DIEZ

De Espectáculos y Pantomimas, y un Destino tan extraño como temible

El señor Whitehead, por el contrario, no estaba a menudo en casa, lo cual, es necesario decirlo, no disminuía en absoluto la apetencia que su esposa tenía de aquel lugar. Un tiempo después de convertirse en dueño y señor de las propiedades de los Corydon había intentado disfrutar de los placeres de la campiña, uno tras otro. Se hizo con unos perros, cazó el zorro, disparó al faisán, planeó construir un parque, pero en seguida olvidó por qué había emprendido esas actividades, y poco a poco volvió a los menos ambiguos placeres de que había disfrutado antes. Sin embargo, por raro que parezca, cuando se hallaba en la ciudad, su conversación orbitaba en torno a sus tierras, y los cultivos que en ellas crecían, y a las mejoras que se había propuesto llevar a cabo.

Había una estación, sin embargo, en la que su esposa deseaba visitar la ciudad, y ésa era la época en la que las obras se estrenaban en los teatros.1 ¿Cómo era posible que a un corazón tan sincero y llano como el de Susanna le gustara de tal forma el artificio, el sonido, el espectáculo de las pelucas que lucían las mujeres, el colorete de sus rostros, los versos entonados por los caballeros, y el orden que, a golpe de espada, imponía la autoridad competente sólo para poner punto final a ese tráfico de dos horas de duración? No tiene explicación alguna, excepción hecha de algún golpe que se hubiera dado en la bien formada cabeza. A su esposo, por el contrario, no le complacía lo más mínimo ir al teatro. No oía ni la mitad de las cosas que se decían, comprendía la mitad de las que escuchaba y se mostraba en desacuerdo con muchas menos. Tras acompañar a su esposa al palco, y sentarse hasta que alzaran el telón, solía escabullirse después a otros rincones de la ciudad, a otros escenarios. Por ello Susanna solía sentarse sola, o con una acompañante medio dormida tras una copiosa comida. Escuchaba y observaba, y también criticaba al comparar los griegos y romanos de ese año, los barones y frailes, los arlequines y bufones, con los del año anterior. Y de vez en cuando se dejaba llevar, y lloraba o reía, y se emocionaba o se mostraba ausente.

Cuando así la atrapaban los imaginarios sucesos del escenario, solía por lo general asomarse más al palco, la mano blanca sobre el labio de terciopelo; así fue como la vio Alí desde su propia butaca. Durante largo rato había vagado su mirada sin esperanza por entre la multitud, a menudo engañada por quienes no eran ella, de tal modo que al principio (ese órgano, me refiero, nuestro más orgulloso sentido, y también el más fácil de engañar) pasó de largo, luego volvió, como si enfocara un telescopio, lleno por completo de ella, como si de un nuevo planeta se tratara. En cuanto pudo abandonó su asiento y buscó el palco de ella. Entró en uno que no lo era, de cuyo interior tuvo que salir disculpándose, antes de acertar con el lugar correcto. Al apartar la cortina, turbado, la vio iluminada por las luces del escenario. Vio que estaba sola salvo por una durmiente Argos,2 y se deslizó al interior del palco. Durante largo rato no dio a conocer su presencia; ella tampoco se volvió, absorbida por los sonidos y el espectáculo, las risas, el estruendo de los instrumentos, todo lo cual había contribuido a silenciar la incursión de Alí. Al mirarla, ignorante ella de su presencia, separados los dulces labios, relucientes los ojos que reflejaban un centenar de luces, deseó permanecer así por siempre, con ella inalterada. También pensó que podría saciar la sed que tenía de verla, y, una vez logrado su propósito, marcharse como había llegado, sin que ella se enterase. No obstante, comprendió que saciar su sed no iba a resultar tan sencillo, y, finalmente, eso que llaman Magnetismo Animal3 (si es que tal cosa existe) la hizo volverse y encontrarlo allí de pie.

¡Alí y Susanna! No había nada más. Por un instante reinó la confusión, entonces ambos hablaron a la vez, dispuestos ambos a explicarse, ansiosos ambos por perdonar lo que el otro debía por fuerza de considerar imperdonable, dispuestos también a no hablar de ello, a negar todo aquello que había ocupado tanto tiempo sus pensamientos.

—Todo lo sucedido fue... Fue mi... Mi... —balbució Alí. Mas antes de que pudiera terminar la frase, antes de poder decir qué era lo que consideraba suyo, Susanna le interrumpió.

—No, no, la culpa no fue tuya. Ni lo pienses. Fue mía.

Todo ello dicho en un hilo de voz, a pesar de lo cual, tal como el súbito silencio puede despertarnos a veces, como si de un estampido se tratase, la acompañante de Susanna se despertó, tras dormir como una muerta a pesar del estruendo de la orquesta y los rugidos de la multitud. Hay que presentar a Alí, ella lo hace como a un amigo querido de su difunto hermano, la dama acompañante se muestra muy interesada, y desea más información, demanda que ambos satisfacen, atropellando las palabras pronunciadas por el otro. Se abren entonces los abanicos, se manipulan. La función, que prosigue entretanto en el escenario, a pesar de que los dos, al mirarla, poco perciben de ella, es una nueva pantomima (tan nueva como cualquier pantomima pueda serlo, donde las mismas cosas suceden siempre de la misma manera). Ven en ese instante a Dama Venus concluir su «Escena de la Transformación», en la que los jóvenes amantes se convierten en Arlequín y Colombina, el anciano y celoso padre en Pantaleón y la durmiente dueña en Bufón.

—He estado un tiempo fuera —explica Alí envarado, ante lo cual Susanna no puede evitar reír, ya que está al corriente de su historia, igual que cualquier otra persona.

—¿Y tu madre y tus hermanos? —pregunta más tarde a Susanna. Se sienta tras ella, donde no se deja ver por los demás espectadores.

—Bien —responde ella—. Todos bien.

Así continúan. Su charla, cuando hablan, pertenece al tipo denominado insignificante, aun impregnada de asuntos de gran índole. Él desea visitarla. Ella objeta que su marido no recibe visitas a menudo. Aun así, ella toma nota de que él se ha instalado en la ciudad. Ella querría que él apreciara la actuación, no del Bufón, sino de Grimaldi, ante todo lo cual Alí no sabe si avanzar en el palco o retirarse, ni adonde avanzar o retirarse, ni hacia qué avanzar ni hacia qué retirarse.

Retumban los acordes, se alza el telón tras el cual se oculta la «Oscura Escena», tal como la llaman los actores: el cementerio, las ruinas, tumbas o cavernas, donde el pobre Arlequín debe sufrir, ser puesto a prueba, antes de que la amable sabiduría de Dama Venus lo restituya todo a como era antes, la «Escena de la Vida», la misma que representamos a diario. Sin embargo, antes de ello, mientras los Murciélagos y los Espectros hostigan aún al pobre Arlequín, antes de que se resuelva todo, Susanna suspira y dice que el señor Whitehead no tardará en llegar, tal es su costumbre, para la escena final. Alí, que por un instante no capta la intención de ella, se despide con un adiós murmurado que le dedica, y con otro que dirige a la amiga de aguda mirada, quien (aunque él lo ignora) está llamada a convertirse también en su amiga, con el tiempo. Luego, se marcha.

Aunque Alí no había caído en la cuenta, Susanna Whitehead ha oído de él, y ha mencionado su actual lugar de residencia, donde no mucho después de esa noche encuentra él una carta escrita por una mano conocida, como si su constante obsesión por ella la hubiera invocado. Las palabras que contiene son breves, alegres, sin embargo, ansiosas por saber de él, e incluyen instrucciones para responderle a través de un intermediario (¡la amiga del palco!), adjuntando su carta a otra dirigida al contacto, aunque pocas personas hay que necesiten de instrucciones en tales casos. «Escribe rápido y responderé», y al leer estas palabras, el corazón de Alí da un vuelco como una cometa de papel, aunque acaba por caer igual de rápido, enredados los hilos, pues sabe qué debe escribir lo primero, aunque no sabe cómo: Cómo fue que él, aun sin saberlo, condenara a su familia a vagar sin timón ni brújula a un puerto desconsolado.

«Fui yo», escribió, «quien causó la muerte de tu hermano, no te equivoques, y también yo quien se aseguró de que no tuvieras otra opción que casarte con alguien a quien despreciabas. Todo fue obra mía. Yo os arrastré a esta telaraña de maldad en la que me vi atrapado, la telaraña en la que estoy atrapado, por mis egoístas propósitos, sólo míos. Debes odiarme, no tienes otra opción, y daré la bienvenida a ese odio, como debe hacer todo aquel que recibe su merecido».

«No creas que fue así», respondió Susanna al punto, rápida como el pensamiento, o al menos todo lo rápida que puede ser una carta. «Lo que disponen el Destino o el Azar no sólo resulta insensato sino presuntuoso atribuírselo a uno mismo. No fue tu culpa. ¿Acaso no es inútil dejarse consumir por el remordimiento de algo que ningún esfuerzo humano hubiera podido evitar, ni ahora puede enderezar? Temo que lo que puedas decirme te aleje de mí, y ése, de todos los sufrimientos posibles, es al que más temo hoy en día. Oh, querido Alí, preguntas por qué nunca fui en tu busca, por qué nunca te escribí, a pesar de saber de tu regreso. No sabes cómo seguía todas las noticias que tenían que ver contigo, con tu desaparición, tu regreso y tu fama. Nunca pienses que no me importaba. Temía, eso sí, pero no por ti, sino por mí, que, en caso de encontrarnos... No diré más, me siento como una fortaleza asediada, llena de traidores que recorren las murallas. No me escribas más. ¡Oh, no dejes de escribir! y piensa en mí siempre, como yo pensaré en ti. No sé cómo firmar, excepto con mi nombre. SUSANNA.»

A ésta respondió Alí en febril estado, la pluma persiguiendo al pensamiento a medida que emborronaba el papel. Su mente perseguía a su vez al corazón, que daba tumbos entre las paredes de la Esperanza y la Desesperación por la mujer que había amado, la mujer que creía perdida y que no lo estaba, a pesar de que lo estaba totalmente. Mi joven héroe, en todos los sentidos tan valiente como un héroe deba serlo, tenía demasiada poca experiencia de la vida como para saber que la muy común contradicción en la que se hallaba sumido tenía una común solución. Iba en camino de descubrirla. Contaba ya con el Servicio Postal por mediación del cual llevar a cabo el galanteo, y lo que recibía a cambio por medio del mismo sistema tan sólo le empujaba a seguir adelante. «Adjunto un mechón de pelo; no sé para qué lo querrás, aunque al meditarlo con calma he llegado a la conclusión de que un mechón tuyo me proporcionaría un gran consuelo. Querría que pusieras las condiciones de nuestro trato, pues de otro modo podría dar un paso en falso y ofenderte, lo cual temo más que mantenerme en mi lugar, aunque eso ya lo temo bastante, ¡puesto que mi lugar podría estar demasiado lejos de ti! ¡Oh, despeja estas inquietudes, Susanna! ¡Dime qué puedo pedirte, y qué no!»

Había quedado atrás el tiempo en que un billete salido del corazón estaba consagrado a la privacidad, destinado tan sólo a otro par de ojos, llevado por el alado Mercurio en persona hasta sus labios. En la época de Alí y Susanna toda carta que tuviera interés era copiada, a menudo por la propia autora4 (pues es propio de ese sexo el monopolio de este negocio, o al menos el interés principal), para distribuirse como quisiera o mereciera, o bien guardarse. La insensata dueña a la que Alí confiaba las misivas dirigidas a Susanna, no consideró que estuviera fuera de sus atribuciones abrir la carta, extraer el billete adjunto y copiar su contenido para poder así meditarlo.

Por extraño que pueda parecer —o quizá no—, aunque durante meses, un año más o menos, Alí y Susanna no se hubieran cruzado, no pasaba entonces una semana (no, mejor dicho, un día) en que no se encontraran para estar un rato juntos. No tiene nada que ver con el artificio de un escritor que así sucediera, a pesar de que el rumbo de la historia dependa de ello, sino con la instintiva sabiduría del sexo, que siempre asombrará al Hombre, quien por lo general cree dar con el objeto de sus afectos por mediación del maravilloso Azar. Así se encontraron ambos en los billares, en una espléndida sala presidida por retratos de damas y caballeros ataviados con armadura y seda. La conversación fue de lo más inocente; claro que cuando las tres esferas que impelían con los tacos chocaban entre sí, tal como Newton concibió que harían, los ángulos de la incidencia equivalían a los ángulos de su reflexión, los comentarios hechos por ella, o que él le hacía, sobre el triunfo y el fracaso, todo tenía doble sentido, un sentido cuyo patrimonio les pertenecía. Entretanto, la charla a su alrededor no se centraba en un tema concreto, y retazos de este o aquel comentario llegaban a sus oídos.

—¿No se ha enterado? Buonaparte se ha fugado de Elba, ¡París ha caído!

—¿Cómo? ¿Otra vez? Supongo que debe de ser un suceso anual. Cada verano París cae en manos de alguien. En fin, lamento oír eso, qué puedo decir.

—¡El tercer jugador de la mesa es el problemático! Si pudiéramos librarnos de él, la partida terminaría pronto —dijo Alí a Susanna.

—¿No es propio del juego que él esté ahí?

—Qué más da —respondió Alí—. Me encantaría arrinconarlo para que los otros dos pudieran seguir adelante.

En ese instante levantó la mirada y descubrió horrorizado que el señor Enoch Whitehead, el mismo al que se acababa de referir alegóricamente, se había situado, sin que repararan en ello, apenas a dos metros del lugar donde Alí miraba a Susanna embelesado.

—No oye nada —le dijo ella en voz baja—, o más bien poco. No temas. —Y así las cosas aplicó la tiza al taco con total despreocupación.

Alí, no obstante, muy avergonzado, recordó la última entrevista que había mantenido con su padre, ¡entrevista que había tenido lugar junto a una mesa de billar! Recordó también las palabras que el lord dedicó al señor Whitehead, que era sordo, y que no se enteraría de nada, y que la dama podría hacer lo que le pluguiera, «tal como le gusta hacer a todo el mundo», había dicho. Vergüenza y horror, pero no arrepentimiento, porque el impedimento del señor Whitehead entró a formar parte de los cálculos de Alí, esos cálculos que el maestro de los aritméticos, hijo de Venus, barrunta constantemente, tal como debe ser si el mundo debe seguir girando. Reanudaron el juego y siguieron hablando en voz baja mientras rodaban las bolas, sin dar más importancia a los obstáculos.

Más colisiones (y penosas desviaciones de rumbo) tuvieron lugar entre esas tres moléculas sociales, hasta que Alí se retiró de la sociedad a la soledad de sus dependencias, dispuesto a leer a los antiguos en busca de sabiduría, severos pensamientos en los que se sumergía hasta que se le cerraban los párpados a medianoche; sin embargo, esto no es un libro de citas sobre lecturas, y nada de lo leído va pues a repetirse aquí. Cierta lóbrega mañana el correo le entregó una carta, no de Susanna, sino de la señorita Catherine Delaunay. Era, como la propia joven dama, sentida y precisa a la vez. Le recordaba los recientes encuentros de ambos, que en las palabras de ella parecían más cargados de importancia de lo que Alí (cuyos pensamientos recalaban siempre en otro puerto) había pensado. «No soy de esas personas que muestran lo que no sienten», escribía la señorita Delaunay. «He descubierto a mi pesar que no siempre muestro lo que siento, de tal modo que aquellos a quienes más querría abrir mi corazón a menudo se quedan algo desconcertados, lo cual puede apartarlos de mí, cosa que no podría distar más de mi intención. Recuerdo que en nuestra conversación os hablé de ese hombre ideal cuyas cualidades he ponderado desde hace tiempo. Así ha sido, y creo que mi retrato está acabado en todos los aspectos, aunque no pretendía dar a entender que sólo aquel que coincidiera hasta el último detalle con mi ideal pudiera granjearse mi afecto. En fin, querido amigo (tal como espero poder llamarle siempre), no diré más, no sea que diga aquello que no pretendo decir exactamente, ¡defecto al que debo enfrentarme a diario!»

A medida que estos gentiles sentimientos, que en verdad acreditaban a su autora, navegaban bajo la mirada de Alí, así como los muchos cumplidos con que ella concluía, empezaron a dar forma en él a un pensamiento, o a cerrarse sobre sí mismos como un huevo perfecto.

«¿Por qué no iba a casarme?», pensó. «Acabaría de golpe con todos mis problemas. Seré como el barco que arriba a puerto: podré aferrar velas por fin, echar el ancla. Esta dama parece considerarme digno de ella, si es que la he entendido, y quizá esté en lo cierto al pensar así. Y si no lo está, al menos cree estarlo, y si no hago nada por desilusionarla podría seguir pensando tal. Cesarán los sueños que hayan podido acosarme si yazco en una cama con alguien que me ame. No me levantaré dormido. ¡Alguien así, amable, podría hacer de mí una sola persona, y no dos!»

Su ayuda de cámara interrumpió estos pensamientos para anunciar la llegada de un joven caballero que no quería dar su nombre. ¿Deseaba que lo hiciera pasar?

—¿Qué clase de joven caballero? —preguntó Alí.

—Un soldado —respondió el ayuda de cámara—. Un joven ven oficial,5 por lo que he podido ver por la casaca que asoma bajo el capote.

Alí hizo un gesto afirmativo al muchacho, con la mente volcada de nuevo en el dilema. «Aun así... Aun así...», pensaba rodeándose con los brazos las piernas cruzadas, y contemplando insatisfecho el fuego. «Aun así...»

Al abrirse de nuevo la puerta, se levantó y se volvió para saludar a... ¡un fantasma! Ante él halló al joven lord Corydon, tal como lo recordaba: vestido de uniforme, el capote cubriéndole la boca, los ojos color zafiro, sonrientes. No era un fantasma, sino de carne y hueso, ¡tanto como podía serlo el propio Alí!

La ilusión se desvaneció al instante. Alí trastabilló y se enderezó apoyándose en el respaldo de la silla. El soldado se deshizo del capote, y Alí vio que no era el muchacho muerto que hubiera revivido, sino su hermana Susanna. Llevaba el cabello corto y rizado, tal como él lo había tenido, y lucía las mismas suaves mejillas de su hermano. Adoptó pose de soldado y dedicó a Alí un saludo militar, con una sonrisa interrogativa y titubeante.

—¿Es su... uniforme? —le preguntó Alí.

—Nunca llegó a ponérselo. Se lo hicieron demasiado estrecho. —Se acercó un paso a él—. ¡Alí! He caminado por la calle, nadie ha vuelto la cabeza para mirarme. Tu ayuda de cámara no me ha tomado más que por lo que parezco ser.

—El hábito hace al monje —dijo Alí. Dicho lo cual, el joven portaestandarte se arrojó en sus brazos, y lo cierto es que él no la rechazó.

En ese instante no era una recatada esposa vestida de seda y con enaguas. Había dejado ese personaje en su tocador, y ahí estaba, encarnando a otra persona, valiente, sincera, con los brazos en jarras después de soltarse, y con una mirada seductora mientras preguntaba «¿Qué te parezco así?», pregunta que aunada a la transformación movió a Alí a la risa.

—¿Tiene usted que reincorporarse pronto a su regimiento, joven señor? —preguntó Alí—. ¿O puede tomarse un tiempo?

—Estoy de permiso —fue la respuesta de Susanna—, y puedo hacer lo que me plazca, como cualquier oficial.

Huelga decir cómo ocuparon su tiempo aquel día, excepto que no lo hicieron como lo hubieran hecho unos soldados. No fumaron cigarros, ni contaron batallitas a voz en cuello, ni sus cuerpos sirvieron de recipiente al ponche del regimiento. No, ninguno de estos placeres. Debo contar que Alí lloró al recordar a su amigo Corydon. Lloró al fin, como la rabia y el horror le habían impedido hacer antes. También Susanna lloró, lo hizo por la pérdida de aquello que allí había sacrificado, pues ¿no podemos derramar amargas lágrimas al despedirnos de nuestro honor, por fríamente que nos las hayamos ingeniado para hacerlo? Cuando ambos hubieron llorado, rieron de nuevo como habían hecho los tres tan a menudo, cuando juntos habían caminado por las verdes praderas y conversado de nada en particular, sólo por el placer de ver sonreír a los otros dos, o de verlos echar la cabeza hacia atrás para reír a mandíbula batiente. Qué fácil y simple es el amor, cuán rápidos de alcanzar y consumar sus placeres. Cuán contada y duradera es la risa de los amantes, ¡el mayor regalo de los rácanos dioses!

Había caído la noche, y al joven soldado lo echarían en falta de seguir allí. A pesar de ello se consumió otra vela antes de que se pusiera los calzones y se abrochara la casaca roja. Aun así, con su persona ya más allá del umbral, aún extiende los dedos para tocar los suyos, y su mirada es lo último que se separa de él.

De este modo se embarcaron Alí y Susanna en el desafortunado rumbo de esa conducta tan común en la sociedad, y también en las novelas, deriva que, en su forma más perfecta, se caracteriza por ser a un tiempo invisible y patente, pues nadie querría obrar mal, pero todos se decepcionan si averiguan que se los ha dejado al margen del mismo. Para corroborarlo, aquellos que disfrutan hablando de ello son bien recibidos en todas partes, aunque puedan ser desacreditados in absentia. Si no estimara a estos dos, si no deseara para ellos todo cuanto ellos deseaban (hay que decirlo, lo hacían tan ciegamente entonces como ahora), me enfrentaría al relato del particular con cierto ennui, y podría incluso rogar que me disculparan si decidía omitir los detalles de cómo, por ejemplo, se creían seguros a pesar de las hablillas que circulaban, o de lo sobradamente conocidas que eran sus idas y venidas. El honorable Peter Piper era en verdad leal a su amigo, y despreciaba la charla envidiosa y desbocada, atribuyendo la relación de Alí con Susanna a la maravillosa amistad que a él lo había unido a lord Corydon, a la necesidad de la señora Whitehead de avivar esa relación que mantenía de algún modo vivo a su hermano, así como a la pasión que compartían por el teatro, etc., etc., todo lo cual ejercía un efecto contrario al pretendido.

La gran cadena llamada los Lancers es el baile que más se parece a los amores de la sociedad, pues los mejores hombres y las más audaces mujeres son cedidos al galope de pareja en pareja, para en ocasiones encontrarse finalmente de vuelta en los brazos de sus mareados cónyuges, quienes han estado a su vez bailando en alguna otra parte. En ese baile, decía, es de gran importancia no considerar nada eterno, y estar dispuesto en un instante a separarse del otro y a alejarse dando vueltas sobre sí con una sonrisa. Pero Alí era más bien dado a la fijación, no a la variedad. Consideraba que el rumbo lo marcaba el destino, y que su corazón era uno. Donde otro actor de tan iluminado escenario, al ver lo cerca que andaba el desastre, y cómo el paño de borrar de la sociedad había sido estirado tanto como daba de sí antes de rasgarse, habría pergeñado una bonita carta, para luego marcharse al extranjero un tiempo; o acordado con el objeto de sus atenciones que, después de todo, lo mejor había pasado, y que sólo quedaban las heces, las cuales convenía más arrojar a una zanja y poner fin a la cuestión; o envuelto para su inadecuada amante un obsequio de calculado y conveniente valor, o cualquier otra de entre las opciones posibles, todas ellas como escritas en un libro que todos hemos leído, Alí no pudo. ¡No estaba dispuesto a ello! Por tanto, si el affaire no podía abandonarse, todo lo demás debía ser pues abandonado.

—¿Por qué no podemos huir juntos? ¿Qué nos retiene aquí? —pregunta el a Susanna, en un sofá de la biblioteca de una mansión, a la cual ambos han sido invitados. Permanecen sentados, a solas, para estudiar un álbum lleno de grabados que a duras penas ven, grabados de ciudades que no han visitado—. ¿Qué importa el lugar, siempre y cuando estemos juntos? ¿Qué importa la opinión o lo que los demás puedan pensar? No hay nada que me retenga en esta tierra, nada excepto tú, Susanna, y el trocito de tierra donde él yace enterrado, pero nada más.

Al oír esto Susanna levanta la mirada; lleva la mano con la que volvía las páginas a los labios de él, y detiene sus palabras.

—Alí —le dice—, ¡oh, querido Alí! Piensa en lo que estás diciendo. Quizá sea cierto que nada te retiene aquí, pero yo... Tengo el corazón dividido, pues ¡mi amor debo a más de uno!

—Ni lo menciones —protesta Alí—. ¡Él te obligó a casarte, te compró como a una esclava!

—No me refiero a él —responde Susanna—, sino a mis hijos. A mi hijo y a mi hija. Ellos son la razón de que no pueda marcharme. No puedo.

Largo tiempo observa Alí su rostro, en el que reluce la verdad de forma inconfundible, además de la compasión. Se levanta al cabo, y se vuelve hacia el fuego del hogar.

—No tuve madre —dice—. Nunca tuve esa solicitud, esa constancia. Me han dicho que es lo más valioso del mundo, que aquel que no lo ha conocido vive por siempre herido. Pero no sabría decirte. Creo que esos niños tuyos disfrutarán siempre de tu amor.

—No seas tan frío.

—¡Frío, no! ¡Frío, nunca! —Se vuelve a ella y se arrodilla a sus pies—. Piensa, no obstante, qué debo hacer ahora. No, no, ¡no me cojas la mano! Si no podemos huir juntos, debemos separarnos, Susanna, antes de que te deshonres. Antes de que te arrinconen y, quizá, antes de que pierdas a tus hijos para no obtener nada a cambio. ¿No lo comprendes?

—Tendrías que matarme para que te respondiera. No podría hacerlo.

—No, nada de muertes. Tú, no. Eso no puede ser. No es así. Debes vivir. Debes hacerlo, o todo esto no habrá servido de nada.

Lo dice con convicción, como el hombre que sabe que el barco en cuya maltrecha cubierta se yergue está a punto de hundirse, a pesar de lo cual observa los botes bogar lejos del casco, llevándose consigo todo cuanto le importa en este mundo. Pero ¡basta! El amor tiene sus pretensiones, y son justas, y son grandes, mas no puede reclamarlo todo, no hasta la ruina, tal piensan los sabios; éstos no deben ser confundidos con los tímidos, pues son quienes saben cuán escasa puede ser la felicidad en el transcurso normal de cualquier existencia: cuando lo pedimos todo, todo es lo que estamos a punto de perder.

—Entonces, ¿qué? ¿Qué? —pregunta ella.

—Debo marcharme —responde él—. No puedo vivir en la misma ciudad que tú, no importa cuán grande sea. Debo alejarme, aprender a vivir sin ti.

—¿Adónde irás? No te irás para siempre. ¡Dime que no!

—Eso no importa —dice Alí—. Quizá emprenda un largo viaje. No lo sé. ¡Sólo te pido una cosa, Susanna! ¡Evita aquellos lugares donde por casualidad podamos encontrarnos!

—¿Cómo? ¿Acaso debemos abandonar la amistad, la ternura? No digas eso. No lo permitiré.

—No. No lo haremos, si así lo deseas y yo puedo soportarlo. Tendrás mi amistad, y todo cuando me pertenezca y quieras. ¡Siempre!

Ambos deciden, ambos se hacen promesas solemnes, ambos abjuran. Pero ¿existe una esquirla en nuestros más tiernos sentimientos que sea tan afilada como la renuncia? Decimos que debemos separarnos, nos miramos, sentimos a la vez todos los motivos por los cuales no deberíamos hacerlo, a modo de alivio, incluso con nuestra firme decisión ya tomada. Vemos el temido y desértico erial de nuestro futuro, la vida en soledad, pues de ningún modo nadie más... ¡No, no, jamás! Y volvemos a abrazarnos, a consolarnos mutuamente, susurrando que debemos separarnos, ¡y no lo hacemos! Nadie sabría decir cuánto tiempo permanecieron Susanna y Alí así suspendidos en el seno de la ola, temblorosos, titubeantes. Y aún seguirían allí de no haber oído rumor de pasos, el forcejeo de la puerta de la biblioteca. Ambos «se asustaron como si fueran culpables», ¡y fueron separados!

* * *

Qué sucesos acontecen a quien está en calma, a quien se separa de la sociedad, a quien apenas alcanza a vestirse, o a comer (comer muy poco, en este caso), a quien las veladas en compañía, que de vez en cuando le arrancan del sofá, dedica al consumo de las aguas de Leteo en cantidades tales que es como si la noche no hubiera llegado nunca (salvo por el dolor de cabeza, el agua de soda y la resaca a la mañana siguiente, consecuencias cuyo origen resta olvidado). Quizá podría dejarse constancia de tales sucesos, aunque mejor no.

Un día no muy diferente a los demás, Alí tuvo ocasión de ver en la distancia a la señorita Delaunay. Entraba ésta en el coche con tanto recato como quepa desear en tal actividad, ofreciendo por fuerza al transeúnte la reconfortante visión de uno de sus pequeños pies y la delgadez de un tobillo. Alí siguió su camino sumido en hondos pensamientos, si tal podían llamarse, y cuando regresó a sus habitaciones, tomó asiento y escribió una carta a cuyas líneas había dado vueltas toda la tarde.

QUERIDA CATHERINE: No sé con qué derecho me permito dirigirme a usted de esta manera. Si la ofendo, sepa que lo siento muchísimo, y bastará con una sola palabra por su parte para que ponga punto final a mis atenciones. Créame si le digo que hacerla sufrir me causaría un tremendo pesar, mayor que cualquiera que pueda imaginar. Me arriesgaré, pues, a decirle, mi más querida amiga, que su espíritu y su amabilidad han penetrado de tal modo en mi alma que siento que no puedo abandonarlos a la ligera. Si carecer de ambos haría que mi vida fuera mucho menos soportable, no hablaré de qué supondría la perspectiva de verme privado para siempre de ellos. Por tanto, me siento capaz de presentarle mi petición, que me acepte para usted, para servirla y amarla a pesar de lo torpemente que sea capaz de hacerlo, y de todas mis insuficiencias. Soy consciente de que ni mi pasado ni mis ancestros me hacen merecedor de su mano, si es que esos factores contaran a mi favor; hay otros defectos que no me son propios pero que aún me lo serán menos, si considera usted por un instante siquiera aceptar mi petición...

Llegado a este punto, Alí levantó la pluma del papel como si se mordiera la lengua para no revelar demasiado. Podía enumerar un sinfín de infortunios que rebullían en su mente, toda una lista pormenorizada. Pero no lo hizo. En lugar de ello adelantó el final con la sensación de que había llevado su barca demasiado rápido y demasiado lejos, dispuesto a ganar puerto con el último cumplido y una firma, antes de que el viento cayera del todo. Cuando lo hubo hecho (y la conclusión puede imaginarse fácilmente, pues nada en ella había de peculiar, nada que no se hubiera visto antes), y la carta estuvo doblada y lacrada, la dejó en la mesa y se sentó a mirarla; no la llevó más allá, no la movió en absoluto. A eso de medianoche, cuando el maullido de un gato anunció la hora desde unas caballerizas cercanas, llamando a su amor, Alí se levantó de un salto, echó la carta al fuego y escribió otra para una destinataria distinta:

Me equivoqué al pensar que podría vivir sin ti. No lo haré, si tú me ordenas no hacerlo. Interpretaré que ésa es tu intención si no te reúnes conmigo y me demuestras que no deseas tal. Pero si vuelvo a verte, no me importa el precio. Que tampoco a ti te importe. Decide tú dónde y cuándo, para que ese momento sea sólo nuestro. Mas si optas por no hacerlo, no volverás a verme. ALÍ

Esta misiva, sin saludos ni despedidas, la envió de inmediato a la dama cómplice a cuyos buenos oficios había recurrido antes, una mujer en la que es necesario decir que no pensaba más de lo que podría pensar cualquiera en el cartero que reparte con tanta fiabilidad, y anonimato, el correo del resto del mundo. Se dispuso a esperar, lo que para determinadas naturalezas puede suponer un ejercicio de lo más irritante. Caían los minutos como las gotas de agua de esa tortura china a la que solemos recurrir a la hora de comparar, aunque no creo que ninguno de nosotros la haya sufrido. Yo no, desde luego, aunque suelo imaginarla pensando «Quizá sea como esperar una carta que puede significar la vida o la muerte mientras se oye el tictac del reloj», claro que tampoco a eso se parece. No hubo respuesta, y cuando hasta la esperanza intuyó que ésta no llegaría, Alí se sintió incapaz de soportar seguir allí encerrado, incapaz de soportar las calles, la ciudad, el tono, el Monde, y se detuvo a meditar sobre dónde podría esconderse, para siempre quizá. ¡En un tipi de los pieles rojas, en un kraal de los hotentotes! Llegó a sus manos en ese instante, por mediación del mismo Servicio Postal que no le había traído respuesta de Susanna, una carta del teniente Upward, el cirujano militar que en tiempos, en otra tierra, en otro planeta —se le antojaba a Alí—, había sido amigo suyo. Por lo visto, el cirujano militar había disfrutado de una suerte excelente en aquellos asuntos mundanos que tan esquivos se mostraban con Alí: se había casado con una buena mujer, fecunda, además, y recomendaba a Alí de todo corazón que contrajera matrimonio, tal como hacen todos los que se sienten felices en esa república, deseosos de expandir sus fronteras hasta abarcar a toda la Humanidad, a la masculina y, también, a la femenina. Su casa, situada en la costa galesa, estaba bendecida con pequeños ejemplares de Upward que cantaban en galés. Deseaba que Alí lo visitara para participar de su felicidad. Alí escribió a vuelta de correo que estaría encantado de visitarlo, así como a todas sus posesiones, y que partiría con tal propósito a la mayor brevedad posible de la ciudad, adonde ignoraba si regresaría, cosa que tan sólo mencionó a ese maltrecho y jadeante órgano que guardaba en su interior, el corazón. En cualquier caso, hizo el solemne juramento, aunque no supo a qué dioses, o poderes, de que permanecería por siempre alejado de cualquier lugar donde pudiera toparse con Susanna Whitehead, o su marido, o sus hijos, o su buey o su asno, o cualquier cosa que le perteneciera, hasta que su corazón hubiera recuperado la fuerza necesaria para afrontar el regreso, y cesara de palpitar con estruendo ante el dolor que la sola idea de hacerlo le causaba.

* * *

El cirujano militar dio la bienvenida a aquel que había sido (aunque fugazmente) su camarada de armas, a quien introdujo en el seno de su nueva familia: una esposa regordeta y dos críos igual de rollizos,6 igual de simpáticos los tres, como tres enormes frutos maduros dispuestos en un plato. Ardía el fuego en el hogar, estaba haciéndose un cuenco de ponche, y reinaba en conjunto una calidez que recordaba al útero. No era Alí insensible a las beldades, a los placeres de esa vida hogareña; al principio se mostró tímido ante las muestras de bienvenida, pero hacia la tarde ya se sentía más a gusto de lo que había estado desde... Desde... Aquí se entrometieron sus recuerdos de Corydon Hall, y se abstrajo del palillo que iba a coger, o de los soldados de plomo que iba a liderar. No obstante, el pequeño de los Upward le sonreiría, y la niña tiraría de su bocamanga, devolviéndole de nuevo al presente.

Durante algo más de una semana mantuvo la promesa hecha. No pensó en Susanna, pero las horas y los días de esa semana demostraron ser factores considerablemente elásticos y se estiraron hasta convertirse en una eternidad con la demostrada imposibilidad de prohibirse uno mismo pensar en cierto asunto; el propio hecho de prohibirse pensar en lo prohibido no era sino otra manera de pensar en ello. El mar no le ofrecía consuelo, ni consejo sobre lo que debía hacer, a pesar de arrojarse en sus fríos brazos dos veces al día, casi desnudo, para solicitar así su sabiduría. De este modo, pronto llegó la desesperación. Se le antojaba fácil, grato, arrojarse al mar y nadar tan lejos que ya no pudiera volver. Grato hundirse bajo las olas y no pensar más, en Susanna, en el amor. Sin embargo, aquello que lo encomendaba a las profundidades, al olvido, era lo mismo de lo que no podía desprenderse, lo que exigía de él aferrarse a la vida, a la esperanza, común paradoja que no por serlo alivia del aguijón.

En más de una ocasión decidió Alí llevar a cabo su resolución, «tomar las armas» contra su «propia zozobra y ponerle punto final». Largo rato estuvo de pie en las alturas, sobre el agitado oleaje que bañaba las rocas a las que pretendía arrojarse, olas que siempre se recomponían para luego retroceder y volver a besar las rocas con fuerza. ¡Lo contrario que él! A veces empuñaba una pistola, cuya culata aferraba con una mano que se le antojaba la de su único amigo. O pensaba en la larga y afilada cuchilla que en apenas un instante liberaría su sangre de la arteria carótida que latía en la garganta. Pero, y esto a nadie sorprenderá, a nadie que haya conocido los caprichos de la melancolía, llegaba una noche en que Alí casi percibía la posibilidad de cruzar hasta el reino de los desdichados muertos, y de pronto el sueño se apoderaba de él, y al despertar lo hacía en calma, como el mar tras la tormenta. Con extrañeza y algo de vergüenza también descubría entonces que tenía intención de seguir con vida, no de morir, darse un baño y disfrutar del almuerzo.

—Tal como predije, la brisa marina ha hecho por ti lo que la Naturaleza y el Dios de la Naturaleza se propusieron hacer —afirmó con seriedad el cirujano militar, cuyos modales habían adquirido una conveniente pátina de solemnidad con el aumento de sus responsabilidades y la cantidad y las enfermedades de sus pacientes, así como los males que aquejaban a éstos—. Si tienes las mejillas brillantes como las de una muchacha, y la mirada clara como... En fin, como cualquier cosa que sea clara. Una o dos semanas más, y dormirás como un niño, y también comerás como uno.

—Discúlpame —dijo Alí—. El tratamiento que me propones debe interrumpirse. Dejé todos mis asuntos pendientes de un hilo. ¿Serías tan amable de presentar mis respetos a tu querida esposa y tus encantadores hijos? Ah, y tú acepta este obsequio que te hago. Te gustará. Hecha a mano por el propio Joe Manton. ¿Ves la firma en la culata? No, no, nada de eso, quédatela. Prefiero tenerla bien lejos de mí. No veo de qué iba a servirme, ¡y espero que siga siendo así!

Sin embargo, apenas hacía una semana de su vuelta a la ciudad (aún no había decidido qué camino emprender, aun estando convencido de que alguno debía tomar, o más de uno, quizá) cuando una funesta tarde (así la describiría con el tiempo) su ayuda de cámara anunció que tenía una visita.

—Es una mujer —añadió con cierta desaprobación, como si tales criaturas, al presentarse solas, supusieran un aumento de sus responsabilidades—. Solicita entrevistarse con usted.

—¿La conoces?

—La dama va cubierta con un velo.

Bajo la mirada crítica de su ayuda de cámara, Alí era presa de un mar de dudas. Susanna, ¿acaso no sería mejor despedirla? ¿Acaso no lo había enviado a la muerte, y a la muerte tendría que haberse entregado, de haber tenido más agallas, al no enviarle respuesta a su misiva? ¿Acaso no había jurado, no había jurado por su propia alma, no llevarla de nuevo por el camino de la desgracia? ¡Jamás! ¡Jamás!

—Haz entrar a la dama —dijo, y luego, cuando el condenado ayuda de cámara fingió cierta sordera hasta el punto de acoparse el oído con la peluda manaza, repitió—: ¡Hazla entrar!

Cuando la mujer se situó de pie bajo el dintel de la puerta y levantó el velo que cubría su rostro, Alí no encontró ante él a Susanna, sino a la señorita Catherine Delaunay. Estaba tan pálida como si acabara de atravesar el valle de las sombras, a pesar de lo cual se mantenía erguida, audaz mientras miraba fijamente a Alí.

—Señorita Delaunay... Catherine —dijo él al tiempo que se acercaba a saludarla—. Vaya, ¿cómo está?

—Milord —dijo ella con un tono de gélida calma, un tono que no le era propio, a pesar de que a él no le sorprendió comprobar que formaba parte de sus registros. Sintió en el corazón un miedo peculiar, una lástima extraña al escucharlo—. He venido a informarle de que nuestro último encuentro ha tenido consecuencias.

—¿Consecuencias? —repitió Alí—. ¿Qué consecuencias? ¿A qué último encuentro se refiere usted? ¿No quiere sentarse? ¿Tomará té o una copa de vino? Su visita es inusitada, ¡confío que el asunto que la ha traído aquí no suponga motivo de angustia!

Al oír esta palabra, la dama pareció de pronto acusar un intenso sentimiento, ya fuera cólera, afrenta u horror, no resulta fácil explicarlo, pero por un instante pareció a punto de explotar, como una granada de mano recién arrojada. Entonces, fue terrible verlo, se recompuso y volvió a revestirse de hielo.

—Consecuencias —confirmó—. Si no he hablado con suficiente claridad, tendré que ser si cabe más precisa: Estoy embarazada.

Existe, lo cual es cómico comprobar, un atributo particular del hombre que, al escuchar a una mujer decir esto, hace que se sienta instantáneamente solícito y, al tiempo, alarmado más allá de toda razón. Debe hacer que se siente, insistir en ello, esperar a que hable, hablar a su vez con ternura. Cualquier hombre hará todo eso, excepto en una circunstancia, y ésta es cuando sospecha que está a punto de serle atribuida una paternidad que no le pertenece, paternidad que pretende negar. Entonces no hay ser más cruel ni despreciable. Alí percibió que la dama se disponía a reclamarle algo, una reclamación que no podía provenir de alguien cuya rectitud, sinceridad y probidad estaban, a juicio de él, más allá de toda duda. Sin embargo, no podía admitir que tal reclamación tuviera una base fundada. Por tanto siguió allí de pie, entre la solicitud y la reserva, incapaz de articular palabra.

—No sé de qué me habla —dijo finalmente.

—¿Va a negarlo? —preguntó Catherine, cuya voz se perfiló sutil como la hoja de un cuchillo—. No creo que lo haga. No puede usted ser tan distinto al hombre que conocí.

—Debe disculparme —dijo Alí—. Soy inocente de lo que usted me acusa. No sé nada de eso.

—No se burle de mí —exclamó ella con voz lastimera; toda la fría reserva de su expresión desapareció como una prenda al desvestirse—. ¡No lo haga! Si me rechaza ahora, no sé adónde ir, de hecho no hay ningún otro lugar al que pueda hacerlo, al menos en esta tierra, ¡esta tierra! Le juro que no permaneceré en ella; no por la vergüenza, aunque sería un motivo sobrado, sino porque usted me rechaza, ¡eso sería demasiado horrible!

Cayó entonces de rodillas a sus pies, y como un niño se aferró a sus piernas en actitud degradante.

—¡No! ¡No! ¡No haga eso! —exclamó en respuesta Alí, al tiempo que se agachaba para levantarla del suelo.

La encontró tan debilitada que ni siquiera con su ayuda pudo ponerla en pie, de modo que se sentó en la alfombra junto a ella, como dos niños dispuestos a jugar. Alí tomó de la barbilla el rostro cubierto de lágrimas, y con la mirada procuró ahuyentar todo el horror que la acechaba, tan alarmante era verla a ella así, a ella, de quien él pensaba que jamás había llorado, al menos no de esa forma.

—Dígame, ¿qué cree usted que ha pasado? Dígamelo, puesto que es seguro que alguien la ha engañado, y no se preocupe, que haré todo cuanto esté en mi mano por ayudarla y descubrir la verdad. Más no puedo hacer.

—Acudí a usted en respuesta a su llamada —explicó ella al tiempo que sacaba un papelito doblado, papelito que, apenas lo hubo desdoblado, Alí reconoció; a pesar de estar arrugado de tanto manipularlo, y cubierto de lágrimas. Era la carta que había enviado a Susanna, aquella última y desesperada misiva que no obtuvo más respuesta por su parte que aquella que él había interpretado que era el silencio.

—«Me equivoqué al pensar que podría vivir sin ti» —leyó Catherine—. «No lo haré, si tú me ordenas no hacerlo.» «Decide tú dónde y cuándo», y demás.

Una oscuridad cubría la mirada de Alí mientras escuchaba aquellas palabras; tuvo la sensación de que una espada lo partía en dos: no lo partía, sino que lo doblaba.

—Dígame que no es su letra —pidió Catherine—. No se atreverá, ¡no lo hará!

—¿Quién le entregó esta carta? ¿Llegó por correo? ¿Quién figuraba como destinatario?

—No me llegó por correo. Me la entregó un mensajero, que insistió en que debía entregarla en mano. Le ordenaron, dijo, esperar una respuesta.

—No le envié a usted ningún mensajero —aseguró Alí; no lo hizo como quien insiste en su inocencia, o discute los pormenores del caso, sino aturdido por el asombro, como quien no sabe cómo resolver la contradicción en la que se halla sumido, falto de resolución, sin más de la que posee un objeto inerte al ser sometido a una fuerza irresistible—. Y ¿qué respondió?

Ella lo miró como quien mira a un loco.

—¡Usted ya sabe qué respondí! —exclamó—. ¡Ya lo sabe! Que no estaba dispuesta a que le sucediera nada malo, que no podría soportar esa culpa. No recuerdo qué palabras exactas escribí, tan insensatas como las de usted, imagino. Le dije que no sabía dónde podríamos vernos, que nada sabía de tales lugares, salvo de los públicos. A la noche siguiente, me fue entregada otra misiva en la que no figuraba más que el nombre de una calle, el número de una puerta y la hora... Tarde. ¡Oh, que Dios me perdone!

Explicó ella que acudió a la citada casa, acompañada por un único criado de confianza. Fue admitida, y ordenó al sirviente que aguardara su vuelta. Fue conducida a un dormitorio oscuro, corridas las cortinas, sin lámparas ni luces, donde le aguardó, temerosa, esperanzada.

Alí había dejado de hablar, convencido de que no podía interferir ni cuestionar su narración, igual que un espectador en el teatro que mira en un estado de excitación suspendida, apenas respirando, mientras los personajes del drama reviven sus destinos. O como nuestros espíritus inocentes observan, desde su morada en nuestro interior, las fatídicas palabras que pronunciamos y las decisiones que tomamos, palabras y decisiones de las que no habrá vuelta atrás.

Un ser anónimo había entrado en el dormitorio. Ella no supo cómo, o desde dónde; como un hechicero, o un espectro. Se tumbó a su lado. Apenas pronunció su nombre, dijo, pero ella tuvo la certeza de que se trataba de Alí, aunque no sabría decir por qué. Por la seguridad, quizá, con que un perro ciego reconoce a su amo, como un ave desviada por la tormenta conoce el camino de vuelta al nido. ¡Ella sabía que era él! Quería hablarle, recordarle los elevados propósitos de la vida, y del incalculable valor que el Creador y Juez deposita en todas las almas. Su desesperación era una locura temporal, le diría, un sueño del que despertaría, momento en que la razón y la proporción volverían a él. Todo esto, y más, iba a decirle aquella noche, y hablarle de sí misma, como una actriz insegura al pronunciar el texto, del modo en que había llegado allí, de la espera... Pero él cubrió sus labios con los dedos, suavemente, y después unió su boca con la suya, y todo quedó olvidado. No obstante, en tres ocasiones habló. Una para decir Fide in Sane;7 «Sin ti no soy nada», le dijo también. Y, finalmente, cuando todo hubo terminado, cuando ella se hubo rendido: «Acuérdate de Psique.»8

Todo esto le contó a Alí, en frases inconexas, como si él ya lo supiera todo y no necesitara más que un apunte, una palabra capaz de desatar el recuerdo. Pero Alí nada sabía de todo aquello, y la miró boquiabierto, gorgoteando como una trucha atrapada en la red, hasta que llegó un punto en que ella se apartó de él, pálida, aterrada.

—¡No me mires así! —exclamó—. ¿Qué pretendes? No puedes negarlo. Ojalá hubiera encendido una lámpara a pesar de tus órdenes, para haberte reconocido.

Finalmente se arrojó de nuevo a sus brazos. Le rogó que, después de todo lo que ella le había dado, después de todo lo que él había tomado, no la abandonase, no podía despreciarla. Le dijo que ella lo amaba, y que todo lo sucedido había sucedido por esa sola causa.

—Catherine —dijo él, apartándose de ella tanto como le permitió—. Debes saber que el doctor alemán me examinó, y descubrió que era posible que pudiera sufrir de una condición, tan peculiar como poco frecuente, en virtud de la cual, sumido en el sueño, sin conocimiento (me refiero a mi yo consciente, a ese yo que sabe que está ahora aquí, y que yo soy yo, y que tú estás aquí ante mí) puedo hacer cosas sin saberlo. Quiero decir, que es posible, que puede ser... No sé. Dudo que pueda ser cierto... Aun así, quizá...

Ella no apartó la mirada de él mientras así hablaba, y Alí pensó que era como observar una pálida y débil llama, preguntándonos cuándo se extinguirá, o cuándo arderá con renovadas fuerzas. No sabía si ella se apartaría de él horrorizada, o si se levantaría furiosa o enamorada.

—Es la verdad.

Él no sabía nada. No sabía si la había poseído, y quien no sabe algo así, no sabe nada.

—¡Alí! —dijo ella en un jadeo—. ¡Milord! ¿No me amas? Dime ahora si lo que hiciste lo hiciste por amor, pues ¡por mi parte puedo jurar que así fue!

Tan sólo había un posible rumbo para mi héroe, pues los héroes, por lo general, son aquellos que tan sólo tienen un único camino, y lo toman. Catherine Delaunay creía que él era aquel con quien había yacido en la cama de una habitación oscura, en una casa oscura, en una calle oscura, aquel que la había dejado embarazada. Aquel que había hecho todas esas cosas porque la amaba. Él no lo había hecho o, lo que era más terrible, quizá lo había hecho, pero en sueños, o cegado, pero era sólo él, despierto, quien podía cargar con la responsabilidad. No había nadie más. Y ahora, si la aceptaba, si reconocía lo sucedido aquella noche, lo del niño, o lo que no había hecho, debía ser sólo por amor hacia ella, pues Catherine Delaunay rechazaría cualquier otra opción.

—Pues claro que te amo, Catherine. Te amo, y si no te doy miedo, pues de veras te digo que no sé quién soy, ni lo que hago, si es que he hecho tal cosa, entonces también deseo que tú me ames, por siempre, desde este momento en adelante.

—Entonces ¡me amas!

—Eso he dicho.

Era en verdad todo cuanto podía decir; y, mientras su corazón se conmovía asombrado por la compasión que ella había mostrado hacia él (aunque él no había sabido nada de eso hasta aquel instante), en respuesta a su llamada de amor y desesperación (grito de auxilio que en realidad él había dirigido a otra persona), y en aparente posesión ahora de aquello que ella tan sólo podía darle una vez, Alí estaba convencido, estaba casi seguro de que, en efecto, la amaba.