DOCE

En el que se vuelve al Principio, tal como pudo haber sido

otro hombre, igualmente vestido a la europea, que desembarca en la apartada costa y hace unas preguntas para las que los pescadores hallan respuesta, lo cual no les impide sorprenderse de conocerla, o tal parecen indicar las miradas que se cruzan. Al marcharse el recién llegado, los cristianos se persignan sin saber por qué, como si un ser extraordinario acabara de pasar junto a ellos.

El primero de estos extranjeros es, por supuesto, nuestro Alí. Ha arribado a la costa, a la península de Helias, por etapas a lo largo de medio año de viaje, consciente de que aquélla sería su última parada, tanto como pudiera estarlo de que aquel lugar era su Destino. Tras partir de las costas de Inglaterra como consecuencia de su demasiado exitosa actuación en el campo del honor, recaló primero en las costas de Francia, donde en la peor y la más fría habitación de una fonda escribió a Catherine, y a Una, deseoso de hacer saber a la dama que se había defendido de unas calumnias que no quería repetirle a ella, y de cuál había sido el desenlace de ello; a su hija, para que supiera que, a pesar de la distancia, el amor que sentía por ella era constante, y algún día la abrazaría de nuevo y volvería a besarla. A continuación envió al señor Piper cuantos documentos y poderes pudo imaginar (al no tener a mano un libro de leyes), mediante los cuales el Honorable podría extraer de banqueros y agentes los recursos necesarios para un largo viaje, tal era su propósito al llegar a Francia, y no sabía cuándo iba a volver; aunque, si lo hacía en los límites de su propia mortalidad, lo haría pronto. En ello meditaba mientras goteaban las velas y su aliento se dibujaba como humo ante su mirada.

Desde Francia atravesó solo a caballo los bien llamados Países Bajos, y casi sin reparar en ello se encontró en un campo de batalla, no sólo recordado por un monumento, sino por una opulenta cosecha, fertilizada aún por huesos y tendones que tan generosamente se habían esparcido allí cierta jornada, no hará ni dos años. ¡Waterloo! El recuerdo de ese hombre que era a la vez superior e inferior a un Hombre y que, sobre el verde tapete de este campo, arrojó todo cuanto había ganado por la Humanidad para ver cómo se lo arrebataban los demás jugadores, único revés del que no pudo recobrarse. Alí meditó largo rato en el lugar, apartado durante una hora de las cargas que le imponía su propia conciencia para mirar las de la Humanidad, y pensó —y no era orgullo, ni vanidad, tan sólo el capricho de aquel momento— que la diferencia que había entre sí mismo y aquel gran hombre era que él tenía menos para jugarse, aunque no se sintió menos culpable por hacerlo. Él no había «matado a millares», aún menos a «decenas de millares», tan sólo había llevado a la tumba a un hombre, pero nos turba, cualquiera de nosotros es una multitud, y todo el sufrimiento que se produce cuando la sangre derramada fluye como un río no supera el que se siente por un solo hombre: no hay multiplicación, porque todos sufrimos y morimos solos, aunque medremos y crezcamos juntos. Pregunta al gimnosofista indio cómo puede ser tal cosa, ¡porque es así!

Dejó atrás el campo, cruzó el Rin, escaló los Alpes,1 contempló una avalancha, el caudal de la montaña, el glaciar, mas a pesar de semejantes vistas siguió siendo él mismo, y no extravió su yo en ellas, de modo que poca paz obtuvo de todo cuanto vio. Por tales medios, a caballo y barco y a pie llegó finalmente a las costas donde lo he situado, las costas de su hogar, palabra que no sabía pronunciar en lengua alguna, al menos no en su sentido más íntimo.

Partió de Salora acompañado de unos pocos, y llevaba unos días subido a la silla, durmiendo allá donde podía, comiendo lo que podía procurarse y sin prestar demasiada atención a nada, cuando empezó a percibir en el aire, a ver en los jirones de blancas nubes y a sentir en la tosca tierra que pisaba, algo que despertó sus aletargados sentidos. Cierta tarde contemplaba, como si vengadores celestiales lo persiguieran desde el lugar donde había morado, un manojo de grises nubes en lo alto, cuando un viento tan frío como el que atraviesa los llanos de Salisbury sopló en su barba y sus ropas. Había ganado el abrigo parcial de un antiguo cementerio turco cuando estalló la tormenta con ejemplar furia. Cayó la lluvia, y el trueno retumbó con toda la majestuosidad y el reproche con los que Dios habló a Job para recordarle su insignificancia y el poder del Creador. Cuando la lágrima encarnada en un relámpago partió el cielo, iluminó las piedras y las garras de las ramas, vio a otra figura, o creyó verla, que no formaba parte de su grupo. Un bandido, o un ladrón... aunque éstos nunca actúan solos. Fuera lo que fuese, ¡al siguiente destello de luz había desaparecido!

En Janina pagó y se despidió del intérprete y de los sirvientes, y se libró del traje europeo, que sustituyó por el ropaje típico de la tierra. En el ancho cinto de cuero introdujo la espada que el pachá le había regalado, espada que se había llevado de Inglaterra, tierra que se antojaba lejana y borrosa como un sueño. Reemprendió el viaje solo, y ascendió desde la llanura hacia las colinas albanesas, hasta que una tarde llegó al paso que conducía a la capital de aquel pachá a quien había servido en tiempos, y cuya espada ceñía de nuevo. El sol refulgía en los minaretes, bañándolos de oro, la quietud del ambiente tenía gusto a polvo, y las piedras que alfombraban el camino no habían cambiado un ápice, pero la población no era como la recordaba. El reinado de aquel pachá2 había tocado a su fin, y allá donde otrora se había juntado la turba de suplicantes para aguardar a su gobernante, y los turcos se habían pavoneado en sus pellizas negras llevando mensajes del sultán, allá donde los esclavos negros y los caballos engualdrapados habían desfilado todos al ritmo de los grandes tambores, y donde las voces de los muchachos se habían oído procedentes del minarete, había ahora silencio, los patios se veían vacíos, a excepción de algunos mendigos, que eran demasiado pobres o indolentes para procurarse otro empleo, y uno o dos jacos esparavanes que ocupaban el lugar donde los 200 corceles del pachá habían sacudido las cabezas y habían hecho sonar de manera discordante los arreos.

No se demoró mucho Alí en el lugar; cambió de montura, llenó las cestas y partió solo a las alturas que dominaban la población; de noche se cubría con el capote y dormía en el suelo, siempre que no le permitían dormir en un establo o choza. Siguió adelante hasta que, aunque no supo cómo ni por qué, fue incapaz de ver en lontananza un solo pico o valle, o tomar un recodo del camino o doblar por unas casas que se extendieran más allá del lugar que lo llamaba: ¡se hallaba en las colinas de su niñez! No parecían las mismas colinas, y es que «No podemos meternos dos veces en un mismo río», pues el río ya no es el mismo, y nosotros no somos lo que en tiempos fuimos. En vano buscó Alí en ellas al muchacho que allí había morado, el muchacho que bajo aquel cielo se aventuró, amó, luchó, comió y durmió. No había forma de dar con él. Un hombre adulto, cuyos pensamientos, incluso para su propia alma, discurrían en inglés, observa la piedra reseca y las alturas desnudas, y piensa «¡Qué yermo es todo!»; aun así, ¡con qué garra siente en su interior su reclamo! Mientras recorre la llanura, cabalgando por una pendiente cubierta de piedras y cortada por un arroyo, empieza a pensar cosas como; «Por aquí caminé.» «Allí conduje al rebaño.» «Allí me resguardé de una tormenta, en ese fuerte, abandonado desde hace mucho tiempo.» «Y allí...» «Y allí...» Pero ni para sí es capaz de pronunciar un nombre, el de quien lo acompañó en sus correrías; pero en su pecho anida ese nombre, como un bebé lo hace en el vientre de su madre. Y el nombre fue creciendo.

Cabalgó hasta una arboleda formada por cedros, donde esperaba (aunque lo cierto es que él no hubiera dicho tal cosa) encontrar una buena fuente de agua, no agua pesada, como dicen los albaneses, sino liviana, pues son capaces de apreciar las diversas aguas, que catan como un sibarita cata los diversos vinos que pueda tener a su alcance. Allí estaba la fuente, entre un montón de piedras, y al acercarse Alí a ella vio también a algunas personas, los hombres a un lado y las mujeres al otro, discutiendo. Tras detenerse en un lugar desde donde podría observar sin ser visto, comprendió que la disputa estaba relacionada con quién tenía derecho a tomar agua de allí; los hombres prohibían acercarse a las mujeres, y ellas respondían a voces a esa prohibición de un modo harto masculino, de tal forma que no parecía que pudiesen llegar a un acuerdo. Al menos hasta que llegó un joven (a juzgar por su rostro barbilampiño, era un joven), armado con una escopeta y con una pistola al cinto. Alí observó cómo, al verlo acercarse, las mujeres se alegraron y los hombres se sintieron desconcertados, y con una palabra y un gesto resolvió la disputa. Los hombres, a pesar de algunas palabras ásperas y gestos belicosos que nada significaban, se retiraron para dejar a las mujeres llenar los cántaros de agua. El joven permaneció a cierta distancia, como si los observara, el arma sobre los hombros, los brazos sobre ambos extremos de la misma, tal como haría un albanés con una escopeta.

Cuando los cántaros reposaban ya sobre las cabezas de las mujeres, éstas se alejaron por un camino, y Alí se acercó hasta donde se hallaba el joven, quien, tras reparar en la cercanía de aquel extraño y volverse hacia él, le saludó, mientras Alí caía presa de un repentino silencio.

La belleza no respeta los sexos, y las mujeres no tienen ventaja alguna, si el caso lo juzgan algunos Tiresias de extensa pericia y ojo experimentado. Y aun así, rara vez se confunden ambos, si es que pueden ser confundidos. Buena cuestión, pero no era una que se planteara Alí, quien al primer vistazo supo que el joven que se hallaba ante él era una doncella, una preciosa joven, tan bella que se quedó boquiabierto y el saludo se ahogó en sus labios. La muchacha, en absoluto desconcertada, apartó el arma y extendió la mano derecha a Alí a modo de saludo, igual que haría cualquier hombre al encontrarse con un extraño. Su mirada era franca, su rostro sosegado, sus ojos lo observaban como si lo evaluara. Tenía el aspecto de los muchachos que Alí había conocido al servicio del pachá. También ella, no obstante, guardó silencio al acercarse Alí. Silenciosa, extrañada. No obstante, ambos silencios eran de naturalezas muy distintas.

—Forastero, ¿te conozco? —preguntó finalmente en voz baja la muchacha, con una nota de duda que Alí no entendió.

—No lo creo —respondió él—. Si bien hace tiempo vivía aquí, hace muchos años que me marché, y quien yo era entonces no es el mismo que ahora ves.

—¡Tampoco yo fui el mismo... hombre al que ves! —exclamó ella—. Dime, ¿cómo te llamas?

—Alí.

—Oh —dijo ella, que se sentó como si tuviera necesidad de hacerlo y no pudiera seguir de pie—. En ese caso, no te diré mi nombre. ¡No, no lo haré!

No hacía la menor falta que pronunciara el nombre que tú, lector, habrás intuido hace una o dos páginas. Alí no ha sido tan avispado, puesto que, al contrario que tú, ignoraba (¿y cómo podía saberlo?) de qué clase de historia formaba parte. No obstante, a medida que empezó a comprenderlo, también él se sentó, a su lado, aunque antes de hacerlo observó un instante a la guerrera. Ambos permanecieron callados.

Debido a cierto escritor de la Antigüedad existe la creencia, o la suposición, de que las Amazonas3 moraban en las regiones que componen lo que ahora llamamos Albania, y el viejo Euhemero, de haber considerado el caso, podría haber supuesto que las historias de las mujeres guerreras surgieron de una práctica común allí, que podría remontarse a Hesíodo por lo que yo sé. Pues para este pueblo adusto, lo que no es negro es blanco, y lo que no es Mujer es Hombre, entendiéndose que la mujer está sometida en todos los aspectos al hombre, bestia de carga por necesidad y, al nacer, una mercancía, vendida a su futuro esposo en cuanto la destetan, por tantas paras a modo de pago, el resto a la entrega, cuando cumpla la edad. (Mediante tan fríos cálculos se acordaron los matrimonios de reyes y reinas, y puede que siga siendo así, aunque seguro que la afinidad constituye la principal consideración para el monarca de Gran Bretaña). Los matrimonios así acordados en pañales no pueden luego repudiarse al alcanzar la edad núbil, pues una esposa o un marido desdeñados adquirirían una mácula en su honor que sólo cabría lavar con sangre. Te ruego seas paciente, de tal modo que pueda exponer el motivo de este sermón, mientras Alí y la muchacha vestida de hombre siguen mirándose asombrados. Decía que puede suceder que una joven, al cumplir la edad a la que debería casarse, rechace al marido escogido para ella. Y si se muestra inquebrantable, y valiente, y desafía toda coacción y las amenazas que reciba (amenazas incluso contra su vida), entonces podría perdonársela, si bien con una condición: por haber rechazado al marido, y la casa a la que en primera instancia estaba destinada, ¡debe jurar solemnemente ante el Consejo de Ancianos que no se casará con nadie jamás! Entonces, puesto que nunca contraerá matrimonio, ni tendrá descendencia, ya no puede ser considerada una mujer, y debe, por tanto, convertirse en hombre, puesto que de otro modo no sería nada. Su ropa, el comportamiento, las armas que ciña, las labores que desempeñe (o rehúya), el caballo que monte, todo corresponderá a un hombre: en todo lo aparente ella es un hombre, ¡y cuidado con aquellos que lo olviden!, puesto que no sólo una casa, sino dos, la observan, celosamente, ¡y la propia muchacha va también armada!

De repente, Alí ha recordado aquel extraño modo de vida, y ha recordado también a una anciana que conoció de niño; vivía como una monja, sola y soltera, y así comprende ambas cosas: Qué y quién es aquella muchacha.

—¡Imán! —exclama—. ¡Eres tú!

Entonces ella se vuelve, como avergonzada de que él la vea así, a pesar de que cuando estaba sola se había valido por sí misma y se había enfrentado al mundo como si llevara las riendas. Levanta la cabeza y lo mira. Ella ha sido la primera en reconocer al compañero de su infancia. Ríe, pues lo ve muy cambiado, y él también ríe, y dice que en su corazón y en su mente sigue siendo una niña para él, sigue viéndola como lo hizo por última vez. También a ella le pasa. Después se miran largo rato, ojos y labios, manos, cabezas y demás, y son los ojos y los labios, las manos, etc., de aquel que conocieron en tiempos, y, a la vez, de otro, a quien no conocían. No pueden articular palabra, o hablan sin hablar. Finalmente, con lento y titubeante ademán, ademán que desarma al hombre que hay en él, Imán sube la holgada manga de Alí para ver la marca en su brazo que recuerda que le hicieron. Y después de verla, se sube su propia manga y allí, en el brazo, se ve la misma marca, hecha por ella misma, de trazos más toscos, como medio olvidada, pero la misma marca. Entonces, todos los años que los han distanciado se disuelven como si nunca hubieran transcurrido, y ambos vuelven a ser quienes fueron, un alma en dos seres, sin estorbos ni obstáculos. Aun así, cuando Alí hace el gesto de coger aquella mano que nunca quiso soltar, a pesar de tener que hacerlo por fuerza mayor, ella se aparta de él como quien se aparta del peligro.

—Cuéntame —suplica Alí—. ¿Vive aún nuestro abuelo? Dime qué pasó para verte así. ¿No había nadie dispuesto a protegerte?

—Ha muerto —responde ella—. Murió hace tiempo. Te mostraré el lugar donde descansa. Nunca dejó de lamentar tu ausencia. Hasta el momento de su muerte, me permitieron vivir sola y servirlo, pero en cuanto murió, los ancianos acordaron un matrimonio para mí: un viejo viudo que deseaba una criada. Yo me negué.

Al ser conducida al viudo rechazó sus propuestas, se enfrentó a él como el tigre que Alí sabía que había en ella, y en cuanto se le presentó una oportunidad, huyó al desierto sola, sin importarle si moría. Capturada por su pueblo, también se enfrentó a ellos con denuedo, juró que si la devolvían al prometido que le habían buscado volvería a huir, o le rajaría la garganta mientras durmiera, o le haría cosas tales que ni siquiera sabía, aunque merecerían el apelativo de horrores del mundo. La maniataron con tiras de pieles para impedir que huyera, y ella mordisqueó los nudos y logró escapar. De nuevo la atraparon, y al punto, sin nadie que la avalara, exigió que se le permitiera tomar los votos de castidad que observaban las leyes para alguien como ella.

—¿Tanto odiabas a ese anciano como para perderlo todo y evitar así que se cumpliera el contrato? —preguntó Alí.

—No —respondió ella; aseguró que no lo odiaba, ni odiaba a ningún otro hombre, que no odiaba a nadie, de hecho—, no, no fue eso.

Bajó la mirada y se cubrió con la capucha para que él no pudiera verle el rostro.

¿Acaso no había amado nunca? ¿Había pasado todos aquellos años, la flor de la vida, retirada como una monja? ¿Ninguno de aquellos espléndidos jóvenes que cuidaban de los rebaños, cabalgaban a las órdenes del pachá o cazaban jabalíes había hecho que se arrepintiera de los votos tomados, de la elección que había llevado a cabo?

—Pero ¿qué elección? —preguntó ella entonces—. No tuve mucho donde elegir: compartir mi vida con alguien a quien no quería, o morir. Escogí morir, eso es todo, y por ello... —Ella levantó la cabeza y la vio sonreír, chispeantes los ojos—. Por eso soy yo quien cabalga, yo quien caza, y yo quien habla en el consejo. ¿No es mucho? ¿Es más que amor? Dime.

—Poco sé del amor —respondió él—, excepto su precio. No sé por qué podría comerciarse con él. ¡Imán!, ahora que te he encontrado, y tú a mí, entiendo que te he perdido como si jamás hubiera regresado de esa tierra maldita adonde me llevaron.

Imán nada respondió. Se levantó en ese momento e hizo ademán de que Alí la imitara. La ternura cubrió sus facciones, y una profunda tristeza empañó la mirada fija en él; de todo lo que había pertenecido a ella eran sus ojos lo más inalterado.

—Ven —dijo—. Te llevaré en presencia de nuestro consejo, y mis compañeros te darán la bienvenida, pues se te creía muerto y aquí estás. ¡No hagas más preguntas!

Cuando finalmente Alí se presentó ante ellos, los adustos pastores guardaron silencio ante el regreso del hijo pródigo. La mayor parte de ellos no mostraron deleite, tampoco desaprobación; uno estrechó su mano sin sonreír; otro le preguntó por el caballo, por el equipaje, por lo que podía contener, y le pidió ver su espada, muestra del afecto del antiguo pachá. Otro, no obstante, le dio la espalda y le negó el saludo por la misma razón: que Alí había servido (eso había oído él) como soldado de ese pachá que había despojado a su clan. Intentó describirles sus aventuras entre los infieles, pero no entendieron gran cosa. Rieron, como si se tratara de un chiste, o de una extravagancia, o se aburrieron por lo inverosímil que se les antojaba todo aquello. Así hasta que se despidió. Fuera como fuese, nadie discutía que tuviera un lugar entre ellos; encontró abrigo y, cuando sus suaves manos se endurecieran, encontraría también trabajo.

Con Imán fue muy distinto. Con ella se abrió, como en el pasado, un libro largo tiempo cerrado, la época de su temprana juventud, algunas páginas que había olvidado o recordaba mal, otras que sabía de memoria. En un oscuro valle se tumbaron ambos como lo habían hecho en el pasado, para escuchar el somnoliento mediodía, y al recordar qué había sentido él entonces, algo para lo que no tenía nombre, Alí experimentó la apertura en su interior de un torrente sellado de pura serenidad. Ahora sí tenía nombre para ello, sabía hacia dónde se habían inclinado sus sentimientos, al igual que Imán, castos ahora como entonces, ahora por los votos, antes por pueril ignorancia, encantados a pesar de ello, aunque no saciados. Ella deslizaba la mano sobre su mano, y al punto la retiraba, al igual que la mirada, a pesar de que la sonrisa seguía ahí; él suspiraba y se rebullía, y al poco tendrían que despedirse de aquellas añoranzas. Debían hacerlo, y lo sabían.

Cuando se hizo evidente (en cuanto sucedió) que todo cuanto importaba a Alí era estar cerca de Imán, y que ella había cambiado y que no quería hacer nada más que despertarlo por la mañana, cabalgar con él al mediodía y reír con él toda la noche, se ensombrecieron los semblantes de los hombres del clan. No se había olvidado que siendo niños ambos habían sido uno. En la fuente o junto al fuego eran observados con suspicacia, tan de cerca como se vigila a un par de jóvenes (todo sedas y paño fino) que conspiran juntos en un baile o mascarada en Londres o en Bath. Más incluso, puesto que las consecuencias eran si cabe más graves, el castigo singular, y cualquiera podía erigirse en verdugo, la mano al arma cuando la sonrisa asomaba a sus labios. En las naciones llamadas civilizadas, las transgresiones que involucran a dos miembros que de verdad pertenecen al mismo sexo, sin importar cómo se vistan o comporten, corren el riesgo de ser castigadas con la horca. Allí, la ley es otra cosa. En aquella pelada y hollada tierra, existen un centenar de oportunos rincones donde un hombre y su compañero pueden evitar la mirada inquisitoria. Allá donde ella y él se sentaran para abrir sus corazones aparecía, al cabo de una hora, alguien como por casualidad que cruzaba por su lado con aparente indiferencia, consciente, eso sí, de su sospechoso retiro. Eso en seguida se volvió insoportable para ellos, pues ¡a pesar de constituir un mundo el uno para el otro, no podían sacudirse al mundo de encima!

—Tengo que marcharme —declaró Alí finalmente—. No hago más que ponerte en peligro. Mejor separarse, como ya hicimos, que ser la causa de tu muerte.

—Pues ¡márchate! —gritó Imán, alterada—. ¡Abandóname, ahora que me has encontrado! ¡Que sepas, no obstante, que eso también supone la muerte para mí!

—Y para mí, pero no te mueras, vive como lo hacías antes. ¡Déjame partir y olvídame!

—¿Tienes miedo a la muerte? ¡Porque yo no!

Sacó la pistola que llevaba al cinto, dispuesta (a Alí no le cabía duda alguna) a poner punto final a la vida de él y, luego, a la suya propia. ¡Era tan categórica como su gente! No obstante, le permitió quitarle el arma con suavidad, y en sus brazos lloró como una niña.

—Imán —dijo entonces él—, si desafías a la muerte, abraza la vida, porque exige tanto o más coraje, pero la recompensa es más que la noche y la pira, si es que hemos de alcanzarla.

—Si tú estás dispuesto, yo lo estoy —exclamó ella, cuyos ojos oscuros se encendieron como los de un tigre, toda ella resolución, toda ella coraje—. ¡Jamás dudes de mí!

—Jamás lo hice —aseguró él—, ni lo haré. Y, ahora, presta atención.

Así las cosas, Alí comunicó públicamente que deseaba dirigirse al cabecilla del Consejo de Ancianos del clan, encargado de aprobar todos los asuntos de importancia y resolver todas las cuestiones relevantes. La petición de Alí no fue atendida de inmediato, pero, después de ambiguas consideraciones, fue admitida, y, tras un tiempo que permitió que reunieran a personas de calidad que habitaban lejos, se celebró debidamente el Consejo. La apropiada solemnidad no tardó en imponerse, y cuando se hubo fumado la pipa en reflexivo silencio, Alí fue invitado a hablar. Empezó dedicando a los allí presentes tan elaborados cumplidos como pudo conjugar en su primera lengua, y después ofreció sus más humildes disculpas a sus excelencias por no haber acudido nada más regresar a rendirles homenaje, sentir que ellos acogieron con aire grave, muy propio de su dignidad. A continuación les propuso celebrar un festín en honor de sí mismo, lo que dio pie a algunas risas por tamaña presunción, o más bien en honor de su retorno al hogar y a su gente, pues no tenía intención de vagabundear más (y aquí paseó la mirada, como si quisiera abarcarlos a todos, hasta que recaló en Imán, cuyo aspecto era solemne). Dijo que todo lo pondría él de su bolsillo, promesa merecedora de muestras de aprobación, y la propuesta por tanto fue aceptada por todos y cada uno de ellos. Las sonrisas y las inclinaciones de cabeza se generalizaron al finalizar su discurso, y se puso fecha al acontecimiento, a pesar de que en esa estación los días no se distinguían en nada. De nuevo se cargaron las pipas, y para recalcar el acuerdo se efectuaron algunos disparos al cielo azul.

Está extendida la creencia de que nuestros vicios difieren de los vicios del musulmán, en tanto en cuanto éste rechaza la bebida fuerte, y prefiere una pipa y un compañero, cuando nosotros gustamos de una botella y una moza, mas esto es sólo cierto en parte. En los reinos del sultán y la Fe hay muchas tierras y gentes, y aunque en esa región de Albania no se ve a menudo la bebida, los hombres se tienen por los mayores tragones de entre todos los seguidores del Profeta, y son capaces de abrir la boca y tragar más que la mayoría, siendo su único límite el fondo del barril. No tardó mucho, aunque fue necesario buscarlos, en encontrar Alí suficientes pellejos de vino y jarras de rakia, que es como se llama su fuerte brandy, para proveer la celebración que había concebido. Debía tener lugar al aire libre por necesidad, puesto que no había interior lo bastante espacioso para que los hombres del clan se reunieran; y los interiores resultan menos convenientes que los exteriores a la hora de disparar las armas, de modo que pueda emplearse la pólvora con la debida extravagancia. Todos fueron invitados, al menos todos los que no tenían rencillas personales con otros invitados, así como aquellos que se comprometieran a disparar al aire durante unas horas, o sea, todos ellos, entre los cuales, por supuesto, se contaba Imán.

—No bebas, fíngelo —susurró al pasar junto a Imán—. Yo tampoco lo haré. Estate atenta a mi señal.

A estas palabras nada respondió Imán, igual que haría un guerrero con un compañero, pues no hay necesidad de responder a aquello que dispone la necesidad, de modo que basta el silencio para dar la conformidad. Nunca le había parecido tan hombre a Alí como entonces, con el coraje y la compostura que mostró; sonrió para sí, consciente de que ella era una mujer, sonrió por lo extraño que puede a veces resultar el mundo.

Al atardecer empezó la celebración. Se encendió una hoguera, y los Ancianos fueron conducidos a sus asientos según su dignidad (a pesar de que no eran más que simples alfombras sobre la piedra); los músicos se lamentaron mediante esa música que resulta imposible de imaginar hasta que uno la escucha, inolvidable después. Un cabrito relleno de arroz y pasas había girado en el espetón desde mediodía, y, ya troceado, los comensales se disponían a comerlo con ansiosos dedos en platos constituidos por tortitas. Se sirvió la bebida; los pellejos circularon y volvieron a circular. Los efectos de la misma fueron inmediatos, y se liberó la alegría.4 Las voces entonaron un canto, si tal puede llamársele. Se efectuaron disparos y de nuevo se cargaron las armas para volver a disparar. A medida que oscurecía y el chisporroteo del fuego mordía el negro en su agonía, empezó el baile, como hace el moralizador en una reunión de cuáqueros, porque el Espíritu le empuja a uno a empezar, y luego a otro, y a otro. Los flexibles muchachos son los primeros que, en serpenteante línea, avanzan entre los presentes. Lo hacen con lánguidos gestos y un comportamiento que de pronto se vuelve orgulloso y ardiente —siendo la interpretación imposible—, y, a medida que la flauta y el tambor aumentan el ritmo, también lo hacen los bailarines, y muchos otros se unen a ellos de un salto.

De todo ello se apartó Imán sin despertar sospecha, riendo como los demás y levantando una copa que en ningún momento había apurado como debiera haber hecho de acuerdo con las costumbres. Se dirigió a un extremo donde estaban bailando alegres algunos comensales, y, desde allí, reparó en el lugar donde aguardaba el raudo caballo de Alí —con las alforjas puestas, ensillado—, junto a las mejores monturas en que habían llegado los visitantes, ninguna de las cuales estaba a la altura de la de Alí.

Corre la bebida como no lo hace el agua en esas tierras, con libertad y demasía, hasta que los mejores bebedores trastabillan y se tambalean. Algunos, los más viejos, se han sumergido ya en el olvido. Otros, esclavos del risueño demonio del vino, bailan con abandono. Los jóvenes giran sobre sí mismos al ritmo de la vibrante música, y otros se levantan la camisa hasta los pardos pezones para llevar a cabo una danse du ventre que anima a un tipo canoso y de mirada febril, la barba cubierta de espuma, a avanzar con felona intención hacia ellos; sin decidirse sobre cuál aferrar. Ellos evitan al sátiro con risotadas, hasta que éste cae de rodillas al suelo. Pronto, quienes no bailan, duermen o roncan, e incluso los bailarines empiezan a caer como bolos; en el estruendo que sigue, capaz de atraer todas las miradas, Alí hace un gesto a Imán.

En silencio se distancian por separado de la multitud. Nadie repara en ellos. Alejan los caballos hasta situarse más allá del círculo de luz que proyecta la hoguera, donde se dan la mano un instante, montan, y, en un abrir y cerrar de ojos, desaparecen, en silencio, desvaneciéndose como lo hacen los espectros al oír las primeras campanadas del día.

* * *

Así concluye la historia. Amor y osadía reunidos en dos almas, y dos raudos caballos, y está todo dicho. Adónde irán, cómo vivirán, cómo amarán, todo ello en contra del mundo, cómo envejecerán y, a pesar de ello, seguirán siendo los mismos que fueron, no tiene cabida en estas páginas. No obstante, si esta historia debe parecerse a la vida —pues tal deseaba lograr, aunque fuera en parte—, más plagada, quizá, que la realidad de interesantes incidentes, y menos turbada por la duda, por deseos inalcanzables, por horas de tedio, etc., etc., entonces, en cierto modo al menos podría empezar (o continuar) —y no terminar todavía, como sucede en la vida— otra historia en el mismo instante en que la primera toca a su fin, como una ola sigue a otra, como una ola vuelve a la anterior.

Así pues, observa ahora, en las peladas alturas que se alzan sobre el mar, a un hombre de peculiar silueta que conduce una montura agotada. Se detiene una y otra vez, atento a los ruidos que no son propios de las colinas inhabitadas —el grito del águila, el gemido del viento—, pero nada oye, de modo que sigue adelante. Sabe bien a quién anda buscando, pues los ha estado siguiendo a pesar de que ellos lo ignoran. De un tiempo a esta parte se ha rezagado un poco para evitar que pudieran descubrirlo, y ahora se ha perdido, aunque está convencido de que cerca, en una cueva en las alturas, se han refugiado aquellos a quienes sigue, como haría él, piensa, de estar en su pellejo. Al rodear el amarillento y afilado canto de unas piedras, ve lo que estaba seguro de haber oído: un caballo, cansado como el suyo, y la oscura entrada de una cueva. Allí, a la calurosa sombra de esas mismas piedras, fuera de la vista, se sienta como si fuera a vigilar la entrada, o a aguardar a que ellos salgan, imposible saber cuál es su intención. A pesar de su silencio e inmovilidad, no los oye dentro de la cueva.

¿Qué dicen ellos, pues, cansados como están después de tan larga huida, conscientes aún del peligro que corren, tumbados en el frío suelo de la cueva, juntos y cogidos de la mano? ¿Por qué llora ella después de los kilómetros que lleva a cuestas con él, a quien ha seguido sin pronunciar una queja, a pesar de las dificultades?

—No puedo decirte por qué —le susurra ella en respuesta a su ruego—. No me lo vuelvas a preguntar.

—¿Es porque hemos hecho mal? Yo diría que no hemos hecho mal alguno.

—No hemos hecho nada malo, no.

—¿Desearías que no hubiera regresado, que las cosas fueran tal como eran, que no hubiera vuelto para alterarlo todo?

Imán no respondió a esta pregunta; se levantó del lugar que ocupaba junto a él para sentarse después a cierta distancia. Bajó la mirada, y de la tierra gris tomó un puñado de polvo, ese polvo del que procede nuestro primer antepasado, y al que al final regresamos. Luego dejó que resbalara entre sus dedos.

—No sé decir si me duele más que te apartaras de mí cuando éramos niños, o si hubiera sido más doloroso haberte tenido a mi lado.

—¿Por qué dices tal cosa? ¿Acaso no hice cuanto pude para que fueras mía cuando nos convertimos en adultos? Cuando me apresaron los jinetes del pachá te oí llorar. Sé que mi corazón lloró. Entonces, ¿por qué dices eso?

—Alí —dijo ella al tiempo que alzaba de nuevo una mirada llena de lástima y turbación— hay algo que desconoces, algo fatídico que descubrí viviendo sola aquí. Podrías haberlo averiguado con sólo pensarlo un poco, si hubieras dirigido el pensamiento en ese sentido. Estuvo largo tiempo enterrado, pero yo lo desenterré, y luego no pude quitármelo de la cabeza.

—Dime —dijo, aunque la mirada de Imán le dio a entender que era mejor no saber.

—¿Sabes, querido mío, mi único amor, cómo llegamos ambos a estas tierras, a convivir con estas gentes?

—Hoy lo sé —respondió Alí—. Hoy. Pero entonces no lo sabía. Sé que mi padre era un inglés que forzó a la esposa de un bey de este clan y se erigió en su líder. Mi madre murió a manos del bey, y a mí me enviaron a vivir a este lugar.

—Así es —confirmó Imán—. A mí me enviaron contigo, para ir adondequiera que tú fueras, y vivir donde tuvieras que vivir. ¡Alí! Esa pobre mujer, tu madre, ¡no tuvo un solo hijo! ¡Yo soy hija suya, la mayor, tu hermana!

La oscuridad de la cueva se ve aliviada por una única fuente de luz, el sol, que a través de una rendija en la piedra filtra al fondo un amplio rayo que a lo largo de las últimas dos horas ha cruzado las rugosas paredes. En este momento les enfoca a ambos, inmóviles y distanciados, y es posible que él supiera ya la verdad, porque el anciano pastor se lo había confesado en una ocasión, y aunque él se negó a entender sus palabras, quizá en realidad lo había hecho, y lo que ahora sabe lo había sabido desde siempre.

—Dime qué constituye mayor pecado —dijo Alí—: que hayas faltado al voto de castidad y yacido con un hombre, o que lo hayas hecho con tu propio hermano.

—Ambos son nefastos. Si cometes uno, ¿qué importa el otro?

—Entonces, ven conmigo, ya que conmigo has huido.

—Acabaremos yaciendo en Eblis, pues.

—Si es contigo, no me importa.

—¡Tampoco a mí!

El amor puede aspirar a mucho, aunque no tenga derecho a aspirar a todo, tal como se ha afirmado en este relato mío, en el que he aportado buenos ejemplos, incluido este último. No había amor como el suyo, pues estaban dispuestos a perder todo el mundo por lo que éste podía permitirles, por aquello que por fuerza llevaron a cabo los hijos de Adán,5 y fue prohibido después de éstos, mejor no preguntar por qué, porque está grabado en la urdimbre de la Tierra y el Cielo y en la sustancia de nuestra mortalidad, como los Diez están grabados en Piedra: así es, y así debe ser. Y los Hados (encarnados por hombres, y mujeres también, armados con plumas y con espadas, y con armas y libros de leyes) no descansarán hasta que sea borrado hasta el último caso, igual que si nunca hubiera existido. Hacia esa cueva, de cuyo recinto aquel extraño observador se ha alejado, avanzan ahora por las colinas otros hombres, hombres a caballo, bien pertrechados, encendidos por el ultraje, la indignación y el ansia de venganza, que han perseguido sin descanso las borrosas huellas de los pecadores, y que en ese momento se acercan a ellos. Sólo el disparo efectuado al aire, para advertirse de la posición, alerta a quienes se han refugiado en la cueva. Los perseguidores no saben lo cerca que están de ellos. Alí e Imán montan en un solo caballo, puesto que el que Imán tomó para sí al principio fue abandonado en la huida, incapaz de proseguir. Tenían intención de llegar hasta la costa, y desde allí a aquel puerto donde Alí desembarcó al regresar, pero son muchos quienes los persiguen, y, aunque éstos aún distan mucho de llegar a su lugar de destino, están más cerca del mar que ellos. Él ha forzado la montura, ella lo rodea con sus brazos, mira de vez en cuando a su espalda, un día con su noche, poco descanso, ¡y han burlado a sus perseguidores! Después de todo, los Hados han demostrado no ser omnipotentes, o quizá sea que cambian de vez en cuando de opinión y deciden soltar una de las almas que tienen atrapadas, como lo haría un pescador de caña, quien no tiene por qué dejar ir un pez, pero puede hacerlo; y es que resulta gratificante, además de adular su poder, el hecho de dar la vida, tanto como pueda hacerlo quitarla.

El mar se perfila en el horizonte, aunque no ven ninguna población, un mar amplio y azul, huida y obstáculo a la vez. Y, aunque he afirmado lo contrario, de hecho hay un tipo fuerte de su clan que no ha perdido el rastro, que no ha abandonado ni se ha vuelto por donde había venido, alguien que, sin ser visto, se ha ido acercando a ellos, incansable, silencioso como un felino, y mientras Alí e Imán desmontan al llegar a la costa, abrazados y deslumbrados y agotados, éste repta hacia ellos por la hierba.

—Alí —dice ella, cuyo brazo rodea los hombros de él; y esa palabra que Imán ha escogido es la última, pues un hombre maldito de infinita honradez se ha erguido apenas a unos metros, ha empuñado el mosquete que arrastraba por la arena y lo ha apuntado.

Alí nada ve hasta que, de pronto, siente que su amor cede en sus brazos como alcanzada por un temible golpe descargado por un ser invisible. Sólo entonces oye el disparo, y al sonido le sigue la vista. Igual que un arco puede al instante venirse abajo al faltarle una piedra, y una atalaya erguida junto al puerto hundirse bajo las aguas que han corroído sus cimientos, o una bandada de palomas virar en pleno vuelo al mismo instante, para descender, así Alí en ese momento comprendió que toda esperanza, toda una vida, todo cuanto el Cielo le hubiera reservado o pudiera haberle reservado, todo, ha desaparecido. Por supuesto, ¡jamás ha sido más que una trampa! Dejó caer a la muchacha sin vida, incapaz de sostenerla; la recostó como pudo en la tierra, y vio, en una duna, a aquel que la había asesinado, dispuesto a descargar otro disparo con toda la frialdad del mundo, ¡puesto que aún no ha rematado la faena! Alí se acerca a él con los brazos separados del cuerpo, desarmado, y aguarda el disparo que el otro le tiene reservado. Está impaciente por encajarlo, y a esas alturas el otro ya está a punto para complacerlo. No obstante, en lugar de disparar se vuelve, puesto que ha oído un ruido a su espalda, al pie de la duna. ¿Qué es lo que ve? Levanta el cañón del arma y lo aparta de Alí para apuntar a aquel solitario espía a quien antes hemos observado sin comprender. ¡Es él! Su caballo ha ascendido con encono por la cambiante arena, y casi ha alcanzado al sorprendido tirador. Tiene una pistola en la mano, que sin titubear un instante dispara apuntando a la cara del otro, impulsándolo a unos metros de distancia, duna abajo, ¡muerto!

Todo esto ha podido observarlo un inmóvil Alí. Inmóvil también, observa al jinete recorrer la playa en su dirección, y cree distinguir algo que le resulta familiar en él, algo que no es propio de otros hombres, pero que es una silueta, una forma que Alí conoce y que ha perseguido su imaginario, a menos que se trate de una aparición, a pesar de lo real del albanés muerto en la arena y el resoplido del caballo a punto de reventar. Todo esto se alza en su interior como lo hacen el agua o el aceite al hervir, y Alí desenvaina la espada que ciñe a la cintura y, a medida que el jinete se acerca, se arroja hacia su caballo, tira del hombre y lo hace caer con fuerza sobrehumana sobre la arena, para de inmediato poner la punta del acero en el cuello de aquel extraño que, para él, ya no lo es.

—Pero ¿qué haces? —pregunta el otro con calma, y la voz es la que Alí esperaba oír—. ¿Así me agradeces que haya acabado con tu enemigo?

—Por tu vida, ¡dime quién eres y por qué me has perseguido por medio mundo!

—Dime que no lo sabes —responde el otro, con la punta de la espada en el gaznate—. Niégamelo, si eres capaz.

—Sólo te conozco —afirmó Alí— como la sombra que no puedo esquivar y sigue mis pasos, que me odia, que busca mi ruina y que ahora me ha salvado la vida... precisamente ¡cuando eso era el mayor perjuicio que podía causarme! ¡Afirmo que no te conozco!

—Soy lord Sane —dijo el otro.

—No oses burlarte de mí —exclamó Alí—. Lo vi muerto. Tú no eres él.

—Él no, sino su heredero.

—¡Cómo! ¿Su heredero? ¿En qué te basas para hacer tal afirmación? Demuéstralo y lo tendrás todo. ¿Crees que acaso me importa el apellido?

—Aparta la espada. No deseas verme muerto. Te digo que soy lord Sane: puesto que soy su hijo, tu hermano, el mayor.

Al oír esto, Alí no supo cómo ni por qué, se abrió paso en su mente la convicción de que aquel hombre decía la verdad, y de que estaba mirando a los ojos a su hermano. Aun así, no movió un dedo, ni se arredró, la punta de la espada en la garganta del otro.

—Suéltame —dijo el otro—. Tenemos unas tristes exequias de las que encargarnos. Te ayudaré en eso, si aceptas mi ayuda. Cuando hayamos terminado, te contaré mi historia. Podrías sacar provecho de ella, y, si no, podrás matarme, como Sheherezade estaba destinada a morir, aunque mi historia no sea precisamente un cuento.

Desesperado, Alí se levantó y arrojó la espada a la arena. Cierto, era cierto: no deseaba la muerte del recién llegado. Si no estaba loco, si no estaba poseído por un espíritu diabólico, o si decía la verdad, a Alí no le importaba lo más mínimo, sólo le importaba el cuerpo que yacía en las rocas, las desmadejadas extremidades abandonadas, el rostro quieto y pálido del que había huido toda luz. Se sentía sin fuerzas, cayó de rodillas junto al cadáver de Imán y apoyó la cabeza en el rígido pecho de la muchacha. El nudo que estrangulaba su alma, hecho por su padre en el albor de sus primeros días, parecía ahora asfixiarlo, estar privándolo del aliento, para que (y eso era lo que Alí deseaba) su hambriento y marchito corazón6 pudiera por fin detenerse.

—Mira —dijo su enemigo, o su amigo—, mira allí, en esa cala, las ramas secas de árboles caídos, el armazón de un barco, el escabroso abrojo... Amontonémoslo y preparemos la pira.7 ¿No es así como lo hace tu pueblo?

Aunque Alí no respondió, sí se levantó.

—Ven —dijo el otro—, mientras sea aún de día y lo sucedido aquí no llegue a oídos de nadie. Utiliza la espada y corta el abrojo para alimentar la pira.

Así lo hizo el otro sin pronunciar una palabra. Ambos trabajaron durante todo el día, hasta que hubieron improvisado un lugar donde Imán pudiera descansar. Alí la envolvió en su capote de hombre, y luego en el suyo propio, incluso el rostro y las manos, porque no quería ver cómo la devoraba el fuego. Alrededor del féretro arrojaron madera flotante, que abundaba en la orilla, y el abrojo que había cortado Alí. Trabajaron codo con codo hasta que el conjunto alcanzó cierta altura para que el fuego se alzara y consumiera rápidamente el cadáver. Entonces el otro sacó de la mochila yesca y pedernal, y poco tardó en prender un manojo de algas resecas y ramitas, que Alí no le permitió arrojar a la pira. Esa labor le correspondía, y lo hizo lanzando un fuerte grito, su único lamento, pues tenía el corazón destrozado y no lo sabía, pues nadie lo había herido, ni cegado, ni aliviado: no obstante, así es como se manejan los corazones, a pesar de lo que digan los poetas: siguen latiendo en nuestros pechos, y arden con nuestras penas, y yacen rotos en nuestro interior para no curarse jamás.

De la vigilia a la medianoche permanecieron de pie o arrodillados en la arena. Las furibundas llamas pudieron verse desde una población cercana, y hubo algunos valientes que se acercaron de noche a ver qué sucedía y por qué había un fuego junto al mar. Después de mirar y mirar a las dos inmóviles figuras que había allí, se retiraron temerosos, asustados, persignándose contra el Maligno. Los dos fueron apilando más y más leña para alimentar las llamas hasta que el infierno de su centro hizo su labor y no quedó sino ceniza donde las rojizas ascuas rielaron, temblorosas, con lo que se antojaba vida pero no lo era. Cuando cayó la noche y todo fue oscuridad, todo consumido, todo acabado, los dos dolientes, celebrantes, asistentes, o como sea que pueda llamarse a quienes han llevado a cabo semejante ritual y esfuerzos, dieron la espalda a los restos para mirar al mar, sobre el cual se alzaría el sol, si lo hacía, y compartieron el pan y la bebida que tenían.

—Cuéntame —dijo Alí— todo lo que tengas que contarme, tal como prometiste. No creo que haya nada mejor que hacer hoy. Y cuando termines, me despediré de ti, espero que para siempre.

—De acuerdo —dijo el otro.

Y así fue como relató la historia que recoge el próximo capítulo.