14. El claro de conciencia
Se ha señalado la reducción de los alcances del término «conciencia», quedando ésta privada por Heidegger de cualquier relación con el sentido y desprovista de toda supuesta capacidad reflexiva, identitaria, sintetizadora, capacidades todas que hacen a la unidad de la experiencia psicológica, llegando a ser la conciencia sólo una voz que interpela. Pero… ¿se puede sostener que esa voz que interpela es la voz de la conciencia? Invocación, llamada, interpelación… términos aun demasiado significativos para una concepción despojada de la conciencia, tal cual se intenta presentar.
El modo de pensar la conciencia puede forzarse aun más, hasta reducirla a un punto, tomando una noción heideggeriana más tardía, la de Lichtung. En el bosque, el claro (die Lichtung) se abre en la espesura (die Dickung). La luz (das Licht) que ilumina presupone el claro. Y aunque en esta metafórica los términos claridad y oscuridad parecen provenir de la oposición entre el claro y la espesura, en verdad hay que decir que, desde la incandescencia de la máxima claridad hasta la oscuridad impenetrable, esos dos estados extremos de la iluminación y todos los matices concebibles, se dan en el claro. Sólo en el claro palpita la luz, sólo en esa abertura, en ese punto abierto, acontece el juego de claroscuros. De esto resulta que el claro es previo a todo lo que acontezca como fenómeno de conciencia.
En consecuencia, no se podría ya hablar con propiedad de «la voz de la conciencia», sino de «una voz en la conciencia», donde no se trata de la voz que pertenece a la conciencia sino de una voz que suena silenciosa en el lugar que la conciencia, como escenario témporo-espacial, dispone para todo lo que acontezca a la exsistencia.
Ese «claro de conciencia» es previo, entonces, a la llamada. Y en ese claro resuena la voz áfona, silente, como una voz en el claro, como una voz que halla su lugar en la conciencia. Una voz que, surgiendo de la exsistencia, se impone sobre la misma como llamada.
Pero el sujeto, la exsistencia, no está en la conciencia como en su casa ni la conciencia le pertenece. Como se ha dicho, hay que «querer tener conciencia» al servicio del viraje de un sí mismo impropio a otro sí mismo, un nuevo sí mismo, es decir, hay que lograr que la invocación sea mantenida en su carácter de llamada. La exsistencia, en su posibilidad fáctica, tiene que demostrar que es capaz de alcanzar su mismidad, bajo la nueva forma de un sí mismo alterado por la imposibilidad, mas sin sostener ningún tipo de relación reflexiva consigo misma. Hay que despejar el claro de conciencia, evitando la apropiación yoica del fenómeno, anulando toda pretensión de reflexividad.
El claro es un punto definido y destacado en un espacio-tiempo ilimitado, indefinido e indeterminado. El punto espacio-tiempo llamado «claro», no es un punto euclídeo, de dimensión cero, sino que es un punto tridimensional. Porque tras arrancarlo de la metafórica que le da origen, la del claro del bosque opuesta a la espesura, pasa a ser el punto originario de la exsistencia. Es su condición material pues la precede, es algo anterior que la espera y recibe. Es el claro lo que da tiempo y espacio a la exsistencia.
La situación del claro en el centro del nudo permite concebirlo como la apertura que da tiempo (pasado, presente y futuro) y espacio (real, simbólico, imaginario) a la experiencia del sujeto.
Pero está en la esencia misma de la exsistencia olvidar este origen, ignorando y rechazando su relación con la apertura originaria. Distorsión de la fuente y del principio que se produce en función de la constitución real, imaginaria y simbólica de los seres hablantes. De ahí que pueda sostenerse que el claro es un punto tridimensional, un punto abierto limitado por el triple límite que configuran, en su encadenamiento, lo real, lo simbólico y lo imaginario. Entramado de lenguaje, de imágenes, de materia corporal que va imponiéndose sobre la disposición animal sensoriomotriz que constituyó, en los primeros pasos de Freud, la base y los polos del «aparato psíquico».
Así, en largo y complejo proceso, la exsistencia llega a apropiarse del claro, y en su confusión borra el hecho de que éste la precede; el Yo, al instaurarse, nombra el claro como «conciencia de sí». Nombre impropio del claro, resultante de una indebida apropiación yoica del punto espacio-tiempo. Unidad, síntesis y reflexividad no son más que atribuciones imaginario-simbólicas de un yo pretendidamente fuerte, que obra «a conciencia». Pero no menos «conscientes» son las alucinaciones y delirios en la psicosis, o en las alteraciones de conciencia en las intoxicaciones con drogas psicotropas. ¿No hay acaso conciencia onírica, tan válida como cualquier otra forma? El yo podrá ser más o menos dueño de la conciencia, esta podrá parecerle más clara o más opaca, hasta llegar a perderla. Se pierde la conciencia en el desmayo, en la anestesia general… Tener conciencia, tomar conciencia, perder la conciencia y otras expresiones por el estilo no hacen más que reflejar el dominio, desde el plenamente logrado hasta el más fallido, que el yo intenta de lo que viene al claro. El punto abierto resulta así cerrado, ignorado en su función de donante del espacio-tiempo de toda experiencia y por ende, del ser de la exsistencia.
La partícula lingüística «yo» no se limita en el hablante a una mera función verbal-pronominal que le permitiese articularse en el discurso. Antes de tal función se ha configurado un núcleo de sustancia yoica, esencialmente imaginaria, a la cual los progresos simbólicos le otorgan una capacidad de sintetizar lo disperso y de oponer lo diferente, así como de otorgar identidad y de identificarse a sí mismo. Identidad y síntesis siempre expuestas a naufragar con la consiguiente angustia (la situación límite de Heidegger debe pensarse en estas coordenadas). El sujeto, por su parte, es tributario del hecho crucial de la estructuración del ser hablante por los signos. Es la totalidad de fenómenos que son consecuencia de esa estructuración sígnica, por lo cual ambas funciones yoicas están incluidas en esa trama, debiendo ser discernidas cada vez, en cada momento en que la emergencia del sujeto las desborda. Emergencias siempre «puntuales y evanescentes», cual pulsaciones temporales de apertura y cierre del inconsciente. Siendo la división la operación esencial que caracteriza al sujeto, cada vez que se manifiesta dicha división queda comprometida cualquier pretendida síntesis, cualquier asignación de identidad.
Resulta evidente que la impropiedad de la exsistencia sólo puede atribuirse a la hegemonía de las funciones imaginarias del yo, que distorsionan e impiden la aparición del sujeto como lo más propio. En términos estrictamente psicoanalíticos se puede afirmar que, si para llegar a la certeza del «yo pienso» el hablante tiene que pensar que piensa, la dislocación del sujeto tal como lo entiende el psicoanálisis lo llevará a expresarse en los siguientes términos: «pienso donde no pienso pensar», pues «el inconsciente piensa allí donde yo no puedo situarme, allí donde yo no pienso: el inconsciente piensa en mí».
Al proponer que el claro es el despejamiento, lo libre abierto previo a todo aparecer, se está apelando a una concepción materialista de la conciencia tal cual la que se viene desarrollando aquí. Un materialismo cuya matriz es la topología del nudo borromeano. En ese punto se manifiesta lo que es cada vez con su propio juego de luz y sombra. Son los signos humanos los que traen al claro luz y sombra. Lo propio del signo, el sonido y el sentido, es lo que despeja el claro que precede. Los signos surgen en el claro para ser significados. Al abrir el claro, se alojan allí como significantes. Si el despejamiento (Lichtung) es producido por el signo, es el signo como significante el que trae al claro la luz y la sombra como significado.
Otra manera de decirlo: en la espesura del signo se despeja el claro del sentido. A lo libre y abierto del sentido vienen las luces y las sombras traídos por la tensión significante/significado. En el claro del sentido se da la pugna de luces y sombras movidas por la diferencia entre significante y significado: desde la plenitud de sentido de la certeza del matemático, o del delirio paranoico, hasta el sin sentido joyceano o la perplejidad del desencadenamiento psicótico. Todo viene al punto abierto para encontar su lugar en la danza del sentido, en ese abanico que va desde el pleno sentido al sin sentido absoluto (en la segunda parte se atiende especialmente a esta cuestión).
Serán las funciones yoicas y las operaciones del sujeto, superpuestas, solapadas, las que se moverán entre distintos criterios de verdad, en la gama que oscila de lo impropio a lo propio. Lacan insiste una y otra vez en la función imaginaria, de desconocimiento y denegación que cumple el yo. Dice que en dicha función imaginaria estamos metidos hasta la empuñadura. «Somos el yo, y no sólo tenemos la experiencia del yo. La experiencia que tenemos del yo es guía de nuestra experiencia, tanto como lo son los diferentes registros de las sensaciones, llamados guías de la vida».
Esa estructura central de la experiencia humana pertenece al orden imaginario, siendo la función imaginaria muy distinta en el hombre respecto del conjunto de la naturaleza. Las captaciones gestálticas que, en los animales, se enlazan al pavoneo esencial para el mantenimiento de la atracción sexual propia de cada especie, son muy distintas de la función imaginaria del yo, la que viene a producir una fisura en la naturaleza, una perturbación profunda de la regulación vital al introducir el narcisismo en la relación con la propia imagen.
Se puede decir que es la función misma del yo en tanto partícula que designa al sujeto en el discurso la que debe ser depurada de cualquier pretensión unificadora, sintética, totalizante. Sólo el abandono de una identidad segura hará posible pasar de un sí mismo impropio a una nueva versión del sí mismo.
En síntesis, los signos esperan al hombre para abrir en él el claro del sentido. La combinación de los signos abre el punto previo. Al abrirse el claro por el hecho de que el sentido sea posible, se inaugura la relación significante/significado. El claro, en tanto posibilidad del sentido de la combinación de signos, es punto abierto (Lichtung) de la presencia que se oculta, de lo que se presenta ocultándose.
El hablante, sexuado y mortal, ex-siste arrojado a la existencia. Queda por ver siempre en cada caso, hasta dónde el sujeto puede afrontar las consecuencias éticas de su estar arrojado.