SEIS
En el cual se libera al Lector de su incertidumbre, y a Alí de su calabozo
tolbooth que se erige junto al mar en el Real y Antiguo burgo que se extiende junto a la abadía de los Sane, lugar donde sin duda seguirá. Y lo cierto es que nadie podría culpar a Alí si, encerrado como estaba a solas en su celda, en las horas restantes de una oscuridad más lóbrega de cuantas había conocido, creía posible que, en su sueño, hubiera convertido en realidad aquello de lo que se le acusaba. ¿Acaso no había asesinado a lord Sane un centenar de veces en su mente? ¿Se había levantado quizá del lecho, armado, y había subido a la montaña dormido, sin que ningún buen ángel lo despertara? ¿Y no cabía la posibilidad de que en sueños hubiera subido hasta la torre, y luego, después de haber cometido...? ¡Ah, no! ¡Imposible! Enfrentarse dormido a un ser vivo que le doblaba en fuerza, reducirlo, estrangularlo, atarlo... Levantarlo como a una ternera en la carnicería... ¡No! Sin embargo, las imágenes atravesaban su mente, y la lóbrega oscuridad parecía acariciar su rostro con gélidos dedos en aquella noche sin fin. Podemos decir de una hora terrible que parecía un sueño; pero aunque creamos estar despiertos cuando soñamos, al despertar sabemos (¡lloramos, ansiamos saberlo!) que estábamos soñando. Ahora el frío y las paredes húmedas eran reales, su padre estaba muerto; los pasos del carcelero y el lejano rumor del oleaje al morir en las rocas, demasiado reales. Angustiado por el horror de aquella realidad lanzó un gruñido y, al oírlo, los pasos se detuvieron unos instantes.
Al final se arrojó sobre el jergón, donde se quedó dormido. No obstante, siguió forcejeando con su padre en sueños, lo atrajo hacia sí, lo mató; soñó que despertaba y halló a su padre junto a él, y por un terrible instante no supo reconocer dónde estaba, si en la tumba o en el Infierno, en la bodega de un barco (porque la marea había subido al atardecer, y el oleaje golpeaba los cimientos de la prisión) o en ninguna parte, en la no existencia, tuerto y con el corazón palpitante. En verdad no viviremos nuestras vidas de nuevo, sólo una o dos horas en la más elevada de las existencias, pero si para alcanzarlas debemos soportar noches como la que Alí soportó, abandonemos entonces todos nuestros días donde Saturno pueda guardarlos, y olvidémonos de recuperarlos.
En aquel momento se produjo un estruendo en las estancias por debajo de donde él estaba que lo arrancó de aquel sueño inquieto. Los grilletes, que pendían de una argolla del muro, no le permitirían alcanzar la diminuta ventana de barrotes que había en la puerta de roble de la celda, tras la cual oía los gritos de terror del carcelero, los golpes de un taburete, de un arma, luego, cuando cesaron los gritos, el silencio. Entonces oyó el rumor metálico de las llaves en su propia puerta, y la conciencia de que alguien intentaba abrirla, lenta, metódicamente, probando todas y cada una de las llaves. Aguardó atento hasta que la puerta cedió.
La tenue luz de una de las linternas del pasadizo iluminó la silueta de un hombre en el umbral. Entró éste en la celda con paso que se antojaba seguro, a pesar de andar a tientas, y Alí se apartó asombrado, puesto que en ese momento alcanzó a ver, a la luz de la luna que se filtraba por la ventana, a un Negro hercúleo1 desnudo de cintura para arriba, con un largo y raído calzón.
—¿Quién eres? —preguntó Alí al oscuro personaje—. ¿Quién te ha enviado?
Pero no obtuvo respuesta; el hombre de raza negra era sordo, o lo parecía. Y también ciego, puesto que los ojazos amarillos de su rostro negro no miraban a nada en concreto, a pesar de lo cual veían, como guiados por otro sentido. Al cabo de unos instantes, tras escuchar y dar con lo que andaba buscando en la celda, se arrodilló ante Alí, y, tal como había hecho con la puerta, probó llave a llave hasta librarlo de los grilletes.
Antes de que Alí pudiera preguntar nada a su peculiar salvador, el enorme negro se dio la vuelta y encaminó sus pies descalzos a la puerta abierta; allí volvió la mirada, o en todo caso se volvió, como si sus ciegos ojos pudieran decirle si Alí le seguía o no, igual que hiciera el oso que había guiado a éste en sueños hasta el cadáver de su padre; no obstante, el muchacho no lo siguió de inmediato. La razón quedaba lejos de sí en ese momento; precaución y prudencia no existían; la dulce libertad se hallaba a unos pasos, por el camino que el tipo del sable abría. Aun así, al principio algo lo arredró, la percepción quizá de que en caso de huir en ese momento jamás podría librarse a ojos del mundo de las sospechas de su participación en el asesinato de lord Sane. Claro que, le dijo su insensato sentido común, ¿acaso el mundo no lo había declarado ya culpable? Y si aún no lo había hecho todo el mundo, ¿no eran suficientes los que así lo creían para que acabara ahorcado? ¿Contaba con alguna ayuda? Sin pensarlo —cosa que en ese momento era incapaz de hacer—, Alí sabía la respuesta no sólo a estas preguntas, sino a otras por el estilo; así que, finalmente, se levantó mientras una llamarada recorría su pecho, y salió por la puerta.
Él y su guía descendieron por el temible corredor. Vio al carcelero aturdido en un rincón, desvanecido no supo si por el temor o a fuerza de golpes. Los pies descalzos del negro descendieron los peldaños sin hacer más ruido que el que hubiera hecho un gato; larga y firme era su zancada, pese a lo cual extendía al frente los brazos como para asegurarse de no tropezar con los obstáculos que pudiera encontrar a su paso. Las puertas de la entrada a la cárcel estaban entreabiertas, y por allí salieron ambos a la calle, cuyas casas no tenían una sola ventana iluminada.
—¿Adónde me llevas? —susurró Alí al guía—. ¿Quién eres?
Sin insolencia, pero sin volverse para mirarlo, el otro siguió adelante hasta los muelles, donde la pleamar había encumbrado a los veleros que, dormidos, yacían posados sobre las aguas. Sin titubear, el hombre negro saltó a un bote sin esperar a que Alí lo hiciera primero, y, como quien recuerda cómo emplear las herramientas que en tiempos utilizó con gran destreza, armó los remos y se disponía a bogar cuando Alí se embarcó también.
¡Las últimas relucientes estrellas de la mañana! ¡Blancos muslos de la Aurora, extendidos descuidadamente, creados a diario por la mirada de Apolo desde un extremo del mundo! La modesta embarcación avanzó hacia la bocana del puerto y el viento refrescó. Aquel peculiar Caronte (pues tal podía ser, cosa que escapó entonces a la atención de Alí) desarmó los remos, largó la lona y asió la caña del timón. Alí sabía qué debía hacer, aunque los papeles a desempeñar en el gobierno de la embarcación parecían impropios de sus respectivas condiciones, de modo que armó los remos y bogó con alma. Puede que fuera la labor constante de sus manos la que aquietó su corazón y le hizo sentir cierta felicidad. No tardaron mucho en doblar la punta que delimitaba el puerto, y no era aún de día cuando avistaron un barco fondeado en una caleta hacia la cual arrumbó el timonel. Al acercarse vio Alí una luz en el castillo de proa; se encendió una sola vez, y luego volvió a hacerlo.
Cuando Alí comprendió que el barco aguardaba su llegada, plegaron las velas mayores, tensas al viento. Pudo oír el estruendo del cable del ancla, cobrado a fuerza de tirar en el cabestrante, y el chapoteo de una escala de cuerda tendida desde la porta cuando ambas naves abarloaron. No había duda alguna de qué debía hacer a continuación, y cuando, de pie sobre el bote sometido al balanceo, se disponía a asir la escala, asomaron por la borda un par de rostros, tocados ambos con un sombrero. Mediante gestos le animaron a subir. De la insegura escala colgó Alí su cuerpo mientras su espíritu se sobreponía a sí mismo, y, al cabo de unos instantes, lo asieron de las muñecas hasta subirlo a bordo. Al mirar hacia abajo vio al negro, sentado y con la expresión de un mascarón de proa, impávido e inmóvil hasta que Alí estuvo a salvo a bordo, momento en el que metió la caña del timón, tiró de escota para cambiar la vela de bordo y se alejó del costado del barco empujado por el viento, todo ello sin volver la vista atrás. Alí pensó en llamarlo, pero no supo cómo hacerlo, ni el porqué de semejante impulso, ni siquiera si el otro lo oiría. Finalmente, se volvió a los dos caballeros que lo habían ayudado a subir a bordo.
—Gracias —dijo sin saber qué más podía añadir.
—No nos deis las gracias, joven señor —respondió uno de ellos.
—Nos han compensado por ello, compensado muy bien, por cierto —dijo el otro—. De modo que somos nosotros quienes deberíamos daros las gracias por procurarnos una provechosa empresa; así pues —y aquí el otro se hizo eco de sus palabras—: ¡Gracias, señor, muchas gracias!
Uno era alto; el otro, bajo. Uno tenía la cara alargada; el otro, redonda. A ojos de Alí se parecían mucho a los alguaciles que lo habían llevado en presencia del juez. No obstante, ambos pertenecían a la raza irlandesa, y como tales hablaban y se comportaban, al modo en que lo hacen los irlandeses de las admirables historias de la señorita Edgeworth,2 o quizá no lo hicieran, aunque espero que se me perdone si no intento reproducir su forma de hablar, o sus modales, pues carezco de los suficientes apóstrofos para hacer lo primero, y del coraje necesario para hacer lo segundo.
—De nada, de nada, supongo —dijo Alí—. Pero... Compensados, ¿por quién?
—Pues por quien deseaba veros liberado —respondió uno de los irlandeses.
—Y el mismo que tenía medios para lograrlo —añadió el otro.
—¿No van a contarme nada más? —preguntó Alí.
—La persona por la que acabáis de preguntarnos nos pidió que no lo hiciéramos —respondió uno de ellos.
Alí se volvió al mar, donde vio el bote del negro que lo había liberado alejándose hacia una cala lejana mientras el barco donde se hallaba Alí ponía proa a mar abierto y doblaba así la distancia que separaba ambas embarcaciones.
—¿Y también él...?
—¿Servía al mismo patrón? Claro que sí, eso nos contaron.
—Se nos ordenó, es más, diría que se nos advirtió, que no lo subiéramos a bordo. Lo cual no lamento en absoluto.
Alí pensó que no había ninguna pregunta que pudiera hacer susceptible de obtener una respuesta, a excepción del nombre del barco y de sus patrones, pues tales parecían ser sus interlocutores, o bien su lugar de destino, que se había convertido en el suyo. Mas por parecerle irrelevante en tales circunstancias, descubrió que nada podía preguntar, aunque ambos irlandeses lo sacaron de tal apuro al animarlo a acompañarlos bajo cubierta, donde podría relajarse y disfrutar de un buen potaje, lo cual difícilmente podía rechazar.
* * *
—Ver al negro que os trajo al barco me ha hecho recordar a otro que, no obstante, era de un carácter totalmente distinto —dijo el patrón del Hibernia, que se llamaba Patrick. Su hermano, Michael, el primer oficial, asintió.
—El leal Tony —dijo Michael.
—Un dechado —apuntó el patrón—. El más apacible y valioso de los hombres, como cualquiera podría atestiguar.
Alí, a quien habían servido una copa de dorado whisky irlandés mezclada con miel, copa que sorbía con tiento, igual que hacía con su recuperada libertad, tenía una o dos preguntas que plantear a ambos marinos, pero se mordió la lengua.
—Tony carecía, o eso creo, de apellido —dijo Michael—. Estuvo años al servicio, aunque era más un compañero, un camarada, del difunto y bendito lord Edward Fitzgerald.3 —Al pronunciar su nombre, ambos se descubrieron la cabeza, echaron un trago y devolvieron los sombreros a su lugar—. Lord Edward... Aunque, ahora que lo pienso, es muy posible que conozcáis esta historia. —Alí negó con la cabeza—. Bien, pues lord Edward, decía, apenas era un joven, un oficial recién enrolado en el ejército de su británica majestad, cuando su regimiento se enfrentó en la última guerra a partisanos americanos de Carolina del Sur. Ansioso por ganar los honores, y teñir de sangre el virgen filo de su espada, hizo lo posible por situarse a la cabeza de todos los combates. En un encuentro con las fuerzas del general Harry Lee, que se contaba entre los líderes americanos más capaces, el joven lord Edward sufrió tal herida que perdió el conocimiento, y fue dado por muerto en el campo de batalla. Sin embargo, un negro llamado Tony se acercó a él y lo encontró al borde de la muerte; lo llevó a su propia tienda y le prestó todas las atenciones necesarias. Cuando el joven se hubo recuperado lo bastante para reunirse con los suyos, no tenía nada que ofrecer a su salvador, más que un puesto a su servicio durante todo el tiempo que así lo deseara aquel valiente, lo cual aceptó el leal Tony (a quien a partir de ahora llamaremos así). Desde ese momento, el lord y el negro se hicieron inseparables.
Llegados a este punto, Alí, quizá por el whisky, por poco que hubiera ingerido, se atrevió a preguntar si estaban navegando y adónde se dirigían. Obtuvo por respuesta sonrisas condescendientes.
—No pretendía interrumpir la historia —dijo Alí con cierto remordimiento de conciencia—, si es tal.
—Somos comerciantes —explicó Patrick—. Vamos por ahí comprando y vendiendo a bordo de nuestro pobre barco, y vivimos de los beneficios, cuando los obtenemos (después de pagar a la tripulación, claro, y reparar las vías y los daños, así como la lona). Somos gente inofensiva, y no queremos más que lo mejor para vos.
—Y ¿por qué habéis hecho esto? Sabed que nada puedo hacer por vosotros y que me gustaría que no fuera así, pero no tengo nada. Mi fuga no ha hecho sino confirmar lo que antes era sólo sospecha, que soy un asesino.
—Ah, no, joven señor —respondió el más joven de los hermanos—, os apartamos de las garras de la ley, para que, tal como suele decirse, podáis luchar otro día.
—Con ello no sugerimos que seáis de los que luchan y huyen. Nada de eso —dijo su hermano mayor.
Alí sabía que no respondían a la pregunta de quién los había contratado para orquestar su fuga. ¿Quién podía ser? ¿Quién? Nadie estaba al corriente de su encarcelación, nadie excepto los habitantes del pueblo, que pocos medios tenían para concebir, y mucho menos para procurar, su escapatoria, por mucho que hubieran deseado verlo en libertad. El millar de enemigos de lord Sane, uno o varios de los cuales se suponía que habían sufragado a los asesinos, fueran quienes fuesen, no podían compararse a un millar de sus amigos; no era consciente de que tuviera padrinos, al menos desde la muerte de lady Sane.
Intrigado, levantó la copa ante los rostros fofos y alegres de los comerciantes irlandeses, si es que lo eran, y les invitó a reanudar la historia, si tal era su deseo.
—Cabría preguntarse —continuó Michael, con las manos cruzadas sobre el estómago, retomando el hilo allá donde lo había dejado— cómo es posible que alguien que se demostraría tan amigo de la Libertad, y de todos los hombres, no sólo los compatriotas, pudiera servir en el ejército entregado a la labor de la supresión de los justos deseos norteamericanos de poder decidir por sí mismos. ¡Pues bien! Era un soldado británico, y tal era su naturaleza, la de un soldado: servir y luchar sin poner en tela de juicio la justicia de la causa por la que luchaba su ejército o, más bien, manteniendo sus propias opiniones para sí mismo, por temor a que pudieran entrar en conflicto con su deber y pudieran debilitar su voluntad, su pegada y, así, ponerse en peligro a sí mismo o a quienes bajo su mando servían. Ardua tarea en ocasiones, ardua y constante.
»No hay duda de que su mente y su corazón simpatizaban con la causa norteamericana, pero no su brazo. Le gustaba la gente, y consideraba que hacían lo correcto. Despreciaba la interminable preocupación británica por las señas más imperceptibles del rango y la subordinación. Le gustaban los norteamericanos por no tener tales, por no considerar a los hombres más o menos sólo por su apellido o por su cuna. Simpatizaba con una tierra donde cualquiera, hombre o mujer, en posesión de un hacha, un arma, un par de bueyes y un espíritu emprendedor podía hacerse una casa y criar a sus hijos para que hicieran lo propio. Para vivir como quisieran, en libertad, sin ser siervos de nadie, excepto cuando así lo quisieran. Sucedió que en cuanto la guerra hubo terminado con la victoria de Washington, lord Edward se las apañó para volver al continente, a Canadá, donde podría servir en el ejército británico que ocupaba esas tierras, pero también para viajar, para explorar, para ver por sí mismo.
»Os invito, joven señor —exclamó al tiempo que se levantaba de la silla en un arrebato de entusiasmo—, a imaginar la tierra de Canadá, tal como era entonces y sin duda sigue siéndolo: los grandes ríos y las montañas, sin nombre aún, ignotas para todos menos para los salvajes. Las cataratas del Niágara, las flotillas de canoas en las cuales viajan los miembros de las tribus nativas. Las nieves...
—Olvidad cuanto creemos saber de la nieve —intervino su hermano—. La nuestra es como el azúcar de un pastel. Allí la nieve cae en noviembre, y se amontona hasta la altura de un hombre sin fundirse hasta que llega el verano. A pesar de ello, ahí tiene a los cazadores salvajes, caminando sobre la reluciente superficie gracias a su calzado para la nieve, arrastrando los tabargans cargados con las pieles de los castores y los alces que hayan podido cazar, todo ello con mayor soltura de lo que lo haríamos nosotros por un bosque al calor del verano.
»Lord Edward viajó de este modo durante algunos meses, durmió bajo esas estrellas, hizo su lecho de pícea (cuando no cavó un hoyo en la nieve), y comió el pemican o carne seca de alce, y a menudo lo hizo en compañía de un famoso cacique de los salvajes, a quien los ingleses llamaban Joseph Brant, sin más compañía que la del leal Tony.
Su hermano se levantó en ese momento, como si las cosas de las que hablaba se extendieran de pronto ante su inspirada visión.
—¿Qué hombre de África —exclamó—, qué esclavo de Carolina se ha visto inmerso, ha actuado en lugares tan asombrosos como el leal Tony? ¿Quién ha perseguido a un alce durante días hasta caer rendido de puro cansancio, se ha bañado bajo la tromba de agua del Niágara, ha compartido con su amigo y amo hasta la última penuria, saliendo airoso de todo ello? ¡Ningún libertador norteamericano de esclavos se hubiera ganado la lealtad, y mucho menos la amistad de este hombre como lo hizo un irlandés amante de la Libertad!
»En las fuentes del gran río de Mississippi —continuó Michael—, lord Edward fue acogido por el jefe Joseph en su propio clan de la tribu de los Mohawk, el del Oso. Se despidió luego de ese orgulloso salvaje, a quien había aprendido a admirar tanto como a apreciar (a pesar de ser consciente de los hombres blancos a los que había matado, así como de los asentamientos que había destruido), y descendió el río hasta Nueva Orleans, donde confiaba en encontrar pasaje a Irlanda. Allí descubrió, por mediación de unas cartas que le habían seguido la pista, que cierta dama irlandesa, a quien había entregado su corazón...
—Y de quien tenía motivos para pensar que correspondía a sus sentimientos, a pesar de la inquebrantable oposición del padre, hombre cruel, o, al menos, obtuso, que le había, o eso pensaba, impedido contraer matrimonio con ella... —interrumpió el hermano.
—La dama —prosiguió el otro—, durante el largo tiempo de ausencia, se había casado con otros, demostrando que lord Edward estaba equivocado en cuanto a los sentimientos de ella.
»Allí estaba, pues, frente al belfo del continente, con el último contacto con su tierra natal cercenado por aquellas noticias, y descubrió que pocos deseos tenia de volver a su viejo y lejano mundo. En lugar de regresar a su oprimida tierra, o reintegrarse a las filas del ejército del opresor, pensó en seguir adelante, puesto que tenía la impresión de que aquél era un camino sin fin, a las montañas de México, a Sudamérica, al Orinoco, a la Amazonia, al extremo del mundo, donde de nuevo surgían el hielo y la nieve, ¡y de donde no regresaría jamás!
»Así las cosas, el hecho era que también había recibido una carta de su madre, dama por la que sentía una honda devoción y que, además, era merecedora de ella. El deseo expresado de volver a ver a su amado hijo fundió el hielo de su corazón y debilitó su decisión; apesadumbrado y con escasas expectativas comenzó los preparativos del viaje.
»Prestad ahora atención a lo que se avecina cuando el tiempo y el azar forcejean con la voluntad de un hombre, como hizo Jacob con el osado Ángel, ¡para ver quién podía ser el forjador de su destino! Al cabo de un mes de su retorno de América, se había marchado de casa de su madre a París, donde acababa de constituirse el Directorio. Vale la pena señalar que corría el año noventa y dos, el año en que la Revolución se enfrentaba a numerosos enemigos encarnados por los monarcas de Europa, enemigos entre los cuales aún no se contaba quien sería, al menos legalmente, su propio y ofuscado rey. Cierta noche se reunieron en el hotel White algunos súbditos británicos presentes en París, hombres próximos a la Revolución, a la que deseaban toda la suerte del mundo; entre las vanas esperanzas expresadas en aquella velada y los juramentos pronunciados, las canciones y los brindis, lord Edward, miembro de una de las familias más antiguas e importantes de su isla natal, renunció a su título, que sustituyó por la humilde condición de citoyen, frère, camarade.
—Aquella noche —prosiguió su hermano—, al menos creo que fue aquella misma noche, el en otros tiempos noble señor acudió a un baile, donde vio a una joven preciosa. Su corazón, que creía muerto, le hizo saber que después de todo seguía vivo en su pecho. La dama era la hija ilegítima de un hombre que antes había ostentado el título de gran duque de Francia y de una dama escritora de renombre...
»¡De entre la tribu de mujeres amantes de los garabatos, era nada más y nada menos que madame de Genlis!4
»Pidió su mano, fue aceptada y, en cuestión de semanas, se casó con la dama. Durante esas semanas fue expulsado del ejército británico por los juramentos hechos en el hotel White. De modo que ahí estaba, ya no un corazón roto, ni un soltero, ni un soldado británico, ni un lord irlandés (a pesar de que todos lo trataban aún de tal), y ante él se extendía el porvenir. En cuanto hubo llevado a su esposa a casa, acudió al Parlamento, en Dublín, y emprendió el camino, tan desconocido y lleno de incertidumbres como los que había recorrido por la salvaje América; el camino que habría de llevarlo a convertirse en mártir de la causa de su Pueblo y de la Libertad, y a ganarse un puesto eterno en los corazones de quienes aman ambas cosas.
—Comprenderéis —dijo Michael, en quien pareció ceder la tormenta de sentimientos que había inspirado en él el relato de aquella historia— que no sabemos qué nos aguarda, ni tampoco qué senda nos veremos llamados a seguir, pues cuando el camino se divida no sabremos qué nos aguarda en él.
—Cuando ponemos un pie en la cubierta de un barco —apuntó Patrick—, no sólo puede llevarnos de un lugar a otro, sino también de una vida a otra.
—El deber nos llama, y andamos faltos de hombres —dijo su hermano—, de modo que os pediría que nos ayudarais en todo lo que podáis. No es necesario que sepáis de mar, tan sólo que nos echéis una mano fuerte y pongáis toda el alma en lo que hagáis.
Alí aseguró a la amable pareja que haría todo cuanto estuviera en su mano, y en seguida se vio atendiendo a labores que jamás había hecho antes, incluido el embreado de los cabos y las vergas a alturas increíbles, y el aprendizaje de una lengua que nunca antes había oído en tierra y que tuvo que aprender. A veces, estando encaramado al palo sobre el mar de Irlanda, pensaba en sí mismo, en cómo había sido hasta entonces un lord, o el hijo de uno; y antes de eso, pastor, y ahora no era ni una cosa ni otra, ni siquiera un marino, y lo cierto era que no sabía en qué se convertiría, ni le importaba. Prefirió no contar su historia a los hermanos, quienes nada preguntaron al respecto a pesar de observarlo con sonriente curiosidad. Se mostraron igual de silenciosos con sus propios asuntos, de modo que Alí nada averiguó de sus propósitos, excepto que al doblar su isla natal subieron a bordo mercancías que luego no entregaron, que parecían hacer muchos tratos nocturnos, y que rehuían los puertos principales y los fondeaderos más convenientes, donde se alzaban las oficinas aduaneras. Sin embargo, hasta que se echaron de nuevo a la mar, dispuestos a doblar el pie gordo de Inglaterra y poner rumbo al golfo de Vizcaya y a la costa occidental de Francia, Alí no averiguó su ocupación.
Corrían aún los tiempos en que Buonaparte5 «montaba a horcajadas el ancho mundo cual Coloso», y entre otras cosas (tales como la lucha contra las monarquías, la anulación de antiguos estatutos de privilegio, la liberación de presos, la concesión del voto a los desposeídos) que hicieron temblar los cimientos del Viejo Continente, había encerrado toda Europa en su «Sistema Continental», que prohibía a cualquiera de los territorios que gobernaba comerciar con aquellos que quedaran fuera. En respuesta, el gobierno inglés —a quien tamaño golpe al comercio debió de dolerle más que un ataque directo al honor o a la religión— procedió a prohibir a las demás naciones comerciar con el Francés, empobreciéndose al hacerlo y provocando a los norteamericanos a emprender una guerra inútil que no condujo a gran cosa. Esto se debió a que el comercio continuó de todos modos sin que se pagaran impuestos. Tuvo que hacerse de noche, lo cual no supuso más que un inconveniente, y a menudo sucedió que los inversores se sintieron descorazonados cuando el cúter de un bando se iba al fondo con la mercancía. El comercio es inabarcable, indestructible, y continuará bajo tierra cuando se lo prohíba a plena luz del día. Era trabajo de hombres valientes, de sangre fría, y por apacibles que le parecieran a Alí los hermanos Hannigan (o Flannigan, pues mis notas apenas son legibles a este respecto), había pocas cosas ante las cuales estuvieran dispuestos a ceder, o ante las cuales hubieran cedido, si de lo que se trataba era de proseguir con el negocio y sacar provecho de ello.
—Cierto —aseguró Michael—, es necesario escoger con sabiduría el cargamento apropiado. En eso tenemos suerte, y nuestro cargamento no sufrirá percances, pues de nuestros barcos pasará a los más altos cargos en tierra.
La oscuridad cubría la faz del océano, y un viento suave arrastraba el aroma de la costa francesa, que se encontraba más allá de una línea de blancas palomillas de las que aún no llegaba ningún ruido. Alí les pidió que revelaran la naturaleza del cargamento.
—Cuchillas de Smithfield —respondió Michael, quien, satisfecho, se cogió las manos a la espalda—. Puede que su alteza el emperador desprecie a los ingleses, a sus soldados y marinos, a sus reyes y príncipes, así como a la «nación de tenderos» que éstos gobiernan. Pero no permitiría que nadie lo afeitara con otra cosa que no fueran las cuchillas de Smithfield, las mejores del mundo, de las cuales llevamos una considerable cantidad en la bodega. Además de maíz, brea y sebo, y andrajos blancos de calidad.
Alí se volvió al horizonte, donde una silueta negra emborronaba la línea que separaba el cielo del mar.
—¿Acaso no es eso un barco? —preguntó—. Se dirige hada nosotros.
Al oír esto, el primer oficial se encaminó al coronamiento, dispuesto a investigar esa información, lo cual le acercó unos pies más al barco que cerraba sobre ellos; una vez allí, se inclinó sobre el mar.
—Por lo que puedo apreciar —dijo—, disfrutaremos de un pasaje seguro a puerto, siempre y cuando nos manejemos con modestia y no nos comportemos como zotes. Ya os lo he dicho antes, y más de una vez: tenemos un trato —aseguró cruzando ante su mirada los dedos.
En ese momento, la linterna de señales relampagueó en la cubierta del buque francés, que dio muestras de su intención de interferir en el rumbo del Hibernia.
—¿Qué significa eso? —preguntó Pat.
—Que el Diablo me lleve si lo sé —respondió su hermano—. De todos modos no pienso pararme a descubrirlo. ¡Timón a orza!
—Creo que podría ser que ese acuerdo del que hace unos instantes tanto alardeabas, hermano, pueda peligrar.
—Vaya, vaya, Pat —dijo Mike, que a continuación se santiguó—. Puede que tengas parte de razón. Y ahora que lo pienso, sería preferible cambiar el valor por la discreción y virar en redondo.
En ese momento vieron acercarse el cúter, de cuya cubierta partió un destello rojizo. Al cabo de un instante, oyeron el estruendo, y momentos después apreciaron la trayectoria hacia proa de una bala, cerca, muy cerca de sus cabezas. La verdad desnuda enunciada por los irlandeses conforme «cuando ponemos un pie en la cubierta de un barco,6 no sólo puede llevarnos de un lugar a otro, sino también de una vida a otra», iba a hacerse patente, de nuevo, en la historia de Alí.