CUATRO
Una visión de Amor, con su resultado, el Matrimonio; y del Dinero, con lo mismo
milagrosamente les pareció, al menos, a quienes lograron mantener lleno el que para muchos era un vacío pellejo). De pronto desapareció todo por completo, incluso las inversiones originales, sólidas libras esterlinas y doradas guineas que no aparecieron por ninguna parte. El desdichado lord pensó en el sufrimiento que aquella ruina llevaría a su amada esposa e hijos, y consideró la posibilidad de pegarse un tiro en el pecho, pero su optimismo no había desaparecido de igual modo que lo había hecho su dinero, así que regresó a su hogar, donde se sosegó, y donde toda su prole coincidió en decirle que algo surgiría. A la tarde siguiente, mientras seguía a sus perros (vendidos ya a la llegada de Alí), el optimista caballero se vio arrojado de cabeza del caballo y nada más supo de Oportunidades, Precios o Posibilidades.
A pesar de ello, al penetrar la ajedrezada sombra de la puerta sonreía la casa, o eso parecía, a las visitas, o a los hijos que regresaban al hogar. La dama del lugar, avisada quién sabe cómo de la llegada de su hijo, había salido a recibirlo y estaba a punto de abrazarlo con una sonrisa radiante como el sol. Lord Corydon presentó a su amigo, quien, por no interrumpir el recibimiento del hijo pródigo, se había limitado a observarlo como cosa digna de estudio por la novedad que para él entrañaba. Entonces, lady C. dio un paso hacia él, abiertos los brazos como los de un ángel, y le dio la bienvenida de todo corazón. Tras ella aparecieron los más jóvenes de la casa, un muchacho con un aro y otro con arco y flecha (rubios ambos, dorados), y entonces, tras éstos, como invocada por un armado y sonriente Cupido que la hubiera llamado, una joven vestida de blanco, envuelta en todo el esplendor de sus dieciséis años.
—Permíteme presentarte a mi hermana Susanna —dijo Corydon, como si hablara de algo que apenas tuviera importancia, a pesar de que era consciente de todo lo contrario—. Susanna, tengo el placer de presentarte a Alí, amigo mío e hijo de lord Sane.
—Bienvenido —saludó ella a Alí con ese tono de voz tan discreto que supone una gran cualidad en una mujer—. Encantada de conocer por fin al amigo sobre el que tanto he leído.
El suave apretón de manos, el fulgor de sus ojos de zafiro, la bienvenida ante la cual Alí se reveló incapaz de corresponder... Lo que él sentía no necesita ser nombrado, ya que incluso quienes jamás han sentido tal cosa saben qué es, y su nombre está siempre en boca de todo el mundo. Pero la confusión de Alí se debía a algo más que a tan dulce causa, ya que Susanna se parecía tanto a su hermano que, al mirarlos a ambos, se confundía la mirada. Lord Corydon se acercó a ella, la abrazó, besó su mejilla y ambos se volvieron sonrientes a Alí. Eran Eros y Anteros, los gemelos de una comedia, una Viola y un Sebastian intercambiables.1 Tal como Alí pronto comprendería, fingían no ser conscientes de su parecido, no reparar en que hubiera nada de extraordinario en él, pese a lo cual disfrutaban del asombro provocado, por mucho que fingieran no reconocer a qué se debía.
—Adelante, adelante —convidó lady Corydon—, entrad y solazaos.
Y la admirable dama los condujo a todos al interior, e incluso antes de entrar dio paso a la gacetilla de los sucesos familiares acontecidos desde la última visita de su amado hijo.
El hecho de que la pobreza se abatiera sobre la casa no había mermado la calidez que desprendían sus paredes, ni su alegría, puesto que lady Corydon, a pesar de lo mucho que asombrara al vecindario, no guardaba luto, práctica que no creía que casara con ella; tampoco corría las cortinas e impedía que entrara la luz del beneficioso sol. El hecho de que sus ingresos se hubieran visto mermados no impedía a la dama tener la casa llena de fruta y dulces (y luces, un sinfín de velas encendidas), y de música, gracias a un pianoforte y a las voces de sus hijos. Susanna tocaba, y a su lado cantaba su hermano, y Alí permanecía sentado junto a Susanna y volvía las páginas al verla asentir (los signos impresos en la partitura eran un misterio para él) con el deseo de que aquella pieza musical no terminara nunca y de que pudiera permanecer cerca, y sin la obligación de hablar, lo cual no se creía capaz de hacer de forma adecuada. «Si la música sirve de alimento al amor, tocad», tal como se dice en la comedia ya mencionada; y si así es, entonces los dos, Corydon y Susanna, eran los auténticos suministradores, los abaceros, y si no era así, entonces ¿qué delicias daría el amor a quienes no pudieran oír?
Cierto era que la casa proporcionaba pocos entretenimientos más, pero lo que para uno solo resultaría en tedio e irritación, no era tal en compañía (puesto que las circunstancias cambian las cosas), y en los días que pasó Alí con los habitantes de Corydon Hall no halló sino una gran satisfacción. Recorrieron las colinas y los bosques, mano a mano, miraron por la ventana, tal como se habían propuesto, pero desde entonces miraron juntos, mejilla con mejilla, y lo que vieron tenía un interés infinito. Incluso disfrutaron de la pesca con caña, el más insulso de los pasatiempos, y con caña y sedal aguardaron en la orilla, una, dos, tres horas de reloj, la proximidad de un encomiable ser que se dejara atrapar por el cebo, ser que a menudo escapaba a nado, incólume.
Susanna quiso conocer, mientras esperaban a que picasen, cuál era la historia de Alí, y cómo había llegado a verse entre ingleses y entre los alumnos de Ida. Se lo preguntó con tal amabilidad, y sin formarse prejuicios ante la exposición, que él contó todo cuanto pudo (por primera vez desde su llegada a la isla) de sí mismo y de su vida en las colinas de Albania, y de cómo se convirtió en soldado del pachá. No obstante, omitió todo aquello que por horrible o sangriento, supuso, podía apartar a tan pura criatura de su vera. Aun así, ella lo «admiraba por los peligros que había pasado», los cuales la sorprendían y apenaban por igual; y a él le encantó que ella pudiera compadecerse así de él. Su hermano, cuyo corazón no era más duro, pero que siempre deseaba que la alegría del momento reemplazara las penurias del pasado, con sus risas impedía que ambos se aferraran al sentimiento.
—No eres turco ni albanés —dijo Corydon—, y tampoco eres un extranjero, y, por lo que percibo de ti y según tus aventuras, no eres nada, ni bueno ni malo, ni carne ni pescado, sino un espacio en blanco en el que podría escribirse un nombre cualquiera, nombre que una vez escrito podría borrarse de nuevo. ¡Ya querría yo verme en tu lugar!
Alí no sabía si el alegre joven hablaba en serio, pero una extraña y nueva esperanza se encendió en su corazón al caminar de vuelta a la casa. Pensó: «Si no soy nada, puesto que todo cuanto fui me fue arrebatado, entonces podré ser cualquier cosa. Dejadme ser lo que escoja, ¡y cambiar lo escogido cuando yo quiera hacerlo!»
Tal podía afirmar la luz clara de la juventud, luz que ilumina con la mayor nitidez, aunque principalmente iluminara su propio yo tal como podría proyectarse en el futuro. No obstante, el resto del mundo no le asignaría más que un papel; no le permitiría disfraz ni comportamiento, nada que lo identificara a excepción del nombre, el nombre de Turco.
* * *
Pronto regresaron a la escuela con sus compañeros. Lord Corydon se alegró de alejarse de la casa, pero Alí no dejó de mirar atrás, como si lo hubieran expulsado del Edén; un Edén cuya existencia no había conocido hasta entonces, y cuya Eva también abandonaba. ¿Pensó entonces en la lejana Imán, se acordó acaso, en medio de sus presentes sentimientos, de aquella niña? No, no lo hizo —excepto por el hecho de lo mucho que le asombraba no hacerlo—, ya que aún no había calado en él el conocimiento de que incluso el más singular de los corazones puede albergar dos bellas agujas en su brújula (tanto más, cuando una estaba cerca, y la otra lejos). Por otra parte, contaba con la constante presencia de su hermano Corydon, y era como si Alí tuviera dos en uno, hasta tal punto veía a Susanna en su amigo, y la oía en su voz, y sentía, en el contacto de su mano, la de ella.
Ida absorbió de nuevo a los jóvenes en sus placeres y ocupaciones, además de hacerlo en sus esfuerzos y disputas. Cuando finalizó el trimestre, Alí se propuso evitar su propia casa, ya estuviera su padre presente en ella o no. Allí tan sólo iba a encontrar la dulce mole que tenía por madre adoptiva a modo de protección, así que, en lugar de ello, decidió recorrer las colinas del agradable condado de su amigo. Fue durante los preparativos de esta nueva visita, mientras escuchaba en boca de lord Corydon la serie de festejos y juegos de que disfrutarían allí (era Navidad, y el pudín y el pavo no eran del todo improbables, incluso en las nada boyantes circunstancias, así como el ir a patinar y disfrutar del fuego Yule), cuando se personó ante Alí un profesor y lo condujo a su propio apartamento. Allí le comunicó en privado ciertas noticias, lo cual hizo, a decir verdad, con todo el tacto del mundo. Su madre, después de una larga enfermedad, había cedido al fin y había abandonado este valle de lágrimas. Alí se descubrió incapaz de dar respuesta al profesor, quien se extrañó ante la aparente dureza de corazón del joven y lo que revelaba de la naturaleza y temperamento de Alí. No obstante no dijo nada, tan sólo se puso a su servicio para ayudar al muchacho a cumplir lo que constituían las órdenes de su padre, esto es, partir de inmediato a Escocia, a la abadía, donde, tal como dijo: «Hallaría todo el amor y el consuelo en la aflicción y la pena de milord.» Alí, aún incapaz de responder, partió.
Cuando el coche que lord Sane había enviado a buscarlo llegó por fin a la abadía, no fue su padre quien lo recibió, sino el viejo Jock, que, con lágrimas en los ojos, puso al corriente al muchacho de los últimos días de lady Sane,2 de lo mucho que había rezado por Alí, de sus temores y padecimientos, también, al ver cercana la muerte, y es que el viejo Jock no vio ningún motivo para ocultarle tan mortales detalles. Las diferencias de posición entre laird y sirviente, esos puntos comunes que comparten todos los hombres, se admiten con libertad allí, mientras que en el sur las penas de un caballero, o su mortalidad, o sus forúnculos o constipados, para el caso, son diferentes y de una clase superior, y no deben lamentarse o deplorarse con el mismo aliento que los de un sirviente.
Alí dejó al viejo Jock junto al fuego y fue en busca de su padre, a quien encontró ataviado para emprender un viaje. No parecía tener mucho tiempo para satisfacer las preguntas de su hijo relativas a la mujer que durante tanto tiempo había permanecido encerrada en las estancias superiores de la abadía, donde ahora él reinaba en solitario.
—¿Puedo visitar el lugar donde yace? —preguntó Alí—. No creo que sea mucho pedir. Después de todo, ella era mi madre.
Su padre lo miró un instante, como si intentara discernir si estaba siendo objeto de burla.
—Tengo asuntos importantes de que ocuparme lejos de aquí —respondió entonces—, y no puedo entretenerme. Pero si insistes en ello, te acompañaré a la cripta donde descansa, bastante cómodamente, en compañía de sus antepasados. Démonos prisa, no obstante; los muertos, como sabrás, no se toman a mal unas breves exequias, ni ninguna otra cosa, tal como yo lo veo. ¡Ja! Tener prisa con los muertos. Veo que tengo aquí un divertido retruécano en ciernes.
Ordenó ensillar los caballos, y no tardó en conducir a Alí por campos cubiertos de rastrojos y setos, a gran velocidad, como si quisiera desanimarlo o desensillarlo, aunque éste no acusó nada de esto. Al atardecer llegaron a una iglesia modesta y muy antigua,3 tan pequeña y antigua que al principio a Alí se le antojó un montón de piedras apiladas por accidente, aunque en realidad se trataba de la obra de gentes piadosas que habían vivido hacía siglos. Había un coro, y una ventana rematada en arco, y una escalera que conducía a la cripta. No vieron a ningún sacristán, y solos los dos descendieron en la oscuridad, donde (peculiaridad heredada de padre a hijo, como pocas puedan haberlo sido) la agudeza de su mirada distinguió los bultos que formaban los antepasados de lady Sane, así como el propio ataúd de ésta, recién embutido entre los otros. No permanecieron allí mucho rato, nada rezaron, nada dijeron, aunque Alí sintió que las lágrimas afloraban a sus ojos, cosa que no esperaba, por la amabilidad con que la dama lo había tratado, y también por la tristeza que le causaba el hecho de que ella hubiera permanecido largo tiempo encerrada, apartada de todo cuanto amaba, hasta que se apagó su luz. ¿Acaso la vida no era algo más? ¿Seguía a la muerte la vida en otra parte, en una esfera donde todo era luz y frenesí, fuerza y amor? Ella así lo creía, y él deseo, por ella, que así fuera.
Cuando salieron de nuevo al gélido sol, lord Sane observó los campos que se extendían ante ellos, con las manos enguantadas a la espalda, sacudiendo la fusta como si de la cola que no tenía se tratara.
—No creas que la muerte de la dama te aporta ningún bien material —dijo—. Eres, en efecto, el heredero de estas tierras desatendidas, pero al igual que yo no puedes disponer como te plazca de ellas. Lo cierto es que te costaría más mantenerlas para la próxima generación que el beneficio que obtendrías de ellas.
—Entiendo —dijo Alí—, y no tengo la menor intención de discutir las condiciones.
—Te seré franco —dijo su señor—, tal como lo he sido en todo. El título que heredarás de mí cuando descanse en esa o en cualquier otra cripta, lo cual de momento pretendo evitar, carece de propiedad alguna,4 todo ha desaparecido. No tienes un chelín, y las rentas y dineros que te son debidos por las propiedades de tu madre, que empezarás a percibir en cuanto alcances la mayoría de edad, no serán suficientes para cubrir siquiera tus actuales deudas. Tienes hipotecado tu futuro para satisfacer tus necesidades actuales, y ahora te enfrentas a la ruina inminente. No veo más solución que te ajustes bien los calzones, viajes a los centros poblados y de moda de la tierra, y te procures una vaca lechera5 para contraer un matrimonio que pueda sacar a flote nuestra fortuna familiar.
—No sé a qué os referís con vaca lechera —dijo Alí.
—Pues una mujer casadera con dos o tres mil al año —respondió lord Sane—. No me engaño, no vas a tenerlo fácil en ese campo; qué duda cabe de que incluso las menos favorecidas de la especie lechera preferirán a un inglés por marido, o al menos a alguien de alguna nación que les resulte algo más familiar que la tuya. De todos modos, hay presas disponibles para los avispados. A mi vuelta te mostraré una lista, y podrás empezar a considerar dónde dar el primer golpe.
Dicho esto, su señoría asió las riendas del caballo y de un salto se encaramó a la silla. Se marchó sin despedirse, y sin esperar a su hijo, quien no se mostró particularmente ofendido por ello, pues no esperaba más de él.
En esa ocasión, Alí no había pronunciado una palabra, ni había contradicho a su padre, aunque no tenía intención de emprender la caza de una fortuna. En la medida en que había sido capaz de considerar un paso semejante al del matrimonio (lo que a su entender era algo parecido a viajar a la Luna, o intercambiar su cabeza con alguien), tan sólo un nombre figuraba en la lista de candidatas, el de Susanna. Sin embargo, no se veía de pie ante el altar, ni negociando una dote, o procurándose una, para el caso, aunque sabía que estas cosas eran frecuentes. Sabía que las naciones firman acuerdos, que los reyes abdican y que las armadas entablan combate, hechos todos que no podrían tener menos relación con él o con sus queridos amigos. Ignoraba (¿cómo iba a suponer tal cosa?) que la dulce niña en la que tan a menudo pensaba, podía contemplar fácilmente lo que él no contemplaba —aunque ella no fuera a atreverse a espolear el asunto de ningún modo—. Susanna sabía, con tanta certeza como lord Sane, qué precio alcanzaría ella en el mercado, de modo que era consciente de lo poco que con su unión aumentaría la fortuna de Alí, cuyas propiedades conocía bien (porque todos ellos, hasta el alma más Cándida, eran capaces de realizar semejantes cálculos, tanto como interpretar una sonata de Scarlatti o cantar una canción de Moore, pues tal cosa forma parte de sus conocimientos). Su hermano bromeaba respecto de lo inseparables que eran Alí y ella, y hablaba de un inminente intercambio de anillos y un largo matrimonio (desayuno cada mañana entre el clamor de sus hijos graduados, etc.), mas Alí y Susanna hacían caso omiso de sus bromas, y juntos caminaban en virginal meditación,6 aunque puede que no libres de pensamientos. Alí deseaba que el tiempo se detuviera, que aquel Edén durara como no dura ningún Edén... Ignoraba aún su alma que el tiempo sigue adelante, y pasa por encima de nuestras más preciadas posesiones. No tenía motivo alguno para suponer que aquella situación había de cambiar, ya que no deseaba que lo hiciera. Aquélla era su eterna juventud, tranquilo jardín del cual nacen todos los arroyos, y así es como la recordamos todos al vernos lejos, río abajo.
Así fue fluyendo su arena, alterada la forma, de agua a tierra, sin que él contara los granos. Creció en altura, delgado como una vara,7 olvidándose de la cena siempre que no se la ponían delante o no lo conducían hasta ella. En Ida descubrió juegos que sus compañeros conocían desde la infancia, y se lució8 en uno u otro. Aprendió a nadar, y pensó que quizá era el primero de los ochridas en hacerlo. En las frías aguas del arroyo que fluye junto al Ida superó incluso a Corydon, que anteriormente había sido el mejor de todos ellos. Uno tras otro fue aprobando los cursos, y cierto seis de junio interpretó por última vez, ante compañeros, maestros e invitados reunidos para la ocasión, el monólogo de Edmundo el Bastardo, de El rey Lear, igual que lo hubiera hecho el propio Roscius el Joven,9 que por aquel entonces triunfaba en todos los escenarios londinenses. «¡Levantaos ahora, dioses, por los bastardos!», recitó antes de continuar con el resto de la resonante declaración, la planeada destrucción de su legítimo doble, la toma de las tierras de su hermano y la captura para sí del amor de su Padre.
Sucedió que ese mismo día, el padre real, o físico, de Alí había emprendido la retirada de Londres, debido a un plan suyo que se había torcido.
Se ha dicho anteriormente que pocas cosas había capaces de detener a Satán Porteous cuando éste perseguía algún objetivo; pero su alma era tal que, por mucho tiempo que hubiera pasado tramando algún tipo de crimen o extorsión, era perfectamente capaz de echarlo a perder por un arranque de rabia u orgullo. Se decía en la ciudad (Alí lo oiría más adelante, y no una sola vez, ni por boca de una única fuente) que en una ocasión se había hecho cargo de un impenitente aventurero para que éste suplantara al desaparecido heredero de una fortuna (había financiado y contribuido durante meses a la educación del tipo en cuestión), además de ocuparse de la elaboración de las necesarias pruebas y falsificaciones; finalmente, justo cuando el plan estaba a punto de culminar exitosamente, debido a un asunto de lo más trivial se dejó llevar por la pasión con su creación —quizá se trató de una insolencia, del modo como diera vuelta a una carta, o bien por una ramera—, y ambos desenvainaron la espada. Sane acabó con la vida del tipo en cuestión allí mismo, plenamente consciente de que acababa de perder una fortuna. No obstante esto, aquellos que presenciaron los hechos pudieron observar el regocijo que traslucían sus ojos ante lo que había hecho, lo que los dejo completamente helados. Era como si le alegrara ver arruinadas las perspectivas del prójimo tanto como las suyas propias, como si nada en el mundo fuera capaz de deleitarlo tanto como la ruina en sí. Ahí tienes, decía un secuaz a otro mientras trabajaban para ocultar las pruebas del crimen, según sus órdenes... ¡Ahí tienes a Satán, la Negación personificada!
Fueran cuales fuesen los planes trazados en la presente situación, tampoco habían llegado a buen puerto, de modo que lord Sane viajaba hacia el lejano norte, de vuelta a su guarida. Pero antes el coche de caballos pasó por Ida, donde se había propuesto recoger a su hijo. Lo encontró con sus compañeros, quienes seguían vestidos con los atuendos de los personajes que habían representado en las festividades del día, distribuidos por los verdes campos, como inmortales en el Elíseo, peculiar espectáculo en el que el lord no pareció siquiera reparar. Allí estaba también su hijo, vestido de Edmundo, y con él lord Corydon, que ese día no había tomado parte en el festejo, y Susanna, y sobre ellos cayó la larga sombra de lord Sane. Alí se lo presentó a regañadientes a sus amigos, quienes lo saludaron sin acusar en modo alguno la sombra que Alí sentía que se había abatido sobre ellos. A su vez, Sane estrechó sus manos con una despreocupación que Alí consideró si cabe más escalofriante. «Vámonos», dijo entonces a su hijo. «Quítate ese disfraz y vístete para el viaje. Mucho tenemos de que hablar durante el trayecto.»
* * *
Aunque apenas había mostrado interés por los acompañantes de Alí cuando éste se los presentó, no transcurrió demasiado tiempo en el coche, que recorría el camino al norte, cuando Sane se interesó por su familia.
—Lord Corydon aún no ha alcanzado la mayoría de edad —respondió Alí—. Su hermana, Susanna, acaba de cumplir diecisiete años.
¡Susanna! Pronunciar su nombre allí junto a su padre se le antojó a Alí correr un riesgo demasiado grande, aunque no supo por qué.
—Corydon —dijo entonces Sane, con la expresión de quien asoma al aire libre después de haberse caído a un pozo—. Su padre fue el quinto lord.
—Eso lo ignoro —dijo Alí.
—Conocía un poco a su padre. Había invertido dinero en los fondos e hipotecas irlandeses, todo ello bastante sólido; no obstante, se dejó aconsejar mal e invirtió casi toda su fortuna en participaciones de las Antillas, lo cual lo arruinó de la noche a la mañana. Murió debido a un accidente no hace mucho. ¿Es el mismo?
—Desconozco la naturaleza de sus negocios —respondió Alí—, pero sí, ése es.
—La familia ha quedado en nada —dijo Sane—. Son pobres como ratones de iglesia; esa joven no tiene un chelín. No, eso es absurdo. Ya te he dicho más de una vez que aquella en quien deposites tu atención debe estar arropada por una fortuna considerable, o, de otro modo, más vale que mires a otra parte. No quiero tener que repetirme respecto al particular.
—Disculpadme —dijo Alí en voz baja—, pero no tiene sentido proseguir con estas consideraciones, pues no iré en pos de ninguna de ellas. No pienso escoger a nadie que figure en vuestra lista.
Entonces lord Sane, en voz tan baja como la de su hijo, preguntó:
—¿Por qué estás tan convencido de ello? Como si tuvieras elección.
Alí reconoció ante sí mismo que así era y volvió su mirada hacia el paisaje. No podía discutir la verdad desnuda que había expresado su padre: Susanna no aportaría fortuna alguna a su casa, aunque podía, en efecto, aportar mucho más, la luz, la alegría, la bondad, lo suficiente como para barrer la pesadumbre que se abatía sobre la abadía, sus tierras y cotos. Sacudir, como si de una alfombra polvorienta se tratara, la tristeza que se había acumulado allí con el paso de los siglos.
Sane expresó su deseo de saber qué se proponía hacer a partir de entonces el joven Corydon, a quien llamó, con aire de fría diversión, «el actual lord». ¿Acudiría a la universidad? Alí respondió que no lo creía probable, que su ambición era servir en el ejército, donde varios miembros de la familia habían hecho carrera y donde tenía buenas perspectivas. Sane no dijo nada más a partir de entonces, hasta el punto que Alí lo creyó dormido. Se sorprendió al oírle preguntar si acaso Alí había escogido la universidad, a lo que el joven respondió que no había pensado en ello, puesto que ignoraba si era ése el deseo de su padre. Más bien creía que nada podía estar más lejos de sus intenciones, y que también él acabaría en el ejército, dado que allí había servido su padre, y también el padre de su padre, quien se había ganado allí un crédito que su hijo no había echado a perder del todo.
—Ah, no —dijo el lord—. No escatimaremos en gastos cuando se espera obtener mayores beneficios. Una buena educación supone una inversión. Mejor de lo que podría esperarse en caso de depender de los cambios. Obtén un título y tus perspectivas mejorarán considerablemente. —Dicho lo cual pareció sonreír a su hijo, sonrisa que en el caso de Satán Porteous no poseía las connotaciones habituales, y que tampoco en los demás ejercía el influjo corriente. Sin embargo, no dijo más. Cruzó sus grandes manos sobre el pecho y se durmió como un tronco.