DOS

En el cual se reúnen Padre e Hijo, y sobre las consecuencias de ello

El equipaje del invitado llamaba la atención en el patio de la morada del pachá cuando Alí llegó allí: caballos con extraños arneses, hombres vestidos como extranjeros, incluidos un turco o dos con altos turbantes y pantalones increíblemente anchos. Arriba, en su sala de recepción, el pachá se hallaba sentado en el lugar de costumbre, el diván, con el visir de mirada de lince a su espalda; junto a él había un hombre que Alí no conocía; al verlo sintió una sacudida de terror. ¿A qué podía deberse? El hombre era un gigantón, cierto, eso era evidente a pesar de estar sentado en una silla de asiento bajo, pero Alí había visto guerreros más altos que él; bajo el capote podía apreciarse el destello de los botones de latón de la casaca roja, aunque el capote no era muy distinto del que lucía el propio Alí. ¿Era, pues, el presentimiento de todo cuanto le aguardaba, de lo que habría de hacer y de soportar por culpa de aquel hombre? No, se debía tan sólo al hecho de que el extranjero llevaba el rostro afeitado. Era el primer hombre adulto sin bigote que había visto Alí en toda su vida, y los albanos sienten pavor ante tales hombres; el hombre del saco de los cuentos que las abuelas relataban a sus nietos, el hombre del saco decidido a comérselos vivos, también tenía la cara tan pálida y despejada como el visitante al que observaba Alí, un extranjero que le dedicaba la misma atención y que no apartaba de él una concentrada mirada de interés.

Se llamaba John Porteous, lord Sane, como no es necesario decir (su mirada y el interés lo delatan), pero resulta apropiado, o al menos conveniente, describir aquí con detalle el aspecto de quien habría de representar un papel tan importante en la vida de aquel joven que permanecía inmóvil, sometido a la fijeza de aquella mirada. Esos personajes arrogantes o crueles que recorren las páginas de nuestras novelas románticas (¡y también, hay que admitirlo, los versos de los poetas!) y llevan a cabo acciones tan terribles, a menudo no son dibujados con la pericia necesaria para persuadir al señor Kean de que los retrate en el escenario (el músculo tenso, los ojos grandes y oscuros, el porte estremecedor, la aguileña nariz como pico de halcón, prieta la boca de labios rojos, de pronto burlona y sensual, etc., etc.). El rostro de Satán Porteous no era tal. A decir verdad, era redondo y fofo como un pudín, y tenía los ojos pequeños, rodeados de rubias pestañas, ojos en los cuales apenas podía verse la migaja de un brillo, lo cual hacía que su mirada fuera aún más horripilante, ya que ésta manifestaba una atención fría, similar a la de un reptil adormilado, cuando la dirigía hacia uno. Carecían de emoción alguna e inducían a una alarmante laxitud a aquellos, un gran número, respecto a quienes su poseedor albergaba algún designio.

El pachá llamó al petrificado mozo, a quien convidó con un gesto a que tomara asiento en el diván, entre él y el sorprendente monstruo barbilampiño, quien apoyó la mano con tal fuerza en su hombro que le pareció la de una estatua de plomo, y dirigió tanto a él como al pachá unas palabras que no pudo entender. El pachá sonrió, asintió y murmuró algo ininteligible, complacido con la situación; tomó la mano derecha de aquel hombre y colocó la de Alí en ella antes de cerrarlas con las suyas.

—¡Mi valiente Alí! —exclamó—. La voluntad de Alá ha tenido a bien llevar a tu vida una maravillosa providencia, ¡pues quien se sienta a tu lado es tu padre!

Tal sorpresa se llevó Alí que apartó de inmediato la mano del otro, como quien se da cuenta de repente de que está a punto de caer en una ratonera. Este gesto provocó risas en los mayores, quienes en ese instante no estaban con ánimo de sentirse ofendidos; gastaron bromas también con la mirada desconfiada del joven. Cuando cesaron las risas, el pachá explicó que, en efecto, Alí era hijo del inglés (la marca del brazo era idéntica a la que éste lucía grabada en el anillo de sello, prueba del título que había heredado). Y eso no era todo, continuó el sonriente pachá, pues el inglés había decidido llevarse consigo a Alí a las tierras de Britania, una isla gris situada en la lejana distancia, que contaba con un sinfín de barcos y cañones. Allí se convertiría en hijo y heredero del inglés, y disfrutaría de riquezas y honores sin nombre, ¿acaso no era una gran noticia, no eran dignos de alabanza los designios de Alá?

Horrorizado, Alí se levantó de un brinco del lugar que ocupaba en el diván del pachá, cayó de rodillas ante el anciano pecador y levantó ambas manos en un gesto de súplica.

—¡Sólo tú eres mi padre! —exclamó—. Y yo tu hijo, si el amor y la devoción tienen el poder de convertirme en tal. No me alejes de tu presencia, ¿acaso no te he sido fiel y he despreciado mis antiguas lealtades para brindarte mi alma y mi voluntad?

Sin embargo, la voluntad del pachá no debía desafiarse, y tampoco Alí hubiera osado hacerlo. Era preferible creer que un gato era su padre, si el pachá así lo decía, a decirle «No» a aquel rostro de larga barba.

No sabría decir a qué tratos había llegado el veterano guerrero con el aventurero inglés, ni por qué medios había descubierto su retorno a aquellas tierras, o el objeto de su visita, ni tampoco podría decir qué ventajas para sí o males para el enemigo esperaba a cambio de que se cumplieran sus deseos, o si el milord al que lisonjeaba disfrutaba del poder necesario como para cumplir las promesas hechas al pachá. Lo cierto era, no obstante, que se habían hecho tales tratos, y que no habían de deshacerse. Y como los lazos filiales en esa tierra son tan estrechos como quepa imaginar (la obediencia debida a los padres el que más, el último al que debe faltar cualquier hombre de honor y sentido común), las protestas de Alí carecían de fundamento alguno; al fin hincó la rodilla ante aquel espectro, su padre, besó su mano y le juró fidelidad.

—Ven —dijo entonces lord Sane al dirigirse a Alí como si el muchacho pudiera comprenderle—. Eres carne de mi carne y, desde aquí, donde no hay nada, te llevaré a donde todo lo tendrás. No se hable más. Partiremos hoy mismo a la costa. No será necesario que cojas nada, pues se te proporcionará de todo.

Dicho y hecho. En el patio del palacio del pachá hubo una gran agitación cuando, en medio del estruendo metálico del armamento, los arreos y los clarines, montó la tropa suliota de lord Sane antes de prorrumpir en ululatos y disparar una salva de honor. Un muchacho acercó un caballo a Alí, precioso como jamás había visto, suntuosos los arreos y la silla. El inglés le indicó con un ademán que el caballo le pertenecía, así como el mozo, quien a partir de entonces ayudaría a Alí a montar, ayuda que éste no sabía cómo aceptar. Al mismo tiempo, otro mozo sacó del establo un enorme caballo árabe, un corcel de pelaje negro como la noche del desierto, altivo y enfurecido (o eso parecía a juzgar por el modo en que ponía los ojos en blanco y mostraba la dentadura), y todos los caballos presentes acusaron un temblor, sacudieron la cabeza, lo miraron fijamente y recularon como si estuvieran en presencia de un león en lugar de un animal de su propia especie. Lord Sane lo llamó por su nombre con la misma aspereza con que hubiera lanzado una maldición, golpeó su cabeza para que dejara de moverla, tomó las riendas y montó a lomos de él; si bien el animal reculó y se encabritó, finalmente el lord pudo domeñarlo. Con la mano alzada llamó al orden a la caravana y a su guardia, se abrieron las puertas y salió por ellas.

Ese corcel negro fue la primera de las bestias de lord Sane que Alí asociaría con su padre: bestias salvajes, fieras, inquebrantables, furibundas y peligrosas. Era a estos seres a los únicos que su padre podía amar sin hipocresías o designios ocultos, pues tan sólo respondían ante la fuerza, bestias cuyas almas eran tan monstruosas y contradictorias como la suya. Podía enfrentarse a ellos y doblegarlos. No daba al caballo respiro alguno, y si en algún momento éste se relajaba, Sane lo azuzaba más y más. Hundía en los relucientes flancos unas espuelas agudas e hirientes que a Alí le sorprendió descubrir en sus talones. Nunca antes las había visto, pues no se empleaban en aquella tierra; su padre debía de haberlas diseñado y hecho él mismo por el dolor que infligían.

Lord Sane permaneció callado mientras descendían de las alturas pedregosas. Por el contrario, más tarde habló largo y tendido a su hijo con una voz grave carente de tono; habló y habló como si por el mero hecho de escucharle pudiera lograr que Alí entendiera la lengua de él y de los padres de su padre. Alí no podía hacer tal cosa, de modo que tan sólo prestó atención al tono (que de por sí era bastante apremiante), pues el asunto no lo entendería hasta al cabo de muchas semanas y meses. Hacía mucho tiempo, explicó el lord, había viajado a aquellas tierras en busca de aventuras, y por las cosas que se contaban en el sur acerca del oro, por el que los hombres son capaces de soportar grandes privaciones y de llevar a cabo los más grandes actos de coraje, por mucho que ningún Eldorado haya rendido un chelín de ese metal a los innumerables buscadores de tesoros cuyas osamentas alfombran los desiertos y los bosques del mundo. No hubo oro. Sus camaradas (si tal puede llamárseles) murieron a su alrededor, o desertaron, y él mismo fue expulsado del regimiento a su vuelta por haberse ausentado sin permiso, y por la ristra de mentiras que dejó atrás (¿qué no estaríamos dispuestos a confesar a un oyente que nada supiera de nuestra lengua?, ¡qué pecados admitirían perros o caballos si pudieran hacerlo!), de modo que regresó a su tierra patria, donde había muchos que creían haberlo visto por última vez, muchos que no se alegraron de saludarlo de nuevo.

Sin embargo, ahora no había regresado a esas montañas por oro. ¡No! Era un heredero lo que lord Sane había ido a buscar. No tenía descendencia, y ya no la esperaba debido a que una herida sufrida en un duelo le impedía engendrar. Todo eso hacía que fuera inútil considerar divorciarse de su enfermiza esposa, tal como había estado pensando hacer durante un tiempo, cuyas tierras y riquezas lord Sane había dilapidado, para contraer matrimonio con una doncella fértil. Así pues, a pesar de que ignoraba si el niño que de forma tan escabrosa había engendrado en aquellas tierras seguía con vida, o si éste era varón (desconocía, asimismo, qué había sido de la madre o el marido), siguió adelante con aquel empeño por muy enajenado que el mundo hubiera podido considerarlo (de haberlo sabido), llegó de nuevo a la costa de Epiro y organizó la expedición. El único sentimiento noble atribuible al gigantesco lord era éste, que su familia no se extinguiera a su muerte; y quién podría afirmar que en el fondo de su corazón no sentía cierto remordimiento por el hecho de que, en caso de haber actuado en el pasado tal como debió hacerlo, podría haber tenido un legítimo heredero.

La narración de esta historia le tomó un día entero con su noche, algunas partes más terribles que otras de las aquí contadas, aunque las consecuencias de los detalles omitidos puedan tener aún cabida en el presente relato. Cuando el relato terminó, Alí no sabía más de lo que sabía al comenzar. Al día siguiente, lord Sane forzó la montura por un terraplén, lo que hizo resbalar al animal, caer sobre sus delicados cuartos traseros y torcerse una pata a la altura del corvejón. Cuando amainó la rabia de lord Sane por la traición de su caballo (tal como él lo consideraba), ordenó a un mozo cuidar del corcel, cuya herida, juzgaban los jinetes que lo acompañaban, podía curarse con las debidas atenciones, y si no se lo montaba, sólo se lo llevaba de las riendas. Lord Sane tomó otro caballo y reemprendieron la marcha. Cuando llegaron a una población lo bastante grande como para contener a los que eran, hicieron un alto y sólo con mostrar el salvoconducto que había obtenido del visir del pachá, lord Sane, su hijo y los edecanes pudieron albergarse en el piso superior de una espaciosa casa fortificada. El anfitrión, que parecía esperar algo más que la aprobación de Alá por la hospitalidad que brindaba (aunque Alí nunca llegaría a saber si sus esperanzas fueron satisfechas), se fue con sus hijas a otra casa en las colinas boscosas. Los suliotas encendieron hogueras en el patio y se echaron a dormir en el suelo, junto con los animales, aunque hasta muy entrada la noche no se dispusieron a conciliar el sueño sino que estuvieron haciendo correr los pellejos de vino y cantando sus desapacibles baladas; también bailaron hombre con hombre. Al principio con pasos serios y precisos como los de un minué, luego cada vez más desenfrenados, más y más desenfrenados a medida que se intensificaba el ritmo de la música que tocaban al tambor o a la calabaza. ¡Que ninguno de nuestros bailarines los emule! Primero entre los bailarines, sacándoles como mínimo una cabeza, igual que Belcebú con su tropa, danzaba el lord inglés, desabrochada la casaca roja, y agitando con la mano derecha el pañuelo (tal como era costumbre en esa gallopade).

Al alba del día siguiente llegaron al patio dos de los guardias, acompañados por el mozo al que lord Sane había confiado los cuidados del admirado corcel negro. Habían pillado al pobre hombre cuando éste se dirigía a alguna parte, al parecer, a lomos del caballo, lo cual había empeorado la herida del pobre animal, así como su cojera, hasta tal punto que ya no tenía remedio. Llevaban el hombre ante su patrón. Aquél temblaba y era presa de un justificable terror; rogó y entonó un desgarrador canto a la comprensión, la exculpación, la piedad. Sane, que le observaba silencioso, pronunció una o dos palabras, y de inmediato los hombres ataron al mozo y lo condujeron al establo, donde lo prepararon para el bastinado,1 castigo terrible que ninguno de los presentes, quizá ni siquiera el que había de sufrirlo, podía negar al lord extranjero el derecho a imponer a un sirviente que hubiera cometido falta semejante. Cuando todo estuvo dispuesto, lord Sane se sentó a cierta distancia en un taburete que le trajeron. Alí, a quien se había ordenado asistir junto a su padre, se situó de pie tras Sane. El lord pidió la pipa, que rápidamente le trajeron con un carboncillo para encenderla; cuando lo hubo hecho a su gusto, esbozó un inconfundible e imperceptible gesto para que empezara el castigo.

El ingenio del hombre para los instrumentos de tortura y dolor no conoce límites. Cualquiera que haya experimentado en sus propias carnes los golpes de una delgada vara sabe que, aunque no se den con fuerza, el dolor se vuelve insoportable cuando el castigo se prolonga. El hombre más fuerte no puede contener las lágrimas, y el mozo en cuestión no era precisamente el más fuerte de los hombres; sin duda, además, sabía a qué castigo se enfrentaba, y sus quejidos aumentaron en tono y volumen antes de recibir el primer golpe. Lord Sane, impávido, siguió fumando la pipa mientras golpeaban al mozo, impasible incluso cuando fue evidente que los intestinos del hombre se habían aflojado debido al dolor. En aquel momento, Alí descubrió que odiaba la crueldad. Supo a partir de entonces que, si podía evitarlo sin verse deshonrado, jamás infligiría o causaría algo parecido a lo que presenciaba a un ser indefenso, fuera humano o animal. Como todos aquellos que viven en sociedad, aprendió a tolerar la crueldad cuando no podía evitarla, cosa que en gran medida sucedía constantemente, ya que el mundo rebosa violencia; aprendió incluso a burlarse de ella, a hablar con ligereza, tal como hacían los demás, pero era incapaz de presenciarla con impasibilidad sin sentirse empujado a detenerla siempre que fuera capaz, tanto como aquel día fue incapaz de hacerlo.

Cuando el castigo hubo concluido, lord Sane entregó la pipa a su hijo y abandonó el establo, donde el mozo seguía gritando de dolor y vergüenza; se acercó al patio, donde se encontraba el en tiempos orgulloso corcel, sacó una pistola, la cargó y amartilló y, luego, mató de un disparo al pobre animal sin decir una palabra.

Se dirigieron de las montañas al mar, a través de aquellas tierras que carecían casi por completo de caminos, aunque pasaron junto a un grupo que procedía a acondicionar uno de los pocos que había. Era una compañía de mujeres,2 y es que en esas tierras, al contrario que en el hogar del Turco, las mujeres no son apartadas del mundo, sino que hacen todo lo que hacen los hombres (no, más), a menudo son conducidas como animales y no se tiene con ellas mucha consideración. Una de las mujeres que partían piedras, la más joven y bonita, levantó sus azules ojos al ver pasar a tan peculiar grupo, y Alí, como acuchillado en el corazón, creyó por un instante que su Imán había de algún modo ido a parar allí. Pronto se desvaneció la ilusión, pese a lo cual sintió por primera vez con toda su terrible extrañeza y permanencia que había abandonado su hogar, y que jamás volvería a ver todo cuanto conocía y amaba.

Pero entonces apareció el mar, cuya superficie estaba salpicada de diamantinos reflejos, atisbado al principio entre las colinas, y luego visto en toda su extensión. Alí no pudo creer que estuviera todo él hecho de agua, tal como uno de los más viajados dos de la banda le aseguró riendo. El chico, aterrorizado y encantado, cabalgó hasta donde morían las olas, pero apartó al caballo de la espuma que se extendía hacia él por la arena, igual que la doncella que levanta su falda para impedir que pueda mancharse. Lord Sane, que lo seguía, le ordenó con ademán arrogante que se metiera en el agua, orden que Alí no parecía dispuesto a obedecer, quizá por no creer que su señor pretendiera en serio que él hiciera tal cosa.

—¡Adelante, señor! —exclamó lord Sane en su propia lengua, frase cuyo significado Alí entendió—. ¡Adelante os digo!

—El muchacho no sabe nadar, milord —dijo en griego moderno el jefe de los soldados.

A lo que lord Sane replicó:

—¡Pues claro que no, pero el caballo sí!

Así las cosas, azuzó con la fusta el flanco de la montura de Alí y volvió a hacerlo cuando el animal no arrancó.

Entonces, Alí, volviendo el rostro a quien así lo atormentaba, dispuesto a salvar a su caballo, miró fijamente a su padre, que parecía de pronto furibundo y encantado ante la resistencia que oponía su hijo, y que señaló de nuevo el mar. El hechizado joven se detuvo un instante, como ponderando la elección de si debía enfrentarse a su padre o al mar; entonces tiró con fuerza de las riendas, volvió grupas e hincó los talones en ambos costados del caballo. ¡El animal recorrió la playa y entró de buena gana en el agua! Alí ahogó un grito por el frío, aunque ese mar es tan cálido para cualquier inglés como pueda serlo el té servido por una buena anfitriona, y también gritó por el modo en que el oleaje le calaba la ropa, como si quisiera aferrarlo y llevárselo consigo al fondo, pero siguió azuzando al caballo, presa de una inconcebible ira, sin temor ya de lo que pudiera pasarle, ya fuera ahogarse o llegar a otra playa, ¡si es que había tal! El corcel, valiente, nadó bien un buen trecho cuando ya no tocaba fondo (ya que por supuesto podía nadar,3 como cualquier mamífero, desde los gatos a los elefantes, siempre y cuando puedan escoger hacerlo o tengan la necesidad). El oleaje empapó el rostro de Alí, que por primera vez probó la sal (¡imposible!) y tuvo la sensación de resbalar del húmedo lomo del caballo. No obstante, logró mantenerse y se sintió invadido de una extraña alegría. Cuando la imponente novena ola (es de sobra conocido, o al menos eso se cree, que la novena ola es mayor que las anteriores) estuvo a punto de poder con el caballo a pesar de su coraje, Alí, que a duras penas seguía montado, volvió grupas hacia la orilla. Allí surgió del mar como el toro de Teseo4 y se sorprendió al descubrir que se hallaba a unos cincuenta metros del punto de origen, lo cual hará comprender al lector la fuerza de aquello a lo que se había enfrentado, a pesar de que Alí en ese momento no lo entendió. Hacia él, por la orilla, cabalgaron los suliotas, que, satisfechos con el coraje demostrado por Alí, habían empuñado las armas para disparar al aire, modo habitual en ellos de demostrar una emoción intensa. Lord Sane siguió donde estaba, y Alí, con la sal quemándole en los ojos, apenas pudo ver la expresión de su padre, ni interpretar qué traslucía: si satisfacción, burla o la ponderación de más exacciones. Ni la menor idea.

Descendieron por la costa hasta Salora, puerto de Arta, en el golfo Ambrosiano, para tomar un barco que se dirigiera al puerto de Patrás, donde lord Sane sabía de un bergantín inglés que partiría en breve para Malta y, de allí, con escalas, a la isla de Albión, el nuevo (a pesar de serlo de sus antepasados) hogar de Alí. No obstante, todavía tenían que cruzar el tramo entre Salora y Patrás, y lord Sane se sentó un día en un agradable jardín de una fonda de Salora, donde se reunían los capitanes de barco para solazarse e intercambiar noticias; encargó para su hijo un plato de arroz, condimentado con un limón que arrancó de un árbol que colgaba sobre la mesa, además de un par de piezas de pescado de ocho patas cocinadas a la parrilla, a los que llamó octópodos, pescado que no estuvo dispuesto a dejar que su hijo rechazara. Al día siguiente, después de salir al parecer airoso de sus negociaciones, hizo subir a bordo de una saetía griega a su hijo, al capitán de los soldados, a cuarenta hombres y cuatro piezas de cañón. El tiempo era favorable y soplaba un ligero viento, y hacia el mediodía dejaron el puerto atrás.

Las embarcaciones griegas tienen fama de recorrer con suma rapidez las costas conocidas, y los marinos griegos, aunque diestros, a menudo se muestran incómodos ante la perspectiva de perder de vista la costa. Puede ser que quienes gobernaron las largas naves a Ilión sintieran lo mismo. Así, nuestros pasajeros pudieron pasar cerca de las ruinas de Nicópolis, y más tarde observar la blanca luna en el cielo azul sobre la bahía de Actium, donde el mundo antiguo se ganó y se perdió, donde Cleopatra demostró que no era almirante por admirable que fuera, hechos que Alí ignoraba por completo, y que a su padre le resultaban completamente indiferentes. Al caer la noche refrescó el aire y el mar se revolvió; soplaba tal viento que la tripulación decidió, de común acuerdo, que pronto habría de convertirse en tempestad, así que prefirieron aferrar las velas, poner proa en dirección contraria y entregarse a los caprichos de Eolo hasta que volvieran a disfrutar de un tiempo más favorable. No obstante, lord Sane se impuso y, cuando se presentó la tempestad, les ordenó afrontarla. El capitán de la embarcación, incapaz de negarse, indicó a los europeos que se encerraran bajo cubierta y les conminó a rezar, cosa que la dotación había empezado a hacer en una gran diversidad de lenguas. Alí, que no había navegado ni con buen o mal tiempo, supuso que iba a morir, sospecha habitual en aquellos que viajan por primera vez, aunque en esta ocasión el sentimiento era compartido por algunos miembros de la tripulación, quienes debían de estar mejor informados que él. Aunque estuvo un rato en el camarote, yendo de un lado a otro en la oscilante cabina, al final no pudo soportarlo más y subió a cubierta. Allí, con el mar imponiéndose a la regala hasta cubrir la tablonería, y el timonel atado a la rueda, encontró sentado a lord Sane, envuelto en su capa negra, la espalda apoyada en el palo mayor, con la mirada perdida y una sonrisa en el rostro, tan encantado ante los rugidos de Poseidón que parecía haberlos causado él.

En Patrás, puerto al que arribaron casi demasiado tarde, subieron al son de las bocinas a bordo del bergantín inglés casi al tiempo que éste desatracaba, y en el mar se adentraron: pasaron por Missolonghi5 y cruzaron por los dos cabos de Araxos y Escrofa, transportando al noble señor y su botín, un hijo, igual que lord Elgin se llevó a los hijos de mármol de aquella desdichada y bella tierra. ¡Saludos, Hélade, saludos y más saludos! Todo cuanto te ha sido robado, tu libertad, las obras de tus genios, te será devuelto cuando madure el tiempo, ¡antes de lo que imagina tu opresor!

A bordo del bergantín, que surcaba mar abierto, había otro pasajero inglés, un estudioso lingüista, con toda la templada inteligencia de lo mejorcito de esa especie. Era un tipo pequeño y circular (circular la cabeza, así como el estómago, los ojos y las lentes), y lord Sane contrató a este caballero para que enseñara a Alí la lengua inglesa mientras durase el viaje. «Las lecciones deben proseguir en el fondo del mar, si es el caso de que nos veamos allí», dijo el alegre lord. Alí demostró ser un alumno aplicado, con un don natural para las lenguas que seguro hubiera sido desaprovechado de haber seguido viviendo en el mismo lugar. En seguida fue capaz de comprender algunas de las cosas que le decía su padre, así como parte de las crueles burlas que gastaba al lingüista circular, como por ejemplo: «Señor, su diseño en general me recuerda tanto al de una vejiga que estoy convencido de que, en caso de caer por desdicha al mar, flotaría usted de mil amores. Es más, propongo poner a prueba mi teoría, ¿qué dice usted, señor? ¿Está o no dispuesto a fomentar el progreso científico prestándose a este experimento? Redactaremos al respecto una carta a la Royal Society, tengamos éxito o no.» Y muchas otras cosas en la misma línea; el hombrecillo se limitaba a inclinar la cabeza, y a sonreír —y a sudar— tan bien como podía, como si no se enterase muy bien de las bromas de su señoría.

Y así fue la cosa hasta que el mar azul reverdeció y los espectrales acantilados de Dover surgieron ante los maravillados ojos de Alí. No sólo había llegado al fin del mundo (¡mucho más lejos de lo que había creído posible!), sino que, de forma mágica, había pasado todo un año, o eso supuso, durante el viaje, puesto que estaban en invierno, a juzgar por las nubes cargadas que volaban al alcance de la mano, la fría humedad y la niebla; sin embargo, no era así, tal como el tutor explicó. Seguía siendo verano, ¡Alí ya comprobaría lo que el invierno era capaz de brindar! Permitió que lo embarcaran en un bote (¡no tuvo elección!) y fue llevado a Plymouth, donde les aguardaba el criado y mayordomo de lord Sane.

Alí tuvo la impresión de que éste era un guía perfecto para la tierra a la que habían llegado; era enjuto como un cuerpo disecado, blanco como el hueso y silencioso como una tumba. En la fonducha a la que les condujo —huelga decir que Alí fue objeto de las miradas de los transeúntes, ataviado como iba con el traje albanés—, descubrió que ese hombre, a quien a partir de ahora llamaremos Factotum, había extendido sobre la cama la ropa de Alí: botas, calzones y medias, una camisa de lino, un chaleco y una casaca verde botella, aunque, para vestirse con conveniencia, Alí tuvo que pedir, profundamente avergonzado, la ayuda del hombre magro. No hubo tiempo para asearse, por mucho que Alí desconociera los entresijos y detalles de tal cosa, tampoco para descansar o comer, ya que un coche alquilado les aguardaba ya en la puerta, y lord Sane, con la furibunda prisa que lo caracterizaba, había ordenado subir al mismo la impedimenta, y empujó a los suyos hasta el interior. Sin duda tendría algún motivo para marcharse con tanta premura, y su razón estaría relacionada con algo que había tramado con el capitán del bergantín, quien se dirigía a la misma fonda en el preciso instante en que el equipaje de lord Sane se adentraba, como alma que lleva el diablo, en las grises tierras de Inglaterra. Pobre Alí, enfundado en el tieso caparazón de lana y cuero ingleses, embutido entre su padre y el cadavérico Factotum (ambos se habían dormido, a pesar del traqueteo incesante del vehículo), no pudo sino considerar su situación mientras viajaban hacia el norte.

«Ahora me convertiré en una sombra de mí mismo», pensó. «Ya no tengo más tierra sino tan sólo niebla y nubes; ningún traje mío más que el del pueblo de mi padre. El único ser en toda la faz de la tierra que de veras me conoce a mí y a mi corazón, la única criatura que de verdad me ama, se encuentra al otro lado de un océano ilimitado; mi lengua me ha sido sustituida por otra, que sabe a polvo en los labios. ¿Acaso no vago, muerto, por la tierra de los muertos?»

* * *

Durante todo este tiempo, mientras nosotros repasábamos su pedigrí y su historia, el hombre mismo (aunque es apenas un muchacho) ha permanecido sentado en la antigua torre escocesa ante el horripilante misterio del asesinato de su padre; ¡sentado, ya que las piernas no parecen dispuestas a mantenerlo en pie! Imposible saber qué coloquio mantiene, mientras sigue ahí sentado, con ese ser ahorcado que lo mira sin vida y sin mirarlo en realidad, puesto que hay cosas que las palabras no pueden sino traicionar, por ser palabras, así como la materia del pensamiento consciente, del cual el joven Alí se ve en estos momentos privado.

Cuando logra recuperarse, se levanta, saca del costado el afilado ataghan, obsequio de su padrino el pachá, como recuerda, y corta la soga que, como la telaraña atrapa a la presa, aferra el cuerpo sin vida de su padre. Lo rodea con sus brazos en una horrible parodia de abrazo filial, para que el enorme cadáver no caiga al suelo; y lo baja con cuidado hasta depositarlo sobre las piedras, donde después procede a librarlo de la soga que le rodea el cuello, sin saber qué necesidad hay de hacer tal cosa, sólo que siente que tiene que hacer algo. Oye entonces, y también ve, en el sendero, a un grupo de hombres que se le acercan.

Es la ronda: dos alguaciles, los únicos dos que puede permitirse el Real y Antiguo burgo en el que se alzan la casa y la torre; van acompañados de otros hombres, arrendatarios del laird, armados de antorchas y teas de pino para iluminar el camino. Alí no piensa en cómo es que se ha reunido ese grupo, cómo han sabido que allí se requiere su presencia, no sabe nada; durante un largo instante es incapaz de reconocer a sus vecinos en ellos, ni de tener la certeza de que sean humanos.

El alguacil al mando, el de mayor edad y seriedad, era un hombre larguirucho que iba montado en un pequeño jaco blanco por su edad; llevaba puesto un tricornio. Hubiera llegado más rápido de haberlo hecho a pie, pero quizá pensó que tal cosa iría en detrimento de su dignidad. Iba armado con un cuchillo largo y una espada de hoja ancha; su compañero, con un mosquete y un garrote. Se detuvieron a la puerta de la torre, y el alguacil larguirucho desmontó, tomó de manos de un ciudadano la antorcha que llevaba y la acercó a la torre para iluminar a Alí, quien, espada en mano, permanecía inclinado sobre el cadáver de su padre.

«¡El laird!», se alza el grito. «¡Es el laird! ¡Y éste es el joven turco! ¡Es él!» Gruñidos y gritos de espanto surgen de los presentes. Como en un escenario, «descubierto» por las antorchas de los espectadores, Alí permanece paralizado unos instantes. Al levantarse y acercarse a los alguaciles se alza un grito de alarma generalizada y el alguacil más alto tira de su propia arma.

—¿Qué hacen ustedes aquí? —pregunta Alí, picado por la curiosidad ante la oportuna llegada de la ronda al funesto lugar, consciente de que los problemas se abaten sobre él.

—Señor, nos ha llegado información —responde solemne el alguacil al mando de la ronda.

—¡Información! ¿A qué información se refiere?

—La que nos ha traído a este lugar, señor. Aunque demasiado tarde, demasiado tarde.

—De acuerdo, pues —dice Alí—. Vengan aquí, rápido. No sigan ahí plantados como cepos. Tenemos que encontrar al o a los responsables de este acto.

La quietud y las miradas, propias en efecto de cepos, o de los peces que se utilizan como cebo, le dan a entender que no ven necesidad alguna de irse por ahí de caza, ni de registrar más el lugar.

—Yo no sé nada de esto —asegura Alí, a lo que el alguacil no contesta, pues ante sus ojos las pruebas resultan más que evidentes.

—Señor, entregadme vuestra arma —dice—. Os lo ordeno en el nombre de la ley. —Sólo en ese instante Alí cobra conciencia de la espada que empuña, regalo del pachá. Siente el fuerte impulso de resistirse, de golpear los estúpidos rostros que no apartan la mirada de él. Pero no lo hace, aunque decir que se lo piensa dos veces sería una falsedad, puesto que no piensa en nada, como si siguiera caminando dormido. Tiende el arma por la empuñadura al alguacil, quien la acepta con cierta solemnidad—. Será mejor que me acompañéis, joven señor —dice—. No opongáis resistencia alguna, ¿me habéis entendido?

¡Menuda injusticia! ¿Puede existir mayor terror? Sabiéndonos inocentes, somos considerados culpables... No, se demuestra que somos culpables de forma tan irrefutable que incluso puede llegar a convencernos a nosotros mismos, por inocentes que nos sepamos. Tanto más cuanto el crimen lo hemos perpetrado un millar de veces en sueños, en nuestros sueños conscientes, en los oscuros abismos del alma.

Alí dejó que lo detuvieran, no opuso resistencia. Aun con la cabeza bien alta, estaba pálido como la cera. Con cierto esfuerzo montó de nuevo el alguacil del tricornio en el jaco; su compañero ordenó a seis u ocho de los hombres que los acompañaban que recogieran el cadáver, lo cual hicieron no sin titubear, atándolo como se hace con un ciervo cazado a un poste, para después cargarlo a hombros. Y así se alejó tan solemne cortejo de aquel funesto lugar: sujeto el laird con su propia cuerda, maniatado el hijo, descendieron el sendero a la luz de las antorchas. Al final del camino que llevaba a la torre se separaron, unos para llevar al muerto a su hogar, donde sería examinado (y también llorado, al menos por sus perros); otros acompañarían al hijo al pueblo, donde se procedería, le informaron, a ponerle unos grilletes. Cuando tras caminar un buen trecho (la luna colgaba baja sobre el mar negro) llegaron allí, observó Alí que algunos se habían adelantado para despertar al juez, ya que éste esperaba en la puerta del tolbooth, que es como los escoceses denominan a la bailía, y donde también tienen el juzgado.

Se abrieron las puertas al dar la orden el juez, e hicieron entrar a Alí. Las luces que estaban encendidas no lograban ahuyentar la ancestral oscuridad, y el juez, descolgando la toga de un gancho de la pared, tomó asiento y, con mirada solemne cargada de gravedad y responsabilidad, observó a los presentes antes de solicitar al alguacil las pruebas. Éste fue bastante breve; el caballero contó cómo había recibido información de que algo sucedía en la colina; cómo había reunido a unos cuantos hombres, suficientes, creía, para lo que pudiera encontrar; cómo habían tomado el sendero, etc., luego, que habían encontrado al laird en el suelo y al joven laird sobre él, armado. Todos volvieron la mirada a Alí.

—¿Información? —preguntó el juez.

—Así es, señoría. Conforme se estaba cometiendo un terrible crimen en ese momento en un lugar llamado antigua atalaya, que se encuentra en lo alto de una colina, en el bosque.

—¿Y consideró que esa información era verdadera?

—Tan verdadera como pueda serlo el oro, señoría.

—Les rogaría que me aclararan —intervino Alí, momento en que el juez y todos los presentes que presenciaban la escena desde la puerta se quedaron pasmados, como si no le hubieran creído hasta ese momento capaz de articular la palabra—, les rogaría que me aclararan sus señorías cómo es posible que pueda haber perpetrado yo este crimen y, al mismo tiempo, haber enviado la... la información de éste a estos alguaciles.

—¡No os burléis de este asunto, señor! —advirtió el juez—. ¡Comparecéis ante nosotros acusado de un infame parricidio! Puede, señor, que en las tierras que os vieron nacer tal crimen no sea considerado más que una falta menor. Por lo que yo sé, incluso podría ser algo muy común. Pero aquí no podría ser más antinatural, ¡un asunto que se castiga con severidad, os lo aseguro, hasta donde alcance la ley!

—No he hecho nada —dijo Alí—, tal como se demostrará. —Así habló, aunque con voz temblorosa.

—Quince hombres de bien, y el Tribunal del Rey, decidirán tal cosa —dijo el juez. Un tribunal escocés consta de quince hombres, aunque al sur de Cheviots se considere que basta con doce por ser el número de los apóstoles, número que no debe superarse; al norte, cuantos más, mejor. El juez levantó el ataghan de hoja curva que Alí había entregado a quienes lo detuvieron—. Y si éste no es un caso prima facie, no sé qué es.

—Le rogaría que me devolviera lo que me pertenece —pidió Alí al tiempo que se levantaba con toda la dignidad de la que pudo hacer acopio, dado que estaba maniatado.

—No, señor, esta arma constituye la prueba de un crimen, y por tanto se convierte en propiedad del rey. Demostrad vuestra inocencia y podréis solicitar que Su Majestad os la devuelva. —Dejó la espada y llamó a los alguaciles—. ¡Conduzcan al prisionero a su celda, y asegúrense de que tenga un buen par de grilletes en los tobillos!

Los dos sicarios de la ley, el bajito y el alto, le pusieron las manos en los hombros.

—Aguarden —dijo Alí—. Si va a haber juicio, solicito que se me conceda libertad hasta que se celebre.

—Libertad —repitió el juez, como si aquella palabra le resultara ajena y reflexionara sobre qué podía significar—. ¿Y qué garantías aportáis para solicitar a este tribunal tal cosa?

—Pues las garantías que me proporciona mi palabra de honor —respondió Alí.

El rostro del juez delató qué opinión le merecía semejante oferta, y después de masticarla unos instantes, como si no le gustara su sabor, preguntó qué otras garantías podía aportar el acusado, a lo cual Alí respondió que su palabra debía bastar, pero que en caso contrario podía proporcionar al tribunal la garantía que éste gustara en forma de tierras o bonos. Al escuchar esto, el juez se incorporó en el podio que ocupaba y miró fijamente al indefenso joven que le devolvía la mirada sin inclinarse.

—En caso de que se demuestre vuestra culpabilidad —dijo—, tal como no me cabe duda que sucederá, todas vuestras tierras y propiedades serán confiscadas, dado que no podréis beneficiaros de semejante crimen. La ley, os lo aseguro, es muy clara a este respecto. Y por tanto, si alguna vez estas tierras y bienes os pertenecieron, o tuvisteis base legal para pretenderlos, lo cual permitidme poner en duda, no tenéis nada que apoye vuestra solicitud.

»Y ahora, llévenselo. ¡Espero que piense en lo que ha hecho y en la ley de Su Majestad!

La ley tiene una majestad indudable, majestad que no mengua cuando vemos torcida la peluca de la ley, o los chalecos mal abotonados; tampoco si la hemos visto bebida en una feria, o en la vía pública; ni por el hecho de que sepamos que se beneficia, en cierto modo, del tráfico de contrabando que tan común es en esas costas rocosas. No mengua su figura cuando tiene el poder absoluto, al margen de nuestra culpabilidad o inocencia, para cerrar una puerta de hierro en nuestras narices, dar vueltas a la llave ¡y guardársela en el bolsillo!