio mes de diciembre incurriste, querido amigo, en el mayor error que habías cometido hasta ese momento, y en el mayor error que probablemente hayas cometido desde entonces, si es que sigues con vida. Tras proveerme con lo necesario para el viaje: una alfombrilla de piel de oso, una petaca del mejor Armagnac, un par de pistolas y un gorro de piel de castor, fui a visitar la casa de modo que pudiera descubrir algo que poder contarte, pero, ¡oh!, cuán oscura y fría se me antojó —como la torre donde la princesa huérfana está sola y encerrada—, aunque no esté sola, sino bien acompañada por tres mujeres, viejas brujas que recuerdan a aquellas tres que en el mito se pasaban entre ellas un único ojo,6 por mediación del cual poder observar a la niña, y guardarla. Por ser tu amigo y aliado se me prohibió la entrada en la casa. La puerta apenas se abrió unos instantes tras llamar repetidas veces, y volvió a cerrarse ante mi curiosa nariz, antes de que pudiera interponer el pie entre la misma y la jamba, no obstante, logré ver a tu hija. Estaba de pie en lo alto de la escalera, a la luz de una ventana en el rellano —si no era un fantasma, o un ángel que se apareciera ante mis ojos— su largo cabello negro azabache parecía prendido por la luz, y su vestido blanco era como alabastro —me pareció ver en su mano a un gato muerto, aunque ahora imagino que debía de tratarse de su muñeca de trapo preferida—. Permaneció impávida, como quien mira más allá de las puertas del Averno al mundo de los vivos, sin recordar del todo cómo eran las cosas al otro lado, y qué suerte de criaturas podían morar allí. Entonces apareció una oscura esclava en lo alto, y una garra se posó en su hombro; la puerta se cerró al instante, y esto es todo cuanto puedo decirte.
¡Querido amigo! Se la supone el engendro de la locura y la infidelidad, y que lleva (según sostiene la opinión) tu propia y oscura sangre y tus tendencias diabólicas, sean éstas cuales sean; temo que nunca le permitan salir, sino que crecerá en ese lugar hasta convertirse en una pálida sombra. No sé qué otra cosa podrías hacer, excepto regresar, presentar el caso e, incluso, pedir una orden para tomar lo que es tuyo y protegerlo. Estoy convencido de que nuestro señor Bland actuaría en tu nombre, aunque la otra parte no se quedaría manca a la hora de recabar apoyos. ¡En fin! No diré más al respecto; quizá consideres injusto por mi parte haber retenido cuanto sé, mas insistir en aquello que no podemos evitar (si es que no podemos)... ¡Que Dios nos perdone! Permíteme pasar a otros temas, o ninguno, porque siento que los brazos de Morfeo se cierran sobre mí. Mi hombre tiene al alcance un arma corta cargada por temor a los salteadores, y no se retirará. También yo me siento tan observado como Ío lo estaba ante Argos, el del centenar de ojos. Confío en que al alba sus temores hayan cedido, y que volvamos a ponernos en marcha. ¡Ya ves lo que supone llevar una vida errante! Volveré a escribir cuando tenga más que contarte, y recuerda a éste, el más humilde y obediente servidor y amigo de su señoría, PETER PIPER.
Transcurrió mucho tiempo, y recorrieron muchas millas las ruedas de la dormeuse, hasta que el Honorable encontró en una Lista de Correos suiza, junto a otras cartas que hizo a un lado (pues tenían aspecto de requerir que hiciera acopio de coraje antes de abrirlas), una breve nota, sin remite: «Gracias por tu amabilidad y tu amistad. Nunca volveré a poner un solo pie en esa tierra. Alí.» Ante lo cual el Honorable tan sólo pudo exhalar un suspiro y encogerse de hombros.
Tras diversas peregrinaciones, interrumpidas por estancias en fondas cuando las limitaciones de su dormeuse en calidad de hogar se hacían patentes, el Honorable llegó a Italia. Cobró conciencia de su cruce del Rubicón gracias a los techos pintados de los edificios de piedra donde se alojó, el ruido que allí soportó, y la amenaza de los salteadores de caminos, personajes ausentes de las vigiladas vías suizas. El cochero llevaba dos armas, cebadas con la pólvora, en la cabina, y una pistola el Honorable, pero el caso es que no sufrieron percances, y llegaron a Milán, para después seguir los dictámenes de su olfato a través de las llanuras de Lombardía a Gorgonzola, Brescia, Verona, ¡cuán dulces surgen tales nombres de nuestros labios!, así hasta que en Mestre tuvo que desembarcar de su domicilio, incapaz de cruzar el agua, y dirigirse a la Ciudad Isla, donde siempre se había imaginado llegando, ¡aunque nunca hubiera pensado que lo haría en la oscuridad de la noche, bajo una abundante lluvia!
Pronto salió el sol con la suavidad que caracteriza al astro rey en el Adriático, y pronto también el señor Piper había visto lo suficiente de la Serenissima como para reanudar la correspondencia (tan escueta por la otra parte) con su principal correspondiente, carta que rezaba como sigue:
Querido Alí, Me siento más a gusto en esta ciudad de lo que pueda haberlo estado en ninguna otra, y creo posible que cese aquí mi periplo, aunque en una ocasión me caí al canal, lo que derivó en un resfriado, y podría incluso haber sido un accidente mortal, pues carezco de tus habilidades en la ciencia natatoria. Por lo visto se trata de un accidente tan habitual aquí como pueda serlo en Londres tropezar con la cuneta, con la diferencia de que las calles de esta ciudad están formadas por agua. Por este motivo también he retirado mi amada dormeuse, que he hecho guardar, para después tomar en arriendo un piano nobile en una casa no demasiado grande ni demasiado húmeda. En todas partes se me informa de que la sociedad aquí ya no es lo que era en los buenos tiempos, aunque viajar me ha hecho descubrir lo siguiente, y es que cuando entramos en cualquier sociedad, se nos dice que sus buenos tiempos han pasado, y que ya no es lo que era. Aun así, sólo hay dos conversazioni a las que valga la pena asistir, y apenas cuatro cafés abiertos toda la noche, cuando antes había una docena de primer orden.
Por las mañanas aprendo italiano (aunque la lengua que hablan aquí es algo diferente, creo yo, y hay que aprenderla también), y por las tardes asisto a conversazione donde puede oírse hablar en inglés, al igual que lo más florido de la lengua local —confieso que adoro cómo suena, es como si el latín se hubiera suavizado como la mantequilla—. Cuando me saludan o hablan, creo que me están seduciendo. Se dice de esta ciudad que pasó un millar de años acaparando las riquezas del mundo, y que ahora pasará los próximos cien años, más o menos, gastándola en cosas placenteras, y hay una cualidad enloquecedora en ese intento que hace que uno se sienta mareado e incapaz de evitar sumarse a él.
Más tarde, continuó escribiendo lo siguiente:
He aprendido mucho de Venecia y de los venecianos. En el amor no tienen moral —de lo cual me confieso asombrado—, pero poseen códigos muy estrictos que vienen a ocupar su lugar, y que conllevan los castigos sociales más severos cuando se transgreden: destierro, ostracismo e incluso la amenaza de un duelo, aunque en su mayoría son gente pacífica y prefieren el placer al honor, exceptuando los casos más extremos. Su código también cuenta con sus héroes y heroínas. He oído hablar de una dama, a quien me han señalado, que ahora ya tiene cierta edad, que nunca tuvo más que un único amante (sin que su esposo cayera en la cuenta), y quien, cuando el amante murió, siguió siendo fiel a su recuerdo y nunca volvió a tener otro: un ejemplo de generosidad y fidelidad que parece haber dejado huella en las facciones de la dama, proporcionándoles cierto aire de santidad.
He asistido también a dos ejecuciones y a una circuncisión —un pellejo y dos cabezas cortadas—, ceremonias que me parecieron muy conmovedoras. Sin embargo, estas maravillas no son nada, al menos para mí, si las comparamos con un encuentro que ahora paso a describirte, un encuentro que tiene que ver con los extraños modos de amar de los venecianos, y que también está casi relacionado contigo.
A menudo he oído historias de alguien, un inglés (aunque según parece no es del todo tal) que había adoptado de tal modo las costumbres de Venecia, que se había convertido en el amante oficial de una dama de la nobleza veneciana, la joven esposa de un anciano marido. Seguía este inglés las muchas y estrictas normas que gobernaban su posición. La gente sentía cierta extrañeza al respecto, aunque no lo consideraban ridículo —estos asuntos se toman aquí con lo que en los venecianos es una gran seriedad—. Finalmente, me fue señalado el hombre; fue en un carnaval, aunque al verlo vestido con traje de máscara poco pude entrever de él, excepto que parecía no tener forma humana. Me refiero a que andaba inclinado, como atacado por enfermedad o accidente. La dama a la que visitaba era de ojos negros, labios rojos, tan graciosa como cabría pensar, quizá más. Y qué devoción le dedicaba él, ¡qué cuidado ponía a la hora de cumplir hasta el último de sus deseos! Recibe de ella su abanico, le entrega su chal, le lleva una limonata, abre la ventana junto a la que ella toma asiento, vuelve a cerrarla por miedo a las miasmas, se sienta junto a ella, pero un poco más bajo, para escuchar su conversación, verse ésta sobre el tema que verse, y cuando la ha entretenido lo suficiente, ¡se apresura a llamar a su góndola! (Fue en el cumplimiento de esta tarea cuando me percaté de que cojeaba7 ligeramente al caminar, defecto que no obstante en nada reducía una especie de dignidad que dedicaba incluso a tareas tan sencillas.) Pasó frente a mí al acompañar a su amorosa a la escalera, y me dedicó después una penetrante mirada —diría que inquietante—, a la cual creí que debía corresponder inclinándome a modo de saludo.
Debió de preguntar por mí, porque algún tiempo después llegó a mis habitaciones en la Frezzeria —un vecindario cercano a San Marcos— una carta de él, que trajo un joven sirviente con librea, quien me la entregó con la más cómica gravedad posible, como si fuera un embajador. Aguardó respuesta, pues tal le habían ordenado. Era una carta breve: el caballero me invitaba a su residencia, cierto día a una cierta hora, donde podría escuchar un asunto de interés para mí. Su letra, y eso me pareció extraño, llamó mi atención por lo familiar que me resultaba, no como si la hubiera visto a menudo, sino más bien como si lo hubiera hecho en una ocasión que me había quedado grabada en la memoria. Estaba muy intrigado —ya sabes que lo desconocido me interesa, y lo que me cuesta no enfrentarme a ello, ¡por mucho que pueda costarme!—. En resumen, respondí a su nota con igual brevedad y acepté su propuesta antes de ver marcharse al mensajero.
Al acercarse la hora señalada, pedí mi capa y góndola (dos bonitas palabras de la señora Radcliffe8 para ti) y me deslicé sobre las aguas en dirección a su palazzo. Era uno de esos días que he llegado a conocer y amar en los que el sol y el mar se combinan de tal modo que cubren la ciudad de un manto plateado que se antoja irreal, la ilusión de un hechicero o esa alucinación que los franceses llaman le mirage, en los que un lago de agua con sus árboles y caravanas flotan sobre las arenas del desierto, sólo para desaparecer en cuanto uno se acerca. Éste no desaparece, aunque parece que pueda hacerlo, y dota de una especie de descuido a toda la vida que se desarrolla en este lugar.
En la escalera del palazzo me recibió el muchacho con librea, quien me condujo a la primera planta. Allí encontré al hombre, algo más bajito que cuando iba ataviado de negro, vestido con un traje que no llamaba la atención. Me dio la bienvenida con un gesto brusco, pues estaba concentrado en una tarea con un metro y medio de encaje cuya naturaleza no logré interpretar hasta que habló. «Ahí lo tiene», dijo como si nos hubiéramos reunido con la sola intención de comentar ese asunto, «un buen y un mal modo de doblar el chal de una dama, y todos mis colegas parecen haberle cogido el tranquillo, todos menos yo».
Le pregunté a quién se refería con eso de sus colegas, y él respondió que a todos aquellos que, al igual que él, representaban el role de cavaliere servente9 de una dama. Es como un oficio, dijo él, con las reglas más estrictas; el cavaliere servente puede actuar hacia su servite de determinado modo, pero no de otro; puede visitarla, pero no negarse a cumplir una orden suya, salvo aquellas que puedan mancillar el honor de él, honor que no se ve mancillado por doblarle el chal, sostener el parasol para ella, etc., etc. Tampoco su posición debe tomarse a la ligera, pues se da por sentado que una amicizia debe prolongarse durante años, y quienes cancelan sus contratos prematuramente son considerados pérfidos, y se los desprecia. Si se abre una vacante, la amicizia puede concluir en sposizia, lo cual daría pie a un final feliz. No puedo decirte, milord, lo mal que parecía encajar todo aquello con quien tenía sentado delante. En ese momento, después de dejar el chal y pedir que sirvieran un refrigerio, me ofreció una silla junto al brasero. Él era casi un reproche viviente a las delicadezas del trato social, y aún más al hecho de tomárselas gravitate, porque tenía una mirada huraña difícil de sostener, aunque la sonrisa tolerante que asomaba a menudo a sus facciones era la propia de alguien que considera el mundo un misterio que no puede tolerar más que por un tiempo. Al sentarse entró en materia, y al hacerlo aumentó mi extrañeza, ya que preguntó sin demasiados preámbulos ¡si sabía yo qué había sido de ti! Por lo visto había intentado averiguar tu paradero, sin conseguirlo, cuando, al verme en el baile de disfraces, en la ocasión de la que te he hablado, recordó que yo había estado relacionado contigo.
«Creo que en el pasado tuvieron ustedes trato», me dijo. «Me parece recordar que le nombró su padrino en cierta ocasión en que desafió a un espectro.»
Respondí que así había sucedido, y omití el hecho, querido amigo, de que también te había servido de padrino en otra ocasión, en que aquel a quien desafiaste se convirtió en un espectro, aunque había algo en ese hombre que invitaba a una ligereza espeluznante. No puedo explicarlo, pero así era. Y por fin entendí que ese hombre era aquel que había fingido presentarse en lugar del que no acudió, quien nos habló con tanta impertinencia entonces; el hombre que ahora se hace llamar abiertamente por tu apellido, ¡igual que había hecho entonces en secreto!
«Tengo que hacerle una petición», continuó sin avergonzarse lo más mínimo. «Querría que le enviara de mi parte una carta confidencial.» Respondí que así lo haría, pero que también estaba dispuesto a proporcionarle la dirección a la que remitía yo mi propia correspondencia para ti. Rechazó el ofrecimiento con un gesto, y me dejó bien claro que sólo deseaba que yo incluyera, junto a una de mis propias cartas, una misiva que él me facilitaría. Además, me pedía mantener aquello en secreto: es decir, que yo no había recibido nada de su parte, que no te lo había enviado a ti, y que aquella conversación en la que nos hallábamos enfrascados no había tenido lugar. ¡Vaya! Me pareció que aquello iba en contra de mi propio honor, por ser menos que franco, pero no sé decir por qué, percibí que era vital que lo hiciera; vital para él, y quizá para ti. En resumen, mi querido amigo, que aquí adjunto la presente carta, que se me entregó lacrada, y con un sello que reconocerás, un sello que a estas alturas podrías haber perdido o roto. Permíteme tan sólo añadir que quien me la dio (discúlpame si no me refiero a él por el apellido y título que él mismo emplea, cuya pretensión no alcanzo a comprender) se mostró categórico a la hora de decir que si la recibías con el sello roto, debías ignorarla por completo, así como todo lo que dice o pide. Supongo que será una llamada, y urgente, aunque ignoro a qué asuntos pueda referirse. Además, y ya para terminar, me pidió que te enviara un saludo de su parte con este nombre: Hermano.