SIETE

En el que se habla de una famosa batalla, aunque no tal como fue

1 había un teniente británico empleado como cirujano suplente, que servía en una brigada del ejército portugués. Esta brigada estaba mandada en su mayoría por oficiales ingleses, quienes, por lo general, despreciaban a los aliados peninsulares, convencidos, sin duda, de que tenían sobrados motivos para ello; allí buscaba el teniente obtener un ascenso que lo llevara a una esfera más elevada.

Estos aliados, ingleses, españoles y portugueses, habían empezado, tras años de decepciones y reveses, a empujar al Francés a emprender la retirada de tierras íberas, y allí, en Salamanca, disfrutaban de un alto en tan arduo camino. El Francés no poseía Salamanca, pero sí tres imponentes fuertes situados en las alturas: uno en un convento del que las monjas habían huido a tiempo, y de las baterías emplazadas en sus muros escupían plomo a voluntad sobre la ciudad. Abajo, el comandante del ejército aliado (que aún no era duque,2 pero sí era de hierro) contemplaba ceñudo Salamanca, representada en los mapas que sus edecanes habían extendido ante sus ojos, igual que era observada por los buitres que aguardaban pacientes sobre ella, empujados por la brisa. A diario se esperaba la batalla, y nadie sabía qué podía hacer el general francés, ni tampoco qué pensaba éste que haría el general inglés. Entretanto, sobre las calles de la preciosa ciudad caían las balas del Francés, y cuando lo hacía las damas y los caballeros se refugiaban en sus casas para salir al poco, como aves ahuyentadas del maíz por las palmadas de una anciana. Reemprendían sus ocupaciones, el flirteo y el comercio (si es que ambas no eran una misma cosa), y sus distracciones.

Nuestro cirujano militar (a quien supongo habrá usted olvidado por completo a estas alturas) se contaba a menudo entre quienes saboreaban los placeres de la villa, hasta que fue reclamado por su regimiento para disponer el hospital y el personal para el trabajo que se avecinaba: la amputación de miembros, el cosido de las heridas, la extracción de las balas de mosquete, el cerrar los párpados de los muertos, si es que esta última labor corresponde a un cirujano, cosa que por suerte ignoro. En ese momento, sin embargo, ocupaban su tiempo otros asuntos, aquellos que exigen la mayor parte del tiempo de que disponen los oficiales, lo que equivale a decir que buscaba el mejor lugar donde levantar su tienda, así como que se ocupaba del acondicionamiento de la misma, cosa que a su vez exige de un fluido tráfico de favores, pagados y recibidos. El teniente Upward, pues tal era el nombre del cirujano, un galés de Marches, un tipo amable y bien parecido, disponía de un buen catre de campaña, de cuya cabecera colgaba la espada con pintoresca negligencia. Tenía una cómoda con sus correspondientes cajones, una linterna y una red para los mosquitos, tesoro este último que no tenía precio en un clima donde un palmo de gasa supone la diferencia entre la tranquilidad y la desdicha, a menos que esa bestia no tenga fuerzas para morder la piel de uno, como sucede con la mía. El teniente Upward tenía también a un mozo español que conseguía y preparaba los alimentos y le servía el vino, que cuidaba de su uniforme y le lustraba las botas. Esta personita poseía ese color de piel exquisito que no puede darse en ningún otro rincón del mundo: no podríamos llamarla olivácea, por ser demasiado parda, el pelo más oscuro que el chocolate, sin ser negro del todo, al igual que los ojos. Incluso más gracioso y conveniente para el cirujano, barrunto yo, era el hecho de que el mozo no era mozo en absoluto (cosa que el teniente creía un secreto, cuando todos sus compañeros oficiales lo sabían y constituía una fuente inagotable de chanzas para ellos), sino una señorita, manzana a ojos del cirujano, principal adorno de su pequeña parcela en tierras españolas. Esta señorita, tras muchos desaires y negligencia por parte de su oficial, que éste ignoraba haberle causado, y consciente, también, de los propios, que consideraba sin embargo en otra escala que los del oficial, había decidido que aquella noche cambiaría los calzones por enaguas y saldría a buscar su fortuna en otros lares, cosa de la que el cirujano militar, como de tantas otras, no tenía la menor idea.

Aquella mañana, sin embargo, cuando la ceñuda Dolores (pues tal era su nombre) meditaba sus presentes errores y las perspectivas que la aguardaban, llegaron noticias a la tienda: había llegado al campamento un hombre herido de muerte, o eso parecía, vestido como un campesino español, pero que no hablaba español; aseguraba ser súbdito británico, por mucho que a Dolores le pareciera más bien un moro. «¿Dónde está el teniente cirujano?», le preguntaron a ella.

Lo encontraron a la sombra de uno de los escasos árboles que se erguían en los alrededores, sentado en un cajón de municiones vacío, sumido en sus pensamientos. Cuando no estaba ocupado en los deberes médicos, o en los más exigentes relacionados con el progreso de su carrera, o visitando los monumentos junto a los que pasaba su ejército (aquellos que ni por exigencias militares se debían destruir), o acudía a bailes, donde podían conocerse damas de calidad, el teniente Upward gustaba de sentarse ante un paisaje, pluma en mano y barbilla en la otra; tenía ciertas inclinaciones literarias, y confiaba en alumbrar una novela romántica (o épica, lo mismo le daba) tras un no demasiado largo período de gestación.

Se apresuró en dirección al hospital del regimiento, lugar donde no le gustaba pasar más tiempo del necesario. Allí descubrió que habían tendido al hombre vestido de español; había dejado de hablar por completo, y casi había dejado también de respirar. La herida no era profunda, pero hacía tiempo que la había encajado, y no era de mosquete sino de espada. «Llevadlo a mi tienda», ordenó, «que yo en seguida voy». Sabía muy bien que el peor lugar para un hombre que sufría una crisis médica era el hospital de campaña. Cuando hubo reunido los instrumentos y medicamentos que juzgó necesarios, y satisfecho las preguntas de su superior (quien tuvo el mal gusto de aparecer justo en ese momento), se dirigió a la tienda, donde encontró al joven tendido en su propia cama, y a Dolores con un paño empapado en su propia eau de Cologne puesto en la ardiente frente del joven. No estuvo dispuesta a obedecer la orden del cirujano de que se retirara. Se disponía ya a regañar a la moza de la manera apropiada, recurriendo al limitado vocabulario anglosajón que ella había aprendido, la mayor parte del cual formado por impertinencias, cuando el hombre que permanecía tendido en su cama empezó a hablar. Lo hizo en inglés, luego en francés, lengua que no era ajena al teniente, y finalmente en otra lengua de la cual no tenían conocimiento alguno quienes se inclinaron sobre los agrietados labios del hombre. «No me miréis», dijo en un escueto susurro, seguido de las palabras: «No os he hecho ningún daño, no, alejaos o yo... Yo...» Mas nada pudieron averiguar respecto a lo que estaba dispuesto a hacer, ya que volvió el rostro y su mirada perdida pareció concentrarse en otras visiones. «Rangez votre épée», exclamó como quien se dirige a un enemigo, al tiempo que levantaba la mano. «Je ne me battrai avec vous. Non! Non! Vous vous trompez. Vous avez mal compris!» En ese momento cayó de nuevo presa de la febril inconsciencia, y sólo la aplicación de brandy en sus labios pudo recuperarlo. Con una súbita sacudida se incorporó en el camastro y gritó a voz en cuello: «¡El Oso!» Miró a su alrededor, sin ver no obstante al teniente, a su sirviente, sino a otros, en algún otro lugar. Tenía los ojos ardientes, empañados, y respiraba pesadamente como si huyera del horror o estuviera a punto de caer en sus garras. Entonces, con un quejido se desplomó de nuevo sobre la cama y se llevó la mano a la ropa, como si buscara la herida, aunque lo hizo en el costado opuesto al que había sido herido. Tras un día de cuidados, no obstante, cedió la fiebre y respiró con menos dificultades. Durmió, incluso. Y aunque el teniente y su Dolores (que por curiosidad, y quizá por algo más, había hecho a un lado sus planes de abandonar el campamento) ansiaban interrogarle y averiguar su historia, no querían que la fatiga pudiera agravar la herida hasta matarlo, de modo que guardaron las preguntas hasta que el hombre pudiera hablar con mayor racionalidad.

Así contó Alí la historia, a trompicones, de sus viajes y aventuras. Su nombre real, los motivos de su huida, su servicio a bordo de un barco de contrabandistas, su enrolamiento forzoso en el ejército francés (junto a todos aquellos de la tripulación que no eran irlandeses y, por tanto, aliados de los franceses), y su servicio allí en calidad de soldado raso. Obviamente no narró la historia de manera tan resumida, tampoco lo hizo de forma ordenada, pues hubo más de un incidente que quiso ocultar (cualquier cuentacuentos sabe qué debe o no contar), a pesar de lo cual se vio empujado por sí mismo y por sus oyentes a incluirlos (tal como cualquier cuentacuentos termina por hacer).

—Serví en contra de mi voluntad —afirmó Alí, y el cirujano militar opinó que había muchos en las filas del ejército británico que podían decir lo mismo, siempre y cuando estuvieran seguros de que nadie podía escucharlos—. Pero serví. Durante muchos meses he lucido el uniforme azul, y desfilé y contradesfilé, y marché y contramarché junto a mis compañeros en masse, compañeros soldados a quienes no encontré demasiado distintos de los hombres de cualquier nación, vicio más vicio menos, virtud más virtud menos.

Así las cosas, miró a los oscuros ojos del muchacho que se hallaba a su lado, cuya mano había aferrado con fuerza, como si del cabo al que va atada la boya de la continuación de su existencia se tratara. Éste le devolvió la mirada, también con interés.

—Por favor, señor —pidió Alí—, ¿podríais darme un poco de agua?

Dolores se la proporcionó, apoyando con sumo cuidado el borde de la taza en sus labios.

—Pero, señor —dijo el cirujano militar con cierta impaciencia—, contadnos ahora cómo llegasteis hasta la ciudad, tan cerca del ejército de vuestra propia gente, y qué hicisteis entonces. Os conviene empezar de nuevo el relato.

—Mi conocimiento de la lengua francesa fue tenido en cuenta por mis primeros sargentos —explicó Alí—, así como mi familiaridad con el inglés; cuando me recomendaron por estas habilidades a un oficial superior, observaron posteriormente que yo era un caballero, capaz de hablar con propiedad, y es que conozco de sobra las triquiñuelas y los gestos que cuentan a la hora de fomentar tal impresión, pues he ido a la escuela y he tenido maestros. De modo que me ascendieron temporalmente para servir de edecán de un chef de bataillon, lo que ustedes llamarían capitán, supongo, a quien pronto despachó el emperador a estas tierras, alguien que en este preciso momento manda un batallón ante las puertas de la ciudad. ¡Mas, no! ¡Ahora no! ¡Ya no! ¡No me hagáis más preguntas!

Y apartó el rostro de sus miradas, y nada dijo por un tiempo, aunque su audiencia aguardaba inquieta el final de este Entr'acte.

A lo largo de aquel día y su noche, entre las atenciones del cirujano militar y las más dulces atenciones de Dolores, quien no estaba dispuesta a abandonar el lecho de su paciente, Alí concluyó su relato. El capitán a cuyo servicio lo habían asignado, explicó, iba acompañado por la familia, que consistía en su joven esposa, una acompañante, y el mobiliario necesario, incluidos alojamientos con espacio suficiente para disfrutar de intimidad, lo cual, dijo Alí, era el objeto de estudio principal y la más constante ocupación del capitán, quien había ampliado su crédito con tal de tener a su esposa a su lado en la campaña. Las tareas de Alí consistían en ocuparse de estos asuntos domésticos, por lo que no era muy querido entre los oficiales más marciales (y solteros); no obstante, sus deberes lo fueron acercando cada vez más a la esposa del capitán, pues debía mirar por las necesidades y el bienestar de ésta. No pasó mucho tiempo antes de que esta dama, que era tan preciosa como altiva, empezara a depender de Alí, así como a ampliar el alcance de sus tareas, y la intimidad de sus encuentros. ¿Podía ayudarla a desatar esto? ¿O a atar aquello? ¿O leerle en voz alta un libro de poesía inglesa? ¿O prepararle el café, pues sólo él sabía hacerlo como era debido? Ni todas las artimañas escapistas de Alí, artimañas que nacían del respeto y el honor pero sobre todo del miedo, podían apartarlo de las atenciones de Madame, cuyo carácter se hacía a diario más evidente, incluso para mi cándido héroe. Llegó una noche en que lo llamó a sus dependencias pretextando alguna estupidez; Alí era consciente, y sabía que ella también lo era, de que el marido asistía en ese momento a una reunión del Estado Mayor. De modo que no había ya más excusas: no había cosas que envolver, ni libros que leer, ni cortinas que colgar, ni bichos a los que ahuyentar, sólo ella misma, allí, incondicionalmente.

La noche era cálida y olía a azahar e hibisco. Las mejillas de la dama eran tan cálidas como sonrojadas. El olor de su persona, lo más enloquecedor para los sentidos. Alí no estaba acostumbrado a un acoso como el de la dama, y se rindió al instante, sin apenas ser consciente de ello, ni conocer en qué términos lo había hecho. Por supuesto, ella susurró: «Non, non», pero la moneda ya estaba falsificada, y nada pudo comprar (no es que pretendiera hacerlo), y llegó de pronto ese momento en que se descartó la precaución, junto a otros obstáculos de naturaleza más material, y así, tanto él como la dama quedaron inconfundiblemente en déshabillé cuando, de pronto, alguien apartó la cortina y vieron al capitán (en cuyos pasos ninguno de ellos había reparado), que los observaba furibundo, la mano en la empuñadura de la espada.

—¿Qué hizo ella entonces, sorprendida y culpable como era? —preguntó el cirujano militar.

—Ella me acusó a gritos —respondió Alí—. Dijo que yo la había violentado, ¡y que por temor a que pudiera cumplir mis amenazas no había opuesto resistencia!

—¿Lloró?

—Vaya si lloró. Apartó de mí su mirada horrorizada, avergonzada también, todo lo cual se antojó tan real como sus anteriores sentimientos, pues creo que el temor también puede fingirse, y el susto, pero no la repugnancia de que ella hizo gala.

Aquí hizo una pausa, confuso, muy confuso, como si estuviera pensando en algo que no había dicho.

—No, es imposible —dijo entonces—. Ninguna mujer planearía semejante cosa, a pesar de que no puedo librarme de la convicción de que ella sabía perfectamente que su marido iba a volver, y cuándo iba a hacerlo. Aun así me abrió las puertas de su dormitorio, y todo lo demás. Cuando se presentó el capitán y me encontró allí, adonde ella me había invitado, y vi su rostro airado, el arma desenvainada mientras yo intentaba vestirme... En fin, me pareció sorprender cierta comunicación entre ambos cuya naturaleza no pude averiguar, y aún... Aún...

No dijo más al respecto, pero el teniente Upward, que tenía más experiencia en el terreno de las mujeres, y también en el campo de las esposas, de la que Alí alcanzaría jamás, no estaba tan confuso como él. En la gran variedad de nuestra desgraciada especie existen aquellos cuyos motivos podríamos catalogar, a pesar de no comprenderlos; motivos que podrían llenar tomos enteros si dedicarnos a escribirlos quisiéramos. El cirujano militar sabía que, igual que hay hombres capaces de provocar un duelo sin otro motivo que satisfacer una oscura rabia contra todo ser vivo, también hay mujeres capaces de provocar al marido a un duelo, o a un asesinato (con la complicidad del esposo, ya sea ésta verbal o tácita), de tal forma que unas circunstancias que a priori se antojarían dañinas para el nexo que los une, no hacen sino reforzar como el acero puesto al fuego ese vínculo que existe entre ambos, vínculo que no ha podido forjarse en el Cielo, ni autorizarse allí.

—Estaba dispuesto a matarme, y a pesar de todo cuanto pude llegar a rogarle a ella para que dijera la verdad, se limitó a llorar... Él se acercó a mí, y yo seguía desarmado.

—¿Empuñaba la espada?

—Sí —respondió Alí—, lo que no dejó de resultarme extraño, no entonces, sino después. En el campamento, de noche, no es muy normal ceñir la espada.

—Seguro —dijo el cirujano militar, como si pensara en voz alta— que este capitán y su mujer jugaban a un juego muy sutil: debían de escoger el momento con sumo cuidado, así como la presa, que no debía de ser tan fácil como para que hacerla caer en sus redes no implicara cierto riesgo, aunque tampoco podía ser tan fuerte y rápida como para poner punto final a la jornada de caza; en resumen, lo contrarío a lo esperado, tal como sucedió aquí, según parece.

—Me hirió, y sentí el tajo —continuó Alí—. Aferré lo primero que encontré a mano para defenderme. Una bota. Y el capitán no debía de esperar resistencia porque del golpe logré desarmarlo. Me hice con su espada antes de que él pudiera recuperarla, y así armado me levanté para encararlo, pero él recurría ya a una pistola que había escapado a mi atención. Intentaba amartillarla y se apartó de mí a un tiempo. Yo, entre mi miedo y su confusión, le atravesé el cuerpo.

—¿Lo mató? ¿Y con su propia arma? ¿A un oficial del ejército francés? ¡No es posible!

—Estoy seguro de ello —aseguró Alí—. Expiró en el suelo. Su esposa se arrojó sobre su ensangrentado cadáver hecha un mar de lágrimas, pero guardó silencio, por extraño que pueda parecer, y no dio la alarma. Después no supe más, ya que hui. Nadie me dio el alto; me tenían visto por el campamento, siempre de un lado a otro con los encargos que me hacía el capitán, y era noche cerrada. En seguida me encontré fuera del perímetro del campamento, en medio de los seguidores, con sus hogueras y sus carros. No sabía qué sería de mí si me quedaba con ellos, si me descubrirían o no, si me delatarían por la recompensa o por cualquier otra cosa, si me rehuirían o me abandonarían a mi suerte. Sin ayuda era consciente de que moriría debido a la herida, que parecía leve, pero por la que no dejaba de manar sangre.

De nuevo el herido reposó la cabeza en la almohada, pues no era un tenor italiano, capaz de contar una larga historia mientras agoniza, y cayó la noche antes de que recuperara fuerzas. Cuando abrió los ojos pareció reconocer el lugar donde se encontraba, y la mano que Dolores apoyaba en él; luego rebuscó inquieto en su ropa, gesto que no era la primera vez que hacía. El cirujano militar quiso saber qué era lo que buscaba. Durante unos instantes Alí nada respondió, y la pregunta adquirió tintes de exigencia, hasta que finalmente pidió un cuchillo, cortó las costuras de la casaca y sacó del interior un puñado de documentos que, tras dudarlo, permitió examinar al cirujano militar.

—Antes de la lucha —explicó—, al volver al alojamiento de su esposa, el capitán arrojó en la mesa una carpeta atada con cintas. No sabía qué podía contener, pero había visto otros despachos similares, y supuse que debía de ser correspondencia y documentos de importancia relacionados con la conferencia de aquella noche. Antes de huir los cogí, y aquí los tiene.

Bastó con echarles un vistazo para comprobar que Alí estaba en lo cierto. Correspondencia y actas que detallaban la estrategia y los planes del Estado Mayor del general francés.

—¿Cree el mando francés que el capitán está aún en posesión de estos documentos? —quiso saber el teniente Upward.

A esto respondió Alí que no podía estar seguro, pero que consideraba probable que no supieran que ya no estaban en las dependencias del oficial, o entre sus efectos personales, y que por tanto eran valiosos, información de gran importancia si se entregaba a la persona adecuada y se utilizaba apropiadamente.

—Apropiadamente —repitió el teniente Upward, pensativo—. ¡Sí, apropiadamente!

Por un instante el cirujano militar sintió la tentación de entregar aquellos documentos a sus superiores como si él fuera quien los había adquirido, pues sin duda hacerlo le reportaría un gran crédito, y quizá incluso alcanzaría su objetivo más preciado, el ascenso a un empleo tan glorioso que le permitiera abandonar de inmediato el servicio y regresar a Inglaterra. No obstante, al considerarlo comprendió lo erróneo y deshonroso de semejante proceder, y, a pesar de meditarlo largamente, no se le ocurrió qué contar que pudiera justificar cómo habían llegado a sus manos aquellos documentos. Se contentó, por tanto, con el reflejo de la gloria que adquiriría al presentar a Alí y a aquellos documentos robados al Consejo de Dioses que disponían en sus manos de los destinos de todos ellos.

Aquellos augustos comandantes se inclinaron al principio a tachar de falsos los documentos que les fueron mostrados. Alí no los convencía. Lo miraban con recelo tras descubrir de quién era hijo, puesto que incluso a la península Ibérica había llegado el eco de la noticia de la muerte de su padre y su huida de prisión. Además, después de todo, había luchado con los franceses, ¿o no? Ya fuera obligado, como dijo él, o a conciencia. ¿Cómo saberlo? No es que importara mucho, pues al ser enrolado forzosamente por el Francés, había escogido la deshonra a la muerte (cosa que ninguno de ellos, de eso estaban seguros, hubiera hecho). Querían saber muchas cosas. ¿Cómo había llegado, en primera instancia, a las costas de Francia procedente de Escocia? ¿Cómo había pasado de ser un soldado raso reclutado forzosamente a edecán de un oficial? Y otras preguntas que Alí hubiera podido amañar, o no responder; mas sus respuestas eran tan francas, y su honestidad tan visible a ojos de todos, que terminaron por convencerse. Entretanto examinaron los documentos, y poco a poco empezaron a comprender. Los generales franceses no tenían un concepto muy elevado de sus oponentes: «Il est évident», figuraba escrito en las actas, «que les anglais pusillanimes préfèrent ramper comme des vers à travers la terre traînant leurs bagages, leurs animaux et leurs chariots plutôt que de se lever et de se battre. Une fois provoqués, ils sont susceptibles à se battre en retraite à plat ventre. C'est donc l'objectif de sa Gracieuse Majesté Joseph d'Espagne ainsi que de l'Empereur, de provoquer une bataille qui reglera la question une fois pour toutes», etc., además de un sinfín de insultos y burlas a la cobardía inglesa. En resumen, los bravucones franceses declaraban que su pusilánime enemigo debía ser atraído a la batalla por «une faiblesse apparente de notre part de sorte à tenter cet ennemi, si timide soit-il!». Los miembros del Estado Mayor examinaron los documentos, murmuraron, gruñeron, meditaron acerca del dudoso valor de saber qué opinaba su oponente de ellos, y qué podía extraer de cuanto les veía emprender, y llegaron a la conclusión de que sus prejuicios podían muy bien verse confirmados a partir de lo que veían, y que, por tanto, podían caer en el que, de entre todos, constituye el peor error de un militar: el desprecio incondicional hacia el enemigo. (Así lo dicen los libros, que es de donde he sacado el poco conocimiento que tengo de estos asuntos, ya que, exceptuando la información de primera mano, es el mejor modo de saber del tema, tal es la autorizada opinión de cualquier veterano tuerto o manco, al igual que la de cualquier consejero real.)

Les quedaba asegurarse la retaguardia, no la del ejército, sino la del propio mando, de tal modo que no pareciera que habían diseñado la estrategia a partir de la palabra de un tránsfuga y parricida fugado que muy bien podía haber negociado con aquella información a cambio de ayuda. ¡No! Él debía ser alguien que lo daría todo por el triunfo de su nación, un Patriota, un Héroe. Con ese fin, el soldado francés (pues tal había sido), el corsario (cosa que él no reconocía) y asesino (lo cual negaba con todas sus fuerzas), se convirtió al instante en soldado inglés, con empleo de oficial gracias a un ascenso más meteórico de cuantos había podido soñar el cirujano. Éste, que en el fondo era un buen tipo, estaba casi tan contento con aquella promoción de su paciente como si fuera la suya, y creía verse a sí mismo reflejado en él.

—Brindaremos por tu salud —dijo, dando una palmada en el hombro al joven—, y celebraremos tu ascenso y rehabilitación, ya sean o no merecidos, pues ¿quién de nosotros querría ver su camino ascendente tan de cerca examinado? Y aquello que te he procurado hoy, espero recibirlo de ti uno de estos días.

—Por supuesto —dijo Alí—. Así será, si lo que he traído hoy resulta ser lo que parece, y no un invento o un engaño, lo cual no puedo decir con seguridad. Y ahora, por bienvenido que sea, ya que me muero de sed, lo aclararé con agua; la cabeza me da vueltas, y camino con dificultad aun sin haber probado una gota.

Al oír esto, el cirujano militar meneó la cabeza alarmado, ante la perspectiva de que cualquier bebida pudiera verse emponzoñada con el «alivio del Tíber», y por tanto ofreció el brazo al joven para ayudarlo a caminar.

A lo largo de los días siguientes, el Francés observó a través del catalejo cómo el enemigo desplazaba el tren de equipajes a retaguardia, como si se dispusiera a emprender la retirada, y cuando asomaron de las fortalezas e hicieron alarde de sus fuerzas para tentar al Inglés a entablar batalla, éste no hizo nada aparte de alejarse, como una doncella se aleja de un pretendiente importuno, como Clarissa ante Lovelace. Ni siquiera cuando los generales franceses olvidaron sus libros de texto y extendieron sus fuerzas en un frente demasiado amplio a lo largo de las colinas que rodeaban la ciudad, el Inglés no pasó al ataque, momento en que los franceses dieron por sentada la victoria. La noche antes de la batalla estalló la guerra en el Cielo, y Júpiter golpeó con su martillo a las huestes que tenía debajo, de igual modo que éstas habían planeado hacerlo; dos docenas de valientes ingleses murieron por el rayo antes de que el enemigo pudiera adelantársele. Es una inconveniencia que el mal tiempo arruine nuestros planes de muerte y destrucción, máxime cuando su Señoría de Hierro había prohibido a los oficiales llevar paraguas3 en tales circunstancias, por sugerir una imagen poco masculina de sí mismos. No obstante, al día siguiente amaneció tan despejado como cabía desear, y los cañones escupieron penachos de humo blanco contra el cielo azul, y los oficiales de caballería rieron alegres mientras cabalgaban, acompañados por las voces animosas de los soldados de infantería, sin que nadie se preguntara el porqué.

No es necesario pensar qué habría sido de Alí de haber resultado falsa su información, o de haber sido mal interpretada y de haber llegado a conclusiones erróneas quienes la examinaron; o qué hubiera sucedido de haber tomado el destino y la fortuna uno de los tantos derroteros posibles de camino a la victoria. Todo el mundo sabe que el impaciente y orgulloso Francés cayó sobre el Inglés aquel día en el pueblo de Arapiles; lo hizo con toda la grandeza y el éxito de un Águila al caer bajo una máquina de vapor. Desde aquella jornada hasta la presente no ha habido otra batalla que su Señoría de Hierro haya librado con mayor perfección, con mayor elegancia, como si una batalla pudiera semejar un axioma de Euclides, o un paralelogramo. Fue en todo una victoria extáticamente recibida por sus compatriotas en Gran Bretaña, quienes habían tenido pocas noticias acerca de este personaje en los meses anteriores. La prensa no escatimó detalles, la oposición guardó silencio; a su señoría lo nombraron marqués, le asignaron una pensión de 100.000 libras esterlinas, y, lo que es aún más importante que todo lo anterior, el arzobispo de Canterbury (por orden del regente) redactó y pronunció una plegaria de acción de gracias al Dios de las Batallas, pidiendo una especial atención divina para el victorioso lord. Se publicó un Parte de Guerra Extraordinario, en el cual se mencionaba a nuestro Alí, entre los muchos otros que habían contribuido a la victoria. Su nombre en esa lista no pasó desapercibido, con asombro y extrañeza, para muchos de quienes lo conocían.

Y así en aquel luminoso verano, cuando las águilas y los estandartes franceses fueron transportados a Inglaterra, y se encendieron las luces de Londres (y cada ventana apagada estaba apuntalada por una turba de patriotas), Alí volvió a las costas inglesas y a la capital de Inglaterra; lo hizo como héroe, acompañado por el cirujano militar, quien había conseguido, por el papel desempeñado en la operación y para regocijo de su corazón, aquello que más ansiaba: un puesto en Londres. Fue entonces cuando Alí se entregó a los alguaciles del rey, para ser juzgado (y, con toda probabilidad, ahorcado) ¡por un crimen que no había cometido!

* * *

El lector perspicaz (si es que esta historia cuenta con la atención de alguno) podría objetar llegados a este punto que en ninguna parte ha leído u oído circunstancias tales como las que aquí se relatan acerca de la famosa batalla de Salamanca, ni de la posterior celebridad de uno de sus (significativos) actores principales, ni de la generosa mención que de él publicaron el mando militar y la corona, ni de los particulares que de ella resultaron, a lo cual respondo que disfruto de la autoridad que me concede el por aquel entonces cónsul británico en España, el admirable y Honorable John Hookham Frere,4 Esq., hombre de demostrada probidad, quien, obviamente, no se habría avenido a corroborar un relato fantástico de aquellos sucesos, o a adornarlo.