CINCO

En el que muere toda esperanza y el amor se pierde

1 de la que él mismo le prestó, o, mejor dicho, que la atención que le prestaría cualquier alumno de buena cuna. Lo cierto es que Alí disfrutó en ocasiones al aprender todo aquello que no había podido aprender en Ida, aunque allí había sido a veces excelente en las artes de la memorización y de aprenderse las cosas de carrerilla, proceso no muy provechoso que digamos, tan sólo un medio de pasar sobre las cosas, apartarlas y olvidarlas debido a un procedimiento que yo no conozco lo bastante. Entre sus compañeros de la universidad no fue únicamente conocido por su peculiar costumbre de estudiar tanto a autores modernos como a antiguos, pero desde luego era algo que se comentaba de él con cierta extrañeza.

Cuando se vio recorriendo un camino cuya existencia le era desconocida hasta ese momento, Alí no se quedó atrás en los estudios a los que se entregaron sus compañeros. Se dice que un tiempo entre rejas tiende a perjudicar el carácter de un hombre; debido a la compañía en la que se verá inmerso, a la catadura de las conversaciones que allí imperan y a los temas que se suelen tratar; puede salir de allí siendo mejor criminal que cuando entró. Lo mismo podría decirse de quienes acuden a nuestras universidades, o al menos de quienes llegan incorruptos y tan sólo se proponen seguir adelante. Alí no tardó en aprender el arte de abrir botellas y arrojar los corchos; de despertar en habitaciones que no eran la suya, después de correr aventuras que era incapaz de recordar; de ser el único apoyo de jóvenes mujeres que residían con ancianas protectoras en el vecindario, jóvenes necesitadas de caridad en más de un sentido. Su mayor inconveniente en tales empresas, sobre todo en las últimas, era una violencia de sentimiento que, sin quererlo, se concentraba en su interior, en lugar de expandirse hacia fuera, lo cual le hubiera causado pocos daños. Era consciente de que podía perder el mundo por lo que había descubierto que éste contenía, y con semejante resolución (contraria, en cierto modo, al libertinaje) corría el riesgo constante de la fijación, una característica que sus compañeros observaron pasmados y burlones, al considerar los objetos de la misma.

Cabalgaba entonces —tras haber alternado largo y tendido con sus compañeros, quienes, de hecho, poco se preocupaban de él (compañeros de ambos sexos, se entiende)— hasta un lugar tranquilo, un estanque calmado2 del arroyo serpenteante que cruzaba aquellos parajes, y allí purgaba su empañada alma en el agua fría; sólo entonces se permitía el lujo de pensar en Susanna, lejos, y en su hermano, de quien sabía pocas cosas, pues la pluma se había vuelto tan extraña para la mano del joven lord, como la espada y la pistola se le habían vuelto familiares. También la comunicación con Susanna había sufrido un lapso, lapso que al principio le hirió, hasta que quedó enterrado por las nuevas y absorbentes preocupaciones de Alí, a la luz de las cuales pensar en Susanna era algo indeseado, algo que mejor era mantener a raya. Cuando finalmente le fue entregada una carta de ella, previo, antes de abrirla, el dolor del reproche, motivado como mínimo por su olvido.

«Querido Alí», empezaba la carta, «puesto que has demostrado, mediante amables palabras y hechos, tus buenos sentimientos hacia mi hermano y hacia mí, y espero que también hacia mi familia,3 te escribo para ponerte al corriente de nuestra suerte, y de los tiempos que nos toca vivir; espero que no hiera tu amable naturaleza leer estas líneas, aunque mucho me temo que así será, y eso es lo que me ha impedido durante este tiempo escribirte. Oh, querido, veo que no hay más que preámbulo en la presente, y es probable que hayas procedido a buscar en esta página las nuevas que debo darte. Tengo que decirte que Corydon Hall ha sido arrendado a un banquero cuyo propósito es el de convertirse en su dueño, bajo unos términos que no es mi propósito abarcar. Mi querido hermano pudo haberlo impedido, o haber alcanzado un acuerdo más ventajoso o seguro para nuestro amado hogar que el que mi pobre madre y yo firmamos, pero está lejos de aquí. Oh, querido amigo, sabes tan pocas cosas; veo que debo remontarme más si pretendo que comprendas qué nos ha deparado el destino. Empezar por él, a quien ambos llevamos en el corazón. Mi hermano se unió al regimiento al que amigos y mentores le empujaron, a sabiendas de que podía asignársele un destino cercano, de tal forma que pudiera continuar con su doble empeño, triple empeño, mejor dicho: hijo, hermano y cabeza de familia, al tiempo que cumplía con sus deberes militares. Varios de sus oficiales, y varios funcionarios destacados en la oficina gubernamental correspondiente (no me pidas más detalles), estaban al tanto de nuestra situación y deseaban ayudarnos. Así fue, durante un tiempo, pero entonces, y no sé cómo ni puedo entender la razón, esa voluntad cesó. Su unidad fue destinada a la península Ibérica, y él acudió a aquellas oficinas donde antes había obtenido ayuda, pero lo encontró todo cambiado. Pidió ser excusado temporalmente del servicio, teniendo en cuenta nuestras dificultades, pero no halló a nadie dispuesto a escuchar; las puertas antes abiertas se cerraron con fuerza, y quienes antaño se habían mostrado atentos no estaban en casa, o estaban ocupados en otros asuntos, de modo que todos sus ruegos cayeron en saco roto. Así se marchó, mi querido Alí, la luz y la calidez de nuestro Sol y del tuyo, rumbo al sur, y nosotras seguimos aquí, tan dispuestas a cumplir con nuestro deber como él con el suyo. ¿Y en qué consiste nuestro deber? Bien, parece ser que en el Placer, al menos lo que los 1.500 habitantes de estas tórridas habitaciones (y me refiero a la Sociedad) consideran tal. Debo decir que me resulta enojoso y que me causa un gran tormento verme así a diario, como si cavara una zanja o limpiara un establo. Quiero decir, simple y llanamente, que mi madre y yo hemos alquilado una casita en Bath para la temporada, y que a diario salimos a pasear para ver, y para ser vistas. Oh, querido mío, no me hagas ahondar en los particulares de una búsqueda que a tus ojos resultará evidente, si tienes en cuenta nuestra situación (la mía y la de mi hogar), pues es tarea mía preservar éste, tanto como pueda serlo de cualquier otro. Espero que la opinión que tienes de mí permanezca inalterable a pesar de aquello a lo que me empuja la necesidad, aunque temo que no sea así. Recuerda tan sólo que te tengo tanto aprecio como siempre, y que así seguirá siendo suceda lo que suceda. Y quién sabe, soy la hija de mi padre, creo que algo podría suceder, como solía decir él, que cambie nuestros destinos para mejor».

Concluía la carta con sus más sinceras muestras de afecto, y, bajo éstas, leyó un post scriptum que hirió cual puñalada el corazón de Alí: «No sé cómo habrá sido, ni a qué obedece, pero el nombre de lord Sane fue mencionado en más de una ocasión en relación con las solicitudes de mi hermano, así como en la petición de nuestro banquero para hacerse con la casa. ¿No te parece curioso?»

¡Lord Sane! Al igual que Susanna, Alí no podía imaginar qué podían significar aquellas menciones del nombre de su padre, que había asomado como un gusano en los asuntos de los Corydon. Fue esto último lo que le impidió responder de inmediato. Durante días le estuvo dando vueltas al asunto, empezó varias respuestas que luego destruyó, se atormentó y se tachó de insensato, a pesar de lo cual siguió mostrándose incapaz de responder. Comprendió que no tenía más que palabras, las cuales, al no verse respaldadas por nada, se le antojaban tan inútiles como un puñado de arena. «Animo», escribió; o, «Nunca os abandonaré»; o «mi corazón, al igual que mi mano, es vuestro por siempre», y entonces arrugaba tan inútiles sentimientos, que en efecto a nada ayudaban, y los arrojaba al fuego. Al cabo se sintió desesperado y, arriesgándose a la suspensión o la expulsión, tomó su caballo y abandonó la universidad, dispuesto a cruzar el país y ofrecerle... ¿Qué? En cada alto del camino se planteó aquella pregunta. ¿Qué podía ofrecerle? Un corazón leal y una mano voluntariosa no tenían precio, y son cosas muy queridas en este mundo, pero hay problemas que no pueden combatir. A medio camino, derrotado, Alí dio la vuelta y tomó el mismo sendero en dirección contraria. De nuevo en sus habitaciones, se contentó con escribir una respuesta, lo cual no le satisfizo. No recibió más cartas de Susanna, y tantas semanas transcurrieron que en verdad creyó que ésta jamás volvería a escribirle, convencida de que la ineficacia no merecía más letras, y a punto estaba de concluir el curso en la universidad cuando recibió una carta desde Bath.

«Querido Alí», empezaba de nuevo la misiva de Susanna, saludo ante el cual sintió una llamarada en el pecho, de tal forma que durante unos instantes fue incapaz de reanudar la lectura. «Sucede en ocasiones, ¿no te parece?, que las penurias más terribles se producen cuando más cercana se nos antoja la felicidad, incluso cuando ésta parece ya sobre nosotros, o eso pienso yo. No sé cómo escribir lo que debo contarte, sólo sé que debo hacerlo de un modo directo, a pesar de ser consciente de que debí morir de inmediato cuando me fue comunicado. Alí, mi hermano Corydon ha muerto. En cuanto llegó al río Tajo, antes de poder servir al rey y a la patria, contrajo unas fiebres, las mismas que acaban con tantos soldados que llegan a esas tierras, a esas tierras malditas. ¡No! No me permitas lamentarme, tengo que ser paciente para aguantarlo, ¡o de otro modo estoy segura de que podrá conmigo! Ha muerto, no volveremos a verlo: yo apenas soy la mitad de lo que era, y ¿cómo va a sobrevivir una sola mitad incompleta? Tan sólo espero que el cambio de mi situación (cosa que pronto sucederá) me permita olvidar aunque sea por poco tiempo. A esta felicidad me refería antes: voy a casarme. Tiene que ser felicidad, siempre se la describe así, y estoy convencida de que, si bien la perspectiva no me llena de gozo, el estado en sí debe resultar satisfactorio, debe, insisto, pues no hay alternativa posible. El caballero a quien he entregado mi mano es el mismo que se ha alojado en Corydon Hall estos últimos meses, alguien cuyo nombre quizá conozcas.» Llegado a este punto, a través de las lágrimas que casi cegaban su mirada, Alí reconoció el nombre de alguien a quien en efecto conocía, un hombre mayor, el padre de un compañero de su propia facultad, con quien Alí se había emborrachado en una ocasión; el caballero en cuestión era un viudo, a quien Alí había conocido al encontrarlo acompañado de lord Sane en Londres, cuando visitó por primera vez la ciudad. Era rico, en efecto, aunque sin títulos o propiedades, ¡títulos y propiedades que aportaría Susanna! Con la pena convirtiéndose en desesperación, Alí continuó leyendo: «Oh, mi querido, querido Alí», concluía Susanna. «Antes de juzgarme, piensa un instante (si no logras que tu corazón me comprenda) en el dolor de mi pobre madre y en la situación de mis hermanos pequeños, sin guía, sin un modelo en el que poder mirarse. Deseo por encima de todas las cosas que conserves intacto tu recuerdo de mí, de nosotros, antes de que se abriera este abismo, en cuya parte opuesta me hallo. A pesar de todo, tu mano, tu voz, no se me antojan ahora lejanas, sino cercanas. Anhelo tus buenos deseos, tus mejores pensamientos, incluso tus plegarias, si es que puedes concederme tales dádivas, así como tu estimada y constante amistad, la cual creeré tener siempre, siempre, en el camino que ahora emprendo.»

A esta carta tan sólo adjuntaba su firma, lo bastante apresurada y breve para sugerir que no podría haber escrito más de haber tenido más que añadir. Alí observó la firma con la sensación de que se cerraba una puerta con llave. ¡Muerto! ¡El Sol, ya puesto, jamás asomaría de nuevo! Durante un rato sintió Alí que los muertos se arracimaban a su alrededor, como si lo llamaran a su lado: su madre, y también lady Sane, sus antepasados y lord Corydon, que a duras penas podía yacer frío en la tumba. Lo reclamaban para chupar de sus venas la cálida sangre, y de sus nervios su natural vigor y su fuerza, al tiempo que a él le negaban aquel bien preciado que Alí quería de ellos: su sueño, su bendita ignorancia. En lugar de ello, un tumulto, una explosión de conciencia creció en su interior hasta llenarlo por completo. Guardó la carta en el bolsillo y ordenó subir el equipaje al coche que emprendería el camino al norte. Una hora después se encontraba en la carretera de Escocia; no obstante, las ruedas del coche parecían girar con igual lentitud que las del carro de Sisera,4 y Alí, rebulléndose en el asiento, era como si intentara empujarlo para que ganara en velocidad, para que pudiera llevarlo fuera de sí mismo, de todo cuanto él había sido y conocido. Hacia el objetivo en el que volcaba toda su atención, esto es, la meta del viaje, la fortaleza de su padre.

Cuando surgió ante su mirada no se le antojó como un lugar al que nadie tendría prisa por llegar. Su aspecto amenazador, las paredes oscuras y la lejana atalaya parecían haberse sumido aún más en la decrepitud y la decadencia, y proyectaban una imagen de total desolación (en más de una ocasión me he preguntado por la cantidad de palabras capaces de evocar tristeza y rechazo que empiezan por la letra d.5 ¿Qué destino inmemorial recayó al principio sobre la cuarta letra para verse asociada a tantas connotaciones pavorosas?). Alí recorrió las vacías estancias, pasando junto a las paredes desnudas en cuya superficie se dibujaba el claro contorno donde, en tiempos, habían lucido los cuadros. A los sirvientes con los que se cruzó preguntó tan sólo por el laird; no supieron indicarle dónde podía estar, pero al final lo encontró en la sala de billar, inclinado sobre aquella superficie verde que era una de las pocas cosas que había considerado que sería buena idea conservar.

—Qué pronto has vuelto —dijo lord Sane, tranquilo al atacar la bola—. No te esperaba hasta dentro de unos días.

—Señor, soy portador de ciertas noticias que... Que no podrían haberme estremecido y preocupado más —dijo Alí—. Me veo inclinado a pensar que podríais tener algo que ver en dichos asuntos, aunque espero que seáis inocente de cualquier intriga orquestada en mi contra, en contra, digo, de mi felicidad y de la de aquellos a quienes tengo en gran estima.

—Qué extraño modo de dirigirse a mí —dijo su padre sin alterarse lo más mínimo—. Debéis hablar con más claridad, señor, y decir sin tapujos lo que tengáis que decir. ¿De quién me estáis hablando?

Alí lo puso al corriente de todo aquello en lo que no había dejado de pensar desde que se enteró de ello: la muerte de lord Corydon en Portugal, al verse misteriosamente revocados los privilegios de que había disfrutado hasta el momento de su partida, y la inminente boda de Susanna con alguien a quien Alí no consideraba capaz de proporcionarle felicidad alguna, por no mencionar el hecho de ver sus propios deseos y aspiraciones destrozados, aunque de éstos no había mencionado jamás nada a su padre. Mientras habló al respecto, Alí no perdió detalle del rostro de su padre, a la espera de advertir un atisbo de complicidad de él en aquellos hechos.

—Lamento saber de la muerte de tu amigo —dijo lord Sane mientras ponderaba qué postura debía adoptar en el billar—. Claro que, como suele decirse, dulce et decorum est. También yo he sido soldado, y jamás solicité exenciones como él parecía hacer con tanta desenvoltura. En lo que a su hermana concierne, la felicito. Es un buen acuerdo: un anciano rico que podrá satisfacer sus pocas demandas, y que hará lo posible por mejorar la buena opinión que él pueda merecerle. Por lo que recuerdo del caballero, es algo sordo. Poco verá, y nada oirá, así que ella podrá hacer cuanto le plazca, tal como le gusta hacer a todo el mundo.

—¡Retirad esas palabras! —exclamó Alí—. ¡Son ofensivas y no pienso tolerarlas!

Su padre, ocupado en aplicar la tiza al taco, no hizo caso de la exigencia de su hijo, aunque observó a Alí como si éste nada hubiera dicho.

—Te recomiendo tomar nota de su ejemplo —dijo—. A estas alturas tus deudas han aumentado. Los gastos de tus estudios superan con creces lo que yo puedo pagar, razón por la cual me he visto obligado a firmar en tu nombre ciertos documentos, con personas de la City con quienes no hubiera querido tratar, pero a quienes, para no faltar a la verdad, he tenido que recurrir con anterioridad. Estos gastos se añadirán a las demás sumas invertidas en ti a lo largo de este tiempo, sumas que, tal como ya he dicho, no son en absoluto despreciables.

—¿Me habéis convertido en deudor sin mi conocimiento? ¿Cómo es posible tal cosa?

—No tenéis idea, señor, de qué es posible. No obstante, es posible que, si lo piensas con calma, llegues a la conclusión de que debes seguir mis instrucciones y buscarte una esposa que pueda aliviar tus deudas. De un tiempo a esta parte he reparado en la aparición en sociedad de varios pajaritos nuevos, entre los cuales se cuenta cierta señorita Delaunay, Catherine Delaunay, de quien he oído que es casta, recatada, dotada de sentido común y rica. Reúnete conmigo mañana en mi despacho y te informaré con más detalle acerca de ella.

—No haré tal.

Su padre devolvió el taco al estante; lo hizo con sumo cuidado y el aspecto de ser alguien que finalmente ha decidido solucionar algo que lo incomoda.

—En tal caso —dijo al tiempo que se acercaba a su hijo—, puedes llegarte a Kirk, donde obtendrás permiso para mendigar, y un traje azul que ponerte; hay varias personas en esta parroquia que desempeñan bien ese cometido, quizá resulte que también tú posees el talento necesario. —Tan cerca se hallaba de su hijo que, de pronto, hundió la mano en la casaca de éste y lo aferró de la cinturilla de los calzones—. ¿O acaso se debe tanto titubeo ante la perspectiva de la vida marital a otros temores? ¿A que tu cuerpo sea inadecuado? En tal caso, déjame examinarlo para despejar dudas. —Sus manos hurgaron las partes íntimas de su hijo—. Asegurémonos de que eres como otros hombres. ¡No! ¡No te resistas!

—¡Apartaos! —exclamó Alí, dándole un empellón—. ¡Apartaos o yo...!

—¿Qué vas a hacer? ¿Qué vas a hacer? Tened cuidado, señor. Recordad que en un instante, y sin importarme las consecuencias, os di la vida, y que en un instante también podría quitárosla. Recordad: «El Señor lo da, el Señor lo quita.»

—¡Sois el Demonio!

—¡Ah! —exclamó lord Sane—. Veo que conocéis la costumbre de ese ser superior de citar las Escrituras para su propósito. Aquí va otra cita: «Si tu ojo no te deja ver, arráncatelo.» No me desafiéis, señor, por mucho que podáis ser manzana de mi propia cosecha.

—Os lo advierto, no volváis a provocarme —respondió Alí al tiempo que levantaba la mano crispada en un puño a la altura del enorme rostro del lord—, u os aseguro que no sé qué haré. ¡Mi carne ha soportado más de lo que cualquiera podría soportar, y ya no soy más que carne!

—No me levantes la mano —advirtió a su vez su padre—. Es un pecado terrible, y además inútil, porque las armas no pueden dañarme. No... Veo que tiemblas al oír eso, pero es cierto. También la horca sería inútil, ¡porque no puedo morir!

Se había convertido en una figura amenazadora ante la corta estatura de su hijo, y el fuego de la chimenea arrojaba una sombra incluso mayor sobre la pared. Entonces gritó de nuevo, alzando más la voz: «¡No puedo morir!», y se rió en la cara de su hijo; siguió riendo con la risa del Demonio ante la fútil resistencia de los hombres, mientras Alí, desconcertado y furioso, giraba sobre sus talones y abandonaba la estancia.

Fue esa noche cuando lord Sane llamó al carruaje y a su cochero, y, sin cruzar otra palabra con su hijo, se fue a una ciudad cercana sin mencionar qué lo llevaba allí. Nada sabría más de él Alí, ni de sus planes, ni de sus acciones pasadas, ni nada de nada. A la noche siguiente de su partida, su hijo caminaba bajo la luna por la abadía y, tal como ya se ha relatado aquí, se adentró en la noche, dormido, hasta encontrar muerto a Satán Porteous, ahorcado en el interior de la atalaya de su propiedad, contradicción clara e irrefutable de las palabras que había pronunciado ante su hijo: «También la horca sería inútil, ¡porque no puedo morir