UNO

En el que un Hombre es guiado por un Oso, y los antecedentes de ello

¿Qué enemigo lo empuja a armarse? En verdad no conoce a ninguno, ni los sirvientes que abajo duermen, ni bandidos o rivales de su clan y de su padre el laird, tales como los que una vez pudieron haber acechado en la oscuridad.

¡Su padre el laird!1 El lector lo recordará, si es que el lector es de los que escuchan las habladurías que alzan el vuelo en los palcos de los teatros, o frecuenta las carreras de caballos, o los infiernos; si ha vagado por los clubes exclusivos, o por lugares con nombres menos eufemísticos, los juzgados, los tribunales. John Porteous —quien, a la muerte de su sorprendido e indefenso señor, heredó el singularmente inapropiado título de lord Sane-* era un catálogo de pecados, no sólo los menores, como la lujuria y la gula, sino también los más importantes, como el orgullo, la ira y la envidia. Consumió su patrimonio, y cuando acabó con él procedió a consumir el de su mujer y arrendatarios, y luego tomó prestado, o forzó a que le prestaran, más de sus aterradas amistades y relaciones próximas, que sabían perfectamente bien que el lord no tendría el menor reparo a la hora de exponer a la sociedad sus indiscreciones, a las que él mismo los había arrastrado a lo largo de las décadas precedentes. El «chantaje» era una palabra de la que aseguraba renegar, ya que, según decía, jamás recurría al correo.* En qué gastaba esos beneficios, obtenidos por el medio que fuera, parecía interesarle menos que el propio hecho de gastarlos; siempre estaba dispuesto a dilapidar todo cuanto poseía en el preciso momento en que se hacía con ello. Se trataba de un acto de destrucción tal que le hizo acreedor del mote de Satán, en una época en que los motes estaban de moda. Era hombre malvado, y lo cierto es que su maldad le causaba diabólico regocijo, y cuando no era presa de ella, cuando no andaba por ahí iracundo o enloquecido por cualquier obstáculo que se opusiera a sus deseos, era un buen tipo, a su manera, y de mundo. Había viajado lo suyo, había contemplado la Sublime Puerta, paseado a la sombra de las Pirámides, y era el padre (aunque no habría pruebas de ello) de camadas de cachorros de piel oscura en diversos puntos del sur y el este.

Últimamente Satán Porteous se había retirado a las propiedades escocesas de su esposa,2 propiedades que él había mejorado y despojado en igual medida. A las antiguas torres y almenados, y a la capilla en ruinas, un laird anterior había añadido un ala paladina de gran tamaño y aire sombrío, obras que lo habían arruinado por completo; ahí era donde el actual laird mantenía a su esposa, lejos de la vida social del mundo elegante, lejos, en realidad, del mundo entero. Se rumoreaba que lady Sane había enloquecido, y a juzgar por lo poco que sabía de ella el heredero de lord Sane, lo cierto era que no parecía estar del todo en sus cabales. Satán había dilapidado hacía tiempo la fortuna de la dama, y luego, cuando necesitó dinero, estrujó a los arrendatarios y vendió la madera de los bosques, lo que hizo aumentar la sensación de melancolía que exhalaba aquella desolada tierra, más incluso que la capilla sin vidrieras abierta a la visita del búho y el zorro. Los árboles tardan un siglo en crecer, el dinero ya se ha gastado. Tiene un oso amaestrado, y un lince americano, y se yergue entre ambos cuando reclama la presencia de su hijo.

Sí, es él, su padre, lord Sane, a quien Alí teme, aunque esa noche no se vea ni rastro de él por los alrededores. Con sus propios ojos, Alí había visto partir el coche de su señoría en dirección sur, tirado por cuatro caballos negros, sobre cuyos lomos oscuros restallaba el látigo del cochero. Sin embargo, siente miedo, tanto como valor corre por sus venas. Su propio ser se le antoja la llama que corona una vela, tan fácil es de apagar.

La luna había cruzado el ecuador del firmamento cuando, temblando, aunque no de frío, Alí se retiró. Su nuevo perro terranova, Guardián, yacía junto a la cama, y había conciliado con tal rapidez el sueño que apenas abrió un ojo al oír los familiares pasos de su amo. ¡El más antiguo, el más fiel de los amigos! Alí acercó un instante el rostro al cuello del perro. Luego apuró el último trago de una copa de vino, en la que había vertido algunas gotas de Kendal.3 A pesar de todo no se desvistió —tan sólo se cubrió con una manta, a mano las pistolas—,4 apoyó la cabeza sobre las frías almohadas, y, pensando que no podría, se quedó dormido.

Despertó de golpe, rodeado de una profunda negrura, sintiendo sobre sí el tacto de una mano fuerte. Se sobresaltó, y podría haber dado un salto y haber tirado de la pistola que tenía tan a mano, pero no hizo tales cosas. Yació inmóvil, tanto como si siguiera dormido, puesto que el rostro que le observaba, si bien no le resultaba desconocido, no pertenecía a un hombre. Piel negra, ojos pequeños y amarillos, y una tenue luz refulgía en sus colmillos, largos como dagas. ¡Era la zarpa del oso amaestrado de su padre5 la que reposaba sobre su propia mano!

Al comprender que Alí estaba despierto, el negro animal se dio la vuelta y trotó por el suelo de la estancia. Y en la puerta entornada se volvió para mirar a Alí, y lo que dijo su mirada resultó evidente: quería que éste lo siguiera.

El joven lord se levantó. ¿Qué había sido de su perro Guardián? ¿Cómo era posible que estuviera la puerta abierta? Las preguntas cruzaron fugaces su mente para luego desaparecer, sin respuesta, como burbujas en el aire. Tomó la cimitarra, se echó a la espalda el tartán, y el oso —en cuanto vio que Alí tenía intención de seguirle— se irguió hasta adquirir la postura de un hombre y empujó la puerta, para acto seguido ponerse a cuatro patas y descender la oscura escalera. Se antojaba extraño que nadie más se hubiera despertado en la casa, aunque esta reflexión desapareció tan pronto como la tuvo. Una y otra vez el oso volvía la cabeza para comprobar que el joven lord lo seguía. Aunque puede erguirse sobre dos patas para sorprender y atemorizar a sus enemigos, o alcanzar el fruto que cuelga en lo alto de una rama, el oso suele preferir desplazarse a cuatro patas, como un perro; y si bien sus garras y colmillos rivalizan con los del león, es animal de carácter más templado que éste y prefiere platos con menos carne.

Consciente de ello, y sin dar vueltas a ninguno de los otros asuntos en los que podría haber pensado en semejante paseo, Alí cruzó el parque desierto y pasó bajo el arco de un angosto puente que colgó en tiempos sobre el revuelto terreno de un torrente; después se alejó del camino y tomó un sendero de arcilla blanca, el mismo que había vislumbrado antes su mirada a la luz de la luna, en dirección a la atalaya. El misterioso astro no parecía haber avanzado en el cielo, pero brillaba tanto o más, y soplaba el viento frío procedente del Atlántico y las islas de Irlanda, y de América —pensó Alí, que jamás había contemplado esos lugares—; siguió caminando tras el negro borrón de su guía ursino como flotando, como si ningún esfuerzo le fuera exigido para llevar a cabo el ascenso.

La atalaya se hallaba al frente, y el oso se puso de nuevo en pie tal como lo hace el hombre, y con una garra amarilla, curva, la señaló. Hacía tiempo que la puerta de entrada estaba derruida, y podía verse una luz tenue en su interior.

—No avanzaré más —dijo el oso, en cuya capacidad de hablar no reparó Alí—. Tú y sólo tú debes descubrir quién yace en la torre. No te lamentes, pues yo no lo haré. Él ha sido igual de cruel conmigo, más aún, que contigo. ¡Adiós! Si vuelves a verme, piensa que tu hora ha llegado y que estás a punto de emprender otro viaje.

Alí estaba decidido a retener al animal, rogarle o exigirle que le contara más, pero ya éste se había esfumado en la oscura noche y no quedaba más que el eco de sus palabras. Alí se volvió hacia la torre y hacia la luz que surgía de su interior.

Al punto, el mundo y la noche sufrieron una especie de sacudida, como el temblor que recorre en ocasiones el mar en calma o el flanco de un caballo; y como edificios derruidos a su alrededor al paso del terremoto, la noche cayó hecha añicos, su sueño se quebró y despertó. Se había quedado dormido. ¡Y había soñado! Aun así, y sin duda era lo más extraño, se hallaba en el sendero que conducía a la atalaya, que se alzaba al frente, más lejos que en su visión, más sólida la factura de la piedra y del cemento, aunque todo lo demás idéntico: el aire, la tierra y él mismo. No tenía conocimiento de la existencia de tales sonambulismos,6 pues así se denominaban; no sabía cómo podía ser que en pleno sueño pudiera haberse armado, salido de la casa y ascendido por la colina, sin tropezar y haberse roto el cuello. Cierta dosis de asombro lo invadía como un trago gélido, y también temible, tan gélido que le encogía el corazón, puesto que, desde el lugar donde se hallaba, podía ver que, en efecto, en el interior de la torre ardía una luz tenue, como en su sueño.

La luna casi había descendido del todo. Sintió, tanto como percibió, el camino que se extendía al frente. Ni un instante pensó en retroceder, y más tarde habría de preguntarse por qué: porque se lo habían ordenado, porque estaba allí, porque no podía hacer otra cosa.

No sólo la puerta, sino también el suelo y las paredes del antiguo edificio estaban en ruinas, derruidos, no quedaba ni rastro de ellos, hueca la torre como el emblanquecido hueso medular, el techo al descubierto y unas pocas estrellas visibles. Por lo demás todo era oscuridad, y con una única luz, la linterna que consumía la última gota de aceite como si le faltara el aire. Debe darse la vuelta, Alí debe hacerlo, para ver qué ilumina la luz que despide la linterna —¡porque la luz parece dirigida a propósito hacia algo concreto!—. Pronto descubre, suspendido a medio metro en el aire, un bulto como de un hombre: negro rostro, ojos casi salidos de las órbitas que le observan a su vez, lengua negra también, negra lengua que asoma como en un gesto de burla. La recia soga de la cual pende, sujeta a los puntales de piedra del piso superior, se enrosca a su alrededor como hilo de araña. No se trata de un demonio del infierno atrapado en sus propios afanes —eso es cuanto sabemos de ellos en esta nuestra vida terrenal—, y su nombre no es Legión. Quien pende de la soga es Satán Porteous, padre de Alí, lord Sane, ¡y está MUERTO!

* * *

Cómo un joven con el nombre del yerno del Profeta, un joven cuya piel tenía el color del bronce, y del ónix los ojos, llegó a residir en una lejana tierra cerca de Thule, donde los muchachos de ojos azules y pelo castaño o rubio crecían pálidos a la luz de un sol rácano, sólo puede conjeturarse. Ni a los barcos ni a los carruajes les importan sus pasajeros, ni tampoco adonde los llevan, y más de una casa en Londres puede alardear de moro negro en la puerta o de hindú con turbante sentado a la mesa. Pero que semejante ejemplar no sólo residiera en la casa del lord escocés, sino que, además, fuera su heredero —y, a juzgar por el espectral aspecto de quien colgaba en la torre, se había convertido ya en el sucesor legal del atado y estrangulado lord que parecía devolverle la mirada, en el poseedor de todos sus títulos y tierras—, eso sí puede ser que merezca una explicación.

A pesar de que se lo llevaron de allí a temprana edad —o puede que debido a ello, ya que el corazón responde a una lógica propia en cuanto al funcionamiento de la memoria se refiere—, Alí conservaba un recuerdo diáfano de la tierra donde había pasado parte de su infancia. No supo de niño qué madre lo había alumbrado, ni quién era o había sido su padre; era huérfano, y siempre había vivido con un tutor de avanzada edad en una espartana cabaña, o han, en las montañas de la provincia de Ochrida, en la montañosa Albania,7 en un paisaje que, si de niño se le hubiese ocurrido considerar la cuestión, habría creído que empezaba consigo mismo, en los albores de los Tiempos, ya que de pocos lugares como de estas montañas puede decirse que han permanecido inalterables desde los días de Adán o, al menos, desde los tiempos de Abraham.

Cuidaba del rebaño, tal como habían hecho sus antepasados. Las cabras proporcionaban leche y carne, así como el amplio cinto albanés y las sandalias, que no se ponía muy a menudo. Las cabras no exigían grandes atenciones, ya que en ese país se las deja libres para hacer sus cosas, que son muchas; se las puede encontrar en lo más profundo del bosque, o verlas en lo alto de las rocas más altas, como las cabras de Virgilio, y sólo cuando se las reúne al anochecer y los niños las guían con los bastones a los cercados se antojan domesticadas. En invierno, Alí y sus compañeros las llevaban a las montañas, y en verano las devolvían de nuevo a las cálidas llanuras; tras la vendimia, las cabras campaban a su aire en los viñedos, donde comían, competían y se divertían unas con otras —con la bendición de Baco— de la manera que es de esperar, a mayor gloria de su señor. Este nuestro Thane por descubrir tenía por único padre a un anciano, un pastor cuya ceguera aumentaba a pasos agigantados debido al fuego que ardía en el interior de la cabaña o han, fuego cuyo humo salía, o mejor dicho no salía, por el agujero del techo. Pocos albaneses alcanzan una avanzada edad sin sufrir de un modo u otro los efectos. Alí cuidaba de él con sumo cariño, le llevaba las tortas de pan, la taza de café y el chibouque al caer la noche. El tacto de este viejo ciego, áspero y simple como si fuera la más anciana de las cabras de las que ambos cuidaban, era buena parte del amor que Alí conocía, pero no todo.

Y es que había otra criatura, que también había sido confiada a los cuidados del anciano. Una niña, cuyo nombre era Imán y cuya edad apenas superaba en un año a la del propio Alí. Era huérfana como él, o eso creían y decían siempre que hablaban de ello, lo que no sucedía a menudo, y como pasa con los niños, no preguntaban al mundo por qué y qué razón los había llevado a ser lo que eran, y no a ser de un modo distinto; tan contentos de conocerse a sí mismos y entre sí, tanto como conocer la caricia del sol y el sabor del agua del manantial. Imán tenía el cabello negro como ala de cuervo, pero sus ojos (lo que no resulta sorprendente en esa tierra) eran azules, no el azul de nuestras rubias anglosajonas, sino el del océano, y era en esas profundidades a las que rara vez se baja donde nuestro Alí se zambullía por completo. Hablan los poetas de los ojos de las doncellas, y divagan y divagan sobre ellos, y con esas esferas líquidas debemos entender que quieren indicar todas las partes y atractivos del objeto de su amor, acerca de las cuales somos libres de especular. No obstante, Alí apenas era consciente de qué otros encantos poseía aquella pequeña diosa; en sus ojos se ahogaba, y cuando ella le miraba era incapaz de desviar la mirada.

En otro clima más frío, Alí fue olvidando poco a poco la lengua en la que primero había balbuceado y había aprendido a hablar; sin embargo, jamás olvidó lo que ella le dijo, ni lo que él respondió; aquellas palabras no eran como otras, se le antojaban acuñadas en oro, e incluso largo tiempo después repetirlas para sí era como entrar en la cueva del tesoro donde moraban. ¿De qué hablaban ambos? De todo, de nada; guardaban silencio, o ella hablaba y él respondía que no; o bien él fanfarroneaba mirándola a los ojos para ver si su historia le interesaba, y ella lo escuchaba. «Imán, ve tú por el camino largo, que esas piedras te cortarán los pies.» «Alí, toma este pan, tengo suficiente para ambos.» «¿Qué ves en esa nube? Yo veo un halcón con el pico muy grande.» «Pues yo un insensato que ve halcones en las nubes.» «Voy por agua. Acompáñame, no tardaremos mucho. ¡Toma mi mano y acompáñame!»

Eran las únicas almas de esas tierras, y por separado el único objeto de los pensamientos del otro. Como dos cisnes alzaban sus imponentes alas por turnos para batirlas en el aire, y se sumergían en el agua para deleite del otro. De qué hablaran no tenía mayor importancia, la conversación continuaba y luego se repetía. Ella, arrogante como una reina por descalza que fuera, era capaz de causar sufrimiento cuando así lo deseaba, quizá sólo para poner a prueba su poder, igual que uno podría comprobar la fuerza de una vara contra una flor indefensa; pero en seguida lo lamentaba, y de nuevo conversaban, entre caricias y muestras de amabilidad.

Puede objetarse que una pasión tal no es posible en alguien tan joven, y es que Alí apenas había alcanzado la segunda década, y es perfectamente lógico que quienes jamás han albergado tal sentimiento así lo crean; pero a éstos no podremos persuadir ni tampoco habremos de dirigirnos. Quienes hayan sentido tal cosa en la más temprana juventud han conocido un poder singular, y conservarán el recuerdo en lo más hondo de su corazón, sentimiento que no podrán comparar con ningún otro, pero que constituirá la piedra de toque contra la que los demás podrán quebrarse, para ver si son de oro o si son falsos.

A lo largo de aquel tiempo se vio que Alí —aunque en verdad el muchacho no se percatara de ello— estaba señalado de un modo especial; favores y regalos llegaban a él de fuentes poco claras: toda clase de manjares, un pañuelo brillante para la cabeza, una mirada de aprobación o de interés por parte de sus mayores. Al cumplir una determinada edad, aunque ignoraba en qué año de su corta vida había sucedido, puesto que la incertidumbre envolvía su fecha de nacimiento como lo hacía con la identidad de sus verdaderos padres, recibió, de la misma fuente de parabienes, una antigua pistola, que orgulloso se ciñó al cinto, tan sólo lamentando verla tan sola, puesto que todos los hombres llevaban dos como mínimo, además de una daga o una espada corta. Nunca tuvo oportunidad de abrir fuego con esa arma, puesto que a la pistola no habían adjuntado ni un grano de la necesaria pólvora, lo que probablemente fuera omisión afortunada, ya que en ese país estas armas tan antiguas, por buena que fuera la factura, a menudo eran olvidadas en los barriles, y encerradas bajo llave, y a menudo se quemaban, o quemaban la mano que las empuñaba.

Así armado y de esa viril guisa, cerrado un trato firme con su Imán, se acercó al han en busca del anciano pastor, que a sus ojos era la medida por la que se regía la sabiduría del mundo. Lo encontró en compañía de otros hombres, todos alrededor del fuego, y le comunicó que tenía intención de tomar por esposa a la muchacha.

—No puedes hacer tal —dijo el anciano, que respondió con la seriedad que le había sido exigida—. Puesto que es tu hermana.

—¿Cómo es posible que sea mi hermana? —replicó Alí—. Nadie conoce a mi padre, y no importa quién fuera mi madre.

Evidentemente importaba, le importaba a él, quién podía haber sido la dama en cuestión, de modo que le tembló algo la voz cuando hizo tan audaz aseveración: tuvo que apoyar la mano en la culata del arma, separar los pies y levantar la barbilla para que pasara desapercibido; no obstante, en un sentido legal estaba en lo cierto, y el anciano así lo reconoció con una inclinación de cabeza, pues no hay herencia que provenga de la madre sola.

—Y aun así ella es de tu propio clan, de tu familia —dijo a Alí—. Es tu hermana.

Entre los clanes de las montañas de Albania, con hermano y hermana puede uno referirse a cualquier parentesco de una misma generación, y se prohíbe cualquier relación hasta el décimo o incluso el duodécimo grado. Y entonces, quienes se sentaban alrededor del fuego junto al hombre y quienes lo hacían al otro lado, volvieron los taburetes, repararon en la vestimenta de Alí, y éste oyó risas.

—No aceptaré otra cosa, y en eso estamos ambos de acuerdo, tanto ella como yo —respondió con un vozarrón que hizo que las risas se convirtieran en risotadas.

Asintieron y soltaron el humo de la pipa como encantados de que alguien tan joven pataleara de ese modo, o quizá porque consideraban una gran mofa que semejante pretensión fuera declarada, pues por mucho que la manifestara no lograría legitimarla. Entonces Alí, consciente por primera vez de ser blanco de burlas por no conocer mucho las costumbres del mundo —que no eran las suyas—, lanzó a todos una mirada furibunda y, por temor a echarse a llorar, giró sobre sus talones y salió de la cabaña, perseguido por más y más estruendosas muestras de diversión; durante un tiempo a nadie dirigió la palabra, y nada respondía cuando se le preguntaba, ni siquiera a la propia Imán.

Al poco recibió una señal de distinción diferente a las recibidas hasta entonces. Cierta noche fue conducido entre las mujeres, y la mayor de ellas desnudó el brazo del muchacho y, con la más afilada de las agujas (mientras el viejo pastor le guiaba la mano con sus palabras), pinchó repetidas veces la piel del brazo derecho de Alí. A cada pinchazo manó roja y oscura la sangre, mas el joven apretó los dientes con fuerza. No estaba dispuesto a llorar. Finalmente se dibujó un círculo desigual, y en su interior una marca sinuosa que bien podía ser la letra sigma, aunque aquellas gentes incultas no supieran identificarla. La anciana, murmurando y chasqueando la lengua para tranquilizar al muchacho, prosiguió con el dibujo y lo iba secando una y otra vez con un trapo de lana de cordero; y luego observó el resultado de la labor como lo haría un artesano. Aquí ahondó y allí alargó hasta que Alí estuvo al borde del desmayo, por mucho que ningún quejido hubiera escapado de la prisión que formaban sus labios. Finalmente, la torturadora tomó una pizca de pólvora y la frotó sobre los agujeros que había practicado. Al rozar las heridas abiertas, la pólvora reavivaba el dolor de Alí, mientras la bruja apretaba con el pulgar para hundirla en la piel y mezclarla con la carne y la sangre, a la que confería un color diferente. Y así, tal como puede apreciarse en las extremidades de los marineros de todas las naciones, sin exceptuar a los pertenecientes a nuestra muy civilizada patria, quedaron grabadas en el brazo derecho de Alí unas marcas que (suponiendo que el brazo siguiera unido al cuerpo, lo que en aquella tierra, y entre aquellas gentes, no era algo que se diera por hecho) jamás habrían de borrarse. Es algo ciertamente común en esas montañas, y cualquier hombre podría lucir una marca de ésas o dos, aunque la de Alí era distinta, nueva, como sabía todo aquel que la veía.

Al librarse de la cruel tipógrafa, Alí buscó la compañía de su pequeña amada, y ambos pasearon a solas; es posible que a su lado se permitiera derramar algunas lágrimas de dolor, o quizá siguiera siendo el valiente Alí. Seguramente ella lo tranquilizó, y observó maravillada la nueva marca, dispuesta a tocarla, lo que él aguantó, ya que por hondo y agudo que fuera el dolor, había otro más hondo, en un lugar que no podía verse. Y aunque él lo sabía, ¡nada podía decir!

* * *

La emperatriz de Rusia, la infame Catalina, propuso a sus ministros en la última década de aquel siglo un plan (uno de tantos que perviven entre los zares, sus herederos, hoy en día) para invadir Constantinopla y disolver la Sublime Puerta; y para proponer este plan conversó con los pueblos montañeses de Suli e Iliria, y con Albania, prometiéndoles la libertad y la autodeterminación cuando el Turco, su opresor, fuera derrotado. Ellos creyeron sus promesas, pues estaban acostumbrados a alzarse en armas sin ellas, aunque en esa ocasión lo hicieron con mayor rabia y en gran número. No mucho después, Catalina la Grande cambió de opinión (pues por imperial y grande que fuese era una mujer) y abandonó el proyecto de la campaña contra el sultán; se firmó un tratado y se cruzaron diversas muestras de amistad y paz eternas. Los guerreros de las tierras altas fueron abandonados por sus aliados rusos, y la venganza que desató el sultán sobre ellos fue simplemente ésta: retiraría de las tierras a sus propios gobernadores y generales, y daría rienda suelta a los corsarios y los cabecillas de los bandidos, quienes ya no tendrían cortapisa alguna para sus actividades (consistentes en robar, asesinar, apresar esclavos, exigir tributos y pelearse entre sí hasta que ganara el más fuerte). De este modo dispuso el sultán su venganza, y tan sólo tuvo que sentarse a mirar cuál de los rivales derrotaba a los demás y apilaba sus cráneos en la llanura; a ése, posteriormente el Sublime, el Misericordioso, conferiría el título de pachá.

El tigre que se comió a todos los demás tigres llevaba el mismo nombre que nuestro joven héroe, y llegaría a regir grandes territorios, con el trono en Janina —una pachalick mayor que cualquiera que se hubiera forjado allí antes—, y un ejército tan imponente que el sultán de Constantinopla se contentó con llamarle vasallo, sin atreverse a exigirle otros empeños. Su fama se extendió como la pólvora, en las gacetas y en la prensa extranjera era llamado una y otra vez el Buonaparte de Oriente, incluso con la aquiescencia del otro Buonaparte, Napoleón, a quien de hecho igualaba en hazañas, dado que la suya era una escala menor, proporcional, en cabezas cortadas, sangre derramada, viudas y huérfanos resultantes, ojos arrancados, pueblos arrasados y expolio de ganado y cosechas. Aunque tampoco sus guerras y sus ejércitos, como los del europeo eran capaces de secar una sola lágrima, o curar ni siquiera una pena. También por lo que respecta a la Grandeza, en lo pequeño o en lo grande.

Este pachá8 preparaba a sus huestes para invadir las tierras que habitaban los miembros del clan de nuestro Alí, gentes severas que se habían negado a aliarse con él y con su señor titular de la Puerta. Habían degollado a los emisarios (respuesta común entre estos pueblos cuando tocaba rechazar una propuesta) y el pachá se impacientaba por momentos. Tenía un nieto, un delicado niño pachá, cubierto de joyas y tan embadurnado de polvos como una dama de Mayfair, y es que los poderosos de Oriente gustan de adornar de esta guisa a sus estimados hijos, lo cual no echa a perder sus caracteres, al menos el de éste en concreto no se echó a perder por ello, ya que ansiaba la expansión territorial tanto como su papá, así como cortar cabezas y enemigos a quienes poder escupir y quemar. Dispuestas las cohortes, centenares de soldados tocados con turbante se reunían dentro y fuera del espléndido patio de armas del palacio de Tepelene; allí reverberaba el eco de los tambores y se extendía el ulular de las voces procedentes del minarete, cuando un visitante, un bey de las tierras del norte conquistadas en el pasado por el pachá, se presentó y rogó que le concedieran audiencia. Tenía algo que pedir y una historia que contar, y después de que en la estancia superior se hubieran servido y encendido las pipas y se hubieran cruzado los extensos saludos de rigor, además de tomado el café, la contó.

Relató este bey que una docena de años atrás atravesó esas tierras que (como bien sabido era de todos) el pachá pretendía ahora subyugar y sumar a su pachalick. El propósito de su viaje era capturar, si podía encontrarlo, al hijo de una familia de aquella región, con la cual su propia familia se había enzarzado en una lucha que se heredaba de padres a hijos, cuyo origen era incapaz de explicar el más anciano y que muy bien podía no tener fin, ya que cuando los hombres valientes o desesperados de una familia despachaban a un hijo o primo de primer o décimo grado de la otra, el deber de ésta consistía en renovar la venganza. Por lo general lo hacían de un solo disparo, dado que apuntaban con sumo tiento, o quizá con el filo de un ataghan, frío de pronto al contacto con la garganta, de noche, en un camino poco transitado, o en el mercado público al calor del sol de mediodía.

(Como en otros asuntos, los albaneses son considerados por nosotros carentes de leyes por sus incesantes riñas, en las que la sangre debe satisfacerse con sangre; no obstante, se ven supeditados, al igual que los griegos de Escilo, a las leyes más severas, leyes para las que no existe apelación alguna. No sienten por el asesinato un horror distinto al de otros pueblos, y para quien toma una vida existe justo y rápido castigo —siempre y cuando pueda darse con el culpable—, pero la suprema ley del honor no conoce excepciones, y fracasar a la hora de cumplirla supone una vergüenza universal y absoluta. Nuestras leyes —cuando escogemos obedecerlas— pesan con mayor ligereza sobre nuestros hombros.)

De este modo, explicó el bey, había llevado a cabo la venganza que se esperaba de él, y, una vez limpio su honor, había huido a las colinas perseguido encarnizadamente por los familiares de su víctima, decididos a jugar su baza y a barrerlo del tablero de juego. Su caballo cojeaba debido a un tropiezo, por lo que marchaba a pie acusando tanto la sed como el hambre, acosado por un sinfín de delirios. Buscaba una cueva en la que poder ocultarse, consciente de la cercanía de sus enemigos, de modo que no podía ir mucho más allá (oía el rumor de los caballos, y las voces que llamaban su atención). Se dispuso pues a encarar una fugaz defensa y la más que probable muerte. Entonces llegó a sus oídos otro sonido, el de una tropa de caballería, que provenía de otra dirección, y cuando miró, una compañía militar apareció y se interpuso entre él y sus perseguidores. El capitán de esta tropa era un inglés, aunque debido a que éstos eran tan raros en las plazas albanesas, el atemorizado bey no supo reconocer este detalle; la casaca escarlata bordada en oro, las botas de caña alta y los guantes blancos delataban su origen extranjero a pesar del polvo que lo cubría; los que lo acompañaban eran una mezcla de guerreros suliotas, unos pocos hombres de rojo, aunque no tan espléndidos, y un sipahi turco. El bey ignoraba qué podía haberlos empujado a tomar partido por su suerte en aquella riña, pero dado su abultado número, dadas también las armas de fuego suliotas, y los soldados ingleses, los perseguidores se vieron obligados a dar media vuelta. El agradecido bey, profundamente inclinado ante el inglés, se vio levantado y observado con mirada ni fría ni cálida, lo que no resultaba ni tranquilizador ni alarmante, la mirada de un animal, o de una cabeza esculpida en piedra, ante la cual el bey sintió helársele el corazón en el pecho. De todos modos, hizo saber a su salvador que le pertenecía todo lo que era suyo, tanto su vida como sus bienes estaban a su disposición, y que no deseaba otra cosa que jurarle fraternidad eterna, lo que el inglés pareció dispuesto a aceptar. Esa noche, pues, el ya recuperado bey y el gran inglés se convirtieron en hermanos a la manera habitual: esto es, se pincharon el dedo índice y dejaron caer unas gotas de sangre en una copa de vino de la que ambos bebieron a continuación. Al bey le complació mucho comprobar que la sangre del otro era tan roja como la suya, y que por tanto se trataba de un hombre y no de un jinn.

—Y ahora, dime, si quieres, ¿por qué motivo has venido a este país, y adónde te diriges? —preguntó el bey a su nuevo pariente, y es que el ritual celebrado los había convertido en familia, igual que si hubieran sido engendrados por el mismo padre.

—No contestaré a tu pregunta —respondió el inglés, que hablaba gracias a su intérprete turco, fluido conocedor de ambas lenguas—, puesto que los motivos no son tales que el hecho de conocerlos pueda honrarte. No sé adónde voy, y te confesaré aquí y ahora que ni siquiera sé dónde estoy.

—A ese respecto creo que podré ayudarte —dijo el bey—; de momento, ve a mi casa, no dista ni dos días de viaje, y es tuya. Una vez allí, entrega este anillo a mi sirviente y recibirás todo cuanto pidas. Yo debo evitar ese lugar, puesto que mis enemigos esperarán que acuda. No obstante, cuando se hayan cansado y se hayan ido, tú y yo volveremos a encontrarnos.

—Hecho —dijo el inglés.

Y al alba cada uno tomó su camino.

Al cabo de un tiempo, cuando el bey consideró que era seguro regresar a su hogar, no lo encontró tal como lo había dejado. El inglés y toda la tropa se habían marchado después de tomarse, al parecer, ciertas libertades con las provisiones del bey y con su establo. Su esposa (la más joven de las tres que tenía, la más querida, la más bella, la de ojos azules) se ocultó de él, temerosa o avergonzada, o ambas cosas, y la razón se hizo aparente con el tiempo. Ya fuera por la fuerza o la persuasión, el gran casaca roja se había servido de la única pertenencia de su hermano de la que no podía servirse, y por lo visto semejante transgresión iba a dar fruto.

El desdichado bey, quizá por respeto a la fraternidad que lo unía de forma irrevocable con el inglés, no acabó con la vida de la esposa en ese momento, tal como hubiera hecho cualquier hombre y tal como tenía derecho a hacer (aquí el pachá asintió para mostrarse totalmente de acuerdo). En lugar de ello, contuvo la ira y aguardó hasta que el niño nació, un muchacho hermoso y bien formado. Tras el alumbramiento, la pobre mujer quedó desprotegida y, poco después, habría de sufrir la demorada ira de su marido. El retoño pronto fue despachado a las fronteras del país en compañía de un pastor que sería su único protector. A este anciano instruyó el bey respecto a cierta marca, la cual, si el muchacho sobrevivía, deseaba le fuera tatuada en la piel.

Habían transcurrido los años, los hijos del bey habían ido pereciendo uno tras otro a consecuencia de la venganza, asesinados por los hijos y los nietos de los hombres a los que su padre y sus tíos y señores habían asesinado tiempo ha; y el bey se arrepintió del severo rigor que había aplicado en el pasado. Recordaba a su querida esposa, parecida a una gacela, y el amor que había sentido por ella. Así las cosas, solicitaba al pachá que le permitiera acompañar —o preceder— a sus huestes para ir en busca del muchacho (a quien reconocería por la marca que llevaba, marca que el bey dibujó en la arena para que el pachá la viera), y a quien pretendía recuperar para su casa y adoptar como hijo propio. Si alguno de los soldados del pachá llegaba antes que él, y en caso de que su hijo se le enfrentara, el bey rogaba que perdonara la vida al muchacho y que le fuera entregado.

El pachá escuchó la súplica del bey y le formuló algunas preguntas antes de sumirse en hondos pensamientos; se acarició la espléndida barba que lucía, y la olió también, como si la sabiduría pudiera surgir de ello; luego dio una palmada para que los sirvientes llenaran la pipa del invitado y le confesó que lo que pedía se haría, si ello era posible. El bey recibiría la respuesta a su debido tiempo, y luego el pachá continuó hablando de otros asuntos.

El honesto bey se despidió del pachá y prosiguió su camino. De inmediato el pachá envió a algunos hombres tras él: si el bey conseguía llegar a salvo a su hogar y a su haram, los hombres que lo seguían no se atreverían a mostrarse nunca más en los confines del poder del pachá, lo que para ellos equivalía a toda la tierra. Poco después, la horda del pachá cayó sobre las tierras donde había morado desde hacía generaciones el clan adoptivo de Alí; allí subyugó a los jefes, y llenó de tributos los cofres.

Hay algo en el corazón humano que ama la libertad incluso más que la vida. Y no sólo en los corazones que han bebido de los relatos escritos, o de los discursos de los hombres de Estado. Esas personas creen también que la mayor opresión sólo puede hacerse más grande (como la manzanilla, que cuanto más se agita, más aumenta), cosa que podría ser verdad, me refiero a la manzanilla, aunque no sabría decirlo por experiencia propia; respecto a la libertad, sé que las mujeres suliotas, perseguidas por las tropas del pachá en otros tiempos, al verse perdidas, se arrojaron con sus bebés en brazos desde las alturas de las rocas de Zalongue antes que rendirse. No pudieron haber escogido mejor: imposible convencerlas de que debían preferir la tiranía antes que tan horrenda y definitiva opción.

Los ochridas, amantes de la libertad como los suliotas, pero no con tanto temple, corrieron como el viento ante las huestes del pachá, entre las cuales se contaban muchos mercenarios suliotas, dicho sea de paso. Llevaban a cuestas o en los carros todas las pertenencias que podían, y habían dejado los camastros ardiendo tras ellos. Alí e Imán, conduciendo a las quejicas cabras, se apresuraron por los valles en dirección norte, pero la huida era tan vana como la de una barquilla de cuero que boga en la tormenta; antes siquiera de vislumbrar al enemigo, sintieron los cascos de los caballos retumbar bajo sus propios pies descalzos. Los hombres de su clan, que están defendiendo una posición elevada con gritos y fuego de mosquete (más gritos que fuego, dado que eran tan malos con las armas como con otras muchas cosas), tan sólo pretenden ganar tiempo para que sus esposas e hijos puedan escapar (¡vana esperanza!), y no tardan en caer. Alí se vuelve en plena huida y ve a un enorme caballo que galopa en pos de Imán y de él; quien lo monta blande una reluciente espada de hoja curva, y el viento juega con su capote, los dientes desnudos como un lobo, igual que si pretendiera emplearlos en la acometida. Alí empuña el arma, cargada con bala y un poco de pólvora de la que había podido apropiarse antes de partir; forma ante su dama y apunta (¡quien no haya aguantado la carga de un jinete suliota no es consciente del coraje que se necesita!) y dispara, o más bien falla, pero el jinete tira de las riendas y el caballo se encabrita de tal modo que a punto está de tirarlo al suelo. Los dientes dibujan una sonrisa amable, toma a Alí, que aún empuña la inservible pistola, del brazo, ve la marca de éste y ríe de contento, porque el pachá ha prometido una recompensa ¡y es él quien se la ha ganado! Con ágil ademán levanta al muchacho, que es delgado, aunque fuerte y bien formado, hasta depositarlo en la grupa del caballo. Imán, al verlo, no se amilana, ni huye, ni titubea un instante antes de atacar al jinete con los diminutos puños crispados, un tigre (y por un momento parece que el rugiente guerrero perderá a su presa, pues debe sujetar al muchacho y mantenerse lejos de la furiosa niña; ¿qué locura ha mandado el diablo sobre esos dos?), pero al cabo espolea la montura y se lleva lejos a Alí, ganando distancia. Imán corre tras él gritando su nombre, y Alí extiende la mano libre (atrapada la otra bajo el fuerte puño del jinete) hacia Imán, como si con el gesto pudiera salvar la distancia que media entre ambos, mientras su corazón, su alma, gritan a través de su garganta, desde su pecho, dispuestos a acompañarla para siempre. ¡Los gritos de dolor de los niños, multiplicados sin fin! Deben de llegar seguramente al Cielo, asaltar incluso los oídos de los más duros rufianes, y ablandar sus corazones; y en efecto a veces éstos se conmueven, aunque no muy a menudo, sólo un poco más, quizá, que el Cielo.

El captor de Alí dio entonces la espalda a la batalla, si es que podía llamarse tal, y espoleó de nuevo al caballo. Alí, que antes había intentado con todas sus fuerzas saltar de la grupa del animal, se aferró asustado al jinete por temor a verse arrojado al suelo o bajo los cascos desde aquella altura. Cuando el jinete puso unas leguas entre ellos y las fuerzas invasoras del pachá, redujo el paso; y Alí, lejos ya del hogar y de los lugares familiares en los que había vivido, no tuvo más alternativa que mantenerse en su sitio y meditar acerca de lo que le esperaba. No habían cruzado palabra él y el jinete —es posible que ni siquiera hubieran sido capaces de entenderse en sus respectivos dialectos—, y tampoco había nada que decir, ya que Alí no sabía qué preguntar, y el otro no hubiera respondido. Cuando finalmente el día se ahogó bajo la verde noche, acamparon. El bandido dio de comer al cautivo y le sonrió como antes, haciéndole gestos para que comiera su parte; pero cuando se retiraron a dormir en el suelo, sobre los capotes y bajo el negro baldaquín de la infinita noche, ató las muñecas de Alí a una de las suyas con una tira de cuero. Entonces Alí le rogó que le dijera qué iba a ser de él, y por qué a él y sólo a él había salvado de la catástrofe que se abatía sobre su pueblo y su amada. Ante esto, comprendiera o no las dudas del muchacho, el bandido dejó de sonreír y acercó un dedo largo y sucio a los labios de Alí, expresiva prohibición y advertencia de que guardara silencio. Luego, se echó a dormir. Alí lloró a su lado cuando creyó que el otro no podría oír el llanto. Lloró por Imán, por su anciano mentor, por las cabras, cuyos nombres familiares pronunció en silenciosas sílabas, y porque estaba convencido de que le aguardaba la vida de esclavo.

En lugar de ello, y a quien haya seguido la narración hasta este punto no le asombrará descubrirlo, fue llevado tras diversas escalas a la casa del pachá, en Tepelene, la morada más espléndida y grande que jamás hubieran visto sus ojos, y no como esclavo sino como invitado de honor. Fue conducido a presencia del propio pachá, quien, con una sonrisa, acarició sus oscuros rizos, tomó sus manos entre las suyas y observó con sumo gozo la marca que lucía en el brazo. Hizo que se sentara en un diván de seda, a su derecha, y le dio nueces azucaradas y golosinas ante la mirada ofendida de su propio nieto. Cuando nada sabemos del mundo que se extiende más allá de un solitario valle y de las colinas y los viñedos que lo envuelven, no podemos sorprendernos, quizá, de todo cuanto sentimos al vernos transportados de pronto más allá de él, por no habernos creado ninguna expectativa concreta. Alí no fue una excepción a este respecto, ni siquiera al ver la sonrisa que le dedicaba el viejo tirano, y no se sintió empujado ni a la gratitud ni a la devoción; se puso sin preguntar nada los ricos ropajes que le entregaron: un largo kilt blanco de suave lana,9 un peto recamado que pesaba tanto como una coraza, un cinturón ancho y un pañuelo para la cabeza de tantos colores como la vestimenta de José. Sólo le conmovió la espada que el pachá en persona puso en sus manos, hoja curva y brillante como la sonrisa del Diablo y, como ésta, destinada a causar similares perjuicios. Este obsequio empujó a Alí a hablar, y juró que nunca jamás se separaría de ella; lo que efectivamente hizo hasta que, pasados muchos años, un severo alguacil le exigió rendirla. No obstante, faltaba mucho para eso, y sucedería en una tierra lejana de la que Alí nada sabía en ese momento. Queda por contar qué lo empujó a viajar allí, y qué le deparó ese viaje. Sin embargo, después de haber escrito más que suficiente para un capítulo, debo, llegado este punto, interrumpir mi página y dejar que descanse mi pluma.