11. El testimonio

En estos parágrafos anteriores se trata de enhebrar esas totalidades para demostrar que, a la vez, en ellas hay una imposibilidad incorporada a la exsistencia; no se trata de un movimiento dialéctico que se realizaría realmente en una autoconciencia, es una totalidad que está siempre chocando con el carácter inconcluso, con el «no» inscripto en la exsistencia, la cual precisamente por su propia estructura no puede realizar la totalidad. Así como se afirmó antes que la situación límite era aquello que mejor correspondía a un ser que no podía alcanzar su «sí mismo» reflexivamente, ahora se puede afirmar que, como la totalidad no se puede realizar nunca de un modo absoluto en la exsistencia, es necesario un testimonio. Cuando hay un choque entre la totalidad y el carácter ontológicamente inconcluso de la exsistencia, no hay más remedio que llamar a la atestiguación.

Heidegger ha descrito distintas estructuras donde se ven las distintas elaboraciones del estado de abierto, el poder ser más peculiar, el estado de resuelto, pero no hay ninguna otra opción que pasar por el testimonio. Conviene recordar que la palabra testimonio contiene en su etimología una referencia al mártir. Por ello se ha dicho anteriormente que existe en Heidegger el comentario prodigioso de una experiencia que efectivamente tiene un aire de familia extraordinario con la cura analítica, lugar donde el sacrificio subjetivo constituye una llamada a la interpretación.

Es necesario pasar a la atestiguación porque, como dice: «Y a pesar de ello sigue siendo este “ser relativamente a la muerte” existenciariamente “posible” una exigencia fantástica existencialmente». Sin el testimonio toda la articulación, esa escansión definitiva de todo el proceso que constituye el ser-para-la-muerte, es una fantasía existencial.

Es necesario aun a través del testimonio articular todas esas estructuras ontológicas al poder ser fáctico de la exsistencia, al «en cada caso» de la exsistencia. Así como la situación límite fue señalando el carácter no reflexivo de la exsistencia, así como la totalidad se mostró como algo que todo el tiempo chocaba con el carácter en falta de la exsistencia, ahora es necesario pasar a la atestiguación. Para llevar el estado de abierto al estado de resuelto, es necesario el testimonio. Aquí todo el aparato estructural, todo el aparato ontológico existenciario se anima, cobra vida, porque ahora le toca a la propia exsistencia, en su posibilidad fáctica, demostrar que si bien no tiene una relación reflexiva consigo misma, sin embargo alcanza su mismidad.

La atestiguación está al servicio de mostrar cómo a través de una pérdida se gana. Cómo destituyendo un determinado «sí mismo», se alcanza otro «sí mismo» ya alterado por la imposibilidad. Y eso tiene que ser testimoniado. A pesar de que se habla del carácter solipsista de esta experiencia, no hay que olvidar que a dicha experiencia se le solicita que dé testimonio. Aunque no se explicite ante qué se da testimonio, ni frente a quién, porque se supone que todo ocurre en la propia exsistencia, en su pertenencia estructural al «ser-con-otros».

La atestiguación se constituye bajo la forma de un relato que presenta momentos de encrucijada. Este relato tiene que mostrar la situación límite como choque entre la exsistencia y la totalidad. Hay que señalar, para que se pueda proseguir este debate entre Heidegger y Freud en su experiencia de la cura, que la palabra «conciencia» va a quedar reducida aquí puntualmente al hecho de «la llamada». Conciencia no tiene nada que ver ni con la experiencia psicológica, ni con ningún registro de sentido, sino con algo que ha sido reducido exclusivamente a su capacidad de interpelación, de invocación. Conciencia es invocación, conciencia es llamada, por lo tanto no está privilegiada la conciencia como sistema de asignación de sentido de la actividad humana. Se puede presentar a la conciencia casi como una metáfora de la situación límite. En este capítulo la situación límite es la conciencia porque la misma es conminativa e interpeladora. Hasta tal punto es conminativa e interpeladora que ese enunciado donde Heidegger no tiene más remedio que decir que «la voz surge de mí pero viene sobre mí», es precisamente para mostrar que el sujeto no está en la conciencia como en su casa, la conciencia no le aparece en ese relato como su fiel compañera que le permite discriminar los objetos del mundo, sino que la conciencia es llamada, invocación, y además de modo extraño, dado que surgiendo «de mí», porque no puede surgir de ningún otro lado, sin embargo es como si surgiera «sobre mí», imponiéndose. Por lo tanto la conciencia casi está reducida puntualmente al acontecimiento de la voz misma, una voz que no es la voz de nadie. Porque además, como copertenece al silencio, no es una voz que se pueda confundir con ningún elemento fonético ni fonológico, es una voz silenciosa que no está ni afuera ni adentro, solamente se puede decir que no es la voz de la alucinación auditiva, no se escucha, como dice Lacan en el seminario sobre las psicosis, retornando de lo real e imponiéndole al sujeto una significación que lo deja perplejo; en la psicosis el sujeto se desmorona porque no puede reinscribir a la voz en su universo simbólico actual, él tiene que hacer una tarea de reconstrucción. El problema de haber tenido una alucinación auditiva no es el hecho de haber sufrido, como suele creerse, una percepción sin objeto frente a la realidad, sino que el sujeto no tiene dónde alojarla. Ese es el problema, la alucinación auditiva ha de volver a inscribirse en el aparato psíquico, por lo cual el sujeto tiene que escribir una obra, cambiar de nombre o de país, encontrar una nueva vocación o un nuevo partenaire, se trata en fin, de encontrar algo que vuelva a alojar la experiencia de la alucinación auditiva.

Pero en el caso desarrollado por Heidegger no es una alucinación auditiva, sino que responde a la topología típicamente neurótica, localizándose la voz tanto adentro como afuera, de la que no se sabe si es de un vivo o de un muerto, si es de un hombre o de una mujer, no se sabe si es la voz de alguien que está cercano o lejano, pero sí se sabe que es una voz que conmina, que llama y que invoca. Fuerza interpelativa que remite a una situación límite, la que a la vez ilustra sobre la fractura constitutiva de la exsistencia, porque ésta, sólo por estar fracturada puede decir que la voz viene de ella pero cae sobre ella, la voz que no tiene posibilidad de ser acogida reflexivamente.

Esta voz no interpela a cualquiera, interpela a quien está arrojado, ensimismado en las habladurías del «uno». Esta parece la parte más débil de este relato heideggeriano, porque no tiene en cuenta que las habladurías son muy peligrosas también, en el sentido de que si se introduce la perspectiva freudiana de la psicopatología de la vida cotidiana, se podría decir que ese «uno», que ese «man» produce sus propias perturbaciones y que la exsistencia está expuesta también allí. No se debe olvidar que en el parágrafo 54 «el ser en sí mismo se define como una modificación», se tiene que mostrar el sentido de la cura, que no es sólo la estructura teórica, la cura tiene que presentar la modificación que se produce.

Desde Lacan: Heidegger
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