TRECE

En el que se cuenta un Relato, que sin embargo no concluye

1 que en nada se parecía a los suyos». Mi padre creía, al menos confiaba, en que no llegaría a ver mi primer amanecer. Consideró que lo mejor sería no darme de comer para que todo terminara pronto, por ser eso lo más misericordioso, y suponía que se haría tal como él había ordenado. No obstante, mi madre me ocultó, con la connivencia de los criados, y, aunque no florecí, lo cierto es que tampoco morí. Sin nombre, deforme, rechazado, me daban el pecho en secreto, era un pálido gusano que no pertenecía del todo a este mundo: así fue más o menos mi llegada a él.

»Cuando hubieron transcurrido una o dos semanas, mi padre el lord descubrió el engaño y, juzgándome inadecuado para vivir, me arrebató furioso del pecho de mi madre y me entregó a los cuidados de una niñera del servicio, para luego enviarme con ella a un cabaña lejana en el pueblo donde ella se había criado. En privado dio a la niñera una bolsa llena de dinero, y le dijo que la mejor noticia que podía darle al volver sería que yo había sucumbido, lo cual estaba convencido de que sucedería por un medio u otro.

—No se me ocurre cómo llegaste a conocer esta historia —dijo Alí.

—No lo hice hasta que crecí —aclaró el otro—, porque esa buena mujer que aceptó las monedas de plata de mi padre no fue capaz de hacer lo que le habían pagado por hacer. En lugar de ello, encontró en su pueblo a una pareja cuyo recién nacido había muerto de fiebres no hacía ni una semana. La pareja aceptó adoptarme por la misma cantidad, y entonces ella envió un mensaje a mi padre para comunicarle las noticias que éste deseaba recibir.

»Crecí, pues, entre simples campesinos, quienes únicamente sabían que yo provenía de la casa del laird, pero no quién era yo. Me pusieron el único nombre que he tenido, Ængus, el nombre de un vagabundo: en las leyendas escocesas es un muchacho nacido rey y adoptado en casa ajena, aunque ignoro si quienes me lo otorgaron conocían siquiera su origen. Había razones sobradas para deshacerse de un niño. Decía que crecí ni muy recto ni muy fuerte, y, aunque quienes me educaron como si fuera uno más de los suyos eran muy amables conmigo, no veía yo el momento de huir de mi tierra natal, donde me tenían como a un niño cambiado por otro, y se reían de mí por tullido, o peor aún: puesto que entre esas gentes la religión no era el amable asunto que es en Glasgow, el del Sentimiento Moral, sino el de la fe de los viejos y furibundos profetas.2 Una deformidad de cuerpo, como ellos lo percibían, mostraba a las claras tanto la desaprobación de Dios como el favor del Diablo, y es que en esos lares no habían terminado aún de quemar brujas. Se decía que tenía mal de ojo, y algunos sugerían que se me practicara una incisión en la frente, en forma de cruz, para prevenir sus efectos. Si los ojos son la ventana del alma, como no sólo los poetas afirman, entonces los míos podían muy bien proyectar el mal desde mi interior, ¡y la buena gente pensaba que era mejor prevenirse que curar! Mis buenos padres adoptivos, al ver claramente que ni mi persona ni mi mente podían servirles de puntal en su vejez, finalmente me permitieron partir; y, cuando hube cumplido la edad de dieciséis años, decidido a hacer carrera en el mar, pusieron en mis manos la misma bolsa de plata de mi padre con la que había llegado.

—¡Qué bondadoso por su parte!

—Era mía —afirmó Ængus con un encogimiento de hombros—, y también eran mías muchas otras cosas de las que con toda probabilidad jamás disfrutaría. El día que partí hacia la costa y el puerto, la niñera a la que me habían confiado en casa de mi padre me paró en el camino, y allí, junto a sus bendiciones, me contó la historia de mi nacimiento tal como yo te la he relatado. Supe entonces dos cosas: que era el heredero de los Sane y de las tierras de mi madre, incluida aquella que hollaba; y que mi padre había deseado, e intrigado, mi muerte. Me juré que, por lejos que viajara, volvería para vengarme de él y ver su casa en ruinas.

—Casa que te pertenecía.

—Nada era mío. Lo que no me fue arrebatado lo arrojé bien lejos y nunca volví la vista atrás. No tuve, ni tengo, más que el poder de actuar según mi voluntad, incluso para hacerlo contra mí.

—Eso se decía de él —confesó Alí—. Y pude comprobarlo.

—Soy su hijo.

—Y yo también.

Ængus miró entonces a Alí, y una sonrisa, una sonrisa terrible, una expresión de burla y desprecio, de triunfo, cruzó su expresión.

—Entonces te pondré delante un espejo, hermano mío —dijo él—, y así podrás verte, ¡verte bien!, y decirme qué es lo que ves.

—No. —Alí sostuvo su mirada—. Si tú no eras nada, tampoco yo lo era: lo que soy lo he conseguido por mis propios medios. Lo más probable es que en tu caso suceda lo mismo. Continúa con tu relato. ¿Fuiste al mar?

—En efecto —respondió Ængus—. Cuando un hombre tiene un objetivo en mente, tal como yo lo tenía, cuando sólo piensa en un acto que va a llevar a cabo, y en las medidas que adoptará, puede concentrar su mente en las tareas diarias, por tediosas y arduas e intrascendentes que sean, sin plantear objeción alguna. De hecho, resulta curioso que puedan volverle más atento, pues todo aquello que recae sobre sus hombros tiene su razón, y su objetivo, por lejano que éste sea. Así puede un vengador parecerse a un santo, en la ejecución de las labores diarias, fijos sus pensamientos en un estado futuro. De esta guisa me convertí en marinero, a pesar de los impedimentos con los que tuve que lidiar. Hice dos veces el trabajo que haría otro hombre, y lo hice con mayor conciencia de lo que hacía. Aprendí rápidamente el descuidado coraje (si puede llamársele así) que un hombre necesita bajo cubierta, no en lo que se refiere a mostrarse servil con los más fuertes y quienes mejor relacionados están, sino a demostrar, a hacerles saber que estás dispuesto a cortarles la garganta si abusan de ti, aunque eso suponga tu propia ejecución.

»De este modo, en el mar me eduqué no sólo en los negocios náuticos, sino también en el comercio. Me dediqué a aprender las ramificaciones más lucrativas del mismo, que son el contrabando y el tráfico de esclavos, cuando ambos aún no eran uno. Llegué a convertirme en patrón de mi propio barco, y pasé a la compraventa de hombres, de la cual obtuve grandes beneficios y rara vez decepcioné a mis inversores, aunque, en una ocasión, perdí un cargamento entero por culpa de unas fiebres, y tuve que arrojarlos por la borda, lo cual derivó en graves pérdidas económicas. Cuando se prohibió el comercio de esclavos, el proceso se volvió más laborioso, sujeto a los caprichos del azar, y de la ley, y no tardé en perder mi afición por él. Con mi fortuna compré plantaciones de azúcar en las Antillas, y me convertí en colono; tuve que emplear a muchos esclavos en ese negocio, pues la supresión del tráfico no había acabado con los derechos de propiedad sobre ellos, ni tampoco estaba prohibido que trabajasen hasta el límite de su tremendo aguante, ni siquiera multiplicarlos, si bien por medios naturales. Yo dirigí a los míos, por supuesto. A más de uno hice matar: sus vidas, así como su libertad, estaban enteramente en mis manos, y no me hacía falta recurrir a ningún juez. De no haber estado dispuesto a adoptar las medidas necesarias, no habría durado mucho tiempo vivo entre ellos, pues me hubieran asesinado en la cama, o se hubieran levantado en armas contra mis capataces y me hubieran arrebatado la propiedad, pues esa ralea aprovecha la menor debilidad del amo, al igual que las debilidades de quienes los supervisan. Dirigí a mis esclavos, los hice azotar, los puse a trabajar. También trabajé con ellos, y sudé a su lado, a menudo lo hice casi tan desnudo como ellos, debido al calor que reina en esos parajes. Al cabo de algo más de un año tenía una buena casa, y ellos mezquinas chozas. Ceñía pistolas al cinto, y ellos cicatrices en la espalda. Al cabo de tres años, a pesar de mi juventud, era un hombre rico, y en cuanto hube acumulado el dinero que me pareció suficiente, me cansé de la producción de azúcar, cuya auténtica amargura ignoran quienes toman té en Inglaterra, y que quizá no puedan siquiera concebir. En esa época, al saber que habían triunfado, al menos durante un breve período de tiempo, los levantamientos acontecidos en Santo Domingo, conscientes de su propia servidumbre, y lo bastante desesperados de la vida como para arrojarse a tamaña empresa, los negros de las islas que yo habitaba decidieron rebelarse. Había entre ellos líderes astutos como Marlborough, e implacables como Calígula, y con miras más nobles (la libertad) que las suyas. Llamé a los míos que sabía aliados con los rebeldes, y les ofrecí la manumisión, oferta que desdeñaron. Los felicité a continuación, y aquella noche, con un tesoro en especias y una modesta dotación, compuesta por quienes insistieron en contra del sentido común en mantenerse fieles a mi persona, me hice a la mar. Dejé atrás mi casa, cierta suma de oro en doblones españoles, las llaves de la santabárbara (donde no sólo guardaba las armas, sino también varios barriles de pólvora de nueve libras de peso) y una lista de los nombres de aquellos a quienes harían bien en despachar los primeros durante la insurrección.

—¿Fomentaste la revuelta contra tus propios vecinos? —exclamó Alí—. ¿A pesar de saber cuál sería el resultado?

—¿Qué era lo que sabía? —preguntó a su vez Ængus—. Conocía a los jueces, oficiales, capataces y colonos a quienes si la revolución decidía fusilar era porque lo merecían, y yo el primero entre ellos. No sabría decirte si los propios rebeldes negros, quienes (según he oído) ocupan ahora los puestos de poder, adornan sus uniformes con oro y se han hecho retratar, se merecen ya que los ahorquen, o lo merecerán. No tiene importancia; no volveré sobre este tema. Navegué hasta el sol naciente, hacia mi tierra natal, y lo hice contando con los medios necesarios para cumplir mi venganza, lo cual era lo único que ansiaba al convertirme en negociante. No sé cómo puede un corazón hacerse tan singular, como un carbón que conservara su fuego por siempre, y no se consumiera ni se enfriara; así se me antojaba entonces el mío. Al contrario que ahora. Me desprendí del barco en la costa de Irlanda, y a la dotación les di la libertad, con la documentación necesaria, firmada y sellada, con el convencimiento de que regresarían a cualquier pedazo de tierra que consideraran su hogar, y no dirían una palabra de mí, ni de mis idas y venidas, a lo cual accedieron. No sin alguna dificultad me moví de un lado a otro, y caminé arriba y abajo, pues una bolsa de oro puede convertirse en una espléndida capa de invisibilidad si se utiliza como tal. Averigüé muchas cosas referentes a la suerte que había corrido mi familia, y a su vergonzoso declive al estar mi padre al mando; y del destino de mi madre (muerta, muerta antes de que pudiera con mi mano tocar la suya, antes de que pudiera pedirle su bendición, ¡u ofrecerle mi perdón!). También supe de ti, mi hermano, y de cómo habías usurpado mi puesto.

Alí podría haber puesto freno a aquello, y haber desafiado a la amarga figura que le contaba aquella historia pero, de algún modo, en la expresión de aquel hombre creyó ver algo que lo tranquilizaba, una especie de indiferencia hacia las pesadas costumbres que lo hacía parecer ingrávido, o inofensivo, aun siendo capaz de morder. ¡Usurpación! ¡Ojalá no hubiera oído jamás la lengua que había acuñado esa palabra, ni visto las tierras que él había usurpado!

—¿Cómo te las apañaste para averiguar todas esas cosas, para saber de mí, sin suscitar curiosidad hacia ti? —preguntó Alí.

—Me presenté a un miembro del servicio —respondió Ængus—. Puede parecer descabellado quizá (aunque ignoro la razón), pero creo ahora que mi plan no podía fracasar, que las estrellas lo habían sellado, o que los ángeles (¡no, ellos no!) lo habían escrito en el libro de lo que ha de suceder, y que no podía ser borrado. Era un viejo sirviente que había trabajado para mi abuelo y, por lo que sé, también para su padre, un anciano de cabeza canosa, un corazón de roble...

—¡El viejo Jock! —exclamó Alí—. ¿Te conocía?

—Por ciertas pruebas que me rogó le mostrara supo quién era yo —respondió Ængus—, como la niñera que reconoció a Ulises. Le pedí que me guardara el secreto, petición que aceptó, y fue mi espía en la casa durante la semana que aproveché para trazar mis planes. Él me ayudó a ejecutarlos, pues supuso que había regresado para reclamar el lugar que me correspondía allí, para suplantar a... bueno, a ti, lo cual le permití creer. A juzgar por tu expresión esto te sorprende, pero recuerdo sus palabras: decía que te amaba, y sé que era verdad, aunque tales hombres están ligados a antiguas lealtades, sus corazones y espaldas se quebrarían antes de permitir que se rompieran tales cadenas. Tu repentino regreso a la abadía fue un inconveniente, pues coincidió con la época en que había decidido sacar adelante el plan. A pesar de ello, continué tal como había planeado. El viejo Jock fue quien partió aquella noche en pos de lord Sane en su carruaje; al encontrarlo al día siguiente, calmado como estaba, en una fonda de mala reputación en el camino al sur, le contó que se había presentado un extranjero en la abadía, que deseaba mantener una conversación en privado con él, cuyo tema guardaba relación con su hijo legítimo, y con una fortuna, conversación que el susodicho extranjero no mantendría en un lugar público, ni bajo el techo del lord. Creo que si algún otro a excepción de ese buen hombre hubiera contado a lord Sane estas cosas, éste no se hubiera avenido a acudir aquella noche a la antigua atalaya. Pero accedió, y fue. Y allí estaba yo, esperándolo.

—¿Pretendías matarlo allí mismo? —interrumpió Alí—. ¿Era ésa tu intención desde un principio? ¿Te considerabas capaz de ello? ¿No temblaste ante la enormidad, ante la dificultad de la empresa? No era de los que se dejan atrapar fácilmente.

—No tenía ningún miedo al respecto. Mi propia fuerza, que es mayor de lo que quienes se enfrentan a mí sospechan, no bastaría, pensé, para cumplir con la totalidad de mi propósito. Pero había llevado conmigo, de aquellas tierras donde había reinado anteriormente, un poder que mi país no conocía. Entre aquella gente arrancada de sus bosques natales, llevada con cadenas hasta el Nuevo Mundo para trabajar en desconocida servidumbre, aún se conserva una ancestral ciencia de la vida y la muerte,3 una práctica tan sólo conocida por los más sabios (que muy bien podrían parecer los más humildes), cedida por ellos a sus discípulos mediante susurros y bajo votos de secretismo, secretismo que no debían romper a riesgo de su vida, o de algo peor. En resumen, existe un medio conocido por estos sacerdotes o doctores, mediante el cual puede preservarse a alguien aparentemente muerto (frío a nuestro tacto, sin aliento o movimiento) de caer en un estado de putrefacción; de tal manera que, aunque ya no sea consciente de sí mismo ni de cuanto lo rodea, pueda servir al amo que de ese modo lo animó (mejor dicho, al amo que animó su carne). Tal ser, aun pareciendo vivo, no lo está: nada siente, nada sabe. No obstante, responde a las órdenes sin dudar, no siente miedo, ni temor, es incansable, no necesita por tanto descanso, es un insensato dotado de una increíble fuerza e incapaz de morir, ¡puesto que ya está muerto!

—¿Cómo es posible? —preguntó Alí, horrorizado.

—¿Que cómo es posible? Se dice que el ejército que derrotó a los soldados de Buonaparte en Santo Domingo estaba compuesto por estos seres. No sé si será cierto, pero tú mismo tendrías que creerlo posible, puesto que un ser de esa especie fue quien, bajo mis órdenes, te sacó de la celda y te llevó al barco de los hermanos irlandeses a bordo del cual emprendiste la huida.

—¡Dios mío! —exclamó Alí—. ¡Qué espanto! Y ¿también fue él quien en la atalaya...?

—Quise tener unas palabras con el lord; he aquí la verdad —confesó Ængus—. Deseaba en primer lugar iluminarlo, que supiera qué había sido, y hecho, y qué había hecho yo, y cómo eso se interponía entre nosotros, su vida en la cuerda floja, no la mía. Aquello era sobre lo que había meditado largo tiempo: la visión de cómo la conciencia despuntaba en él, la conciencia de su maldad, de que no saldría impune, de su designio, de que no había surtido efecto, de que al menos una de sus víctimas no había sido aplastada, y que se haría justicia con él.

Aquí Ængus hizo una pausa en su historia y se volvió al mar; pareció sonreír mientras recordaba. Era una sonrisa burlona, aunque sólo podía mofarse de sí mismo.

—He aquí un fallo en la práctica de la venganza —dijo entonces—, un fallo en el que repara poca gente, pues pocos son quienes satisfacen sus ansias de aquélla, entre todos los que sueñan con la misma: que el alma de nuestro enemigo se defienda mejor que su vida; en ese caso, ni siquiera nuestro poder de arrebatarle esta última puede siempre con la primera. Eso fue lo que sucedió con él. Al principio lo negó todo, encumbrado en la rabia al ver que yo le insultaba de esa manera; se rió, luego, de mi insolencia y de mis supuestas mentiras, las cuales, dijo, nadie creería. Me acusó de intrigar contra su fortuna, de tramar un plan tal que él mismo podría haberlo concebido, y que lo tachó de pésimo, sin posibilidad de verse coronado por el éxito. Cuando se convenció de que en verdad había decidido hacérselo pagar, y que no habría posibilidad de apelación, de que en definitiva ocupaba yo tanto el cargo de juez, como de jurado como de verdugo, y de que las pistolas que empuñaba estaban cargadas y le estaban apuntando, ni un vestigio de remordimiento asomó a sus facciones; era como si hubiera acorralado a un tigre devorahombres al que tuviera que matar; sólo la astucia podía librarlo. De pronto, cambió. Admitió los males que había cometido en mi contra, y con su esposa; expresó su alegría al ver que había sobrevivido; me prometió sentarme a su derecha, todo lo pasado, pasado; él y yo juntos en la restauración de la familia. Y tú, fuera.

—¡Villano!

—Dijo que angustiado como estaba por mi muerte, por mi infortunio, había vagado por la Tierra. Dijo que los años habían sido crueles con él, y que en un duelo había perdido toda capacidad de procrear, y que sólo entonces, desesperado, había emprendido tu busca, pobre sustituto para el hijo legítimo que había perdido: yo.

—¡Villano! ¡Maldito villano!

—Tú no eras sino la última rama a la que se aferraba —aseguró Ængus—. No me cabe duda de que me hubiera matado o me hubiera echado encima todo el peso de la ley, si llego a titubear por un instante. No, nada admitió, sólo aquello que podía salvarlo, sólo buscaba eso (me he enfrentado a muerte con muchos hombres como para no reconocerlo) y había en él la disposición de arrojarse sobre mí a la mínima ocasión, de sorprenderme en un momento de distracción, para morir luchando, al menos. Toda clase de fuerza animal, pero ¡ni atisbo de vergüenza y remordimiento! Finalmente entró mi criatura en la atalaya, invocada por mi llamada; había aguardado fuera, en la oscuridad, inmóvil como una piedra todo ese tiempo, y entonces, cuando lo vio, descubrí en la expresión de mi padre la certeza de la derrota, aunque no era como si dicha certeza fuera a penetrar en tu mente, en tus acciones o las mías: ¡No! Fue un alzamiento súbito, una disposición soberbia y calma, como si acabara de alcanzar un enorme éxito largamente ansiado. Sonrió.

—¡Me parece verlo! —dijo Alí, que en efecto había visto a su padre con esa expresión, algo que jamás olvidaría.

—Entonces dio comienzo el último acto. Conocerás el viejo dicho: que la venganza es un plato que sabe mejor frío. Te confieso que en ese momento, frío ya, no tenía apetito para degustarlo. Casi olvidé por qué había dedicado mi vida a ello, o por qué creía que alcanzar mi objetivo podría curarme, calentarme, ¡pues era yo quien estaba frío!

—¿No pensaste entonces en... no en perdonarlo, quizá, sino en considerar tu objetivo... como inalcanzable?

—¡No! El hecho de que se resistiera fomentaba mi ansia de venganza, que luchara hasta el final era lo único que me empujaba a cumplir mi tarea. Hice lo que había ido a hacer, sólo fracasé a la hora de comprender que al derrotarlo y destruirlo me estaba convirtiendo en él, igual de frío y desalmado. Ahora lo llevo dentro para siempre, no sólo como vive un padre en un hijo, sino en un sentido más temible.

—No le hiciste marca alguna, eso lo vi —dijo Alí—. Ni herida de pistola ni de espada.

—¡Ah! Fue estrangulado como Anteo4 —dijo Ængus—. No fui yo quien lo hizo, ni quien colgó la soga, pero fui yo. Y sólo yo tomé de su dedo el anillo de sello.

—No reparé en ello —confesó Alí—. ¡No me di cuenta de que no tenía el anillo! Y ¿qué le sucedió a tu negro?

—¿Acaso te importa?

—Me salvó de la prisión, o de algo peor. Me gustaría saber qué fue de él.

—Poco después le concedí descanso. Es lo que hubiera deseado de haber podido desear algo.5 No preguntes más. No sé qué te poseyó para que te acercaras a la torre precisamente aquella noche.

—Yo tampoco lo sé —admitió Alí, que sintió la sacudida de un tremendo escalofrío que no estaba motivado por la fría brisa marina, ni por viento alguno que soplara en el mundo—. Dime por qué decidiste que redundaba en tu interés rescatarme después de haber sido apresado en la torre y de que me acusaran del crimen que tú habías cometido. Habías alcanzado tu objetivo, tu enemigo había muerto, y su único heredero (aparte de ti) estaba en manos de la Justicia acusado de asesinato, acusación de la que no podría defenderse...

—No fue cosa mía.

—Pero así sucedió, ¡igual que si lo hubieras deseado!

—El azar es el Dios supremo de este mundo. A veces nos sonríe sin razón aparente.

—Y en seguida, a pesar del riesgo que suponía para ti, decidiste liberarme y (tal como supongo) confiarme a los contrabandistas, cuyo barco (¿me equivoco?) era el mismo en el que habías partido de Norteamérica y les habías vendido.

—En efecto, eran mis antiguos socios; por ambas partes había ciertos compromisos.

—Pero ¿por qué? —insistió Alí, confuso—. ¿Por qué ibas a mover pieza por alguien a quien considerabas tu enemigo?

—¿Hubiera sido justo u honorable por mi parte dejar que te ahorcaran? Supongo que no creerás que debería haberme ofrecido para sustituirte en el cadalso; eso hubiera limpiado el honor, creo, pero no me tentaba la idea.

—¡No! Pero después de rescatarme, ¿por qué me perseguiste, atormentaste e hiciste lo posible por acabar conmigo, por apartarme de todo cuanto amaba y empujarme a la locura? ¿Qué ibas a ganar con ello? ¿Qué...?

—No me hagas más preguntas —dijo Ængus al tiempo que se levantaba de la arena, con una voz tan ajena a la suya en la frialdad de tono que Alí no pudo sino guardar silencio—. Lo hecho, hecho está. Conoces una parte, no todos los perjuicios que te he causado. No sabes nada de lo que he hecho por tu bien. Ni lo sabrás.

—¿Y qué provecho has sacado de ello?

—Me he divertido. Es necesario que la vida esté ocupada. Soy hijo de mi padre. Desciende al Averno y pregúntale por qué hizo lo que hizo en vida, y considera su respuesta válida para mí también. No me hagas más preguntas.

—Me has salvado la vida en dos ocasiones —dijo Alí—, y por nada, puesto que no me sirve de gran cosa, yo no me conformo con las migajas.

—En eso, al menos, sí somos hermanos —dijo Ængus, que se cubrió con la capa y se volvió al caballo que jugueteaba con unas algas—. Vámonos; está a punto de amanecer y nuestros perseguidores nos darán caza.

—Respóndeme a una última pregunta antes de despedirnos. ¿Eres el padre de mi hija?

—Si tu novia llegó al lecho matrimonial sin haberla tocado tú —respondió Ængus al tiempo que montaba—, y, tal como supongo, no conoció nunca varón, a excepción del hombre que la citó en aquella ocasión, en tal caso lo soy.

—Tú le enviaste una carta dirigida a otra.

—¡Tu carta! Tu emisaria era estúpida, y fácil de sobornar. Cuando me enseñó tu carta, le prometí entregarla yo mismo. Y eso hice.

—Entonces, ¿no es mi hija?

—Ella es tu hija en más aspectos de lo que pueda considerarse mía. Nuestro linaje acaba en esa niña. Tendrías que haberle prestado más atención. Y ahora, hermano, ¡adiós!

—Ve —dijo Alí—. No volveremos a vernos.

—No digas eso —replicó Ængus, cuyas palabras fueron arrastradas por el viento.