TRES

De la Educación de Alí en varios campos

1 unidas de forma incongruente a una casa del siglo pasado, frente a terrenos donde en tiempos se alzaban también los nobles árboles y los ciervos comían manzanas y pacían la hierba. Hay un pequeño lago, bordeado por una pared de granito, donde algún antiguo lord disfrutaba jugando con sus flotas en miniatura a las que empeñaba en ficticias batallas navales, pero que ya no luce en su centro la reluciente columna de agua. Este lago era el más pequeño de una serie de lagos conectados,2 donde las aves acuáticas se reunían en la temporada para establecerse en un amplio bosque de robles que en tiempos albergó caza y sirvió por igual de alimento a los cerdos. Los bosques fueron talados, el agua de los lagos desbordó sus límites para extenderse por las marismas, de aspecto desolado y amenazador.

A esta casa llegaron lord Sane y su hijo Alí tras un mes de viaje, procedentes del sur. Alí ya era su hijo según dicta la ley inglesa, tanto como lo era por naturaleza. Sane había tenido la precaución de recalar en Londres un tiempo para preparar la documentación necesaria a fin de formalizar la adopción y demás documentos, con sus sellos y testigos, sus Dondequieraque y sus Subyugaciones de forma debida, firmadas y registradas tal como debe ser. De este modo se subsanó un error cometido en su matrimonio con su esposa, tal como lo entendía el propio Sane. Porque, bebido como había estado a menudo durante el breve cortejo mediante el cual obtuvo la mano de la dama, no había llegado a comprender del todo bien que sus propiedades estaban destinadas a sus herederos, y que, de no tener descendencia, todo pasaría, a la muerte de su esposa, a primos lejanos que aún eran niños, mientras que él apenas percibiría una parte (que ya le había sido adelantada y que por supuesto había gastado) del dinero de la dama. Lord Sane, después de haber examinado, más sobrio y con la ayuda de abogados, todos los gastos de la propiedad, había decidido que el heredero de la familia debía ser hijo legítimo de la dama, y que éste no tenía por qué ser fruto de su cuerpo. Así, según los documentos y demás escritos, su propio hijo se convertiría en hijo adoptivo de las tierras de la madre, aunque con todos los derechos. Cuán a menudo enredamos nuestros propios futuros por culpa de no haber leído con cuidado lo que nuestros agentes y notarios nos envían, nos explican ¡y a lo que nos ruegan que prestemos atención! La vida, nuestra vida, depende de ellos, como en los argumentos de las novelas; llegamos con peligro a nuestra última página, ¡si no hemos prestado atención a la lectura!

Había otro obstáculo difícil de remediar, y era la tendencia de lord Sane para hacer exactamente cuanto le venía en gana; no todas las tierras y títulos reportaban los ingresos suficientes para satisfacer la manutención del señorío, sobre todo por los perjuicios tras las primeras deudas de lord Sane, y los consecuentes intereses, y los judíos e intermediarios (las mujeres peores que los hombres en este último caso) que tenían congelados los bonos y le habían aplicado intereses, los cuales a su vez debía satisfacer a pesar de que las rentas hubieran volado ya hacía mucho tiempo. Cuando lord Sane no se entregaba a una vida de libertinaje, se dedicaba por necesidad a conseguir dinero con el que poder pagar el coste de la misma, y, a pesar del esfuerzo, no siempre quedaba a la par. No podía vender la antigua residencia, aunque sí podía vender todo cuanto había en ella, tal como había venido haciendo desde hacía años. En tiempos, las salas habían albergado espejos y camas de plumas, estanterías y libros, armas de fuego en sus cajas, porcelana china así como francesa. Lord Sane no distinguía un objeto de otro, o ponía todo su empeño en no hacerlo, pero no así los señores Christie, quienes asimismo habían vendido los Reynolds de la casa, los Canaletto3 y los Kneller, aunque habían despreciado el resto. Al final, después de haberse desprendido de todos esos objetos innecesarios, se dispuso a vender los tiradores de bronce de las puertas, el emplomado de las ventanas, los complementos de las chimeneas y las andrajosas alfombras donde dormían los perros.

Cuando Alí llegó a la casa, la encontró pues expoliada y desnuda. No obstante, el joven no podía percatarse de ello, ya que jamás se había encontrado en medio de tanto lujo, ni siquiera con su padrino el pachá, el cual, a excepción de las alfombras y las armas, nada tenía en sus estancias y en sus tiendas que demostrara tal munificencia; tampoco tenía retratos de nadie, y de hecho el Corán prohíbe la representación de la figura humana, por lo que no los había de sus antepasados, en caso de haber sabido quiénes eran éstos. Cuando se abrieron las imponentes puertas y los pocos sirvientes que seguían trabajando en la propiedad se reunieron para dar la bienvenida a su señor, y los rodearon en el amplio vestíbulo donde en una ocasión un centenar de monjes habían roto el ayuno, Alí sintió una especie de asombro, emoción reflejada en sus facciones que resultó evidente para su padre, a quien no puede decirse que disgustara.

Lord Sane llevó a su hijo por las desnudas galerías y los claustros abandonados (las celdas donde en el pasado habían rezado, o no, los hombres de Iglesia) y la antigua cocina que estaba en ruinas, cuya chimenea era tan grande como más de una cabaña albanesa. Lo llevó abajo, a los estrechos pasadizos con molduras de ladrillo y a las criptas profanadas por el propio laird en busca de tesoros enterrados, tesoros que como todo el mundo sabe el Cielo sólo concede a la gente de bien, razón por la que él no había encontrado ninguno. Había abandonado pues las paredes hechas una ruina, así como las herramientas de las que se había servido para ello. En la capilla sin techo, la vegetación crecía en la cornisa y la gola, incluso sobre los cascotes, algunos de los cuales representaban los rostros de santos y ángeles, que no eran ya sino estorbo al paso. Todas estas visiones, las obtuvo Alí a medida que se ocultaba el sol, cuando la oscuridad se extendía por la antigua región y cantaba un búho desde la agrietada piedra. Las emociones experimentadas, que en el sentir de un inglés hubieran despertado los temblores más góticos, así como reverencia y temor, adquirieron en el joven albanés la forma de una sensación de curiosidad, de asombro y una especie de vértigo al no saber si de veras se encontraba allí o no, o si se trataba de él, si acaso era él o el mero soplo de un espíritu extraviado.

Y cuando ambos hubieron disfrutado de un refrigerio: un somero plato escocés a base de huevos, lo único que podía permitirse la cocina, además de una botella de clarete (de toda la casa, la bodega parecía lo único que había escapado al expolio), dijo lord Sane:

—Ahora me complacería mucho que fueras arriba a presentar tus respetos a tu señora madre en sus dependencias. Mi lacayo te mostrará el camino.

—La señora no es mi madre —replicó Alí.

—¿Cómo decís, señor? —preguntó su padre, cambiándole el tratamiento a causa de la sorpresa, sorprendido ya que el joven nunca le había llevado la contraria antes. Todo cuanto Alí había soportado lo había hecho en silencio, hasta ese momento, en que no pudo contenerse y habló.

—Digo que la señora no es mi madre —repitió Alí—. Será un placer presentarle mis respetos, pero no como a una madre, ya que tuve una madre.

—Que está muerta —dijo Sane—. Y bien muerta.

—Debo honrar su memoria —insistió Alí—, y no voy a llamar madre a ninguna otra mujer, pues ese título le pertenece a ella.

—Eres muy bueno —dijo lord Sane, sonrojado—. Su muerte fue debida a tu alumbramiento, y al hecho de que tú existas, de modo que ella hizo todo cuanto pudo; te recomiendo que busques en otra todo lo que ya no puede darte.

—¿A qué os referís al decir que su muerte se debió a mi alumbramiento? —preguntó Alí.

—Pues a que engendrarte suponía la pena capital para ella —respondió su padre al tiempo que golpeaba la mesa—. En cuanto se supo que estaba embarazada, su muerte fue segura. Antes se hubiera venido abajo el cielo que permitir que semejante mácula quedara sin castigo. Yo también estaría muerto de no haber tenido la suerte, por decisión de tu gente, de convertirme en hermano de sangre del esposo de tu madre, y, por tanto, en alguien intocable.

Si la joven alma de Alí conservaba aún un resto infantil éste era su lentitud para pensar mal de quienes le rodeaban, y, por tanto, su incapacidad para discernir entre la verdad o la mentira, es decir, para sacar las peores conclusiones de las acciones de los demás; pero comprendió entonces cuál había sido la situación, no sólo la suya sino también la de su madre.

—En tal caso, sabíais que la condenabais a muerte.

—¡Ah! ¿Quién puede saber en qué derivará una aventura? Pero dejemos ya este tema.

—Sabíais que había avergonzado de tal modo a su marido que éste tenía que matarla. ¡De no haber sido porque abusasteis de ella, seguiría hoy con vida!

—Tus lamentos van desencaminados —dijo lord Sane—. No les importaba. Los tuyos consideran a las mujeres ganado; de no haber muerto de ese modo, el trabajo la hubiera llevado a la tumba poco después. Lo único que hizo fue librarse de una vida de sufrimiento. —Apuró la copa y añadió—: Si la historia que me confió el pachá es cierta, mi hermano la degolló con su propia mano.

Alí, como empujado por un movimiento reflejo, involuntario incluso, tiró de la espada del pachá que ceñía al costado. Su padre mismo había insistido en que la llevara, debido a los salteadores de caminos que poblaban aún el largo trecho hacia el norte. Y así, con la mano en la empuñadura, sus ojos lo observaron desafiantes.

—¿Vais a desenvainar, señor? —preguntó lord Sane con una voz en la que se mezclaban la ira y la satisfacción de forma incongruente—. ¿De veras? ¡Pues hacedlo! ¡Veréis que no tengo más que el bastón, y que no titubearé a la hora de moleros a palos si me ofendéis!

Durante un largo e interminable instante ambos se observaron en silencio desde los extremos opuestos de la mesa, el hombretón a un lado, el joven al otro, sin moverse ni apartar la mirada el uno del otro. Tampoco se movieron el mayordomo, el lacayo o la doncella que los observaban desde el umbral de la puerta.

¿Qué iba a hacer nuestro joven? Al comprender claramente la situación, engendrado mediante el pecado y el asesinato, arrancado de su hogar, tan sólo tenía un amigo en la persona a la que desafiaba, un padre que tan dispuesto parecía a matarlo como lo había estado a llevarlo a ese lugar. ¿Qué podía hacer? Sin decir una palabra más, sin inclinarse tampoco, apartó la mano de la empuñadura del arma y relajó la belicosa postura. Haría cuanto le dijeran, o le ordenaran, porque por ahora no tenía elección. No obstante, jamás admitiría deber nada al hombre que tenía delante.

—Permitidme señalar la hora —dijo Sane, consciente del triunfo obtenido sobre el joven—. Su señoría, mi esposa, se retira temprano y se levanta tarde. Sería mejor que subierais ahora. Os estará esperando. —Y dicho esto hizo un gesto al mayordomo, quien se acercó para acompañar a Alí—. Transmitidle mis mejores deseos —pidió lord Sane—, pero no prometáis, ni sugiráis, que la visitaré. Al menos no esta noche, y tampoco mañana.

Siguió Alí al espectral Factotum desde el vestíbulo, a través de una puerta y una estancia que daba a una escalera que ambos subieron. El hombre se detuvo para encender una lámpara que reposaba en un rellano, y luego continuó subiendo hasta llegar ante una puerta pintada. Allí se volvió hacia Alí y pareció a punto de decir algo (el labio trazó una curva, y sus ojos de pez se iluminaron unos instantes), pero se limitó a llamar a la puerta y escuchar algo procedente del interior que Alí no llegó a captar. Abrió la puerta y anunció a éste con un susurro ronco.

Al entrar, Alí tuvo la impresión de que la estancia estaba vacía. Tenía un acabado más completo que otras salas y salitas por las que había pasado: por ejemplo, tenía cortinas, y el papel de las paredes no parecía manchado de humedad. También se veían enteras las alfombras que cubrían el suelo, y la cama conservaba el baldaquín y las sábanas. Procedente de aquel lecho, Alí alcanzó a oír una vocecilla al tiempo que la puerta se cerraba.

—¿Tú eres el muchacho? —repitió la débil voz del personaje invisible.

Alí se adentró en la penumbra de la estancia y reparó en que al otro lado de las cortinas había alguien, una figura gruesa envuelta en sábanas, una figura que en ese momento levantó la mano a modo de saludo, o de abandono, un gesto que en cualquier caso Alí no supo cómo interpretar.

—Señora —dijo él al tiempo que inclinaba la cabeza, tal como había visto hacer a su padre.

—Lord Sane te ha enviado a mí —dijo la dama, puesto que era ella, o su espectro, quien se incorporaba en ese momento sobre las almohadas—, para que pueda darte mi bendición.

—Sería un placer para mí —dijo Alí.

—Acércate para que pueda ver qué hijo me ha sido concedido. Ven.

Alí hizo como se le había ordenado y se acercó a la cama de lady Sane, a quien al encontrarse más cerca pudo ver, aunque no con demasiada claridad, y quien le pareció una persona alegre, con una sonrisa amable y un conjunto de rizos que escapaban al gorro de dormir.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Alí.

—¡Alí! ¿No te ha puesto un nombre cristiano?

—No, no hizo tal, aunque sus consejeros creían que debía hacerlo, y le apremiaron para que me bautizara, tal como se dice. Lord Sane no estuvo de acuerdo. Le divierte, o eso dijo, que su hijo conserve el nombre que le pusieron al nacer.

—¿Ha sido amable contigo? —preguntó la dama, como si tuviera motivo para pensar lo contrario—. ¿Te ha proporcionado, al menos, todo lo que necesitabas?

—Señora, me ha dado todo cuanto necesitaba —respondió Alí.

La dama guardó silencio largo rato, al comprender quizá que Alí era sincero. Entonces, en un tono que revelaba mayor asombro que objeción, dijo:

—De modo que ahora tengo a un turco por hijo.

—No, señora —repitió Alí, quien por primera vez consideró la comicidad de la extraña carrera que llevaba, y digna de risa la situación—. No soy turco. Soy medio inglés, si mi padre cuenta la verdad, y medio hijo del pueblo ochrida, pueblo cuyas gentes han matado a más de un turco. En verdad no soy nada, o una parte de algo y una parte de otra cosa. Aunque no me considero partido en dos, sino entero, o puede que lo sea, todo en uno.

Mientras así hablaba, se agitó la ropa de cama que envolvía la figura de lady Sane, igual que los espumosos mares se agitan con el embate de las olas. Levantó la cabeza de la almohada y sus ojos, amables y joviales como los de un fauno, ojos que Alí juzgó extraordinarios, se abrieron de par en par fijos en él.

—Pues claro que lo eres, querido niño —dijo ella—. Eres uno y todo en uno. Entonces —y aquí lady Sane se acarició la barbilla con aire pensativo—, si no eres turco y no tienes un nombre cristiano, ¿eres cristiano?

—No —respondió el muchacho—. Apenas acabo de empezar a hacerme entender en inglés y a vestir como tal, pero no tengo ninguna otra cualidad inglesa.

—Bien. No he pensado en si es una cualidad inglesa ser cristiano, y tú ahora no vives en tu nación, y tienes alma, ¿no es así?

Alí no sabía qué responder a esa pregunta. Creía que esa palabra significaba todo aquello que en su cuerpo no era carne, sino que era su yo verdadero, lo que él era o podía ser.

—Creo que sí —respondió.

—Entonces podrá salvarse.

Dicho esto, sacó de la mesilla de noche un libro encuadernado en cubiertas negras que cualquiera de nosotros a este lado del Mediterráneo reconoceríamos de inmediato. Lo sostuvo ante él, no para que lo cogiera, sino para que lo observara, ya que, al igual que todos los que reverencian ese Libro por encima de todas las cosas, por lo visto creía que emanaba la misma virtud cerrado que abierto.

—Acércate —dijo—. Leeremos juntos.

—Señora, no sé leer.

—Entonces tendrás que aprender —dijo la dama al tiempo que se incorporaba en la cama—, ya que quienes no saben leer o escuchar no pueden aspirar a la salvación.

—¿Salvación? —preguntó Alí al oír repetirse la palabra, tan preñado su significado (o significados) de una prole rica y también contraria.

La dama señaló un lugar en la espaciosa cama, haciéndole entender que debía sentarse ahí, junto a ella, y cuando, con cuidado y cierta turbación, lo hubo hecho, lo miró más de cerca con sus cálidos ojos.

—Veo que necesitas un amigo —dijo ella—, de modo que heme aquí; recemos juntos para ser consuelo y protección el uno del otro.

—Como deseéis —aceptó Alí con toda la amabilidad del mundo.

No sabía hasta qué punto esa dama había de protegerle, ni cómo correspondería él a su vez, tal como ella creía en ese momento que haría. No obstante, necesitaba de una amiga, y no se había presentado nadie más, ni parecía probable que lo hiciera, aparte de su propia alma, en la que no se atrevía a depositar tanta responsabilidad. De modo que asintió en voz baja y tomó su mano gordezuela como una codorniz rellena, e igual de fría; y se compadeció de ella igual que se compadecía de sí mismo. Pronto la dama le despidió de su lado, no sin prometerle que volvería a requerir su presencia cuando recuperara las fuerzas.

* * *

Así fue como Alí encontró una profesora en lady Sane, y aprendió el significado de aquellos signos y símbolos que apenas había empezado a reconocer en compañía de su circular tutor a bordo del bergantín de la Armada que lo había llevado a Albión. A lord Sane no le agradó demasiado la noticia de que su hijo hubiera sido invitado a pasar tanto tiempo en compañía de su esposa, y observó a Alí con su mirada reptiliana, pero nada dijo a modo de prohibición. Pronto se marchó de la casa, si es que podía dársele ese nombre al hogar donde vivía. Apenas había pasado un mes desde su llegada. En ese tiempo había alimentado y molestado a sus animales, de día había recorrido a galope tendido los campos de los asfixiados arrendatarios, o había discutido con su despensero. De noche había bebido clarete, descorchando las botellas con un atizador, tan compleja se le antojaba la labor de descorcharlas de otra manera, o de llamar a alguien para tan duro empeño. «¡Basta!», gritó entonces. Reclamó el coche, al bruto de su cochero, grandote como un patagón, y los cuatro caballos negros que tan sólo ese cochero podía controlar, y se fue al sur con aquellos de cuya compañía disfrutaba.

Cada mañana, Alí subía la escalera que conducía de la antigua abadía que presidía lord Sane (aun en su ausencia) hasta llegar a la parte nueva, residencia de lady Sane. Ésta no siempre estaba «presente», puesto que a menudo sucedía que sus pensamientos se apartaban de los libros y los documentos en los que Alí escribía sus torpes letras, para recalar en el pasado, o en los sueños, o en el Cielo, al cual pretendía conducir al hijo de su esposo. Pero a menudo, al adentrarse en esos reinos lejanos, su imaginación iluminaba la parte opuesta de ese paraíso, y temblaba al pensar en algo que no podía expresar con palabras, algo que no podía contar y que parecía temer. Cuando Alí, alarmado, preguntaba qué le sucedía, qué era aquello que tanto temía, se limitaba a responder: «¡Pues ser condenada y sufrir por ello!», sin dar más detalles acerca de por qué el Divino Juez podría tomar semejante decisión. Alí, que no estaba muy por la labor de pensar qué le depararía la vida después de la muerte, a pesar de la insistencia de lady Sane, no podía sino ponderar y lamentar el padecimiento de la desdichada dama.

En cuanto a las otras almas que poblaban aquel palacio en el Limbo, había sirvientas que se apartaban de él como cervatillos, acostumbradas como estaban a temer las atenciones del señor de la casa, o de quienquiera que ocupara su lugar. También había un cocinero, criadas y uno o dos tétricos lacayos, así como la doncella personal de la señora, cuyo aspecto era tan espectral como el de ésta. Alí, que no sabía muy bien cómo debía tratar a la servidumbre, los espantaba a veces sentándose en silencio con ellos en sus cocinas y talleres, donde aprendió muchas cosas que, cuando empezara a acudir a la escuela, tendría que desaprender por mucho que jamás las olvidara. Los afrentaba también porque no soportaba esperar, y hacía por sí mismo las cosas que supuestamente debían hacer ellos. Era feliz cuando estaba solo y salía por ahí, sin más compañía que un negro perro terranova4 que él mismo había escogido de una camada que tuvo la perra favorita de su padre. Este animal llegaría a convertirse en una parte de sí mismo, la mejor parte de sí mismo de hecho, dispuesto a incorporarse y echar a correr y dormir junto a él, siempre leal sin motivo, sin reservas, con toda la fuerza de su corazón. «Tu guardián», llamó lady Sane al compañero de su hijo cuando Alí lo llevó a su dormitorio; y cuando éste comprendió el sentido de aquella palabra la adoptó como nombre del animal, pues tal era su naturaleza. En su compañía recorrió Alí leguas y leguas de desnudas colinas y jóvenes bosques; a menudo lo veían desde la abadía, paseando a la intemperie, sin hacer nada en particular y, al menos durante un rato al día, ¡una bendita hora!, sin pensamientos, a excepción hecha del dolor de las articulaciones y el aire que llenaba sus pulmones, hasta que de veras tenía la impresión de haber vuelto a las colinas de Albania (que a sus ojos guardaban un gran parecido con las escocesas, excepto por lo que a la humedad concernía), persiguiendo a las cabras de nuevo, entre su pueblo y con su amada.

¡Imán! No podía apartarla de su corazón, pero su imagen clara no cambiaba, ni crecía, ni se alteraba en lo más mínimo. Se había convertido en un retrato, una única expresión, un gesto, o unos pocos, su voz, la misma, escuchada aún, pero la voz de alguien que se ha alejado y que no ha vuelto la vista atrás. En el parque, no muy lejos de la abadía, crecía un olmo5 de doble tronco, dos brazos separados que habían surgido de una misma raíz y que habían crecido juntos año tras año, separándose a medida que lo hacían. En sus extremos, Alí grabó con la punta de la espada que había traído de la tierra que lo vio nacer su propio nombre y el de ella, con las letras de la tierra que lo acogía, lo único que había aprendido a escribir.

Hubo otro morador de la casa que le mostró cierta amabilidad e hizo un esfuerzo por recibirlo con los brazos abiertos. El viejo Jock,6 tal como era conocido, era un antiguo sirviente del «viejo laird», el padre de lady Sane. En verdad parecía llevar consigo, en el rosáceo tono que teñía sus mejillas, en la sonrisa pronta y en la escarcha de su cabello y las patillas rizadas, el espíritu de un pasado alegre y de una casa donde se respiraba la harmonía. El humo de la larga pipa y el tacto de las manos callosas recordaban a Alí al viejo cabrero que había cuidado de él de pequeño, lo cual lo predispuso a favor de aquel hombre. Con él aprendió Alí a hacer balas, y a limpiar y cuidar de pistolas y escopetas, y, cuando al final abandonó la abadía y a su ángel de la guarda, era capaz de apagar la llama de una vela a cincuenta pasos. Junto al fuego del viejo Jock, sentado en un banco bajo escocés, Alí escuchó historias que se remontaban a épocas remotas, y el tiempo que pasó a su lado le confirió un marcado acento escocés que ni siquiera su tiempo de permanencia en la escuela podría borrar. A través del viejo Jock supo de los caprichosos lores y nobles que, a pesar de no llevar su sangre en las venas, se erguían tras él en fila como un desfile de hijos de Banquo en el espejo de la bruja, siendo él el heredero de la casa.

—No hay otro ahora —dijo—. Y nunca habrá otro, excepto vos, porque cayó tiempo ha sobre esta casa la maldición de que sería estéril y no habría más.

—¿Una maldición?

—Mi señora solo alumbró un hijo —explicó el viejo Jock, cuya voz se había vuelto susurro, como si alguien (alguien a quien no debía nombrar) pudiera escucharles— El nacimiento no fue fácil, y el niño no tardó en morir. Después de eso, mi señora se encerró, se apartó del mundo, o la apartaron, no importa cómo se diga.

—No parece que en ello medie una maldición. Muchos hijos mueren al poco de nacer.

—Ah. Ah, joven señor —dijo el viejo Jock—. Consideramos una maldición cuanto nos sucede, si estamos seguros de que eso es lo que es. El viejo laird, que Dios lo bendiga, aseguró que el matrimonio de su única hija traería la ruina a esta casa.

—Pues sigue en pie —dijo Alí.

—Y aquí estáis vos, además —continuó el viejo Jock, con un brillo amable en la mirada, a pesar de ser ésta demasiado sabia para albergar amabilidad—. Sí, sí, ¡aquí estáis!

Pero para convertir a un hombre en un caballero inglés no basta con hacerle aprender a escribir junto a una dama pía, ni aprender cosas de la vida junto a un hombre de la tierra. Llegó el momento en que Alí tuvo que ir a la escuela (de hecho, era ya mayor para ello). Lord Sane y su esposa tenían opiniones distintas al respecto: lady Sane quería tener al muchacho cerca, mientras que lord Sane no quería ni oír hablar de ello, y prefería que los otros chicos sacaran a Alí del cascarón, y lo pulieran como si de una gema encontrada en un recodo del camino se tratase. La escuela que escogió para él (no obstante la débil oposición de lady Sane) se encontraba muy al sur, casi en Londres.

Ida7 (así la llamaremos aquí) fue por aquel entonces la primera, o quizá la segunda academia donde recalaban quienes eran demasiado mayores para aprender de sus padres, o demasiado jóvenes para hacerlo del mundo. Eran allí instruidos por sus sabios o ignorantes profesores, y también, mucho más, por sus compañeros. Alí llegó en el verano de su decimocuarto año, tarde y mal preparado para lo que le esperaba, ya que su protectora lady Sane no había podido, y su padre ni se había molestado en describirle a qué iba a enfrentarse. La multitud de jóvenes con sombrero de copa y levita se agolpó de inmediato a su alrededor, al tiempo que dejaban claro lo distinto que era de ellos, tanto en experiencia como en saber. Lo tacharon de joven y de demasiado viejo, de demasiado alto y demasiado delicado, de ignorar cosas que no podía haber aprendido en ninguna parte. Le sorprendió descubrir que en calidad de estudiante novel dependería... no, sería el sirviente de otros que podrían exigir cualquier cosa de él. Sólo el afán combativo, que a menudo le hizo sangrar e hizo sangrar a los demás, lo mantuvo apartado de las peores degradaciones por costarles demasiado esfuerzo a sus mayores infligírselas. Descubrieron éstos que resultaba más sencillo y causaban mayor dolor burlándose de él, aunque no siempre a la cara pues pronto se volvieron cautelosos con ello, y no les faltó material para tales chanzas.

«Turco me han llamado, y lo que es peor, bastardo», escribió a su padre, «lo cual no soy, y hubiera preferido que atentaran contra mi vida que contra mi honor. No recurriré a los profesores, puesto que quienes así me han insultado tienen más influencia con ellos que yo, que apenas acabo de llegar, y a quien todos miran con suspicacia, como si fuera una especie de monstruo. A pesar de lo cual soy capaz de responder en todas las clases, y en los exámenes, lo bastante bien como para demostrar que soy tan hombre como ellos. Quiero que me defendáis, tanto como poco lo habéis hecho hasta ahora, e informéis a los profesores, que nada han hecho para apoyarme en presencia de estos enemigos, de los insultos que he soportado y de qué remedios pueden aplicarse. También necesito dinero para comprar obsequios a quienes puedan apoyarme (es lo habitual), nada quiero para mí, pero recibo regalos y no soy capaz de dar nada, lo cual me avergüenza en extremo».

A esto respondió su padre sin darse mucha prisa en hacerlo: «¡Cómo! ¿Te llaman turco y bastardo y tú contienes tu lengua? Todo eso es verdad, y nada nos hiere de verdad excepto lo que es mentira, por tanto, que te hieran tal como corresponde, o replica con lo mismo que has recibido, con la verdad, si es que la verdad te acomoda, o con lo que se parezca a ésta si la verdad no sirve a tu propósito. Si al hacerlo no obtienes la respuesta que buscas, ni infliges las heridas con las que pretendes empujar a la retirada a tus enemigos, entonces recurre a algo más afilado, algo que trajiste contigo de tu tierra natal. He aquí la suma de mis consejos: no me preguntes más hasta haber intentado todo esto. Respecto al dinero, yo me he deshecho del que tenía, por lo que deberás o acudir a lady Sane, si es que ella tiene o puede desprenderse de algo, o bien robarlo.»

Alí escribió de nuevo después de haber leído (y hecho pedazos) la misiva de su padre: «Milord, si debo ser insultado y ser objeto de burlas por algo que no puedo evitar ni cambiar aunque quisiera hacerlo, que no quiero, de acuerdo, aceptaré la ayuda que me ofrecéis, aunque no sean más que palabras, y nada más os pediré. No importa mucho. Ha habido quienes han empezado con nada y han acabado con mucho. Me labraré un camino a la grandeza, pero nunca con deshonor. Queda, milord, vuestro muy afectísimo y obediente hijo, Alí.»

Tal escribió, y el lord su padre no llegó a saber que mientras de día toreaba a sus compañeros bastante bien, e incluso se ganó los corazones de algunos de ellos por puro coraje, y por su frescura también, y por cómo se dirigía a los profesores, ya fuera con seriedad o burla, en la oscuridad, a solas, lloraba sin que nadie lo consolara. Jamás había disfrutado de las caricias de una madre, y ni siquiera sabía cómo pedir al Cielo aquello que más deseaba: ¡un amigo! Su ser era cándido y tan fácil de herir como el cuerno de un caracol, y, por las mismas razones de conservación que un caracol, levantó a su alrededor un caparazón de piedra. A menudo se alejaba de sus compañeros y de sus quehaceres para retirarse a solas a un antiguo cementerio. No para conversar allí con los muertos (puesto que los jóvenes rara vez ponderan su propia mortalidad, e incluso cuando lo hacen no creen realmente en ella), sino para soltar allí la carga de su impostura, tal como él lo consideraba, de indiferencia y temeridad, de igual modo que un caballero se libra de su armadura en la tienda, donde nadie puede verlo.

El silencio y las antiguas piedras hacían compañía al solitario, pero llegó un día en que Alí, tras acercarse a sus compañeros de granito, encontró a otro, tan de carne y hueso como él, presente allí, apoyado en su lápida favorita.8 No era un desconocido para Alí (a quien saludó con alegría), y le hizo sitio en el cómodo seno de quien allí estuviera enterrado. Sin embargo, Alí respondió exigiendo saber qué hacía él allí, a lo que el muchacho respondió con la misma pregunta. Por un instante Alí apartó la mirada, más allá de los campos y el valle, los cuales también había llegado a considerar propios.

—Ven —oyó decir al otro—. Hay sitio para dos.

—Prefiero escoger la compañía —replicó Alí sin dignarse volverse—. O sea, la mía.

—Oh, cállate —dijo el muchacho. Cuando Alí, furioso, se volvió hacia él, vio que el recién llegado sonreía, y que con esa respuesta tan sólo había pretendido arrancar a Alí de la rígida solemnidad, y aunque quiso conservar la expresión de su rostro descubrió que no era capaz. En lugar de ello, se sentó riendo donde el otro le había invitado, y no sólo aceptó su mano, sino también que le pasara un brazo por el hombro.

Lord Corydon,9 así llamaremos al joven, era el primogénito de una familia empobrecida; poseía ya el título a pesar de que distaba mucho de ser mayor de edad, debido a que su padre había muerto hacía poco al caerse del caballo. Más joven que Alí (como lo eran la mayoría de sus compañeros), éste no había reparado en él excepto en una ocasión en que lo había visto cantar en la capilla con una voz extraordinaria, transfigurado por su propia alma, la cual, abandonando su cuerpo (tal como cuentan que hacían en la Antigüedad) en forma de canción, penetraba en sus absortos oyentes, ninguno de los cuales era más receptivo que Alí. Cierto que, hasta entonces, su primer —y único— placer había sido estar a solas, pero había otros, raros y menos fiables pero igual de grandes. Ese día, se forjó una profunda amistad entre ambos que estaban seguros de que no cesaría jamás.

¿Cómo dejar constancia aquí de la juvenil conversación que mantuvieron, intensa a la par que ligera? Las burlas que hicieron morían al instante de ser pronunciadas, y ahora hace tiempo que se desvanecieron; sus baladronadas y desafíos se evaporaron en el aire; los estudiosos y profesores de los que hablaron con gran admiración o desprecio se dispersaron, y todos cambiaron; los jóvenes ya no son tales, y algunos han muerto.10 Alí, tal como habrá comprendido el lector, era de los que acusaban profundamente las injusticias, con sobrados motivos; no obstante, su corazón era sólido y puro, y hasta el momento no lo había ensombrecido ni un atisbo de amargura. Era celoso de su honor, en tanto en cuanto afectaba a su acosada persona, casi siempre parecía a punto de desvanecerse, y a duras penas podía encadenarlo en su interior sino por una vigilancia constante. Lord Corydon era su opuesto, o complementario, tanto en color como en el resto de las cosas: era igual de rubio que sus compañeros, tanto como Alí era oscuro, y sus ojos de zafiro tan claros como los de Alí negros; era tan pobre como Alí, pero alegre y despreocupado. Nunca se sometía a ceremonias o precedencias, muy al contrario que Alí; lento en ofenderse, rápido en perdonar y, también, muy cuidadoso con sus sentimientos, como Alí, cuyo corazón, una vez entregado, lo era para siempre, a menudo para perjuicio suyo.

Fuera como fuese, era estupendo tener a alguien que te confortara en un lugar tan duro como lo era Ida; alguien que cuidara de ti en los momentos malos; que te protegiera y que se dejara proteger por ti; que se desvistiera contigo para tomar juntos el frío baño de Ida, y compartir después el calor del lecho (puesto que no podían permitirse camas individuales, más costosas); alguien con quien reír mano a mano, ¡y enfrentarse al mundo!

Los amigos no pudieron separarse al finalizar el curso, y el más joven invitó al otro a pasar todo el tiempo que quisiera en su casa. Rió ante la hospitalidad que Alí veía en el gesto.

—Nada que ver con una abadía o un castillo —le advirtió—, y no hay mucho que hacer excepto subir a las colinas, canturrear y mirar por la ventana. ¡Yo ya he cumplido con mi deber, así que date por avisado!

Sin embargo, no había cumplido del todo con su deber, ni le había contado todo respecto a su hogar y familia, lo cual intuyó Alí a partir del modo en que sonreían sus ojos; a pesar de ello no hizo ninguna pregunta, sino que escribió a lady Sane para decirle que el viaje de ida y vuelta de Escocia no era muy conveniente dado el poco tiempo de que disfrutaría, y que cuidarían de él (hizo que lord Corydon adjuntara sus mejores deseos para la dama y una nota tranquilizadora), y luego ambos dieron tumbos hacia poniente en un coche de posta, sin un penique en los bolsillos, pensando Alí en el hecho de que jamás en la vida se había embarcado en un viaje con tan magníficas y alegres expectativas.