NUEVE
En el que se examinan las mentes y se desnudan los corazones
—Considero que el jugador es un hombre feliz, gane o pierda —le dijo Alí al concluir la velada sentados a la mesa, cenando asado regado con champán (el Honorable había vencido aquella noche)—. Por abatido que pueda estar en un instante, al siguiente se redime, de modo que su suerte está siempre en la cuerda floja. Vive la vida, la siente, y jamás está ennuyé.
—Verás, se da cierto ennui1 en quien pasa una larga temporada en la prisión de deudores —dijo el Honorable—, aunque admito que el prefacio no carece de emoción. ¿Y tú, amigo mío? ¿Estás ennuyé? Tirando bajo diría que te encuentras al borde del descontento.
—Dime —dijo entonces Alí, haciendo caso omiso de la pregunta—, ¿conoces al caballero que acaba de entrar? Es como si hubiera olvidado a todas las personas que conocí en los últimos años.
—Lo conozco, y tú también —respondió el Honorable—. Es el padre de un compañero de nuestra antigua facultad; se llama Enoch Whitehead.
—¿Está casado?
—Así es.
—¿Ella se llama... Susanna?
—Creo que sí. No viene muy a menudo a la ciudad. Dime, milord, ¿a qué viene tanto interés?
Lo que le interesaba no era el nombre, por mucho que observara al recién llegado, su cabeza canosa, los ojos legañosos, su pinta viciosa, la nariz donde las venas se recortaban negras sobre el rojo. Recordó a Susanna, tal como era, ¡tal como ya no podía seguir siendo! Le pareció oír de nuevo la horripilante risotada que soltó su padre aquella noche, la última vez en que había pronunciado aquel dulce nombre en voz alta, la noche en que la Fortuna lo había arrojado de cabeza lejos de su regazo, incapaz de ayudarla o salvarla, ni a ella, ni a sí mismo, y ahora él estaba de vuelta, pero demasiado tarde, ¡demasiado tarde!
—Nada, nada —dijo—, nada aparte de que no tenemos nada de beber y que no hemos pedido más. Te ruego, amigo mío —y al decir esto aferró la bocamanga de la casaca del señor Piper, a quien miró con una intensidad que sobresaltó al templado caballero—, que me mantengas lejos de ese tipo de la cabeza blanca, y que no me permitas saludarlo; te lo ruego encarecidamente, hazlo por mí.
—¡Tienes mi palabra! —exclamó el Honorable, que hizo un gesto al camarero que en cualquier otro se hubiera antojado de cierto apremio.
Y bien podía darle su palabra, pues despuntaba verde el alba a oriente, cuando Alí, el Honorable y varios amigos a los que Alí sería incapaz de recordar después, intentaron abandonar aquel local (o puede que fuera otro), por una escalera de caracol, la cual, aseguró el Honorable, debía de haber sido concebida y construida antes de la invención de los licores, tan imposible resultaba caminar en su condición. Alí se detuvo a observar de nuevo al caballero, que disfrutaba de su propia compañía. El Honorable sintió el sobresalto de su joven amigo, a quien acompañaba del brazo, y tiró de él para arrastrarlo.
—¿Veis a ese caballero? —oyeron todos que el señor Whitehead preguntaba a sus amistades—. ¿Qué hace mirándome de esa guisa?
—Vaya, pero si es lord Sane —comentó uno de sus acompañantes.
—Conocí a su padre —afirmó el señor Whitehead—. En fin, dicen que la sangre se diluye...
Comentario que, afortunadamente para los allí presentes, Alí no alcanzó a escuchar.
Ella andaba cerca. ¡Susanna! Vivía, y no lo hacía cautiva en el triste valle de otra época, tal como Alí había imaginado. Vivía, y podían verse, e incluso podrían conversar un poco. La imaginación de Alí reculó. «No viene a menudo a la ciudad», que no era lo mismo que decir que no acudía «nunca», porque nunca era nunca, y «no viene a menudo» significaba que podía aparecer al día siguiente, o al cabo de dos días. Alí se descubrió examinando con mayor atención que nunca la prensa elegante, donde las idas y venidas de la sociedad se recogían con toda la solemnidad del mundo, como si del catálogo de las naves de Troya se tratara; buscaba su nombre, el de ella y el de su marido (palabra esta última que nunca pronunciaba, ni siquiera para sí mismo). Acudía allá dondequiera que ella pudiera aparecer, y creía verla, una cabeza rubia o un piececillo desapareciendo en el interior de un carruaje. Pero no era ella. El Honorable lo condujo por los jardines y los paseos donde todos se veían y se dejaban ver. Allí fue presentado a un elefante, que le quitó el sombrero con la trompa antes de devolvérselo en un gesto de generosidad. Fue a ver esto, y a oír aquello, y a dejarse asombrar por aquello otro, al Weeks's Museum2 en Great Windmill Street para ver a los autómatas, que incluían una enorme tarántula mecánica que surgía de un agujero y hacía chillar a las damas; también vio a unos enanos. Fue divertido ver cómo el Honorable observaba fijamente a la plateada bailarina mecánica, perfecta y preciosa, de elegantes extremidades y ojos oscuros e incitadores, cuyo pecho parecía incluso respirar; hubiera sido una esposa perfecta para él, tal como parecía pensar, a juzgar por el interés de su mirada.
Y aunque nunca Susanna y él compartieron un mismo espacio, él sí se cruzó con la señorita Catherine Delaunay, cuyo pelo negro y oscuros y chispeantes ojos no tenía la menor dificultad en admirar, igual que había hecho con los preciosos ejemplares femeninos en su temprana juventud, por mucho que éstos no vistieran con encajes, no se rizaran el cabello con unas tenacillas (estaba de moda hacerlo así en Londres), sino vestidas con las tintineantes monedas de oro de sus dotes; en Londres, la misma cifra se exhibía de forma más discreta, mediante hablillas. Con ocasión de un encuentro formal, donde los oídos más castos no pudieran verse afrontados, y después de muchas miradas y alguna que otra tímida sonrisa, a través de un intermediario se concedió a Alí una entrevista, lo cual se le antojó un logro incomparable, como ganar el vellocino de oro. A pesar de lo que en un principio le pudo parecer, al sentarse a su lado descubrió que la dama era la personificación de la calidez. No tenía el menor reparo a la hora de tocar temas de carácter intelectual y filosófico (temas que a sus hermanas de género se les insta a evitar, por temor a poder espantar a una presa inculta), y arrastró a Alí a participar en la conversación.
—Hace tiempo que estudio la naturaleza humana —le dijo durante la cena—, y he llegado a concretar ciertos principios generales.
—¿De veras? —preguntó Alí—. ¿Y ha viajado usted por el ancho mundo para hacer observaciones de las que deducir dichos principios?
—No, no lo he hecho —respondió ella con seriedad—, pero he leído mucho, y ahora que he entrado en sociedad, todo lo que veo confirma las conclusiones a las que he llegado.
—En ese caso, las conclusiones llegan antes que las observaciones.
—Se burla usted de mí —dijo ella con una sonrisa, una sonrisa que no impedía intuir que no le gustaba que se burlaran de ella—. Le diré que es un hábito constante en mí, cuando he conocido a alguien durante cierto tiempo, esbozar unos apuntes sobre su carácter para dejar constancia de mis pensamientos e impresiones.
—Espero que haga usted una excepción en mi caso.
—Cuando le conozca lo suficiente, puede que lo considere. No obstante, es una costumbre que tengo, y no debería saltármela. Dígame, por favor, por qué razón desea que haga una excepción en su caso.
—Dice usted querer dejar constancia de sus impresiones —respondió Alí—. No sé por qué iba a querer que nadie dejara constancia de la impresión que yo causo, cuando me tengo por alguien bastante inconstante.
—Un observador atento puede desgranar el carácter de cualquiera.
—¿Y qué me dice de aquello que no puede observarse?
—Se refiere usted al alma, ¿no es así? —preguntó ella en un tono que no era del todo de reproche—. Aun así, es posible incluso leer esa parte tan particular de las personas. Fíjese que ha visitado Londres un científico alemán, un craneólogo,3 capaz de determinar qué cualidades del cerebro destacan y cuáles son deficientes después de palparle a uno la cabeza.
—Entonces ¿es acaso el cerebro el asiento del alma? —preguntó Alí—. ¿No lo es más bien el corazón?
—Aristóteles suponía que lo era el hígado. ¡Espero que no comparta usted su opinión!
La llegada de ese Herr Doktor había llamado la atención de la masa, y su fama eclipsaba con mucho la de Alí, que andaba ya en franco retroceso. Las damas y los caballeros se personaban a lo largo del día en las habitaciones del doctor, para someter sus cráneos a los largos y sensibles dedos de éste. Algunas jóvenes damas (y otras más mayores) estaban convencidas de sentir emerger lo más hondo de sus naturalezas del compartimentado Nautilus de sus cráneos, y ser sometidas a análisis respecto a su capacidad amatoria (¡oh, muy marcada!) y su codicia (¡aún más marcada!), hasta estar a punto de desmayarse debido a un exceso de conocimiento. La señorita Delaunay cruzó decidida sus pequeñas y blancas manos ante sí, y confesó a Alí que ella misma se había sometido a examen. Su sonrisa demostró que se sentía lo bastante satisfecha con el resultado.
—Amigo mío, pues puedo llamarle así, ¿verdad?, le insto a que también usted se someta al examen del doctor, para que pueda comparar lo que yo he discernido de su carácter con lo que la ciencia pueda determinar.
—Si accedo —dijo Alí—, estoy convencido de que el discernimiento de usted superará con creces al de la ciencia. Soy como cristal ante su mirada.
—Ahora se burla de mí.
—Si no lo hiciera —rió Alí—, tendría que tomarla en serio, y reconocer mis faltas, si no mis pecados, los cuales no desearía que alguien tan encantadora como usted conociera.
Al oír esto, la dama bajó la mirada y levantó el abanico, pero no antes de que Alí reparara en el rubor que se extendió por sus mejillas, rubor que tal como apareció, desapareció.
No fue la señorita Delaunay la única en empujar a Alí a realizar una visita al craneólogo. Allá dondequiera que fuera, tenía ocasión de oír lo mucho que habían alterado las vidas de sus conocidos las revelaciones del doctor. A instancias de éste, algunos habían abandonado el juego, o la bebida, o ciertas compañías durante una semana y un día, al menos. Aun así, Alí rehuía la omnipresencia del sabio, así como su omnisciencia, por temor a descubrir algo que no quería saber, o por la certeza que tenía de que no serviría de nada.
—¿Qué perjuicio puede causarte? —preguntó el Honorable, quien de haber podido hubiera levantado de buena gana las sienes de su querido amigo para echar un vistazo a lo que había dentro—. ¡Vamos, hombre! Ya he pedido cita, tenemos día y hora, no te causará el menor perjuicio, es indoloro, moderno, y el precio es insignificante. —Ante lo cual mencionó una cifra nada desdeñable.
—Tantas libras para una cabeza tan pequeña —dijo Alí.
—Libras, no, milord —corrigió el Honorable, tan tranquilo—: guineas.
Mientras ambos aguardaban en la antesala de las habitaciones del doctor el día en cuestión, examinando los grabados y los bustos de porcelana en los que estaban señaladas todas las zonas que gobernaban las pasiones humanas, apareció procedente de la consulta, acompañado por el doctor en persona, un joven lord de ojos oscuros4 del que todos los círculos literarios hablaban (aunque a estas alturas también él haya caído en el olvido). Se palpó con cuidado la cabeza que ocultaban sus rizos, con la mirada perdida, entre divertida y asombrada.
—¿Le han examinado, milord? —preguntó el Honorable, que lo conocía igual que conocía a todo el mundo.
—Así es —respondió el joven lord—, y me han dicho cosas extraordinarias. —Aquí el doctor inclinó con modestia la cabeza, que era grande y hermosa, y que parecía esculpida a generosos golpes de cincel sobre una rosada veta de mármol—. Se me ha dicho que cada cualidad contenida en este cráneo mío tiene a su opuesto desarrollado con igual fuerza. Si este buen hombre está en lo cierto, el bien y el mal librarán una batalla eterna en mi interior.
—Quiera el Cielo que firmen una tregua —exclamó el Honorable.
—O, al menos, ¡que el último no salga victorioso!
Por un instante, una nube negra cubrió la expresión del lord, una nube que se despejó tan rápido como se había formado.
—Así pues no le veremos esta noche, milord, en el lugar de costumbre, ¿no? —preguntó el Honorable—. Dada la escaramuza que podría resultar entre el bien y su opuesto...
—Oh, bueno —dijo el lord mientras se despedía con elegantes gestos—. Oh, bueno, ya veremos, sí, oh, querido, ¡eso ya lo veremos!
Hicieron pasar a Alí y su amigo; el primero tomó asiento en una banqueta, la mejor de las que el doctor había colocado para examinar a sus pacientes, examen que en esta ocasión se llevó a cabo sin una palabra pronunciada por el hombre de ciencia, a excepción de una gran variedad de murmullos y carraspeos tales como Alí no había oído nunca, además de uno o dos gruñidos en alemán, cuyo significado se le escapó.
Cuando la exploración táctil hubo concluido, el docto doctor se sentó ante Alí y, con la mano en la barbilla, lo observó largo rato sin hablar.
—¿Qué? —exclamó finalmente Alí—. ¿Percibe con claridad dad eso que tanto le alarma, doctor? ¿Acaso soy un hombre dividido, como ese joven lord que acaba de salir?
—Ach, Nein —respondió el gran hombre—, o ja, pero de un modo diferente. —En las hondas órbitas de sus ojos, un brillo de astucia relucía en las mates pupilas—. Las facultades de nuestros cerebros pueden hallarse en conflicto, podemos estar divididos. No obstante, existen otros cerebros en los cuales las facultades no son opuestas, sino tan contradictorias que en efecto nos vemos duplicados. La mayoría de los hombres son uno, y, a pesar de sus alteraciones diarias, son conscientes de ser uno. Sin embargo, existen unos pocos capaces de ser principalmente una persona, y otra de vez en cuando, y una no tiene por qué ser consciente de la existencia de la otra. Cuando una duerme, la otra despierta.
—No creo que eso sea posible —se apresuró a opinar Alí.
—Dígame, milord, ¿alguna vez le ha sucedido que haya caminado en sueños, pensando que estaba en un lugar, haciendo algo concreto, o en la oficina, quizá, y se haya despertado en un lugar distinto, haciendo algo que no pretendía hacer?
—No —respondió Alí—. Nunca me he visto sometido a tales ilusiones, no puedo ni concebirlas en lo que a mi persona respecta.
—Se trata de un fenómeno muy peculiar, es cierto, pero no inconcebible. Me pregunto si conoce usted la historia del coronel Culpeper,5 el oficial inglés.
—En absoluto —respondió Alí, que hizo ademán de levantarse de la banqueta.
—Un día, el coronel Cheyney Culpeper disparó a un guardia, a quien mató. También disparó al caballo de su víctima. No obstante, lo hizo estando dormido, y al ser detenido fue incapaz de recordar lo que había hecho, ni explicárselo. Estaba horrorizado. No deseaba ningún mal al hombre al que había asesinado, a quien apenas conocía, y desde luego tampoco deseaba la muerte del caballo.
El Honorable aferró con inquietud el brazo de Alí. Su amigo había palidecido, y un temblor se apoderó de sus labios.
—Eso es terrible —susurró—. ¡Terrible! Hubiera preferido que no me lo contara.
—Sucedió hace más de cien años —explicó con calma el doctor, que observaba con atención la postura y la expresión de Alí—. Obtuvo un perdón real. No había sido consciente del crimen cometido, y por tanto no podía ser culpable del mismo.
—Sin embargo, hubo crimen —objetó Alí—. ¡Hubo crimen! Discúlpeme, señor, necesito tomar el aire. La ciencia de usted es muy notable, y espero, en adelante, conversar sobre el particular. Buenos días. ¡Buenos días!
* * *
Cayó entonces una condena sobre él, una sentencia que ningún tribunal humano hubiera podido dictar. ¡Una culpabilidad que ni siquiera él podía probarse a sí mismo! Una y otra vez se encontró Alí contemplando sus propias manos, como si ante sí tuviera a dos enemigos que, tras engatusarlo, se hubieran convertido en amigos; las miraba como si al hacerlo vislumbrara una serie de crímenes cuya existencia desconocía por completo. Evitaba la cama hasta que era incapaz de resistirse al sueño, o se administraba unas gotas de Kendal para asegurarse de que su cuerpo no se extraviara cuando su alma estuviera durmiendo. Lo cierto era que, al despertar, sentía como si un herrero hubiera forjado sus extremidades con el más macizo de los aceros.
Y entonces, por temor a sí mismo, empezó a frecuentar aquellos reinos donde estaba seguro de que no encontraría a Susanna, infernales círculos adonde le arrastraba el Honorable. Uno de ellos fue el Fancy,6 donde auténticos hombretones con cabezas grandes y duras como balas de cañón se golpeaban hasta caer inconscientes, mientras otros admiraban su estilo y apostaban por el resultado del combate. Al principio, Alí no apreció nada más excepto esa abominable crueldad que siempre se había empeñado en evitar, pero con el tiempo llegó a considerarlo un arte, fuente de belleza e interés, aun expuesta en cuartuchos que hedían a sangre, sudor y miedo, todo ello envuelto en una nube de humo, así como en los gritos de los espectadores y apostadores, ganadores y perdedores por igual.
—Yo mismo he estudiado el arte —le informó un día el Honorable, de pie junto al cuadrilátero—, y he tomado lecciones con Jackson, aunque a decir verdad siempre insistí en que llevara los guantes para que mi bien parecido rostro no se viera perjudicado.
El enfrentamiento de aquel día se había prolongado durante veinte asaltos sin que ninguno de los púgiles dejara de levantarse al caer, espoleados por los profanos atosigamientos de unos aficionados que se hallaban tan cerca que, en ocasiones, se veían salpicados por el clarete exudado por los combatientes.
—¡Arte! —exclamó uno de los espectadores—. Prefiero la fuerza al arte.
—He visto a Daniel Mendoza, el maravilloso judío, luchador de gran arte y finura, vencer a Martin el Carnicero de Bath en veinte asaltos —dijo otro—, o puede que fueran menos; ése, con su ciencia, sería capaz de tumbar a cualquiera de vuestros bulldogs.
—Bueno —dijo el primer aficionado—, pues yo tuve ocasión de ver a Caballero Jackson, quien, en cuanto a finura, no tiene rival, golpeado al borde de la muerte y, sobre todo, de la derrota, por el bestia Cribb, de modo que la finura no siempre constituye la respuesta, como tampoco lo es la ciencia. Eso opino yo.
—En una ocasión, tras preguntarle un joven, estando yo allí, cuál era la mejor postura defensiva —susurró a Alí el Honorable—, Cribb le respondió que morderse la lengua ante una ofensa.
—Debo admitir —dijo el oponente de la ciencia a su amigo— que no volveré a desafiar tan rápidamente a un judío, ni a molestarlo, porque podría haber tomado lecciones con Mendoza y me lo haría pagar caro.
—Cuando Jackson venció a Mendoza lo hizo agarrándolo del pelo y zarandeándolo sin piedad, como si de Sansón se tratara. Cuando Mendoza se quejó a los árbitros, éstos le dijeron: «No hay norma que lo prohíba, lo cual es una condenada vergüenza, ¿no cree?»
—También Cribb agarra del pelo, y es verdad que no hay regla que lo prohíba.
—¡No hay regla que lo prohíba! ¡Menudo argumento! Tom Molyneaux, un negro de Norteamérica, a punto estuvo de derrotar a Cribb. Éste se llevó el combate porque el árbitro no gritó ¡Tiempo! cuando estaba en el suelo. ¡No pudo enfrentarse a su oponente ni durante media hora de reloj!
—¡Yo mismo te arrearé si te empeñas en afirmar que el campeón de Inglaterra no pudo vencer con justicia al negro de Norteamérica! —exclamó su amigo, a quien no pareció importarle el consejo que había oído de boca del propio Cribb.
Todos a su alrededor tuvieron que emplearse a fondo para evitar que ambos contendientes exigieran satisfacer sus diferencias en ese preciso momento, en aquel preciso lugar.
Concluido el combate, después de que el Honorable recogiera las ganancias de los banqueros, y mientras la muchedumbre se fundía en la oscuridad de la noche, Alí vio en la distancia a alguien que se había vuelto para mirarle a su vez. Estaba entre otros que lo tapaban, pero al observarlo bien, al aguzar la mirada, Alí vio que no era, tal como había supuesto en un principio, un hombre de piel oscura cubierto por una capa de pieles, sino un oso el que sostenía su mirada. El cuidador del oso, un hombrecillo encogido que era más pequeño que el animal, buscó también la mirada de Alí, y de pronto ambos desaparecieron como si nunca hubieran estado allí. Alí se abrió paso a través de la multitud, la cual se sentía belicosa debido a la exhibición presenciada, pero no logró ver por ninguna parte al animal, ni al hombre que lo acompañaba. Interrogó al señor Piper, quien acababa de aferrarlo del brazo: ¿acaso no había visto el espectáculo? Pues de tal debía de tratarse: un animal acompañado por un mendigo que lo hacía bailar y recogía algunos peniques. No obstante, ni el Honorable ni quienes lo acompañaban habían visto nada. ¡Nada! Le pareció estar sentado de nuevo en la consulta del doctor alemán, negando tres veces, como Pedro, que hubiera visto o pudiera haber visto lo que no estaba allí, o haber hecho lo que ignoraba haber hecho.
—¡Vamos, milord! —exclamaron sus compañeros—, aquí ya no hay alegría, no siga ahí plantado, mirando la nada. ¡Volvamos a Londres, volvamos!
Los acompañó a Londres y a los clubes, riendo como ellos reían a pesar de la fría duda que atenazaba su corazón, sensación que ni el brandy ni el ponche pudieron borrar. «Si vuelves a verme», ¿no le había dicho eso en sueños el oso de su padre?, «piensa que tu hora ha llegado y que estás a punto de emprender otro viaje». ¡Insensato! ¡Loco! ¿Es que no había más que un oso en todo el Universo? ¿Y esa frase no había sido pronunciada en un sueño incoherente? Pidió otra ronda y se hizo un hueco en la mesa, donde se dispuso a jugar a las cartas. ¡Un nuevo viaje! Bien, lo emprendería, lo había ya iniciado. Al ver en la mirada febril de Alí su anhelo de consumir la noche como la cera de una vela, sus amigos, tan sorprendidos como divertidos, se dispusieron a complacerlo, conscientes de que los gastos correrían de su cuenta.