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Cuando Heidegger pasa a su topología y a la escritura que implica, surge un nuevo decir. Quizás en su topología el soporte escritural no sea el más adecuado, pero sin embargo lo que dice introduce una diferencia: la tachadura del ser.[136]
Primero usa la grafía antigua Seyn (a diferencia del Sein moderno). ¿Por qué aparece el Seyn en Heidegger? Porque está buscando, en el tratamiento del problema del ser y la nada, y en la deconstrucción de la historia del pensamiento, un modo de nombrar al ser y de operar con el ser exento de los errores de la metafísica, en especial de la idea del ser como una asistencia constante. Lo impensado de la metafísica, el hecho de que la asistencia del ser es temporal, que se revela y se oculta, es lo que intenta poner de relieve al utilizar en su escritura el vocablo arcaico Seyn. Luego eso no es suficiente y tiene que tacharlo. En la conferencia que dio en este ciclo Félix Duque, vimos el esfuerzo que realizó para ilustrar la operación de la tachadura, que él ejemplificó con el punto de cruz de las bordadoras. Quería mostrar cómo la tachadura, a la vez que dejaba al ser hacerse presente por detrás de las dos barras del cruce, impedía por otra parte que se utilizase como una sustancia, como una consistencia que está siempre ahí. Por eso el recurso al punto cruz, en el cual los hilos trazan los brazos de la cruz pero la aguja nunca perfora el centro, el punto de cruce; en el bordado de la cruz no se produce una intersección de las dos rectas sino una superposición.
Si la aguja de la bordadora atravesase la tela en el punto de intersección, el ser se tornaría sustancia al resultar prendido por el punto. En cambio, en la superposición de los trazos, lo cual significa que no se da un punto en el cruce de las barras, el ser, tachado, queda detrás, semivelado. Por otro lado, conviene recordar que esta tachadura constituye el Geviert de Heidegger, la cuadratura de cuatro términos en la que mundo trae a comparecencia el ser: lo hace comparecer tachado por esa cuadratura en la cual alternan tierra y cielo, mortales y divinos. Ocultación y desocultamiento, el hombre como mortal y su relación con el ámbito de lo sagrado donde adviene lo divino.[137]
Todo esto configura esa topología del ser que propone Heidegger, topología en tanto es un «decir del lugar». Decir la verdad del ser es una operación localizadora, es establecer lugares y mostrar relaciones entre lugares.
¿Qué posibilidad ofrece la topología habitual del psicoanálisis para pensar esta cuestión del cruce de la línea y la rectificación que transforma la formulación llevándola a la cuestión de la línea que somos en tanto hablantes? En topología se trata de la geometría del caucho, en la que un triángulo, un círculo y un cuadrado son absolutamente equivalentes pues pasamos de uno a otro por deformación continua. Es una geometría cualitativa en la que para nada intervienen la medida o la cantidad. Hemos dicho que los aspectos cualitativos fueron especialmente señalados por Jünger como una legítima aspiración a su recuperación. Abrimos entonces una pregunta: ¿cómo trazar una línea que pueda representar esa «línea que somos», una línea que sólo ponga de relieve lo cualitativo de nuestra constitución y que a la vez no nos separe de un supuesto más allá mediante su trazo? ¿Hay alguna línea en nuestro espacio de tres dimensiones que posea esas propiedades? ¿O necesariamente para el hombre el hecho de «ser una línea» implica otro espacio?
Es en esta última dirección por donde se debe indagar. Si la línea no está ante nosotros sino que somos la línea, si el nihilismo no se supera porque nuestra esencia es nihilista, y si tales caracterizaciones están determinadas por el hecho de que somos hablantes, tenemos que acordar que la materialidad de la línea que somos es exclusivamente de lenguaje. Y que esa línea que somos por el hecho de hablar, se despliega en el mismo acto de hablar en un espacio que le es propio, el espacio en que habita el ser hablante, espacio que es otro y distinto del espacio habitual en el cual creemos que están trazadas las coordenadas —imaginarias— de nuestra existencia. Por eso nuestra línea no pertenece a ese que llamamos nuestro espacio sino que construye otro espacio al desplegarse. ¿Qué línea es esa de la que hablamos? Nos podemos aproximar a ella mediante su escritura sobre el plano (fig. 32):
(Hemos tomado esta topología de las enseñanzas de J. Lacan, quien la desarrolló durante muchos años).[138]
Para obtener todas las consecuencias del hecho de haber sostenido que esa línea es lo que somos, debemos considerarla no ya como mera línea, sino como borde de una superficie. Esto exige un nuevo sobresalto, pues aún cuando sea posible intuir tal superficie, comprobamos que resulta imposible de construir. ¿Por qué? Simplemente porque es una superficie que se autopenetra. La línea de penetración de una superficie respecto de sí misma ya no puede ser situada en nuestro espacio convencional. La autopenetración es un acontecimiento que despliega otro espacio. Ese otro espacio no precede a la superficie, sino que resulta del propio acto autopenetrante.
Se puede marcar en la escritura este paso de una línea como la hemos presentado más arriba, a esa misma línea funcionando como borde de una superficie (fig. 33):
El segmento de recta de esta escritura representa la línea de penetración (insistimos en que es síntesis escritural de algo irrepresentable). Se pueden intuir dos circuitos: uno, en trazo continuo, siguiendo el cual nos deslizamos a lo largo de la línea de penetración pero sin pasar al otro lado; el otro circuito, en trazo punteado, marca el recorrido posible del otro lado de la línea. Hemos asignado a la línea la materialidad del lenguaje, lo cual significa que ambos circuitos —el de trazo lleno y el de trazo punteado— son dos posibles recorridos del decir del sujeto. Más correctamente expresado, lo que dice el sujeto puede concebirse como el doble circuito que corresponde al borde de una superficie que se autopenetra. Pensar al sujeto de este modo transforma el problema topográfico de la línea a franquear en un problema topológico, pues la línea ya no está ante él sino que él es la línea, y más precisamente, el atravesamiento debe producirse en sí mismo, tratándose del atravesamiento de una línea de penetración, esencial a su estructura misma de sujeto.
Al otro lado de la línea (en el circuito representado por el trazo punteado) ya no se puede hablar de una nueva donación del ser, sino más bien de una tachadura del ser que revela su inconsistencia y la nada esencial. Permanecer, en cambio, de «este» lado de la línea de penetración, recorriendo el circuito representado con trazo lleno, es permanecer en la reverberación del lenguaje, en su vertiente más desgastada. Ahí es donde impera el nihilismo, es donde el sujeto se guía por valores e ideales, donde juegan su partida la voluntad de dominio y la voluntad de poder. Por eso Heidegger le pregunta a Jünger si del otro lado de la línea también habrá valores, formas, voluntades, pues aunque sean nuevas, no habrá cambiado esencialmente el decir. El sujeto no habrá logrado, en la topología que proponemos, atravesar la línea por la cual la superficie que él es en tanto sujeto se autopenetra. En consecuencia, permanecerá atado a su yo, a los ideales que lo movilizan enmascarando la verdad, a una identidad que se afirma en la rivalidad y el dominio, a las formas que lo fascinan. Por el contrario, el atravesamiento de la línea implica la caída de todos esos investimientos, revelando la relación del ser con la nada. Esa nada del circuito punteado, al cual el sujeto accede tras el atravesamiento, ya no es la nada anonadante propia del nihilismo, sino que es una nada localizada: en la carta a Jünger, Heidegger se pregunta por el lugar de la nada.[139] Pues en el intento de superación del nihilismo (conservando los términos usados por Jünger) no se trata de desembarazarse de la nada, sino que, por el contrario, cualquier interrogación por el ser nos va a plantear el problema de la nada. Ese vacío es imposible de llenar con un saber, que es insuficiente.
En el oasis de Jünger, el manantial es silencio, rodeado por el lenguaje. En esa metáfora, Jünger va mucho más allá que su propia topografía. No se trata, entonces, de rechazar la nada en la creencia de que luchar contra el nihilismo es consagrarse a una afirmación del ser. Se trata de sostenerse en la nada rechazando el nihilismo. Asumir la nada como esencial al ser, tachar el ser, para apartarse del nihilismo, estando advertidos de que no hay posible instalación permanente del otro lado de la línea de autopenetración, de que no hay sustancia que nos lo asegure. El cruce de la línea es una experiencia instantánea, evanescente, en la que el nihilismo esencial resulta conmovido, suspendido, pero nunca definitivamente superado. Es del lado del nihilismo donde el sujeto supone todo tipo de sustancias, mientras que el cruce de la línea, la experiencia de autopenetración de la superficie que somos, es la posibilidad de abrirnos a una tachadura del ser que, aunque puntiforme, no por ello resulta menos liberadora.