AL LECTOR:
Teniendo en cuenta que el mundo ha mostrado un gran interés en cualquier garabato asociado a la figura de mi padre, interés que no ha disminuido de forma apreciable en los veinte años transcurridos desde su muerte, y dado que todo aquel que tuvo la oportunidad de conversar con él o de escuchar sus comentarios no ha perdido un minuto para ponerlo por escrito y publicarlo, por superficial que fuera el contacto, o trivial el asunto, puede parecer asombroso que un abultado número de páginas escritas de su puño y letra hayan sobrevivido hasta ahora sin que nadie reparara en su existencia —y, por tanto, pudieran surgir las dudas derivadas de su autenticidad, o, como mínimo, cierta curiosidad justificada respecto a su procedencia—. Por tanto, considero mi deber proporcionar una breve descripción de cómo llegó la siguiente historia a mis manos, y por qué hasta ahora no llega al lector, si tal lector algún día llega a darse. Y si la mirada de éste se posa ahora en mis palabras, y en las de él, que confíe en que, sea cual sea mi interés en este asunto, no se trata de algo pecuniario, o de granjearme una fama inmerecida, ya que si llegara a suceder que sus palabras y las mías vieran la luz del día, sería porque yo habría muerto.
Podría ponerse en duda en efecto si vale la pena conservar una Obra como ésta, que contiene pasajes (no, temas enteros) que podrían no redundar en el crédito del Autor, y no sin ofensa ponerse en manos del público lector. En el presente caso está también la cuestión adicional de la relación de la Obra con la propia historia del Autor y, por tanto, con las tan aireadas y vejatorias dudas sobre su culpabilidad en determinado punto de su vida, uno del que fui ignorante testigo. Es necesario recordar que ciertas personas involucradas en esa historia (incluida su esposa, lady Byron) se reunieron a la muerte del Autor para, de común acuerdo, quemar las Memorias que él había escrito, las cuales incluían su propia versión de los sucesos, así como relatos de sus aventuras en el extranjero, que, al haber puesto por escrito, sólo podían perjudicar su memoria tanto como a aquellos íntimamente relacionados con todo ello. ¿Debía esta Obra parcial y sin corregir que ahora descansa en mis manos ser sometida a tal destino? Sólo puedo responder que quizá debió ser así, pero que no pude cumplirlo, de igual modo que hubiera sido incapaz de entregar sus Memorias a las llamas; tamaño servicio a Lord Byron hicieron quienes poseen mayor entereza que yo, y así lo harán en el futuro, si es que puede hablarse de servicio.
En lo que respecta a mi historia:
Gracias a los buenos oficios de mi grandísimo amigo Charles Babbage tuve en los años anteriores y posteriores a los levantamientos de 1848 el privilegio de conocer a varios hombres del círculo que rodea a la sagrada figura de Mazzini. El señor Babbage siempre ha sido un gran amante de la Libertad y del progreso del Hombre, y le encantaba disfrutar de la compañía de esos italianos, quienes, exiliados de su tierra natal únicamente por querer lo mejor para ella, también fueron incomodados e importunados por nuestro gobierno. Me refiero al signor Silvio Pellico, al conde Cario Pepoli y a un hombre que se convirtió en un amigo muy especial para mí, el signor Fortunato Prandi; en compañía de tales hombres tuve ocasión de conocer el aprecio que en su tierra natal se tiene todavía por la figura de mi padre, y qué fue lo que hizo a favor de Italia cuando residió en ese país. Gracias a unos de ellos (y no mencionaré su nombre, ni siquiera póstumamente, no porque necesite arroparse en el manto del anonimato, sino porque se me pidió desde un principio que guardara el secreto, promesa que no pienso romper ahora) descubrí la existencia de un manuscrito, supuestamente obra de Lord Byron, escrito en prosa y no en verso, manuscrito del cual no existe más que una copia. Según lo que me contaron (cuya falsedad o veracidad no puedo asegurar), un italiano que solía frecuentar la compañía de Lord Byron durante el período en que residió en Rávena, se hizo con el manuscrito, ya fuera a modo de obsequio o por otros medios; algún tiempo después lo confió a otro, y este segundo propietario había revelado recientemente su existencia al caballero que me hizo la confidencia. Le pregunté si su conocido conservaba dichos documentos. Así era. Pregunté también a este caballero si había considerado la posibilidad de confiarlos a los albaceas de Lord Byron, la firma de John Murray, a sus editores o si prefería entregarlos a sus herederos. El hombre lo había pensado, me dijo, y podía hacerse, pero no sin ciertas dificultades. La cadena de acontecimientos que le había llevado a la posesión del manuscrito podía interpretarse como aceptación de propiedad robada, imputación que sólo podía verse reforzada por el tiempo que hacía que poseía esa información sin haberla comunicado a nadie. Es más, el propietario creía (dijo mi informante) que el manuscrito tenía tal valor que podría venderlo por dinero, dinero del que la causa republicana andaba muy necesitada, y que por tanto no se sentía demasiado inclinado a poner su existencia en conocimiento de aquellos que podían reclamarlo por derecho sin una compensación. Mi interlocutor me confió la naturaleza de este obstáculo. Dijo que haría lo posible, que pondría todos los medios a su alcance para recuperar este recuerdo de mi padre, el cual, por las leyes de los hombres y del Cielo, me pertenecía a mí y a mis hijos, todo ello sin pedir nada a cambio, ni para sí ni para ninguna otra persona o causa, por muy elevada que fuera. Sin embargo, también me rogó que considerara la conmoción provocada por el más mínimo intento de arrebatar el manuscrito, que contenía Dios sabe qué, a su actual propietario.
Lo estuve meditando. ¿Qué podía valer semejante manuscrito? Mi padre trataba sus trabajos con la falta de interés propia de un caballero. A menudo (después de asegurarse de la existencia de una copia en limpio) entregaba los originales a quien tuviera más cerca. En nuestros tiempos se valoran mucho las cosas que han pertenecido a nuestros autores famosos, y algunos coleccionistas pagan elevadas sumas por ellas, pero en la mayor parte de los casos las cantidades no suelen ser considerables. ¿Qué bien podía procurar un magro rescate a la causa por la libertad de Italia? Quizá, pensé, no era tanto la procedencia como el contenido del manuscrito lo que hacía que a los ojos del propietario valiera la pena su adquisición; no obstante, a ese respecto nada podía yo saber sin hojearlo personalmente. Además, ¿cómo podía tener la seguridad, pues parecía imposible estar segura, de que el dinero exigido beneficiaría la causa de la que tan devotos eran mis amigos? Si recibía una garantía a ese respecto, la adquisición del manuscrito podía considerarse sencillamente como un medio de ayudar a esa causa, por desproporcionada que pudiera ser dicha suma con respecto al valor del objeto adquirido. Estos cálculos, que surgían de una mente rigurosamente lógica en sus operaciones, como tengo la certeza de que pocas lo son, eran sin embargo muy similares a los que los habituales del hipódromo llevan a cabo cuando ponderan los imponderables de una carrera de caballos.
Después de llegar a la conclusión que yo creía más acertada, imploré la ayuda de mi amigo. Le dije que, por poco juicioso que fuera negociar yo misma en persona la transacción de los documentos, deseaba echar al menos un vistazo al actual propietario de los mismos. Mi informante dijo que tal cosa podía arreglarse. Yo podría, si así lo deseaba, examinar el manuscrito en un lugar público, donde mi anonimato quedara garantizado. La suma podía pagarla de mis propios ahorros y, después de unas negociaciones en las que no tomé parte, se me comunicó una suma, con la que estuve de acuerdo. Se estipuló un lugar de encuentro, donde podría llevarse a cabo un examen previo del manuscrito: las salas de exposición del Crystal Palace, concretamente el Domo del Descubrimiento donde se exhibía el Pronosticador de Tempestades del doctor Merryweather, un ingenio que de todos modos sentía curiosidad por ver. Acompañada por mi amigo de confianza, y por una acompañante femenina que no estaba al corriente de nuestras intenciones, cubierta por un velo y sin llamar la atención, me dirigí a la galería ya mencionada a la hora que habíamos acordado. No sabría decir qué me pareció el interesante artilugio del doctor Merryweather, puesto que toda mi atención estaba volcada en el encuentro (a cierta distancia del lugar donde nos encontrábamos mi acompañante y yo) que tenía lugar entre el caballero que me ayudaba y el propietario del manuscrito. Este último era un tipo poco atractivo, de pelo cano y delgaducho, con un pendiente dorado de aro en la oreja izquierda como único signo de su naturaleza aventurera. No puedo decir más acerca del personaje, dado que, después de entregar a mi amigo un baúl de viaje, el contenido del cual tan sólo permitió examinar brevemente, se levantó de la silla y se perdió entre la muchedumbre. No he vuelto a verlo jamás, ni he sabido nada más de él.
Cuando se me hubo asegurado la naturaleza del manuscrito, según lo poco que mi amigo pudo ver, accedí al pago, y, bajo las circunstancias dictadas por el propietario (de nuevo en un lugar público, y en el anonimato), ese baúl de viaje fue adquirido en mi nombre. Estoy convencida de que la suma que cambió de manos aquel día se dedicó al uso prometido, aunque de eso tampoco puedo dar más detalles. Cuando me fue entregado el baúl, encontré en su interior, envuelta en pergamino, la novela en cuya lectura tú, querido lector —pues debo continuar creyendo en tu existencia—, estás a punto de embarcarte tal como yo lo hice entonces, y espero que con menos dificultad de la que afronté yo al principio. Muchas de las páginas tenían manchas de humedad, otras era imposible leerlas, y además la caligrafía de Lord Byron nunca me resultó sencilla de entender: jamás de niña me entregaron las cartas que me escribió, ni las que escribió a mi madre, y de hecho no vi su letra hasta que el señor John Murray me mostró el manuscrito del poema «Beppo», cuando, ya casada, se suponía que mi moral no se vería alterada por el contenido del poema. En el encabezamiento de la primera página figuraba el título, tal como colegí, aunque al iniciar mi primera singladura por el texto se me antojó aquél bastante peculiar, y, al echar un segundo vistazo, me pareció que las palabras habían sido escritas en una tinta diferente, por una pluma diferente, quizá en otro momento, lo que despertó aún más mi curiosidad.
No le hablé ni a mi esposo ni a mi familia de lo que había comprado, y tampoco se lo confié al mundo; lo hice por motivos que los estudiosos de mi desdichada familia (que forman un ejército cuyas filas engrosan a diario nuevos reclutas) comprenderán. Lo que mi padre había escrito era, por el momento, sólo para mí. Me dispuse a hacer una copia en limpio a medida que me familiarizaba con la escritura de mi padre. No describiré con qué emoción lo llevé a cabo.
A esas alturas había alcanzado lo que podría llamar una nueva etapa en cuanto a los sentimientos que experimentaba hacia la figura de mi padre. No mucho antes, mi esposo William, lord Lovelace, y yo habíamos aceptado una invitación para visitar Newstead, hogar ancestral de los Byron en Nottinghamshire, lugar que ahora pertenece al coronel Wildman, quien en tiempos fue compañero de escuela de mi padre en Harrow. Allí, en esos lugares que mi padre jamás pensó que yo visitaría y me regocijarían, donde sus dignos y libertinos ascendientes habían vivido, y cuyas rentas habían dilapidado tiempo ha; allí, cerca de donde se alza la modesta parroquia en cuya cripta mi padre descansa entre los suyos, ahí, no sé cómo, pero todo cuanto en tiempos me pareció saber respecto a ese espíritu tempestuoso y torturado, todo cuanto me enseñaron a creer de él, todo aquello por lo que debía considerarlo culpable, desapareció de pronto, o se despejó como una nube. Entonces me reconocí con todos mis defectos como una Byron, tanto como pudo serlo él con los suyos. Y si yo no era capaz de amarlo, tal como fue, tampoco era capaz de quererme a mí misma, o a sus nietos, mis hijos. En una carta citada en la biografía de mi padre escrita por el señor Thomas Moore, aquél decía que creía que una mujer era incapaz de amar a un hombre por sí mismo si no podía amarlo con sus defectos. Ningún otro amor, decía, merece ese nombre. Sea o no capaz mi alma de albergar semejante ideal de amor, considero que sus palabras son aplicables tanto al amor de una hija como al de una esposa; y nada puede impedirme ahora aspirar a ello.
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De igual modo que he cumplido con la necesidad de una Introducción o Prolegómeno, he tenido la temeridad de añadir una serie de notas que iluminan según mis posibilidades todo cuanto a esta historia concierne, y que relacionan lo narrado con diversos momentos de la vida de mi padre, de muchos de los cuales, me veo obligada a admitir, tengo escaso conocimiento personal. Ha supuesto para mí una fuente de distracción, incluso de solaz y deleite en momentos tan difíciles y dolorosos como los presentes, haber trabajado en la búsqueda de todas las conexiones que he podido encontrar y comentar. Ruego a aquellos lectores que puedan encontrar pedantes mis notas que sencillamente prescindan de ellas, de igual modo que podrían prescindir de la información acerca de un castillo o una catedral proporcionada por una guía, pues mis notas tan sólo cuentan con su pasión y devoción para verse justificadas.