Capítulo 41

 

De este hombre me enamoré

 

 

Me dolía la espalda; estaba un poco incómoda, pero no me importaba. El día anterior había disfrutado mucho hablando con la madre de Markel, era una persona increíble... una con la que podías conversar de lo que quisieras sin miedo a qué pudiera pensar de ti. No entendía por qué Markel temía tanto mi reacción, parecía mentira que no me conociera. Se pasó toda la noche observándome, más bien analizándome, pero no me importó, me sentí tan a gusto entre esas cuatro paredes que me encantó que él pudiera ver con sus propios ojos que me sentía feliz.

Cuando nos fuimos a la cama, terminamos desmoronando la pila de colchones y me sentí avergonzada por si su madre nos había oído, pero llevaba horas deseando besarlo, abrazarlo y, como siempre nos pasaba, terminamos amándonos como dos bestias. Embestida tras embestida, llegamos a un orgasmo increíble. Tuve que morderle el hombro para ahogar mis gritos y sabía que él se sintió del mismo modo.

Cuando acabamos, caímos exhaustos y nos dormimos uno encima del otro. Llevaba un rato despierta y no oía nada. Me daba vergüenza salir de la habitación, por si molestaba a su madre, que estaba acostumbrada a vivir sola. Quizá, verme rondando por la casa, la incomodase.

Miré a Markel y vi que estaba profundamente dormido. Hacía días que no tenía un gesto tan relajado como en ese momento. Me moví con cuidado de no despertarlo para cambiarme de ropa en silencio.

—Dunia, si quieres venirte, voy a por huevos. —La voz de su madre me sorprendió. No había abierto la puerta, así que debía de haberme oído.

—Salgo en un segundo —apenas susurré para que ella pudiese oírme pero sin despertarlo a él.

Como pude, me recogí la melena, que estaba más descontrolada que nunca, con una diadema ancha para conseguir domarla. Luego salí hasta el salón, donde su madre me esperaba con una cesta de mimbre colgada del brazo.

Abrí la boca de par en par al observar el paisaje que la noche anterior no había podido ver porque la oscuridad lo tapaba. Estaba en pleno bosque, pero en la parte alta, desde donde se divisaban las montañas de delante. Eran las vistas más hermosas que había visto jamás.

El verde había teñido mis retinas de tal forma que no podía hacer nada más que mirar y respirar profundamente para que mis pulmones inhalaran la belleza que estaba frente a mí, la naturaleza en estado puro.

Caminé tras ella, que ya estaba a muchos metros por delante, e intenté alcanzarla corriendo y saltando entre piedras y ramas sin ningún problema, ya que estaba más que acostumbrada a parajes parecidos. Cuando llegué hasta ella, sonrío y me dijo que le sorprendía mi destreza. Yo le expliqué que no era una chica de ciudad, que de muy pequeña me había mudado a Oslo y durante gran parte de mi vida había vivido rodeada de bosque.

Le comenté cuánto me gustaba mi hogar, lo que éste me ofrecía en comparación con una gran urbe, mientras entrábamos en una especie de corral y, uno a uno, ella elegía los huevos que ponía en el cesto.

—Pero, si tienes éxito, ¿eres capaz de mudarte a Madrid con mi hijo? —No quise decirle que Markel se había venido a vivir a mi casa, por si a él le molestaba o simplemente quería contárselo personalmente.

—No podría vivir lejos de mi familia; tengo un hermano que tiene autismo y, si yo me fuera, sé que no lo llevaría bien. Puedo viajar, pero no mudarme un período muy largo. Para mí es muy importante mi ciudad, y quién esté a mi lado habrá de respetarlo.

—No suelo decir esto, pero me gustas mucho para mi hijo. Por fin va a tener humanidad a su alrededor, ya era hora.

—Soy normal, no me considero ni mejor ni peor.

—Eres una buena chica, y tienes unos valores definidos. Me gusta.

—Gracias.

Caminamos tranquilamente para regresar a la cabaña, manteniendo una conversación la mar de interesante. Ella tenía la teoría de que el agua sería la mayor fuente de energía en unos años; me explicaba por qué no se decidían a utilizarla y, como siempre, era por motivos económicos.

Cuando entramos por la puerta, las dos sonriendo, vimos a Markel sentado en el salón, esperando.

—Hijo, ahora mismo hago el desayuno. Pensé que dormirías más... después de la juerga de anoche.

La miré atónita al escuchar su risa mientras entraba en la cocina con los huevos en la mano. Enrojecí sin poder evitarlo.

—Mamá, no seas maleducada.

—Como si me fuera a asustar, es ley de vida, la naturaleza...

—Cállate, mamá...

No pude evitar reírme. Me sentía avergonzada, pero lo estaba describiendo como un acto tan natural, tal como de la vida misma, que me dieron ganas de decirle que tenía toda la razón. Pero pensé que eso podría molestar a Markel, que delante de su madre se volvía mucho más susceptible de lo que era habitualmente.

Su madre desapareció tras una cortina detrás de la que intuía que había una especie de cocina y yo me senté a su lado para decirle buenos días y besarlo.

—¿Estás bien?

—Perfectamente, ¿y tú?

—Extraño...

—¿Y por qué motivo?

—Nunca imaginé sentirme cómodo en este lugar, y contigo lo estoy. Mientras tú estés a gusto, a mí no me importa nada más.

—Pues disfruta de estos momentos.

Me obligó a sentarme encima de él y me abrazó por la espalda, apoyando su barbilla en mi hombro. Se oían golpes en la cocina y quise levantarme para ayudarla, pero Markel me lo impidió.

—No te muevas ni un segundo más de mi lado.

—Tendremos que ayudarla.

—No, sólo faltaría. —Apareció con una sartén en la mano, que colocó en el fuego de la estufa de leña que también servía de asador—. Hijo, ¿tortilla, como cuando eras pequeño?

—Por favor. ¿Te animas, Dunia?

—Claro que sí.

Desayunamos los tres tranquilamente, sin ningún tipo de ruido. Lo único que se oía era el canto de los pájaros que sobrevolaban por encima nuestro, nada más. En aquel lugar se respiraba tranquilidad absoluta. Podía llegar a entender el apego que le tenía a su casa, porque no tenía nada que ver con el estruendo de una ciudad.

Estuvimos paseando por los alrededores y descubriendo cada uno de los artilugios que ella había ido creando, para conseguir un fin con ellos. Estaban pensados a conciencia. No dejaba de escuchar con atención todo lo que explicaba, porque, sin duda, me parecía fascinante.

—Dunia y su hermano van a montar una planta de reciclaje de madera.

—Los admiro; siempre he querido atreverme con ese material, pero me falta maquinaria.

—Nosotros tenemos un aserradero familiar y lo único que vamos a hacer es ampliar el negocio. Hay muchos troncos defectuosos que nos obligaban a destruir porque no resultan óptimos para la construcción de muebles o vigas de madera. Mi padre siempre pensó que era una pena haberle robado un árbol a la naturaleza para luego desecharlo, y de esta forma se les ofrece un uso... una cadena de muebles muy grande incluso está interesada en adquirir ese material para fabricar conglomerado. Con eso construirán muebles de automontaje a precios muy económicos.

—Va a ser una buena forma de duplicar el negocio.

—Hijo, no todo es el negocio. Yo me niego a quedarme un euro del dinero que gano, lo dono.

—Por cierto, deberíamos ver los papeles. Nosotros tenemos el vuelo a mediodía, así que no tardaremos en irnos.

—¿Tan pronto? Para una vez que estamos tan bien...

—Trabajo, mamá.

Regresamos a la cabaña y nos sentamos en la mesa del salón, esta vez mucho más serios, ya que Markel, para hablar de la empresa de su madre, era muy objetivo y bastante crítico. Leyó cada uno de los papeles que el Gobierno alemán había redactado y, tras cerciorarse de que no había ninguna clausula que pusiera en peligro la titularidad de la idea y de que el importe que pagaban era el que ella había estipulado personalmente, firmó cada uno de los papeles como máximo representante de la compañía.

—Quiero que firmes una autorización, es para realizar estas donaciones.

Sin querer, vi que la cifra rondaba la friolera de cuatro millones de euros, que pensaba entregar a diferentes asociaciones: ayuda a los desamparados y marginados, a niños con enfermedades y a asociaciones que investigaban los recursos naturales. Me sentí orgullosa de su madre. Markel los firmó, sin poner en duda sus decisiones.

—¿Y el resto?

—Hijo, quiero que te lo quedes. Tú tienes una pareja y pronto tendréis niños, al menos eso espero. Quiero que tengan un buen futuro.

—No puedo aceptarlo, no quiero. Es tuyo, haz con él lo que quieras. Necesitas arreglar esta casa, más bien ve diseñando una nueva para cuando tengas nietos. ¿No pretenderás que duerman con goteras? Invierte en una casa ecológica, pero sólida. Por primera vez en la vida, hazlo por tu familia.

—Pero...

—Mamá, Dunia es la mujer de mi vida y ahora sé que volveremos. Nos gusta este lugar, pero también nos gustan las mínimas comodidades. Hazlo por nosotros; no te pido lujos, nada de eso. Sólo lo mínimo.

Su madre no contestó y miró el techo de la casa con los ojos bañados en lágrimas. Yo no sabía si había sido porque las palabras de su hijo la habían ofendido o porque estaba emocionada al saber que volveríamos.

Markel se levantó y le dio un abrazo, consiguiendo que llorara. Por las reacciones de ambos, quedaba claro que hacía años que no se abrazaban de aquella forma. Ése era el momento en que todo cambiaba para ellos, comenzaban una nueva era, una en la que estaban buscando el equilibrio; él la respetaba, pero le pedía unas mejoras para poder estar junto a ella más tiempo, y ella no se negaba, simplemente lo analizaba emocionada.

Tras guardar los papeles en una carpeta, su madre los llevó hasta su habitación y oímos el motor de un coche y la voz de la amiga que nos había traído la noche anterior; nos llamaba a voces, rompiendo el silencio del lugar.

—¿Quieres dejar de gritar...?

—Mujer, que pesadita eres con tus manías. Chicos, os llevo al aeropuerto en un rato, ¿no?

—Podemos ir nosotros, no queremos molestarte.

—Anda, niño, no me seas pijo y deja de decir sandeces.

Se me escapó una carcajada y me miró con cara de pocos amigos, pero la amiga de su madre tenía tal desparpajo que era imposible no reírse. Al final Markel cedió y continuamos sentados en la mesa un rato más hasta que me pidió que saliésemos a dar un paseo antes de marcharnos.

Me agarró de la mano y caminamos. Él me guiaba, no había duda de que conocía a la perfección el lugar. Yo estaba maravillada por la imagen tan pintoresca que tenía frente a mis ojos, era tan espectacular que no dudé en hacer fotografías con el teléfono móvil como recuerdo.

Su imagen era tan diferente a la que vi el primer día... aún recordaba cuando entró por la puerta y caminó hacia nosotros como si supiera que todo el mundo lo estaba esperando; sabía perfectamente que, hasta que él no llegara, nadie comenzaría. Él era el centro de atención y debió de pensar que yo era la típica que babeaba por él.

Cuando se acercó, sentí que quería morirme al descubrir que él era con quien había estado hablando durante tantas horas, incluso había escrito una novela con él. Y allí estaba, plantado más seguro de sí mismo que cualquiera que estuviera en la sala. Su actitud egocéntrica, déspota, fue lo que me hizo tratarlo como a uno más. Yo no era la típica que ayudaba a que el ego de las personas creciera gratuitamente, y poco a poco fue lo que nos fue uniendo. Fui conociendo a la persona oculta bajo esa fachada, pero para nada la persona que tenía frente a mí en esos momentos.

Allí estaba un hombre inseguro, uno que no dejaba de darle vueltas a toda su vida, a las decisiones que había tomado durante muchos años. Incluso sabía que estaba en un momento en el que se estaba contradiciendo con su presente actual. La percepción de la vida le había cambiado en tan sólo cuarenta y ocho horas. Había pasado de rogarme que me mudara a su casa, creyendo que en Madrid teníamos todo lo que necesitábamos, a coger un vuelo para estar a mi lado, prometerle a mi hermano que no nos iríamos y enfrentarse a sus demonios, a su miedo atroz, uno que no tenía fundamento alguno. Solamente debía pensar con el corazón, sin importar el qué dirán.

Y la combinación de tantos acontecimientos en tan poco tiempo había conseguido mostrar al Markel verdadero... al que no necesitaba los lujos de su casa para ser feliz, a reconocer que vivir solo, o con personas que no le llenaban, no era lo que realmente necesitaba en la vida. Y todo ello lo había conseguido asumiendo de dónde venía.

—Éste es mi lugar preferido.

Miró hacia delante, prestando atención a mis pisadas, ya que estaba sobre una roca al borde de un precipicio de muchos metros de altura, y divisé en el horizonte las montañas.

—Siempre me ha gustado, pero hoy lo siento más especial que nunca.

—Hoy tienes una visión diferente, no sientes vergüenza por quién eres.

—Todo es gracias a ti.

—No, Markel, tú solo lo has logrado. Sólo te quiero pedir una cosa.

—Lo que quieras, Rizos.

—No quiero a Jean, quiero al Markel que tengo delante de mí, el inseguro, el que reconoce las cosas, que siente y padece. Porque ése es el hombre que yo siempre he visto y del que me enamoré desde el principio.

—Ése es el que vas a tener cada mañana al despertar y cada noche al acostarte. Jean será la cara pública, pero yo, Markel, el que te está abrazando, será el que te ame, día tras día, sin miedo a ser él mismo.

Me besó; fue un beso sincero, declarándome su amor... uno muy especial que pocas personas conseguían expresar. Él estaba delante de mí entregándome todo lo que yo quería, lo que necesitaba para ser feliz.

—Te envidio.

—No sé por qué dices eso.

—Yo no fui capaz a enfrentarme a mi madre, ni tan siquiera he hablado con mi padre de eso por si le molesta que la haya visto.

Me obligó a sentarme en la fría piedra, mientras los dos perdíamos la vista en el horizonte. Estaba meditando qué me iba a decir, podía sentirlo.

—Sé que tengo que decírselo.

—Dunia, es tu madre. Sé que actuó mal, su proceder es injustificable, pero no le has dado siguiera una oportunidad de explicarse. Tu padre te quiere y seguro que, si tú quieres conocerla, no va a poner ningún impedimento. Él sólo quiere tu felicidad y para ello tienes que ser sincera con él.

—Lo sé y, cuando regresemos, hablaré con él, no quiero esperar más.

—Cuando estés preparada, hazlo.

—Y, ahora, ¿qué va a ser de nosotros?

—Pues vas a tener que hacer hueco en tu casa para mi ropa y mis cuatro cosas. Seguiremos escribiendo una novela que tenemos a medias. Tú vas a presentar tu primer libro en solitario, y yo estaré en primera fila apoyándote. Entre los dos, escribiremos nuestro destino.

—Me encanta ese plan.

 

 

Cuando regresamos a la cabaña, nos encontramos a las dos mujeres sentadas en el suelo, canturreando unas palabras. Ambos nos miramos y sonreímos en silencio para no molestarlas e interrumpir su especie de yoga; luego entramos en la habitación para recoger nuestras cosas.

Colocamos los colchones en su sitio, y cerré mi mochila una vez guardado todo. De pronto me llamó la atención un resplandor; la claridad se colaba por la ventana y un rayo de sol entraba directamente hasta la pared del fondo, donde había unas piedras pegadas en la pared. La luz que emitían era roja, y se podía ver desde cualquier posición dentro de la habitación. Me acerqué a ellas y vi que había varios cristales de colores, un conjunto que establecía formas y recorría las cuatro paredes.

—¿Y esto?

—Según mi madre, son los cristales de la buena suerte. Cuando levantó esta cabaña, los encontró en el río. No sabemos qué son realmente; está claro que no son diamantes, pero tampoco vidrios de algún envase roto. Una vez los llevé a un joyero y, sorprendido al verlos, no supo decirme de qué eran, pero me pidió que no se los mostrara a nadie, que los mantuviera en secreto y seríamos muy felices. Mi madre, obviamente, le creyó; yo pensé que se trataba de otro loco que se podía dar de la mano con ella, pero en algo tenía razón... Desde que mi madre los colocó en esta habitación, las cosas fueron a mejor. Y aquí siguen.

—Puede que sea alguna piedra preciosa aún no descubierta.

—No lo sé. Mi madre las talla y el resultado es sorprendente, mira el tacto que tienen.

—Son increíbles, y tienen un color vivo precioso.

Volví a acariciarlas una vez más y quedé fascinada por el tacto; sin duda eran las piedras más bonitas que nunca había visto. Fueran lo que fuesen, eran de su madre y estaba segura de que aquel joyero tenía razón y transmitían felicidad. Sólo había que mirar el rostro de la madre de Markel... toda ella irradiaba felicidad, y el de él, en esos momentos, era igual.

—Tenemos que irnos o perderemos el vuelo.

—Pero prométeme que volveremos.

—Te lo prometo. —Sus manos rodearon mi cintura y me apoyó en la pared para besarme con pasión. Lo besé y cerré los ojos para sentir sus labios más intensamente. Su lengua se movió con habilidad en busca de la mía y sus dedos se clavaron en mi espalda para que nuestros cuerpos se fundieran en uno. Luego, un beso casto dio paso a una pequeña distancia en la que sentí vacío por no tener sus labios pegados a los míos.

Abrí los ojos y en su cara se proyectaban luces de colores; los cristales de la pared se reflejaban en su rostro y se fusionaban a la perfección con el brillo de sus ojos.

—Chicos, voy arrancando el coche. —Oímos voces y risas, y Markel gruñó al tener que apartarse de mi cuerpo.

Me ayudó a colgarme la mochila a la espalda y salimos fuera, donde nos estaban esperando.

Su madre le dio un abrazo y las lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos sin control; él la abrazó más fuerte. No tenían necesidad de decirse palabra alguna, los dos compartían el mismo lenguaje. Nosotras, en segundo plano, permanecimos inmóviles observando sin decir nada, hasta que me susurró en el oído una palabras que me llegaron al corazón: «gracias por haberlo logrado». Pero yo no había hecho nada, simplemente querer a ese hombre como no había querido a nadie en mi vida.

—Espero verte pronto —me dijo una vez se hubo separado de su hijo, y me estrechó entre su cuerpo delgado.

—Eso no lo dudes.

Nos montamos en el vehículo y sentí una especie de congoja de la que sabía que me costaría deshacerme; nunca pensé que aquel viaje sería tan especial. Pero así fue; lo recordaría toda mi vida, y sería el primero de muchos.

Cuando llegamos al aeropuerto, la despedida fue igual de emotiva, y, tras desaparecer por los pasillos agarrados de la mano, llegamos a la puerta de embarque.

Entregamos nuestros pasajes y el documento de identidad y poco a poco nos hicieron pasar hasta estar sentados en el avión.

—Ahora toca prepararte la presentación.

—¿Y si huimos? Así me libro de ella.

—Ni hablar. Lo vas a hacer bien, así que relájate.

—¿Quién vendrá....? Mi madre, mi padre. ¿Thor?

Me miró serio en ese mismo instante y yo sentí una presión en el pecho que no me dejó respirar; lo podía llamar culpabilidad por lo que hice noches atrás. Sabía que lo había traicionado, que le había dolido imaginarme en brazos de él, pero Thor era un amigo, y ahora necesitaba mi apoyo. Él también se estaba enfrentando a un momento muy duro en el que tenía que superar muchos miedos, y yo no iba a darle la espalda. Con estas mismas palabras se lo expliqué a Markel y lo entendió; no le gustaba la idea de que estuviera cerca de mí, pero respetaba mi decisión.

En ese momento aprovechó para hablarme de Javier. Markel acababa de aceptar que Thor formara parte de mi vida aunque para él eso era incómodo, y añadió que era una situación similar a mi relación con Javier. Aceptó que éste se había equivocado, que, con nosotros, había sopesado sólo los beneficios profesionales y obviado las consecuencias, cómo nos podían afectar. Pero no era motivo suficiente como para que dejara de lado su amistad; para Markel era más que un representante, era un amigo, y yo debía respetarlo del mismo modo que él había aceptado mi posición de seguir ayudando a Thor.

Cerré los ojos e intenté descansar un poco, sabía que Markel necesitaba pensar. Tenía que volver a poner su vida en orden, decidir muchas cosas que hasta ese viaje no había valorado, así que lo mejor era darle el espacio que necesitaba.

Cuando abrí los ojos, ya estábamos a punto de aterrizar. Él estaba dormido a mi lado, con la comisura de los labios curvada en una pequeña sonrisa. Abrió los ojos y me miró de soslayo.

—Te amo, Rizos. ¿Lista?

Asentí sonriente para luego bajar del avión y dirigirnos a nuestra casa.

A través de sus palabras
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