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Si bien Heidegger plantea un límite en la filosofía, en el sentido en que podríamos afirmar que en principio su posición con respecto a la filosofía es «histérica» (hace emerger la falla del saber filosófico, pone a trabajar a todos los significantes amos de la ontoteología, y se mantiene en un incesante preguntar con respecto al establecimiento del ser propuesto por el Amo filosófico), su rechazo por la cuestión del goce y sus paradojas, lo retraen a una posición de espera. La Lógica y la Topología solicitadas se demoran indefinidamente, con la expectativa de otra disponibilidad para el pensar. De este modo Heidegger se transforma en el gigantesco comentador de una experiencia que él desconoce y se entrega a decir indefinidamente lo que no sabe (que evidentemente no es lo mismo que no saber lo que se dice). Es el comentador de la página ausente que el discurso analítico pone en acto en su experiencia, más aún, nos atreveríamos a afirmar que la atmósfera solipsística de su discurrir por momentos se asemeja al «hablar solo» de un autoanálisis. Desde esta perspectiva, tal vez se entienda que, en la medida en que esa espera se acentúa, empiezan a aparecer en Heidegger elementos místico-teológicos, los cuales se pueden inferir de expresiones tales como: «faltan nombres sagrados», «sólo un nuevo Dios puede salvarnos», expresiones todas que si bien siguen apuntando a la cuestión del lenguaje no conducen a la constitución de un discurso. De esto, también se puede inferir que finalmente, al destructor de la ontología y también a sus epígonos, sólo les reste el discurso de la Universidad como ámbito de resolución de su tarea.