Capítulo 28
Cuando lo veas, sabrás si es él
Llevaba tres días contenta, sin poder dejar de sonreír. Cuando le dije a mi padre en la oficina que me iba a Madrid unos días, no le pareció buena idea; alegó que apenas lo conocía y que, si pasaba algo, iba a estar muy lejos de mi familia.
Por suerte, Grete me ayudó a que no pensara en negativo y finalmente aceptó mi viaje. Esther enloqueció cuando le comuniqué que me iba unos días a su ciudad, e hizo planes para las dos. Lo peor fue no decírselo a Markel.
Me había costado un día conseguir que hablara conmigo; continuaba insistiendo en que me pagaba el billete, pero no quise decirle que ya lo tenía, para darle una sorpresa. Supuse que, cuando me viera en la cena, se alegraría... o eso esperaba.
Estaba sentada en el avión, apenas me quedaban treinta minutos para aterrizar.
Me había pasado esos últimos días escribiendo la historia de María y por fin había podido ponerle el punto y final para poder irme tranquila. Ella me llamó el día anterior para felicitarme; le había encantado el enfoque que le había dado y estaba deseando que llegara el día de su publicación. Dulce se encargaría de enviarla a corrección, y luego de que tuviera una distribución acorde con lo que Claudio y María habían solicitado.
Ya libre de responsabilidades, miré por la ventanilla y vi nubes blancas, nada más. La azafata se acercó con un carro y le pedí una botella de agua. Tenía bastante sed; desde que entré en el aeropuerto de Oslo no había vuelto a beber nada. Abrí la botella con cuidado de no derramar su contenido y di un sorbo.
El piloto nos informó a través de megafonía de que debíamos abrocharnos los cinturones porque estábamos a punto de aterrizar. Oí el sonido de las ruedas. Estaban desplegándose para tomar tierra. Mi estómago se encogió al instante, pero no por miedo al avión, sino porque por fin iba a poder verlo. Estaba deseando ver su cara cuando me viera aparecer y cuando le comunicara que no tenía billete de vuelta, que no sabía cuándo regresaría...
Dependiendo de cómo fueran esos días en común, me quedaría o huiría corriendo a mi casa. Lo pensé y me reí sola, esperaba no tener que salir pitando.
El hombre que estaba sentado a mi lado no dejaba de moverse. Me giré disimuladamente para ver su cara y vi que el pobre estaba sudando; sin duda le daba miedo volar y permanecía en silencio, aguantando el tipo.
Estaba deseando que abrieran las puertas, coger mi maleta e irme al baño para poder arreglarme un poco, ya que no me daba tiempo de hacer una parada en casa de Esther. Tendría que acicalarme en el mismo aeropuerto.
Caminé de prisa siguiendo las indicaciones para llegar a los servicios. Me pareció que no iba a llegar nunca, y eso que me conocía muy bien el aeropuerto, pero me dio la sensación de que habían ampliado los pasillos, porque no veía mi destino.
Al fin encontré la puerta y entré directa al espejo. Tenía el cabello decente; me había hecho una trenza en forma de diadema que recogía la parte delantera de mi rebelde melena. Gracias a ésta, había conseguido mantenerla dominada el día completo.
Mi ojo derecho aún continuaba ligeramente morado, pero, por suerte, al no tener inflamación, el maquillaje había hecho milagros y había conseguido disimularlo casi por completo.
Volví a aplicarme el corrector, luego me puse un poco de colorete y, palpando con un dedo, me apliqué la sombra de ojos de color negro para dar un toque de color a mis parpados, consiguiendo que destacasen mis ojos azules. Cogí del bolsillo pequeño de la maleta mi diminuto bote de perfume y volví a vaporizar sobre mis muñecas y mi cuello, para estar lista.
Iba vestida con un pantalón pitillo negro y un jersey de lana que pensaba quitarme al llegar. Justo debajo, llevaba una camisa azul eléctrico que transparentaba ligeramente el sujetador negro que llevaba puesto. Sabía que, en cuanto me viese, le gustaría, estaba más sexi que nunca.
Miré el reloj y comprobé que eran las nueve de la noche. Tenía que coger un taxi cuanto antes. Agarré mi maleta y salí disparada en dirección a la calle; el estruendo de las ruedas de mi equipaje por las enceradas baldosas me acompañaba; intenté que no se oyera tanto, pero me resultó imposible, así que opté por ignorarlo y seguir corriendo hasta llegar al taxi.
Por fin estaba montada en el vehículo, indicándole la dirección que Dulce me había facilitado dos días atrás, y nos pusimos en marcha. Esperaba no tardar mucho, ya que la cena empezaba a las nueve y media. Mi teléfono emitió un sonido, era un mensaje de texto. Abrí el bolso a toda prisa para leerlo.
Dunia, ya están llegando todos. No le he dicho nada a Markel, tal como me pediste. Te espero en el restaurante; para cualquier cosa, llámame. Un beso, preciosa. Dulce.
Sonreí y volví a guardar el teléfono. Estaba deseando llegar y ver su cara de asombro. Le pregunté al taxista cuánto quedaba y, tras mirar el GPS, me indicó que en quince minutos estaríamos allí.
Miré por la ventanilla y ver las luces de la ciudad me emocionó. En Oslo el paisaje era tan diferente... No podía negar que mis raíces me atraían; recordaba muchas imágenes de mi infancia, pero nunca pensé que terminaría viviendo de nuevo en Madrid. Aún no sabía cuánto tiempo iba a quedarme, pero sólo plantearme estar una temporada ya era más de lo que hubiese imaginado.
—Es aquí, señorita.
—Gracias. —Esperé a que me dijera cuánto tenía que pagar y, tras dejarle una propina, salió hacia el maletero para entregarme la maleta.
Era un incordio cargar con ella, pero, en cuanto viese a Markel, le pediría que la guardara en el maletero de su coche. Vi el nombre del restaurante y sonreí; estaba a punto de encontrarme con él y no veía el momento de volver a besarlo.
Abrí la puerta y unas escaleras me invitaron a subir. Suspiré al mirar la maleta y la cargué con gran esfuerzo hasta el último escalón. Entré en una sala en la que había una barra y dos camareros. Le pregunté a uno de ellos y me indicó que siguiese por la derecha hasta el salón del fondo, donde se celebraba la cena. Cuando estaba llegando a la puerta, advertí a tres hombres hablando tras ésta. No me podían ver, pero intuí que dos de ellos eran Javier y Markel; la figura de este segundo me resultó inconfundible. Mis ojos brillaron a punto de llorar, estaba nerviosa. Jamás llegué a pensar que me emocionaría tanto por un hombre. En ese preciso instante, recordé las palabras de Grete.
Tenía razón, en cuanto lo vi de nuevo, supe que era el hombre de mi vida. Presté atención a lo que hacían; estaban riéndose. No quería interrumpir, así que decidí esperar a que terminasen de hablar, para sorprenderlo.
—Tío, al final te ha salido el tiro por la culata. —No reconocí la voz del tercer hombre y, por lo poco que podía ver de él, tampoco sabía de quién se trataba.
—Para nada, todo ha salido mejor de lo que esperaba. —El tono déspota de Javier era inconfundible.
—Él éxito ha sido increíble; el primer día que se puso a la venta, batimos récords —oí. Era su voz. Era Markel. Tenía un tono fuerte, pero tan sensual que consiguió que me temblasen las piernas en el mismo instante en que comenzó a hablar. Recordé cuando me hablaba en su cama, susurrándome al oído. Un escalofrío recorrió mi espalda y se detuvo justo en mi sexo. No podía evitarlo, estaba excitada, mucho. Pensar que en unas horas estaríamos en su cama me hizo desearlo aún más, si eso era posible; tenía en mente un juego. Chloe me había animado a innovar, y sabía que nos íbamos a divertir muchísimo.
—Quién te iba a decir a ti que tu propósito de burlarte de una bloguera de pacotilla, demostrando que la romántica era fácil de escribir, te daría más fama —intervino el tercero.
Pensé que no lo había entendido bien... seguramente no había captado bien esas palabras porque estaba pensando lascivamente. Sin embargo, decidí cerciorarme de que no podían verme y seguir escuchando.
—Sí. En el fondo sabía que, de un modo u otro, este hombre saldría triunfador; era lo que necesitábamos para la siguiente novela. Ese thriller va a ser un éxito mundial, y aún más aprovechando el tirón que le han dado las lectoras de romántica; todas ellas se mueren por sus huesos e irán a comprar su nueva novela como desesperadas.
—Además... anda que te la buscaste fea, ¡y encima te la llevaste a la cama!
No podía escuchar más, no quería. Estaba en una pesadilla, esas palabras no eran reales... Markel había escrito conmigo para burlarse de mí... de una bloguera de pacotilla... y encima alardeaba de que se había acostado conmigo.
No quería verlo, necesitaba irme. Agarré con fuerza la maleta y corrí en busca de las escaleras. Bajé casi saltando, topándome con las paredes y casi cayéndome al suelo en el último escalón... pero me daba igual cómo llegase, lo único que me importaba era salir de allí.
—Dunia, ¿qué te pasa? —Dulce estaba frente a la puerta, obstaculizando mi huida. Necesitaba que se apartase, no me salían las palabras.
—Me voy —siseé a duras penas, pero ella no entendió nada y no se apartó, así que, sin pensarlo dos veces, la empujé a un lado y caminé a toda prisa calle abajo.
Mis lágrimas comienzan a salir, acompañadas de jadeos descontrolados. No podía creer que Markel y Javier me hubiesen utilizado desde un principio, y con el único objetivo de tener más fama de la que ya tenía. Me retiré las lágrimas con una mano y continué andando sin mirar atrás. No quería verlo; pensaba que le gustaba, que me quería, al menos eso me había hecho creer... pero todo había sido una farsa para tener más éxito y, después, seguro que me dejaría, como hacía con todas.
Miré a mi alrededor y estaba desubicada. Había andado avenida abajo sin pensar, sin un rumbo en mente. Necesitaba irme. No sabía adónde. Miré a mi alrededor de nuevo y vi una tienda cerrada, pero con el cartel iluminado: «Zapatería Esther». Ésa era la solución.
Cogí el teléfono y marqué su número rápidamente. Sabía que ella me ayudaría. Nunca me había fallado y tenía claro que no iba a hacerlo en una situación así.
—Dime que lo has devorado sobre la mesa, dejándolos a todos boquiabiertos.
—Esther... —La voz se me entrecortó y apenas logré pronunciar su nombre. El lloro se intensificó y no lo pude controlar.
—Dunia, ¿qué ocurre?
—Estás en casa. ¿Puedo ir?
—Claro, pero ¿qué ha pasado?
Colgué el teléfono sin contestar y me dirigí al borde de la acera, necesitaba un taxi y salir huyendo de la zona. Supuse que Dulce le habría dicho a Markel que me había visto salir. No quería verlo, sería capaz de darle un tortazo. Percibí una luz verde al fondo, alcé un brazo y lo ladeé para que me viera. Se paró y guardó mi equipaje en el maletero mientras yo me sentaba en la parte trasera.
Por fin me iba... Suspiré cuando el conductor arrancó el motor y se dispuso a iniciar la marcha hasta casa de Esther, pero un golpe en el cristal me asustó y pegué un chillido. Vi la cara de Markel, quien me llamaba a gritos, pidiéndome que me bajara, a la vez que le rogaba al taxista que se detuviera.
—Por favor, acelere, no quiero que pare.
—Dunia, por favor, si ha sido... —No logré oír más; el conductor había acelerado y lo había dejado atrás.
Miré por la luna trasera y lo vi en medio de la calzada, con las manos en la cabeza, colapsando el tráfico. Los coches tocaban el claxon, y los conductores le gritaban e insultaban para que saliera de allí, pero él estaba paralizado viendo cómo me alejaba.
Jamás hubiese imaginado que todo era una trama de Javier, y aún menos que Markel lo hubiese aceptado. Me sentía engañada, defraudada y utilizada como nunca me había sentido. Había volado miles de kilómetros para venir a verlo, para quedarme con él, y lo que había descubierto era la verdad que me habían estado ocultando; no podía hacer más que llorar por lo estúpida que me sentía.
El vehículo se detuvo. Miré a través de la ventana y vi el edificio de Esther. Saqué el monedero y pagué la carrera. Llamé al piso y me abrió sin contestar. Sabía que estaba preocupada y no era para menos, la había llamado llorando y encima le había colgado, pero en ese momento no me salían las palabras. Mientras estaba esperando el ascensor, sonó mi móvil; miré la pantalla y vi que era él. No pensaba contestar, pero mi impulso me ganó y acepté la llamada.
—No quiero que me llames ni que me escribas; olvídate de mí, de mi nombre. No quiero verte nunca más.
—Dunia, por favor, yo no pienso lo que has oído.
—Olvídame, porque para mí ya no existes. —Finalicé la llamada y mis labios temblaron; un nudo presionaba mi garganta, dejándome casi sin respiración. Las lágrimas empezaron a brotar y los jadeos irrumpieron en medio del silencio instalado en la escalera. La puerta del ascensor se abrió y entré para que nadie pudiera verme. Pulsé el botón y rompí a llorar; no podía contener la rabia y le di un manotazo al espejo del ascensor.
Esther estaba esperándome en el rellano. En cuanto me vio, se lanzó sobre mí para abrazarme y preguntarme qué había sucedido. Yo negué con la cabeza mientras seguía llorando, era incapaz de decir nada.
Cogió mi maleta y me invitó a entrar, cerrando la puerta tras ella. Me senté en el sofá y ella se fue a la cocina. Tras oír un trasteo de vasos y la puerta de la nevera, vi cómo me servía un vaso de Coca-Cola y una bolsa de patatas.
—No tengo hambre.
—Ni yo, pero necesitamos sesión de chicas. —¡Qué razón tenía! Cuando fuera capaz de explicarle lo que había ocurrido, iba a salir corriendo a matarlos a ambos; conociéndola, seguro que era capaz.
Di un gran sorbo y el gas me picó en la garganta. Cerré los ojos con fuerza y Esther empezó a reír.
—Dios, soy adicta a la Coca-Cola, ¡cómo se nota que tú no! Dime algo o me vas a matar de ansiedad.
—No quiero verlo nunca más.
—¿A Markel? ¿Qué te ha hecho?
—He llegado y he escuchado cómo se reían de lo bien que le había salido la jugada.
—¿¡Qué jugada!? ¡Quieres explicarte de una vez! —gritó alterada por saber más.
—Según Javier, escribir conmigo tenía como objetivo burlarse de mí... pero, claro, el libro ha tenido éxito.
—¿Burlarse de qué? No entiendo nada.
—Según ellos, escribir romántica lo puede hacer cualquiera, y eso era lo que querían demostrar.
—Imbécil, de Javier no me extraña... pero Markel no es de esa clase de hombres, algo no me cuadra.
—Pues ya ves, te confundes. —Abrí la boca al oír que llamaban al timbre. Agarré el brazo de Esther, que estaba a punto de levantarse para ver quién era, y, sin decirle nada, sólo con la mirada, le rogué que no lo hiciera.
Seguro que era él. Habría venido corriendo en otro taxi, y no era de extrañar. Era obvio hacia dónde me dirigía, era mi mejor amiga y siempre acudía a ella. El timbre volvió a sonar, esta vez de forma más insistente, pero negué rotundamente. No quería que abriese. Lo último que me apetecía era que viniese a darme excusas de algo que había oído yo misma. No había defensa alguna.
¿Cómo pude ser tan ingenua de pensar que un escritor tan famoso como él iba a escribir con una bloguera que jamás había publicado una novela sin ningún motivo oculto? Porque lo era, muy famoso, nunca pasaba desapercibido, era Jean, toda lectora que se preciara de serlo lo conocía...
Era obvio que el único fin era burlarse de mí y encima había sido tan inocente de caer en sus redes, de ser una más en su lista de conquistas. Mi enfado creció por instantes, pues odiaba que todos los hombres terminasen utilizándome. Primero fue Thor, que se largó con otra delante de mis narices sin una causa convincente, y luego... Markel... ¿Cómo podía ser tan desgraciada en el amor? Era increíble que nunca me saliera nada bien.
Esther permanecía sentada a mi lado sin saber qué hacer, ni qué decir. Aunque yo sabía muy bien que lo que estaba deseando era ir a darle un buen bofetón. Yo misma se lo daría. Después de unos minutos, el timbre dejó de sonar. Me asomé a la ventana y no lo vi, parecía que se había marchado. Esther me preguntó si quería comer un bocadillo y asentí en silencio.
Me levanté con la intención de acompañarla a la cocina, pero no me lo permitió; me obligó a sentarme en el sofá y esperar a que ella regresara con la cena. Apoyé los codos sobre mis muslos y hundí la cabeza entre mis dedos. Mis lágrimas volvieron a desbordarse, me sentía tan dolida que no era capaz ni de mirarlo a la cara. No quería volver a coincidir con él, lo iba a evitar a toda costa.
Mi teléfono empezó a sonar y al mirar la pantalla leí su nombre. No respondí, no quería oír su voz... esa tan aterciopelada y ronca que jadeaba mi nombre. Odié recordar esos momentos justo en ese instante, cuando lo único que debería sentir era rabia. Volvió a sonar el móvil y de nuevo preferí no contestar.
De pronto, el sonido de un mensaje entrante me paralizó, mi estómago se cerró por completo y casi no pude respirar. Sentí cómo la presión ascendía hasta llegar a mi garganta, que estaba seca. Sin embargo, mis dedos no pudieron controlar el impulso de abrirlo y mis ojos me obligaron a leerlo.
Dunia, por favor, nunca quise burlarme de ti. No te voy a negar que, en un principio, se trataba de una estrategia de Javier para conseguir más popularidad. Pero... el día que te vi, ese día todo cambió.
Te quiero y me niego a pensar que, por una tontería, todo haya terminado.
Leí varias veces el mensaje y odié que escribiera esas cosas. ¿No podía ser un tío normal, uno de esos que no sabían pedir perdón, que nunca reconocían que se habían confundido? No, él sabía qué decir para que me sintiera peor de lo que ya me sentía.
Volvió a sonar el teléfono y de nuevo era él. Dudé en responder, no sabía qué hacer, no quería, pero a la vez sí quería. Odiaba ser tan blanda, pero no podía evitarlo. Descolgué el teléfono y me lo llevé al oído, pero no dije palabra alguna.
—Dunia... Dunia, por favor. Necesito hablar contigo. Dunia...
Finalicé la llamada sin pensarlo más. No se merecía una respuesta por mi parte, más bien no se merecía nada. Y no pensaba ser la idiota que le perdonase. Ni él, ni nadie me iban a infravalorar como habían hecho, nunca más.
Esther apareció con una bandeja y unos enormes bocadillos vegetales; pude ver cómo sobresalía la lechuga por los laterales, incluso la mayonesa caía entre las hojas verdes, pero tenían una pinta deliciosa.
Nos sentamos en la mesa para comer y dejé el teléfono en el sofá; de esa forma no vería ninguna llamada ni mensaje. Podría cenar tranquilamente sin que se me atragantase la comida.
Tras dar un trago a la Coca-Cola, le pegué un gran mordisco al bocadillo, sin poder evitar que la mitad del contenido cayese sobre el plato. Esther se rio a carcajadas, casi ahogándose por tener la boca llena, y me contagió; no cabía duda de que eso era lo que necesitaba para olvidarme de él.
Continuamos riendo y comiendo hasta que oímos que sonaba mi teléfono. Miré hacia el sofá y negué con la cabeza, no pensaba levantarme. Hice como si no lo oyera, pero volvió a llamar. ¡Qué hombre más insistente!, no podía creer que, después de seis llamadas, siguiese intentando obtener respuesta.
Esther se levantó enfadada la siguiente vez y cogió el teléfono de mala gana, pero luego me miró y me dijo que no era él, sino Celeste. Le pedí que contestase y lo hizo.
Cuando me pasó el teléfono para que hablase con ella, su cara me indicó que algo sucedía. Cautelosa, me dispuse a escuchar su voz; ésta se entrecortaba, temblorosa, y no dudé en preguntarle qué le ocurría.
Al principio fue reacia a explicármelo, pero, tras insistir y repetirle que no debía temer nada, me contó que su abuela, que también era la mía, estaba en el hospital a punto de morir, apenas le quedaban unas horas. No lo pensé un segundo, le pregunté en qué hospital estaba y le dije que iba para allá inmediatamente.
Esther, que había estado oyendo la conversación, se imaginó lo que pasaba. Se dirigió corriendo a la habitación para coger sus cosas.
Hacía muchos años que no veía a mi abuela, la verdad era que apenas recordaba su cara, pero Celeste estaba sola, no tenía más familia y nos necesitaba a su lado. Si yo hubiese estado en su situación, me hubiese gustado que me apoyara, aunque no fuera como hermanas, porque no lo sentía así... pero sí como una amiga que necesitaba tener a alguien cerca. No lo pensé más y salimos las dos a toda prisa en dirección al coche de Esther para dirigirnos al hospital.
Aparcamos muy cerca de la puerta y, sin pensarlo, nos fuimos pitando a urgencias. Estaba tan nerviosa que no recordaba el nombre de nuestra abuela para preguntar por ella, así que le envié un mensaje y, tras esperar unos minutos, apareció por una puerta.
Las dos la abrazamos y ella permaneció parada, sin responder a nuestras muestras de cariño. No estaba acostumbrada, apenas nos conocíamos, pero ninguna de las dos habíamos pensado en eso, pues habíamos actuado por instinto. Cuando nos miró, sus ojos se empañaron de lágrimas y la intentamos tranquilizar. Sabía que nada de lo que le dijéramos iba a servirle de mucho en esos momentos, pero fue lo único que supimos hacer. Me preguntó si quería entrar y miré a Esther confundida. No sabía si quería hacerlo realmente, pero mi interior me dijo que sí debía.
Le pedí a Celeste que nos llevara hasta ella. Por suerte Esther asintió y me acompañó de la mano sin dudarlo. Ella era consciente de lo que eso significaba para mí. Conocer a Celeste resultó una situación extraña, porque no tenía la menor idea de que existía... pero mi abuela sí me conocía, pues nos veíamos a menudo hasta que nos mudamos a Oslo. Desde ese momento dejé de tener contacto de ella, no quiso saber nada más de mí.
Tras subir dos pisos, llegamos a una planta en la que no había camillas en los pasillos, sino habitaciones cerradas. Celeste se paró delante de la puerta cinco y la abrió para que entrásemos.
Estaba muy nerviosa, no sabía si era buena idea verla, o que me viera. Pensé que quizá fuera un shock demasiado fuerte para su estado, o simplemente para el mío. Estaba bastante indecisa, pero Celeste no me dio opción: me agarró del brazo y me dirigió hasta el lateral de la cama donde yacía una mujer envejecida. Sus arrugas denotan que era muy mayor, y lo corrobora el ritmo de su respiración, lo cansada que se encontraba. Nos miró a las dos con los ojos brillantes; me dio la sensación de que estaba a punto de llorar, pero no llegó a hacerlo.
—Abuela, es Dunia, ¿la recuerdas? —Le retiró la mascarilla que le cubría el rostro casi por completo y, en tono fatigado, asintió.
Me emocioné. En ese instante acudieron a mí recuerdos de su mirada; no había cambiado en nada y recordé levemente cómo era. Verla tan apagada me dolió; no había tenido relación con ella desde hacía muchos años, pero no me gustaba encontrarla en ese estado.
—Siento no haberte llamado. —Su voz se cortó cuando iba a decir algo más, y la máquina que medía el ritmo de su corazón se aceleró en ese mismo instante. Celeste la obligó a ponerse la mascarilla.
—No digas nada, sobran las palabras. —Agarré su mano y una lágrima recorrió su mejilla.
Celeste me miró y me cogió de la mano. Era consciente de lo difícil que era para mí esa situación, porque lo era. Observé cómo mi hermana le acariciaba la frente para que se tranquilizase y el ritmo de su corazón se acompasó de nuevo. Esther, que estaba en un segundo plano, esperando, no dijo nada, solamente nos miraba con cara triste.
Mi teléfono comenzó a sonar y me aparté rápidamente de la cama para no molestar; lo puse en silencio mientras comprobé quién era. De nuevo él, pero no pensaba contestar, no se lo merecía. Pulsé el botón de apagar y el sistema se despidió de mí para pasar a una tranquilidad absoluta. Ahora nadie me molestaría. Esther, que era muy avispada, no había perdido detalle de mis movimientos y vino a darme un abrazo.
—Necesito un café, la noche va a ser larga. —Celeste nos oyó y se acercó rápidamente—. No tardaremos. ¿Quieres uno?
—No, tengo el estómago cerrado, pero no tenéis que quedaros. Estoy bien.
—Eso lo decidiremos nosotras. Hemos venido para acompañarte y no nos vamos a ir. —Me abrazó efusivamente y sus lágrimas empezaron a desbordarla. No me retiré, esperé unos segundos a que se calmara un poco.
Estábamos en una salita con asientos y un par de máquinas de vending, cada una con un café en la mano y apenas sin hablar. Nunca creí que me vería en una situación como ésa; si hubiese llegado a saber lo que ocurriría, no hubiera viajado tantos kilómetros. No dejaba de recordar las palabras de Javier y me dolían tanto que pensé que nunca alguien me había dañado de aquella forma... que Markel hubiese accedido a una causa tan denigrante, me indignaba. Desde el día que lo vi y comenzamos a hablar, supe que era diferente al resto, se preocupaba por los demás. Nada tenía sentido, pero por el momento no quería averiguar lo que había pasado exactamente.
Di un último trago al café y tiré el vaso de plástico a la basura. Esther me miró expectante e intuyó en qué estaba pensando. Tendría que estar rota por ver a mi abuela muriéndose, pero habían pasado tantos años...
Celeste estaba sola en la habitación y nos necesitaba, así que debía tener la mente fría e intentar apartar las emociones para ofrecerle el apoyo que requería.
Moví el cuello de un lado al otro y mis cervicales se estiraron. Le indiqué a Esther que debíamos volver y asintió curvando la comisura de sus labios; sabía que estaba superando mis miedos, las incertidumbres que desde pequeña me habían perseguido. Era hora de zanjarlas.
Caminé sujeta al brazo de Esther y ésta presionó mi mano; nuestras miradas se cruzaron y ambas nos entendimos a la perfección. Cuando llegamos frente a la puerta, una vez más mi estómago se contrajo, pero inhalé el aire suficiente como para que me diera la fuerza que necesitaba para entrar como si nada. Y así fue: paso tras paso, me coloqué al lado de Celeste y ella, con lágrimas en los ojos, me dijo que ya se estaba apagando. Miré a mi abuela y apenas noté su respiración; mis ojos se dirigieron al monitor y comprobé que apenas tenía ritmo.
Agarré una de sus manos y noté que la movía. Tenía los ojos cerrados, sabía que se estaba yendo a un lugar donde podría descansar al fin y pasar a mejor vida, pero sus últimas fuerzas me las entregó, apretando mi mano, y una lágrima recorrió mi mejilla sin poder evitarla.
La máquina emitió el sonido que temíamos, y Celeste empezó a negar en voz alta mientras la llamaba y le rogaba que no la dejase sola, pero todo fue en vano. Ya se había marchado, y así se lo corroboraron las enfermeras, que habían entrado para apagar las máquinas y pedirnos que saliésemos de la habitación.
Agarré su brazo y le pedí que me acompañase, verla no la ayudaría. Tras unos minutos en los que permaneció paralizada, consiguió salir al pasillo, donde un doctor nos pidió que nos dirigiéramos a recepción. Celeste no era capaz de hablar, así que le pedí a Esther que se quedara a su lado mientras iba yo.
—Te pedirán esto. —Me entregó un sobre y asentí sin saber qué era lo que contenía, ni lo que querían decirme.
Cuando me acerqué, la enfermera me dio el pésame y me pidió el sobre. Yo se lo entregué sin decir palabra alguna. Imaginé que Celeste había previsto ese final y lo tenía todo preparado. Tras teclear en el ordenador, durante unos minutos, algunos de los datos que aparecían en los papeles que acababa de sacar del sobre, me dijo que debíamos dirigirnos al tanatorio y tramitar la defunción. Un escalofrío recorrió mi cuerpo al ser consciente de que debía ayudar a Celeste, pero yo no me veía capaz de afrontarlo todo. Cuando volví con ellas, Celeste se dirigió a mí.
—Tranquila, sólo estaré yo. No tengo más familia y, si la hay, no sé dónde está.
Asentí sin saber qué decir, solamente pude caminar tras ellas hasta salir a la calle.
En cuanto el aire de la noche topó contra mi rostro, cerré los ojos y respiré lo más profundo que pude, necesitaba regenerar mis pulmones, ya que me sentía asfixiada. Cuando pisé el avión rumbo a Madrid imaginé risas, besos, cariño. Todo lo contrario a lo que estaba sintiendo en ese mismo instante.
Una oleada de sentimientos azotaba mi cabeza, lo único que necesitaba era salir huyendo de aquel lugar, pero, al abrir los ojos, la vi: estaba tan desolada, y sola, que no era capaz de huir como si nada. Era una chica muy joven y no merecía quedarse abandonada en la vida.
En ese momento recordé que llevaba el teléfono apagado y decidí encenderlo. Al poco rato comenzó a vibrar en mi bolso y lo noté. No quería saber quién era, pero rebusqué y, al ver su nombre, una lágrima explotó, provocando que no pudiera contener el resto.
—¿Qué quieres?
—Dunia, por Dios, menos mal... ¿Dónde estás?
—No es un buen momento.
—Lo siento, nunca imaginé que me enamoraría de ti. Siento lo que planeó Javier, siento haber aceptado. Pero, para mí, todo cambió en el momento en que se cruzaron nuestras miradas. Supe que me había equivocado, que no quería seguir con todo eso y por ello Javier dejó a un lado el plan inicial.
—Pero me utilizaste...
—Sí, y no sabes cuánto me arrepiento. Cuando Dulce me ha dicho que te habías ido, he tenido claro que nos habías escuchado... y he temido que no volvería a hablar contigo.
—Markel, no quiero verte más, lo siento.
—Dunia...
—No, por favor. Es el momento de dejarlo; nos haremos daño y es lo último que quiero. Lo siento, Markel, ahora no puedo hablar más. —Pulsé la tecla de finalizar llamada y un jadeo emergió de mi garganta, sintiéndome la más desgraciada del mundo.
Esther, que me había estado escuchando y sabía perfectamente lo que acababa de ocurrir, nos dijo que nos íbamos las tres a su casa a dormir, y que al día siguiente lo veríamos todo de una forma más objetiva. Asentimos las dos y caminamos hasta el coche.
Estábamos las tres en el sofá, apenas sin hablarnos. Celeste no dejaba de llorar por su abuela y yo no dejaba de pensar en él. Pero Esther no estaba dispuesta a dejarnos lamentarnos mucho tiempo más. Como si hubiera escuchado mis pensamientos, se levantó y colocó las manos en sus caderas mirándonos fijamente a las dos.
Ambas nos miramos y se nos escapó una risa tonta que ésta aprovechó para dispararnos.
—Primero de todo, hay que organizarse, niñas. La vida sigue y debemos ser objetivas y frías. Celeste, ¿qué vas a hacer ahora?
—No lo sé... supongo que quedarme en casa de mi abuela.
—¿Y por qué no buscas a tu padre?
—No creo que sea buena idea, no sabe de mí... —titubeó al contestar.
Yo sabía que deseaba conocerlo, pero necesitaba un empujón y de pronto pensé que viajar sería una distracción que le vendría muy bien en esos momentos.
—¿Y si nos vamos las tres a Londres a hacer de detectives?
—Tengo que preparar la incineración de mi abuela, no es el mejor momento.
—Perdona, es el mejor momento. —Esther y yo nos miramos asintiendo a la vez y Celeste, abrumada por la situación, no respondió. —¿Pierdes algo, nena?
—Esther, deja que lo piense —intervine—. Celeste, si yo estuviera en tu lugar, intentaría conocerlo con vuestra ayuda y, si finalmente él no quisiera saber nada de mí, regresaríamos como si nada. Al menos nos habríamos ido de viaje, lo que habría servido para digerir un poco la desgracia que acaba de suceder.
—Me encantaría conocerlo... pero temo que me rechace y constatar que estoy sola...
—No estás sola, nos tienes a nosotras. —Agarré su mano y la apreté con fuerza, demostrándole que era cierto lo que le estaba diciendo.
Nos abrazamos y las tres comenzamos a llorar como tontas, mientras Esther gritaba una y otra vez que por fin iba a conocer Londres.
Al principio Celeste no dijo nada; después nos preguntó cómo lo íbamos a encontrar, y posteriormente cogió el ordenador para que pudiésemos continuar la búsqueda que yo había iniciado días atrás.
Celeste, sorprendida por nuestra predisposición, se mantenía en silencio, sólo nos miraba. Esther y yo reíamos y nos chocábamos la mano cada vez que lográbamos avanzar un paso más. Creíamos saber dónde trabajaba, e incluso quién era su actual mujer, detalles suficientes como para subirnos a un avión e ir en su busca.
Tras trazarnos una ruta del aeropuerto a su empresa y buscar un hostal cercano a ésta, compramos los billetes, reservamos la habitación y, como si hubiéramos ganado un premio, nos fuimos a la cama.
Me acosté en la habitación de invitados, en la que siempre me había alojado cuando venía a Madrid. Intenté que Celeste se acomodara allí y descansara, ya que el día siguiente iba a ser muy duro. Incinerar a su abuela y despedirse de ella no iba a resultar nada fácil. Pero ella insistió en que prefería quedarse en el sofá.
Antes de cerrar los ojos, puse el despertador a las siete de la mañana; apenas quedaban tres horas y dudaba mucho que consiguiera dormir algo. En ese mismo instante llegó un mensaje. Suspiré antes de abrirlo, era muy consciente de quién lo emitía e incluso intuía qué ponía. Aun así, lo abrí.
Perdóname, no concibo la idea de estar alejado de ti, no puedo. Dunia, haré lo que haga falta para que me perdones y estés a mi lado.
¿Cómo podía escribir esas palabras tan bonitas? En otra época hubiera caído rendida a sus pies, pero ya no. Necesitaba tiempo para pensar y el viaje a Londres era lo mejor para mí.