ONCE

En el que se recorre un camino del que no hay retorno

conclusión lo que los diferencia, pues ¿no podría Otello haber sospechado antes de los tejemanejes e imposturas del loco Yago, para tenderle así una trampa, igual que Malvolio se ve atrapado en Noche de Reyes, para acabar todo en risa y la frustración del villano? De igual modo, sin las maquinaciones del duque, Medida por medida debería tener un final tan terrible como el de Romeo y Julieta. El fraile de esa obra es un hombre dado a cómicos descubrimientos relacionados con cartas ¡y a adormecedores bebedizos que también podrían haber resultado! Mas el Bardo, por dudas que tenga al respecto, finalmente decide si tragedia o comedia, y de ahí en adelante se obliga a declamar y meditar tristemente, o a reír y mostrarse ingenioso. Imaginemos pues que viviéramos en una Obra teatral, una repleta de ingenios tales como los suyos, trucos de alcoba, contradicciones, padres tiránicos y amantes intercambiados, ¿creeríamos estar participando en tal caso en una tragedia o en una comedia? ¿Deberíamos burlarnos, hacer juegos de palabras, y creer que el amor es capaz de vencerlo todo, por difícil que sea el camino que deba atravesar? ¿O hablamos mejor de los «golpes y heridas de la atroz Fortuna», y pensamos en nosotros mismos como «moscas para niños juguetones»?

Hasta el momento, en lo que a los destinos de Alí, de Catherine y del niño que está al caer concierne, no sabemos qué deberíamos pensar, porque el autor aún no se ha decidido Se acaricia el labio con el extremo de la pluma, y contempla el tórrido paisaje que se extiende más allá de la ventana. El termómetro marca veintisiete grados Celsius, está considerando tomar un brandy, o puede que una limonata, o encender un cigarro; y si se ve incapaz de decidirse entre éstos, ¿cómo va a decidir si la suya es una Comedia de los Errores, o una Tragedia de la Fatalidad, o el principio de una con el final de la otra?

La boda que, lo más pronto posible, iba a unir a ambos jóvenes no estaba llamada a ser un gran evento público, sino más bien un acto con sólo los elementos imprescindibles para el desarrollo de la ceremonia: uno o dos parientes por un lado, más serios que alegres, y por la otra, la del huérfano Alí, el Honorable Peter Piper como padrino, encargado de tenderle el anillo y respaldarlo si lo necesitaba. Se había obtenido una licencia especial, con la ayuda de un obispo de acuerdo con un abogado (el señor Wigmore Bland), para que la ceremonia tuviera lugar en una casa que era adecuada por lo lejos que estaba de la ciudad, una casa propiedad de los Delaunay, un lugar sombrío y gris1 situado en la costa rocosa, golpeada sin cesar por las frías olas del mar. No obstante, la prensa londinense se enteró de los particulares, el vestido de la novia, la fortuna del novio, y en seguida informó de ello con gran detalle. Por su parte, Alí acusaba aquella mañana la inquietud propia de aquel que se dispone a convertirse en marido, aunque con algunas peculiaridades adicionales poco comunes.

—Pareces haber perdido a tu mejor amigo —dijo el Honorable al ver entrar a Alí vestido con el chaqué azul—, en lugar de haber conquistado a la mujer de tus sueños.

—Me gustaría que pudiéramos casarnos en un abrir y cerrar de ojos —susurró Alí—, como la gente se electrifica2 cuando se aferran de las manos formando una cadena. Mucho me temo que no podré convertirme en otra persona.

—Apuesta por ello —aseguró el Honorable mientras ayudaba al nervioso Alí a ponerse los guantes blancos—, la dama será el agente de la necesaria transformación; he visto obrar ese milagro un millar de veces.

—Muy seguro estás, para no haber dado el paso personalmente.

—Ya, bueno, puede que para mí no haya esperanza, pero he podido observarlo en los matrimonios ajenos, igual que el predicador metodista advierte a quienes le escuchan, al percibir un alborozo profano entre ellos: «No encontraréis consuelo en la risa». ¿Vamos?

Y con los votos y los anillos concluyen las pantomimas, y los amantes regresan a su propia piel, y se resuelven las confusiones de Venus, a pesar de lo cual sabemos de sobra que en la vida no hay final, sólo otra transformación, más pruebas a superar para todos. Al anochecer, después de firmar en el libro y disfrutar de la cena, la novia y el novio partieron en el carruaje de Alí para pasar un mes a solas. La nieve cubría el camino, y las plomizas nubes colgaban a tan escasa distancia que diríase que podían alcanzarlas con las yemas de los dedos. El silencio, en ese día invernal, también se hizo en el coche y entre la pareja, y no sólo porque la novia, por guardar las formas (o eso le pareció a su esposo), había ordenado a la doncella que los acompañara en el coche, en lugar de hacerlo en el pescante. ¿En qué pensaban, ellos que se habían casado en tales circunstancias? ¿Acaso no es preferible el silencio, cuando todos los pensamientos que tenemos pertenecen al terreno de lo que pudo ser y no fue, de lo que nos condujo allí donde no quisimos llegar? Aun así, sin importar dónde empezaran, ahora todo se extiende ante ellos, como lo hará cada mañana hasta la última, y (así pensaban ambos, aun sin hacer partícipe al otro de ello) podían hacerse felices, muy felices, tanto como si jamás se hubieran casado.

—Si nos hemos equivocado —dijo finalmente Alí, con un tono destinado a arrancar a su esposa una risa desenfadada—, espero que no me odies. ¡Yo te prometo que no lo haré!

—Te amaré con todo mi corazón —dijo ella con una certeza que a cualquier esposo le hubiera confortado escuchar, pero que, en el caso de Alí, sólo consiguió que éste se refugiara de nuevo en el silencio, pues sólo podía pensar en lo dividido que tenía el corazón, que, por ello, no podía entregar por completo, sin saber si era él o era ella la causa.

No tardaron en llegar a la propiedad de los Delaunay, donde habían de comenzar su vida en común. Los leales criados los recibieron con sonrisas, y habían calentado el lugar tanto como podía estarlo, además de disponer el dormitorio para la pareja, y preparado la comida. Lo cierto es que Alí y Catherine se inquietaron un poco, como si aquella alegría los dejara sin saber qué hacer. Alí le susurró a Catherine que se preguntaba si les traerían coronas de papel y cantarían una canción en su honor, comentario que a ella la hizo reír como no lo había hecho en todo el tiempo que habían pasado juntos. No obstante, cuando la casa quedó en silencio y se hizo inevitable retirarse al dormitorio, no pudieron evitar rendirse de nuevo al silencio, pues se veían como extraños, tanto como puedan serlo dos seres embutidos en piel humana, por mucho que consideren que se conocen entre sí con todo lo que esa palabra, «conocerse», pueda implicar; y de hecho ellos no se conocían, y lo sabían. Obviamente, surgió la duda de si debían compartir cama, estando la novia en la condición anteriormente descrita, y habiendo aprendido ésta gracias a los consejos de amistades femeninas más experimentadas que en tan delicada situación debía guardarse para no ponerse en peligro. Finalmente, como dos niños temerosos de la oscuridad, se acostaron entre las cortinas carmesí3 del lecho denominado suyo, bien arropados, y... Y aquí debo dejar caer el telón.

A medianoche, al despertarse sin saber por qué, Catherine se encuentra sola en la cama. Alguien ha atizado el fuego de la habitación, y Catherine distingue a través del dosel una sombra que se recorta contra él, una sombra que se vuelve más y más grande a medida que se acerca. Entonces alguien aparta con fuerza la cortina y ella ahoga un grito de horror. Tiene ante sí a su esposo, con el camisón puesto, mirándola como con rabia pero sin ver, ¡y en su mano empuña una pistola!

—Milord, pero ¿qué hacéis? —preguntó, pues no se le ocurrió qué más podía decir.

Él, como si no hubiera reparado en su presencia, se sobresaltó y la observó sorprendido, y ella supo que lo había arrancado del sueño en ese momento, y un escalofrío de pavor le erizó el cabello.

—Había oído un ruido —respondió él—. No sabía qué... Me levanté...

—¿Me reconoces?

—¡Catherine! ¿Por qué no iba a reconocerte?

—Te lo ruego. Piensa que estoy embarazada de tu hijo. No hagas nada que sobresalte este corazón, pues a consecuencia de ello dos corazones son los que sufren, quizá de forma irrevocable. Te ruego que tengas un poco de amabilidad, ¡si no por mí, por tu hijo!

—Cálmate. Cálmate —pidió él al tiempo que desamartillaba y se deshacía de la pistola—. Mira, no hay peligro, ¿ves? Puede que fuera estúpido por mi parte creer lo contrario. No sé qué sería ese ruido.

—Ven a la cama. Es muy tarde.

—Sí.

—Reza conmigo. Nos tranquilizará a ambos.

Y eso fue lo que hizo Alí. Al menos, prestó atención a las plegarias de ella. A pesar de eso, cuando de nuevo estuvo cubierto por sábanas y mantas, calado el gorro de dormir y la mejilla contra la almohada, no pudo cerrar los ojos. Estaba asombrado. En verdad no había oído ruido alguno, no sabía por qué se había levantado de la cama y se había armado, sólo que se debía a razones pertenecientes a otro reino, donde se había ocupado de otros asuntos, todo lo cual había olvidado por completo: reino, asuntos, a sí mismo, a todo y a todos; todo ello se había deslizado como agua entre los dedos, y al despertar no había sabido qué responder a su esposa, excepto que había oído un ruido, ¡cuando en realidad nada había oído!

* * *

Tan pronto como concluyó su luna de melaza y el lord y su dama hubieron regresado a Londres, recibieron en su nueva residencia la visita del abogado Wigmore Bland. Tan sonriente como de costumbre, tan satisfecho de sí mismo y del mundo que se extendía ante él, les llevó las nuevas de que, si bien las perspectivas de éxito de Alí seguían siendo igual de prósperas (lo cual suponía que las perspectivas del propio abogado también lo eran), en lo que a recuperar la abadía concernía, por lo visto, hacían falta meses y años para que se firmaran y aprobaran los documentos pertinentes.

—No sé cómo habrá sucedido tal cosa —aseguró el señor Bland, cuyo rostro pareció ensombrecerse un tanto, como cuando las nubes ocultan un instante la luz del sol—. El caso es que se ha presentado un recurso ante el Tribunal, en el que se pone en duda que seáis la única persona con derecho a heredar las tierras y propiedades relacionadas con el título. Aseguran que hay otros herederos vivos, y que se entregarán las correspondientes pruebas a su debido tiempo. El juzgado no puede hacer caso omiso de dicho recurso, por insustancial que parezca en este momento.

—¿Cómo? —exclamó su cliente—. ¿A qué otros herederos se refiere? ¿Quién ha presentado ese recurso, tal como lo llama usted?

—Han sido enviados por un tal John Factotum, cuya dirección se desconoce, en nombre de...

—¿En nombre de quién?

—De lord Sane. ¡Joven señor! Creedme, pretenda los fraudes o abusos que pretenda ese tipo, no se saldrá con la suya. ¡Los solucionaremos uno a uno y quedarán en nada!

Alí le rogó que le dijera de qué iba a vivir hasta que llegara ese momento, cómo iba a cuidar de su esposa e hijo, y cómo iba a mantener a raya a los acreedores. El señor Bland declaró que podía vivir bastante tiempo del aire, aunque no para siempre (admitió), y que la cosa estaría reñida entre el caso de Alí en la cancillería y la impaciencia de los acreedores.

Los acreedores de Alí habían solicitado ayuda legal, pero no del tipo generoso y optimista encarnado por el señor Bland, sino más bien, tal como pronto descubriría Alí, de una manada de malvados gusanos sedientos de sangre, ¡colmilludos, de garras de acero y corazón de piedra! No pasó mucho tiempo hasta que éstos se concretaron en un administrador dispuesto a hacerse con las posesiones del joven esposo, y que le impidió deshacerse de ellas o de cualquier cosa sobre la que la manada pudiera clavar sus garras. Clavó en la puerta de Alí el aviso de su derecho a hacerse con la casa y, como un duende alemán, a hacer cuanto le viniera en gana; entró por la puerta, a pesar de los esfuerzos del ayuda de cámara y el cocinero para impedírselo, tomó asiento en el recibidor y colocó el bastón sobre el regazo, separando los pies. Tampoco consideró conveniente quitarse el sombrero, que lucía ladeado, insolente como su sonrisa torcida. Bastaba con verlo para enloquecer a Alí, que se veía obligado a pasar junto a él cada vez que salía o entraba en la casa. Verlo y olerlo allí, el Minos de su vida futura. Sin embargo, no era ese hombre lo que más temía Alí. Él temía a uno que sólo aparecía en su interior, ¡y al que no sabía cómo enfrentarse!

—¿Te he ofendido en algo? —preguntó su esposa, al verlo al límite de la rabia después de un negro día de silencio—. Si es así, dímelo.

—¿Ofenderme, tú? —respondió Alí, encendido—. Vaya, ¿tan convencida estás de que tu ofensa bastaría para reducir a un hombre al silencio? Ya sabes qué carga debo sobrellevar. ¿No lo ves, no lo sientes? ¿No me ves esforzándome por levantarla y sostenerla con todas mis fuerzas? Permíteme al menos acusar, mediante mis acciones, de vez en cuando, parte del esfuerzo que supone. Permíteme ser áspero, desagradable incluso. No es que me guste, ni lo quiera. Ten paciencia.

—Haré todo lo que pueda —dijo ella con gran tiento—, para ser lo que tú deseas que sea.

Tal respuesta, semejante cálculo, surtía en Alí el efecto de esos compuestos químicos que vemos, un ácido y un álcali,4 de aspecto inofensivo y corriente, que, al combinarse, empiezan de inmediato a espumear, a oler mal y a rebosar el recipiente. Nada pudo decir, no pudo regañarla por su paciencia y su buena voluntad, mas se sintió afrontado, empequeñecido, en resumen, desesperado, incapaz de poner un nombre a su desesperación.5 A diario, con el reproche tácito pero implacable de su esposa, formulado mediante suaves reconvenciones, con el administrador sentado a la puerta como pétrea estatua, mas con un ojo al que nada se le escapaba, su propia sensación de estar completamente equivocado, pero incapaz de actuar de otra manera, Alí se sentía atrapado entre el Fuego y el Hielo, incapaz de decidir qué haría a continuación. Era una sensación tan horrible para su alma que, tras dedicar una mirada de horror y rabia a Catherine (mirada que podía ver reflejada, con una especie de compasión, en el rostro de su esposa), no podía sino pasar de largo junto al estólido administrador y salir por la puerta.

En aquella desdichada casa permanecía Catherine todo el tiempo. Finalmente, lady Sane tuvo una niña, ayudada por ancianas y experimentadas mujeres pertenecientes a su familia (tres en total, como debe ser), que, por lo visto, se reunían en similares ocasiones para pronunciar el destino del niño y cortar el cordón que lo había mantenido unido a la madre, hasta el momento de verse arrojado «a este duro mundo donde tomar aire con dolor», tal como hizo ese bebé en concreto, con un grito inicial que pudo oírse abajo, en las cocinas, y en la sala donde Alí caminaba de un lado a otro, como hacían todos los aspirantes a padre. Sin embargo, él no era un padre cualquiera, y sus sentimientos aquella noche, o aquella mañana (pues cuando recibió la noticia se habían fundido las últimas estrellas y podía oírse el familiar ruido de los carruajes al rodar por las calles, así como los gritos de los madrugadores vendedores ambulantes), libraban una guerra en su interior. Subió y se detuvo en la puerta de la habitación donde yacía su esposa. Era incapaz de entrar. Desde el umbral observaba aquella extraña maravilla de bebé que ella acunaba en sus brazos, tan infinitesimal, una molécula, un átomo de vida, el bebé al que no podía considerar suyo,6 y al que, sin embargo, tampoco podía rechazar o desdeñar.

—¿Está... sano? —preguntó sin cruzar el umbral.

—Alí —dijo Catherine. Parecía haberse deshinchado, y estar agotada, como si Dios hubiera tomado su carne y su sangre para hacer al bebé, lo cual en verdad había hecho; por un instante sintió una gran compasión, o amor, sentimiento que lo cogió por sorpresa, de modo que siguió allí de pie, incapaz de dar un paso—. Alí —susurró de nuevo Catherine—. ¿No vas a entrar? —Y, entonces, entró.

Escogieron el nombre de Una. Alí temía que no tuviera a nadie más que a sí misma, que estaría sola. Era fuerte, y gorda, y lloraba con fuerza, como si tuviera buenos motivos para ello, quizá porque su casa estaba patas arriba, aunque no lo supiera, quizá porque entre sus padres había surgido un abismo que pronto sería imposible de superar.

Cierta noche, al abandonar la casa para buscar distracción en lugares donde es sabido que ésta reina, con la disipación a la derecha y el olvido a la izquierda, fue del teatro al club, de los dados a los naipes, buscando librarse del pensamiento, formando parte de una multitud enfervorecida entre la que era más observador que participante.

—Camarero —oyó pronunciar en un grito débilmente exquisito, procedente de la mesa donde se celebraban las cenas—, tráigame un madeira con especias, y jalea; ah, y pase un trapo por mi plato.

Ante lo cual, un tipo algo bruto, sentado a la misma mesa, voceó al mismo camarero:

—¡Camarero! ¡Tráigame una jarra de grog del fuerte, y pase un ladrillo por mi culo!

Una mujer furiosa se levantó al otro extremo de la mesa, y se volvió hecha un basilisco hacia el tipo que la había ofendido.

—¡No se atrevería usted a decir tal cosa si yo fuera un hombre! ¡Pues sepa que soy de las que no temen ponerse unos calzones y exigirle una satisfacción!

—Si lo hace —respondió el tipo—, ¡yo me quitaré los míos y procuraré satisfacerla!

Al pasar del salón-comedor a otros recintos donde podía uno procurarse otros placeres, Alí se acercó a un grupo de caballeros que estudiaban atentamente un papel; al verlo acercarse, lo miraron culpables y ocultaron el objeto de su estudio.

—Vaya, ¿qué tienen ustedes ahí? —preguntó él sonriente sin mayores preámbulos—. Diría que tiene algo que ver conmigo.

—Así es, milord —respondió uno de ellos, un tipo que a menudo hacía las veces de banquero en el juego—. Poseo algo que en verdad por derecho no me corresponde. Debo decirle que reconozco la letra, y que estoy convencido de que no es la de su señoría, pero sin embargo es de él.

—No sé a qué se refiere —dijo Alí, que ya no sonreía—. ¿De qué me está hablando? ¿Qué tiene que ver conmigo?

—En verdad le diré que no vi al caballero responsable —dijo el banquero—. Un amigo, mejor dicho, un conocido, al percibir de un jugador un pagaré por las pérdidas sufridas, y necesitar dinero contante y sonante, me vendió el mismo con cierto descuento. Y aquí está.

El papel que le mostró declaraba que el portador debía percibir del banco de Lombard Street cierta suma de dinero, y estaba firmado con gruesos trazos por SANE; luego habían doblado y lacrado el documento. En el sello quebrado, extendido como una gota de sangre, Alí vio estampado el sello del anillo de su padre, la ∑, el mismo signo que tiempo ha, en las colinas de Albania, había sido tatuado en su propia piel para marcarlo como hijo de su padre.

—Es suyo —confirmó Alí, quien dejó caer el documento en la mesa como si fuera una misiva del más allá, donde, si los sermones de rigor no yerran, su padre moraba en incómodas circunstancias.

—Pero observe la fecha. Hace apenas unos días que el pagaré fue extendido —aseguró el banquero con voz ronca, sin hacer ademán de recoger el papel.

—Yo le conocía —intervino otro de los presentes, cuyas mejillas rojas daban fe de que había bebido—. No era impropio de él resolver una deuda de esta guisa, en cualquier trozo de papel.

—Está muerto —dijo Alí en un tono que no admitía objeción.

—Pues en tal caso ha vuelto a las andadas, a pesar de su estado —dijo el tipo—. Sigue jugando, y sigue perdiendo.

—Y ¿en qué gastarás el dinero de un fantasma? —preguntó otro de los acompañantes del banquero—. ¿En una chuleta de cordero que lleve tiempo muerto, o, quizá, en el espectro de una furcia? ¿O en licores espiritosos?

—Ah —dijo el de las mejillas sonrosadas—, eso si hay dinero que gastar.

—Precisamente. Ésa es la prueba definitiva de que él tiene algo que ver —dijo el banquero, cuya expresión se tiñó de un extraño miedo—. ¡Ya que hoy mismo el banco ha rechazado el pagaré! ¿Qué les parece? ¿Es propio de él?

Alí sacó la cartera y entregó al banquero unas libras a cambio del falso pagaré, libras que el banquero se alegró de recuperar, por más de una razón, por lo visto, pues sus compañeros se mofaron de él por sus escrúpulos. Alí lo achacó a un plan desesperado, a una estafa, a un truco ejecutado por un rufián vivo, y no por uno muerto. En cuanto se quedó a solas, arrugó el vil documento y lo arrojó al fuego. Y mientras ardía oyó una voz susurrar: «¡No puedo morir!».

* * *

No tiene sentido acudir a la Justicia si no hay nadie a quien acusar, nadie con quien carearse, por mucho que ese nadie continúe obrando. Alí oyó a uno decir que cierto Sane había ganado a los dados, juego en el que Alí no había participado jamás. Oyó los rumores que corrían de que un tipo muy parecido al antiguo lord había sido visto en el camino de Brighton, en un coche cuyo cochero azotaba con denuedo a los caballos y a los hombres del portazgo, por simple diversión, antes de desaparecer. Luego, cierta noche, al pasar por las atestadas salas del club en Saint James Place, entre las voces que se alzaban en agudos comentarios y expresiones de triunfo o desesperación, Alí oyó con gran espanto la mismísima voz de su padre, inconfundible, rasposa como amoladera, como el guijarro arrastrado por la fría marejada. Buscó entre la multitud afanosamente, abriendo las puertas de los reservados, mas no encontró a nadie, y al final desistió, sintiendo todas las miradas sobre él y la calentura del momento convirtiéndose en temor; seguro que tenía que estar siendo engañado, no podía ser él. Era imposible. ¡Sane, no!

Pidió papel y pluma en el vestíbulo para escribir una nota:

A QUIEN SE HACE PASAR POR LORD SANE: Estaría bien que respondiera al abajo firmante, o dijera al titular aviso de dónde y cuándo podría reunirse con quien exige una satisfacción por el abuso que hace de personas confiadas, y los falsos documentos que extiende bajo un nombre que no le pertenece; el momento y el lugar quedan a su libre albedrío. — SANE

Misiva que procedió a doblar y lacrar para luego escribir en ella el nombre de alguien que no formaba ya parte del mundo de los vivos, a menos que se entendiera que era Alí mismo el destinatario, dirigido por tanto el desafío a sí mismo. Confió la carta al asombrado empleado, y le pidió la entregara al primero que la solicitara. Y, así las cosas, se marchó.

El Honorable aceptó en seguida actuar como su padrino en caso de que el reto fuera aceptado, y asumió las tareas propias de su oficio con la mayor seriedad, es decir, ante todo debía calmar y reconciliar a las partes si era posible; debía consultar con los padrinos del oponente y acordar el lugar donde se celebraría el duelo, que debía estar libre de obstáculos, fuera del alcance de la ley, tener buena luz, etc. Además de avisar a un cirujano, disponer los preparativos de la huida en caso de que el encuentro concluyera fatalmente, y demás preocupaciones grandes y pequeñas propias de todo asunto de honor. Todo ello fue en vano, pues quien había ofendido no se presentó, ni apareció ningún padrino en respuesta al desafío de Alí.

—¡Todo esto es de lo más irregular! —aseguró el señor Piper—. No puedo imaginar que nada bueno salga de ello, ¡por mi alma que tiemblo sólo de pensarlo!

Aunque nadie había recogido la nota que había dejado Alí, no mucho después encontró una carta esperándolo en sus dependencias; el sobre no daba indicios de cuál era su origen y el interior contenía esta respuesta:

A LORD SANE: Con los mejores deseos de LORD SANE, quien propone que se reúnan en los Idus de este mes, al anochecer, a las ocho en punto, y no para su satisfacción, puesto que considera que no le debe ninguna, sino para la suya propia, y quizá para su Iluminación. La elección del arma no le interesa lo más mínimo, y la deja a su preferencia.

A esta nota había adjuntado el nombre de un lugar de mala reputación, situado en un barrio desierto, donde tales negocios solían resolverse, puesto que la ley no se entrometía allí; la nota no estaba firmada.

—¡Es peor que antes! —exclamó el Honorable—. Es imposible librar un duelo tan tarde, cuando está a punto de anochecer, y en semejante lugar nada menos; creo que estamos siendo burlados, o engañados, e insisto en hacer caso omiso y que no te persones allí por nada del mundo.

—Pero lo haré —replicó Alí—. Debo saber quién es quién así me persigue. Si es un hombre, o... O lo que sea.

—¿«Si es un hombre»? —repitió el Honorable—. ¿Acaso esperas a un duende? ¿A una muchacha?

—Me refería a un hombre de Honor —dijo Alí en voz baja, consciente, por supuesto, de a qué se refería exactamente—. Acudiré al lugar, y a esa hora; me gustaría poder contar con tu compañía, pero si te niegas por la razón que sea, lo entenderé.

—¿Cómo? ¡No acompañarte! ¡No es probable que decida tal cosa! —protestó el Honorable—. Cuando sabe Dios qué diabólica trampa te tenderán. No vas a dar un paso sin mí, y si no cuentas conmigo me lo tomaré como algo personal.

Así pues, la noche en cuestión, Alí pidió que prepararan su carruaje, y él y el señor Piper (que había cargado con una caja de pistolas, una linterna y un baúl con las cosas imprescindibles para el caso de que fuera necesaria la fuga) fueron conducidos al lugar. Eran las ocho en punto; el lugar estaba desierto, excepto por un tipo que rondaba por allí, solo, fumando un cigarro, con un sombrero de ala ancha tan calado que le cubría el rostro. Transcurrido un cuarto de hora sin que nadie más hiciera acto de presencia, el Honorable bajó del coche y llamó la atención del fumador.

—¿Quién es usted, señor? —preguntó—. ¿Es quizá con quien debíamos encontrarnos aquí?

—Podría serlo. Todo depende de a quién hayan venido ustedes a ver.

—¿Dónde está el convocante?

—Ha declinado hacer acto de presencia. Desea retirar sus impertinencias, por cuyas ofensas pide disculpas. Espera que baste con esto, y asegura que no volverán a saber de él.

—¿Ha venido usted aquí a hacernos partícipes de esto?

—Soy su mensajero.

—Esto es irregular —aseguró el Honorable—. Palabra que lo es.

El hombre nada respondió, a menos que el súbito fulgor del cigarro en la oscuridad sirviera de respuesta. Al levantar la mano, pareció que apartara un carbón encendido de la boca, y sostuvo así el cigarro hasta que éste se enfrió, un truco propiciado por la luz que reinaba en aquel lugar sombrío. Luego dio la vuelta, dispuesto sin más a marcharse. Al verlo, Alí salió del coche.

—¡Eh, usted! —exclamó—. No le conozco, pero no retiraré el desafío, ¡de modo que usted responderá ya que él no lo hace!

—¿Yo? —preguntó el otro—. Pero si yo no soy nadie.

—Exigí satisfacción —dijo Alí—. La misiva de su mandatario me la negó de forma impertinente, pero me prometió aclararme las cosas. Deseo una explicación de todo cuanto ha hecho.

—¡Ah! —dijo el otro—. Hoy en día las explicaciones van muy buscadas, y quizá no se deseen una vez obtenidas. —Arrojó al suelo el cigarro que estaba fumando y, al caer sobre la piedra, produjo una lluvia de chispas rojas—. Ese asunto nada tiene que ver conmigo. He entregado el mensaje, y con eso he terminado mi trabajo. ¡Les deseo buenas noches!

—¡Aguarde! —voceó Alí, que se dispuso a seguirle, mientras que el señor Piper, cargado con la caja de las pistolas, le tiraba de la manga y le susurraba que no debía ir en pos de aquel tipo, por si le hubieran tendido una trampa.

Alí apartó la mano de su amigo y siguió al hombre por la oscura calzada; el otro caminaba raudo como un elfo, a pesar de que su paso no denotara tanta prisa. Llegó a un lugar donde ardía un fuego sobre unas piedras y uno o dos tipos permanecían allí sentados, calentándose. Al acercarse el individuo del sombrero, se elevó junto al fuego una sombra grande y corpulenta que levantó la cabeza. ¡No, era un hocico! y Alí los vio a ambos, a quien le había burlado y al animal que le pertenecía, saludarse entre sí como se saludan los amigos, mientras los demás reían; luego, tras tomar en sus manos la cadena que rodeaba el cuello del animal, el hombre se adentró con él en la niebla, adonde Alí no los siguió.

* * *

Al llegar de nuevo a su hogar (que no era suyo, al contrario que sus cosas: cucharas, sofás, perros y saleros, todo ello suyo, de él), Alí se enteró de que su esposa había decidido visitar a su familia. Estaba ocupada llenando baúles y dando órdenes al servicio, con la ayuda de tres damas de negro que siempre parecían pendientes de ella: esto es, su madre, la encargada de la niña y una de esas parientes ambiguas sin cuyo ojo penetrante y lengua viperina no puede mantenerse familia alguna, ni mantenerse ni echarse a perder, para el caso.

—Partiremos mañana —dijo Catherine, y él reparó en el rubor que cubría sus mejillas y la mirada febril—. El aire de la campiña le sentará bien a Una. Y a mí.

—Quizá tengas razón —repuso fríamente Alí—. No deberías compartir casa con alguien como yo.

—¿Qué? ¿Por qué dices eso? ¡No he dicho nada en tu contra!

—No hace falta. —Ante él, el fuego agonizaba en la chimenea, y de pronto tuvo la insensata sensación de que su propia vida se apagaría con él. ¿Por qué nadie lo había atizado? ¿Se habían despedido los sirvientes? Aferró el atizador y se volvió de nuevo a su esposa—. Digo que no hace falta. Tus sentimientos saltan a la vista, pero aun así te exijo que seas sincera, o...

—¿Me matarás? —preguntó Catherine—. No creo que quieras hacerme daño.

Vio en su rostro una alarma que lo asombró, y que a continuación le hizo sentir una furia irracional, una rabia que aumentó a medida que lo hacía el miedo de su esposa.

—¿Cómo? ¿Por qué crees que no lo haría? ¿Acaso no se cuenta en todas partes que asesiné a mi propio padre? ¿No desciendo de una familia de locos y malvados? ¿No te deshonré estando dormido? ¿Por qué iba a arrugarme ante la perspectiva de asesinarte?

—No hables así, te lo ruego. Podrían oírte.

—¡Ellas! Pues que me oigan. Hace tiempo que me creen loco. Hace tiempo que comentan de mí... ¡No, no pienso hablar más del tema! Ve con tu señora madre. Ve a donde quieras. Perdóname. He sufrido un extraño acceso de locura, no te preocupes.

—No lo haré.

—Ya estoy tranquilo. Tienes razón. Será mejor que vayáis al campo.

—Sí.

—Cuida bien de nuestra hija, ¿quieres? Envíame noticias suyas. Y de ti.

—Lo haré.

—¡Está bien... está bien!

A la mañana siguiente se dispusieron a partir, con un carruaje y un carro, increíblemente equipada su hija, como si de la realeza se tratara, con más cosas de las que Alí había creído posible que existieran. En la ventanilla Alí tomó la mano de Catherine, y la besó (¡qué fría estaba!), antes de hacerle un gesto al cochero. Su esposa se recostó en el asiento, se envolvió en las pieles, y Alí dejó de verla. ¡Y no volvería a verla nunca más!

Una tempestad se abatió sobre su alma, y ya pasara el tiempo en casa, o saliera, ya meditara a solas o se dejara acompañar, fuera donde fuese, entre el placer y él, entre él y el olvido cayó una sombra, la de aquello en lo que no se atrevía siquiera a pensar. Su propia confusión, o las horripilantes posibilidades que era incapaz de creer que se produjeran en el mundo. Como un animal de astucia sobrenatural, lo tentaba a emprender la caza, dejaba pistas, rastros, en todos y cada uno de los lugares posibles, incluso le permitía atisbar su hechura antes de escabullirse. Alí vio, o creyó ver, al espectro que lo acosaba, a su perseguidor perseguido, en cada casa, en cada calle, en cada multitud y esquina. En vano Peter Piper y el resto de sus amigos quisieron ahuyentar sus miedos, deshacer las irracionales sospechas que le subyugaban. Qué capacidad poseía para juntar dos o tres misterios triviales con una o dos inocentes coincidencias, y con el resultado urdir una trama, o una Némesis, que no poseía mayor sustancia que su propio reflejo en el cristal. Era precisamente aquello lo que más temía Alí, no que conspiraran contra él, ¡sino que estuviera loco! En la mundana sociedad en la que se mueve, Alí empieza a oír, de segunda y de tercera mano, rumores relacionados con él. Cosas que se dice que ha hecho, la deshonra que acarrea, los viejos y olvidados rumores referidos a su padre y a su propia historia. No todos ellos son ciertos, y la mayor parte son, de hecho, falsos. ¿Quién habla así de él? ¿Acaso brotan por sí solas las mentiras,7 cual hongos, huérfanas de la corrupta tierra? ¿O hay alguien que las apadrina, que las acuña sin fundamento alguno? ¿Quién? Alí es incapaz de hallar una fuente, y teme que ésta no exista, que todo lo que oye, todo lo que escucha, provenga tan sólo de su propia mente emponzoñada. «Que engañó al difunto lord cuando estuvo en Albania; que tuvo relaciones con él de las que más vale no hablar y lo convenció para adoptarlo como a un hijo, todo ello con ese objetivo en mente: ¡su actual encumbramiento!» «Que el hijo nacido de su esposa no es suyo, que de hecho fue concebido antes de la boda, en contra de los usos de la buena sociedad, donde los hijos se conciben después del matrimonio, y no antes.» «Que introdujo a su esposa en ciertas monstruosidades traídas de Oriente, ignotas en esta tierra, perjudiciales para la salud y para el alma, y que, cuando ella se resistió, él amenazó con matarla; y que la hija habida de su unión nació siendo un monstruo, o deformada, y que él intentó despacharla con una almohada nada más venir al mundo.» Finalmente Alí se centra en uno a quien cree responsable de estas cosas, no sin cierta justicia, puesto que en efecto el tipo ha hecho circular estas calumnias, aunque no haya inventado ninguna. Se trata de un borrachín desdichado, hijo de otro borrachín (aun siendo un gentilhombre), cuya incontinencia verbal permite a Alí sorprenderlo en flagrante delito. Lo golpea, lo desafía, grita presa de tal furia insensata, sujetándolo de las solapas, con el rostro tan cerca del joven señor, que le escupe en la cara.

El joven caballero —que su nombre sea Brougham,8 Black, o White, no me importa— se apresuró a presentar a un par de padrinos no más capaces que él, convencidos éstos de que su amigo había sido insultado, herido, mancillado, y aunque el Honorable, que actúa en representación de Alí, esta vez de la manera apropiada, propone una salida para mejorar las cosas y evitar que la riña llegue a mayores, no hay nada que hacer. El señor Brougham-Black y sus briosos amigos están encendidos. En su vacía casa, Alí reflexiona, y no está de humor para que nadie le dirija la palabra, tanto más a medida que se acerca la fecha. ¡Ah! Qué poco reconoce el lector lo mucho que lamenta un escritor (siendo los caprichos del Destino inalterables, una vez él ha decidido que lo son) tener que empujar a su Héroe a cometer una atrocidad, una insensatez; cuánto desea advertirle, disuadirle, apelar a la razón o al ángel de la guarda, incluso mientras la pluma con la que empuja al pobre diablo hacia delante chirría9 sobre el papel.

Ha llegado el gélido noviembre, y el amargo olor del ardiente carbón destaca en el ambiente húmedo. El estiércol reciente humea en la calle, y Alí permanece tembloroso, impávido al alba, sin saber qué está haciendo allí, cuando asoma la casaca roja del cartero, cuya regularidad supera a la del sol inglés, y le entrega una carta de su esposa. Alí paga el penique y lee, y descubre que Catherine no tiene intención de volver a su lado, a su casa, sino de separarse, llevar vidas separadas. «Te ruego que no te dirijas a mí directamente para este asunto. No confío en mi reacción a la hora de leer tus cartas, y espero que puedas perdonarme, que seas consciente, si es posible, de lo mucho que me cuesta resistirme a ti. Escribe a mi padre a esta dirección, y disponlo todo con el señor Bland, abogado, que actuará como mi representante. Ya conoces mis razones, de modo que no las expondré. Durante largo tiempo creí que estabas enfermo y que esa disfunción de tu cerebro (tal como me la has descrito) podría empujarte a comportarte de forma desagradable y desatenta, y a actuar también, cuando te ves sometido a la fiebre de la imaginación, como no lo harías jamás en caso de encontrarte bien. Si estuvieras enfermo me vería obligada a seguir contigo, y puedes dar por sentado que así lo haría. Mas he recibido cierta información, procedente de fuentes que imagino podrás intuir, que me induce a pensar que eres responsable de tus actos, y que éstos son tales que ya no puedo seguir compartiendo casa contigo, ni la cama, etc., etc.» Todo esto lee Alí mientras permanece de pie ante esa casa a la que ella no regresará, y lo lee impasible, como si fuera una noticia publicada en la Gaceta concerniente a personas desconocidas para él. Por último, como escrito por una mano diferente, o en un estado de humor totalmente distinto, lee la siguiente posdata: «Alí, una oscura estrella presidió nuestro encuentro. ¡Pesa sobre mí una condena de la que librarme no puedo! Recuerda, donde hay pecado, puede haber perdón si hay arrepentimiento. Rezaré por ti constantemente. La niña está bien, y te lo digo porque creo que sientes más cariño por ella que yo,10 y más del que sientes por mí. CATHERINE.»

Llega un carruaje que deposita ante Alí al Honorable señor Peter Piper, con cuello de piel y guantes, dispuesto para la ocasión, como la vez anterior. Sin decir palabra, Alí le hace entrar en la casa, de la cual a esas alturas se han llevado la plata, los objetos valiosos, los libros y buena parte de los muebles para su venta. En la última silla, sentado a la última mesa, toma papel y, con las mínimas palabras necesarias, redacta un testamento que anula todos los anteriores, y deja todo cuanto pueda poseer a Catherine, lady Sane, y a su hija. Seca la firma y tiende el documento al Honorable para que firme en calidad de testigo.

—Todo está cumplido —dice entonces Alí—. Tengo el presentimiento de que no volveré a pisar esta casa. Quédate con este papel, y procura que el señor Bland, abogado, lo reciba.

—Haré cuanto pides —aseguró el leal caballero de todo corazón, sin añadir nada insensato, sin darle esperanza alguna o intentar levantar su ánimo.

—Entonces, tomemos una copa y vayámonos —dijo Alí.

Así regresaron al sombrío vecindario de las persianas cerradas y los desperdicios, donde los hombres se reúnen sin percatarse la ley, dispuestos a aguardar la elección del Destino. En esa ocasión, no obstante, todo fue como lo contempla el mundo, es decir, sin misterios. Había luz, era un día tan despejado como pueda serlo un neblinoso día londinense, ciudad que parece más un volcán inextinguible que una urbe, y los padrinos intercambiaron impresiones en el terreno, tomaron medidas y se deshicieron de un puntapié de las piedras inconvenientes que hallaron, antes de arrojar una brizna de hierba al aire para ver de qué dirección soplaba el viento. Examinaron la caja con las pistolas que el Honorable había llevado consigo, y que el joven caballero, por indiferencia (o por coraje holandés), no se preocupó de escoger, tal como era su derecho. Alí por su parte acusaba también una total indiferencia, que le asustaba aún más que la perspectiva de acabar con un balazo en el corazón. No parecía importarle nada, y esa Nada lo había inundado procedente del oscuro rincón donde siempre había estado, esperando su momento, para envolverlo con su manto. Podría pensarse que nada le importaba su vida, mas no era así, pues deseaba conservarla y protegerla, ¡embrollo filosófico que tan sólo un alma doble podía conocer! Al pensar en ello, se dirigió al centro del terreno, donde el Honorable había sido escogido para arrojar la moneda que determinaría cuál de los caballeros sería el primero en disparar su arma. Alí contempló con claridad la pálida mejilla del muchacho que tenía enfrente; el temblor de sus labios le hizo pensar en que aquél debía de ser el hijo de alguna madre, la esperanza de algún padre, pero no le importó. Los dioses, al reparar en su indiferencia (¡tan similar a la suya!), lo favorecieron al caer el chelín sobre el perfil del rey.

—Lord Sane escogerá si dispara él primero, o recibe el disparo —anunció el señor Piper, cuya voz aflautada adquirió una musicalidad propia de ese instrumento, por temor respecto a la seguridad de su amigo, seguridad que a Alí no parecía inquietarlo.

Se trata de una cuestión interesante. Cuál de ambas opciones es la más honrosa, y (por el contrario) cuál proporciona mayor ventaja, ser el primero en disparar o recibir el disparo. Mas estas cuestiones no deberían preocuparnos, puesto que no preocupaban a Alí, quien al punto escogió recibir el disparo, pues era más probable que de esta forma se pusiera antes punto final al asunto, o a su propia vida. Se sabía que el joven tenía fama de ser un buen tirador cuando no andaba bebido. Sin embargo, Alí, de pie a la distancia prescrita, vio temblar la mano de su oponente, desaparecida su valentía anterior, antes de volverse a sus padrinos en busca de apoyo, lo que éstos le ofrecieron de forma muy literal, pues fue necesario que lo sostuvieran entre ambos para encararlo a Alí y le levantaran el brazo del arma. Ah, cuán poco deben de haber conocido de la dulzura de la existencia aquellos que han participado en el campo del honor, y han visto la vida escapar de sus bocas en una nube que se fundía en el gélido aire del alba, y han sentido cómo aquélla se sacudía en su caja torácica, cuando en un instante la bala o la espada laceraban... Yo no conozco tales sensaciones, por supuesto, pero estoy convencido de que deben de constituir una cura instantánea para la indiferencia, y ser mejor que una plegaria para empujar al alma a pensar en las cosas trascendentes.

El disparo del joven caballero atravesó la capa de Alí, rozó su hombro y siguió su camino sin causar mayores perjuicios. El médico que había convocado el Honorable declaró que deseaba inspeccionar la herida de inmediato, a lo que Alí se negó; dio un paso hacia el joven y, como en una obra de teatro, donde el final se conoce de antemano y todo el incidente que lo precede se antoja preordenado por él, levantó la pistola y disparó, pero lo hizo apuntando a la izquierda de la figura que se hallaba ante él, de tal modo que errase el tiro. Sin embargo, en ese preciso instante, al joven lo abandonó el coraje y se arrojó hacia su derecha para evitar el disparo que aguardaba, ¡disparo que lo alcanzó en mitad del pecho!

Por un instante, todos los presentes se apresuraron a atender al caído, todos excepto Alí, que siguió de pie como si hubiera adquirido la insensibilidad de una piedra. Sólo cuando el doctor se levantó y se volvió, lo cual significaba que nada podía hacerse por salvar aquella vida, Alí se acercó. Miró éste al joven, y a los amigos que lo rodeaban y que sostenían su cabeza.

—Me has matado —susurró al ver a Alí—. ¡Ya tienes tu satisfacción!

A lo que Alí nada respondió; siguió mirándole a medida que el blanco lino adquiría un matiz color rubí, y el rostro se teñía de un tono ceniciento. Luego, el silencio. Y pensó: «Acabo de hacer algo que no tiene remedio»; era algo que podía haber considerado antes, pero que no había hecho. Entonces el Honorable lo apartó, instándolo a abandonar el lugar antes de que llegaran las autoridades y el asunto se complicara aún más.

—No temas —dijo el Honorable—. No tendrás que ausentarte mucho tiempo. Yo me encargaré de todo, no habrá orden de arresto, y en cuanto las aguas se calmen, se entenderá que actuaste como debías actuar y serás perdonado. Tienes mi palabra. Así podrás regresar.

—No —dijo Alí, capaz de ver adónde lo conducía el Destino, tal como nos sucede en ocasiones, tal como esos pobres diablos encadenados en la caverna de Platón lograron, de pronto, abandonar un mundo de sombras y salir al sol, que quemó sus oscurecidos ojos, pero con la verdad—. Debo partir para no volver. He vivido mucho tiempo en esta tierra, a la que en ningún momento escogí venir. He tenido suficiente, sí, suficiente, estoy atiborrado, harto. —Aferró la mano de su amigo, y el caballero no siguió protestando al reparar en la mirada lacerante de Alí, y en la firmeza que ésta transmitía—. Sé mi agente —le dijo—. No te pongas en peligro, ni des la cara por mí (no podría soportar que lo hicieras), pero sé mis ojos, mis oídos, mi proveedor, mi estafeta de Correos.

—¿Adónde irás?

—No lo sé —respondió Alí—. Sólo sé que no volveré.

—En tal caso, vámonos —dijo Peter Piper con firmeza—. Viajaremos a Plymouth, donde tienes reservado pasaje. Aquí, toma mi brazo. Permíteme hacer un memorando de todos los asuntos de los que puedo encargarme por ti. No, no digas nada aún. A caballo, venga, ¡a caballo! Yo te seguiré vayas donde vayas, ¡al menos en pensamiento! Y ahora, ¡chitón y a volar!

Y así, al alba del día siguiente Alí se encontró de nuevo en la cubierta de un barco, aguardando la pleamar, largada la lona. La mar mecía impaciente la embarcación, y «encarado estaba el viento hacia Francia». Alí sacudió el sombrero en dirección a la solitaria figura del Honorable, en el muelle, quien respondió agitando el pañuelo blanco con una mano, ocupada la otra en mantener su propio sombrero en la cabeza. Alí recordó entonces, estando allí de pie, la historia que había oído contar en el salón de la casa del pachá en Albania, la noche en que se reunieron allí los luchadores de éste, tocados con pañuelos de colores y vestidos con casacas bordadas. Tiempo ha, contaba la historia, en ciertas tierras del pachá, había un malvado mago11 que hacía el mal e impedía los designios de su señor. Finalmente, mediante fuerza y astucia, capturó el pachá al mago y lo hizo preso en su palacio. Una noche en que el pachá tenía como invitados a unos nobles visitantes, una vez se hubo degustado el pilaff y unos mantecados, el pachá decidió llamar al preso y hacerle llevar a cabo alguna maravilla que entretuviera a los presentes. El mago fue conducido al salón y, cuando hubo hecho muchas cosas que asombraron y dejaron perplejos a los invitados, pidió que le llevaran un cubo lleno de agua. En el cubo arrojó un pellizco de sal, y pidió a su audiencia que miraran dentro. ¿Acaso no veían el océano? Lo hicieron. «Mirad con mayor atención», les dijo. «¿Veis un puerto ahí?, ¿no es el puerto de Malta?» Exclamaron sorprendidos que así era. «¿Y un barco en el puerto, un barco que acaba de largar velas?» Sí, un barco espléndido, bandera negra, con una proa ancha era lo que veían. El mago se incorporó entonces y, levantándose los faldones de la túnica, metió un pie en el cubo de agua. Ante los ojos de quienes allí se reunían, desapareció, sólo para reaparecer (todos lo vieron) cayendo del cielo sobre la cubierta de aquel barco. Hizo un gesto burlón a quienes lo miraban, tomó el timón y, con la elegancia de un corcel, el barco puso proa al viento, ¡y se hizo a la mar! ¿Adónde fue?, preguntó el público a quien este cuento era narrado, pues la historia no parecía haber terminado aún; el tipo respondió que por supuesto lo ignoraba, ¿cómo iba a saberlo?, aunque después se dijo que el mago navegó a América,12 donde vive aún, enriquecido y cometiendo muchas maldades.

Mágicos son los senderos de la mente, ya que en cuanto Alí hubo recordado este relato, que por mucho tiempo había tenido olvidado, supo con total claridad adonde iría, y con qué propósito.