Capítulo 29
Instantes de confusión
Había sido un día intenso; ver a Celeste tan hundida al ser consciente de que no iba a volver a ver a su abuela había resultado muy duro. No sabía qué iba a ser de ella, pues yo tenía que volver a mi casa. Si no estaba con Markel, aquí no me retenía nada.
Miré a través del cristal y vi mi reflejo; estaba pálida, ojerosa... jamás había tenido un aspecto tan desmejorado, pero apenas había dormido en dos días. La noche anterior había sido diferente; me sentí rara porque no dejaba de pensar en él. Por una extraña razón, dudaba acerca de si me estaba equivocando, porque lo que realmente quería era estar a su lado, pero el orgullo no me dejaba, me inmovilizaba, sin importarle que mi cuerpo se excitara con sólo recordar su aliento, sus labios besando mi piel, cómo me agarraba de las caderas para tener un acceso directo a mi sexo... Lo deseaba; por mucho que lo negara, me moría por estar entre sus brazos y que me hiciera suya sobre la mesa de su comedor, como hizo la última noche que pasé con él.
Pero no tenía nada de eso. Las circunstancias habían podido conmigo, estaba agotada y sin ganas de nada. Tenía que sacar fuerzas de donde fuera, ya que en breve volábamos hacia Londres. No estaba segura de lo que iba a ocurrir cuando lo encontráramos, y menos de si reaccionaría bien, pero de lo que sí estaba convencida era de que valía la pena intentarlo por Celeste. Era una gran chica que había sufrido mucho en la vida y se merecía un futuro mejor que el presente que estaba viviendo.
Esther salió con los ojos bañados en lágrimas y me confirmó que todo había terminado. Detrás de ella, salió Celeste con un jarro entre las manos. Un escalofrío me recorrió el cuerpo en ese mismo instante. Pensar que las cenizas que habían quedado de ella estaban en un jarro logró revolverme el estómago. Nunca había querido pensar en lo que ocurría tras la muerte, porque la incertidumbre de no saber qué era me ponía muy nerviosa.
—Podemos ir a casa de mi abuela a dejar... —las lágrimas aparecieron y su voz se entrecortó, impidiéndole pronunciar que en ese jarrón estaba su abuela—... a mi...
—Sí, no te preocupes, vamos a tu casa en un momento.
Nos dirigimos al coche y, en silencio, Esther condujo hasta llegar a casa de Celeste. Ésta nos comentó que prefería subir sola y nosotras la respetamos. Pude imaginar el momento en el que entrara en esa casa... su abuela siempre había estado allí, esperándola, y ya no lo haría nunca más... asumirlo tenía que ser muy duro.
Esther me preguntó cómo estaba. La situación no era fácil para mí, pero no podía negar que su muerte no me había afectado tanto como a ella. Si tenía que ser sincera, estaba más dolida por lo de Markel.
No esperaba su traición; sin embargo, al recordar el mensaje de la noche anterior, mis intenciones de no verlo más se redujeron. Anhelaba un abrazo suyo, una palabra que derritiera mis sentidos... aunque pensaba resistirme. Cuando regresara de Londres, decidiría cómo enfrentarme a él.
Celeste bajó y se montó en el coche para marcharnos. Teníamos poco tiempo, ya que el vuelo despegaba en un par de horas. Por suerte no teníamos que facturar, las maletas que llevábamos vendrían con nosotras arriba en el avión.
Tras dejar el coche en el aparcamiento del aeropuerto, pasamos los controles de seguridad, embarcamos y nos sentamos en nuestros respectivos asientos. El vuelo duraría poco más de dos horas, y al llegar debíamos dirigirnos a una pensión; la más barata dentro de la zona en la que sabíamos que podía trabajar su padre.
Aún no teníamos claro qué le íbamos a decir ni si lo íbamos a encontrar, pero de lo que estaba convencida era de que nos serviría para evadirnos de los problemas que teníamos a nuestro alrededor. El sonido de mi móvil me alertó, una llamada entrante. Rápidamente miré la pantalla y comprobé que era él; dudé, pero, sin poder evitarlo, pulsé el botón de responder.
—Dunia... —No contesté, permanecí en silencio—. Por favor, necesito hablar contigo. ¿Puedo ir a buscarte a casa de Esther?
—Estoy sentada en un avión en dirección a Londres; te tengo que dejar, vamos a despegar y debo apagar el teléfono.
—¿Londres? —Se instaló un silencio a través de la línea telefónica. Mi corazón palpitaba muy acelerado; me moría por ir a verlo y que me explicase su versión de los hechos, poder entenderlo—. ¿A qué vas a Londres?
—Señorita, apague su teléfono, despegamos —me interrumpió la azafata con cara de muy pocos amigos.
—Voy a buscar a alguien, tengo que colgar. —El sonido intermitente de la línea telefónica fue lo último que oí.
Apagué el teléfono y suspiré profundamente. Esther, que había escuchado cada una de mis palabras, me agarró la mano para animarme. Ella sabía que había dejado mi vida atrás, a mi familia, por estar a su lado, y lo que había descubierto me había destrozado, hecho añicos. Pero era tan ingenua que, aun así, necesitaba hablar con él, aunque era consciente de que sus palabras me iban a ablandar y, conforme pasasen las horas, el enfado iría disminuyendo, por lo que estaría más dispuesta a aceptar lo que me dijese.
—¿Tú qué harías? —Miré a Esther, que no esperaba esa pregunta.
—Ay, amiga, tú sabes que a mi ese bombón me dice ven, y lo dejo todo. —La miré con cara de pocos amigos—. Deberías escucharlo, porque, a veces, todo no es lo que parece.
—Te has vuelto muy refranera.
—Por algo los inventaron, porque son ciertos.
—No sé qué voy a hacer. —Suspiré profundamente.
—Puedes olvidarte de él un par de días y, cuando regresemos, decidir cómo proceder.
—Tienes razón.
Miré a Celeste, que estaba sentada en un extremo, y vi que su cara estaba invadida por la tristeza. Debíamos intentar animarla esos días y que, poco a poco, fuera superando la muerte de su abuela, era lo único que se me ocurría.
Oí cómo arrancaban los motores y rodamos sobre el asfalto de la pista, lentamente ganamos velocidad y el avión despegó. Apoyé la cabeza en el marco de la ventanilla y cerré los ojos, estaba muy cansada. Tenía unas dos horas para poder descansar algo; al llegar, nos esperaba un largo camino hasta el distrito donde habíamos localizado la empresa del padre de Celeste.
Abrí un ojo y noté una nube al lado de mi cabeza. Miré el reloj y comprobé que había dormido una hora, pero mi cuerpo necesitaba un poco más, así que volví a cerrarlos durante un rato, hasta que oí una voz. La azafata me estaba hablando; la miré desorientada y Esther me dijo riendo que me abrochara el cinturón, que ya estábamos llegando. Asentí y lo hice mientras intentaba desperezarme.
Tras aterrizar, esperamos a que el avión se despejase para poder coger las maletas con tranquilidad. Primero se levantó Celeste y, acto seguido, Esther, quien, junto a un azafato de vuelo, bajó las maletas de las cabinas superiores y nos dispusimos a salir.
Esther había preparado el viaje. Ahora nos quedaba lo más difícil: llegar a la empresa de Arthur, el padre de Celeste. La noche anterior habíamos trazado la ruta, pero miedo me daba que nos perdiéramos por el camino. Ella estaba muy segura, nos indicaba hacia dónde teníamos que dirigirnos, y tras caminar por el aeropuerto, llegamos a la estación de tren Heathrow Connect, para coger el que debía llevarnos hasta la estación de London Paddington.
Cuando caminábamos, vimos a través de una de las pantallas que el tren estaba a punto de partir. Las tres nos miramos y comenzamos a correr entre la multitud; las maletas eran un impedimento, pero con sumo cuidado esquivamos a los viandantes que nos obstaculizaban el paso. Celeste, que había corrido como una verdadera loca, fue la primera en llegar, así que aguantó las puertas para que pudiésemos subir bajo la atenta mirada del resto de pasajeros, que estaban sorprendidos.
De un salto, conseguimos adentrarnos en el vagón y respiramos entre risas cuando por fin fuimos conscientes de que lo habíamos logrado. Nos sentamos las tres en una de las filas frente a tres chicos que nos miraban sonrientes. Esther, absorta en lo que tenía delante, apenas parpadeaba. Como no entendían el castellano, siguieron hablando sin mirarnos.
Aún quedaban veinte minutos para llegar a la estación y hacer transbordo a la línea de metro Bakerloo, que era de color marrón, ya que así lo indicaba en el mapa del metro de Londres que teníamos.
Saqué el teléfono de mi bolsillo, intuía que Markel me habría escrito, más aún al conocer dónde estaba y sin saber qué buscaba realmente. Desbloqueé y pulsé sobre los mensajes pendientes de leer; sonreí.
¿Qué diantres haces en Londres? ¿A quién vas a buscar? Esto es una venganza, ¿no?
Se había molestado, y mucho, pero no me importaba, se lo merecía por jugar conmigo. Miré a mi alrededor durante unos instantes, barajando la opción de contestar o simplemente hacer que sufriera un poco más.
—No lo dudes, haz que sufra.
—Voy a jugar con él, solamente eso. Cuando regresemos a Madrid, ya hablaremos.
Posé el teléfono sobre mis labios y me di algunos toques con él hasta que por fin tuve claro qué era lo que quería decirle; sabía que lo iba a enloquecer.
Ya estoy en Londres. Me fui a Madrid para quedarme contigo una temporada, porque jamás hubiese imaginado una traición como la tuya. He venido hasta aquí porque le debía una visita a un amigo. Disfruta mucho esta noche. Dunia.
Sabía que esa noche acudía al estreno de una película; me había hablado de ella hacía muchos días, así que estaría rodeado de muchas famosas. Esperaba que mi mensaje le hubiese enfurecido tanto como para que no dejara de pensar en mí.
Continué con el teléfono en la mano, esperando su respuesta, pero al parecer no iba a contestarme. Desbloqueé repetidamente la pantalla, en vano: ningún mensaje entrante. ¡Eso sí que me molestaba! Guardé el móvil en el bolso y me prometí no volver a mirarlo en todo el día. No sabía si lo conseguiría, pero al menos pensaba intentarlo.
Oí la voz de Esther, pero no lo que decía. Me repitió que me levantase, que ya habíamos llegamos, y lo hice de un brinco. Ya estábamos en la estación de metro, y debíamos hacer trasbordo para bajar en Picadilly Circus, donde deberíamos bajar y caminar hasta llegar a la empresa.
Estábamos esperando en el andén y la cara de Celeste empezó a palidecer. Sabía que estaba muy nerviosa, que no tenía nada claro cómo reaccionaría él, pero el brillo de sus ojos me demostraba que un rayo de ilusión permanecía en ella. Por fin iba a saber quién era su padre.
Lo que realmente me sorprendía era que su madre siguiera desaparecida. Seguro que estaba viviendo la vida mientras su hija se había quedado sola en el mundo, porque era imposible que se hubiese enterado de que su madre había fallecido. Me parecía tan bochornoso...Si la hubiese tenido delante, le hubiese dicho unas cuantas verdades que la hubiesen hecho amarillear.
Por fin llegó el metro y nos montamos en él. En cuanto nos sentamos, me acomodé para poder descansar, ya que teníamos unos cuarenta y cinco minutos por delante. Suspirando, cogí una vez más el teléfono y lo miré esperanzada, pero mi ilusión se desvaneció al comprobar que no tenía ni un mísero mensaje suyo. Sólo notificaciones de las redes sociales, que no me apetecía mirar.
Desde que publicamos la novela, éstas habían aumentado de forma incontrolable; muchas personas me etiquetaban, me escribían... tantas que no era capaz de contestar a todo el mundo.
Cerré los ojos e intenté dormir, pero no hubo forma. Mi mente me traicionaba y no dejaba de pensar en él. Odiaba tener que reconocer que ese hombre me encantaba; no sabía cómo lo había conseguido, pero me moría por él.
Dudé si enviarle otro mensaje, pero desistí. No quería que pensara que iba detrás suyo como cualquiera de las chicas que le escribían o habían mantenido algún tipo de relación con él.
Guardé una vez más el teléfono en el bolso y cerré de nuevo los ojos, intentando dejar la mente en blanco, hasta que por fin el cansancio me venció y logré dormir unos minutos.
Ya estábamos en Picadilly Circus y, según el buscador de mapas, debíamos caminar durante un buen rato. Miramos a nuestro alrededor y descubrimos que estábamos en medio de una de las calles principales de la zona. Nos rodeaban tiendas muy conocidas y mucha gente caminando a toda prisa.
Comenzamos la marcha por una de las calles que la cruzaban, y no podía dejar de mirar los autobuses rojos de doble piso que circulaban por mi lado. Los edificios eran de estilo clásico.
—Dunia, que estás en Babia... vamos, es por aquí. —Esther me obligó a continuar andando y dejar de observar todo lo que me rodeaba.
Cuando pasamos por una cafetería que hacía esquina, Celeste vio a unas cuantas personas tomando un café y nos propuso que paráramos. Desde que habíamos salido de Madrid no habíamos ingerido nada, y ella, el día anterior, no había comido.
Sin dudarlo un segundo, nos detuvimos frente al Caffé Concerto; buscamos una mesa libre en la terraza y, tras divisar una justo al lado de la puerta, nos dirigimos rápidamente a ella para que nadie la ocupara antes que nosotras.
Tras preguntarle a un caballero si nos permitía disponer de una de las sillas que no estaba utilizando, y éste asentir muy educadamente, nos sentamos en una mesa de mármol redonda y se acercó una camarera de nuestra edad muy simpática. Le pedimos un café y Celeste añadió una napolitana.
—Chicas, ya estamos llegando, ¿qué le vamos a decir? —pregunté ansiando saber qué ocurriría.
—No tengo ni la menor idea... como le voy a decir «hola, soy tu hija, de la cual no sabes nada, ni siquiera que existo». No sé si hemos hecho bien...
—Celeste, por intentarlo no perdemos nada. —Agarré su mano para transmitirle fuerza y ella bajó la mirada a nuestras manos.
—Gracias por todo lo que estáis haciendo... y más después de aparecer de la nada.
—Aunque no tengamos relación como hermanas, comienzo a tenerte aprecio.
—¡Qué mal ha sonado eso, Dunia!
—Esther, no busques la vuelta a las cosas.
—Sorry, your breakfast —nos interrumpió la camarera, que permanecía impaciente con la bandeja en uno de sus brazos.
Nos apartamos para que pudiera dejar las tazas sobre la mesa, y dejamos la conversación para más tarde. Di un sorbo. Mis labios se empaparon de una suave espuma que estaba deliciosa.
—Oh, my God, está buenísimo. Voy a venir más a menudo a tomarme uno.
—Pues te va a salir caro el café. —Comencé a reír, consiguiendo contagiarles la risa y rompimos el silencio que nos rodeaba.
Esther era una escandalosa: lugar al que acudíamos, nuestra presencia jamás pasaba desapercibida.
—Perdona, eres Dunia, ¿verdad?
—Sss...Sí, me llamo Dunia.
—Me ha encantado la novela. Vivo aquí, pero soy española.
—Me alegra saber que te ha gustado —contesté sorprendida
—Dime que la vais a continuar, me muero por leer un poco más.
—Pues te voy a decir que así va a ser, pero es top secret. La editorial se enfadará conmigo si se entera de que lo he comentado.
—Te prometo que no diré nada. Qué feliz me has hecho. ¿Me puedes firmar un autógrafo? —Inconscientemente mi mirada divisó mi alrededor. No podía creer que me hubiera conocido y menos aún firmar autógrafos en la calle, en Londres. Yo no era nadie y, que me reconocieran sin la presencia de Markel, más conocido por Jean... me sorprendió.
La pobre chica buscaba en su bolso, pero estaba tan nerviosa que no acertaba. Esther, que estaba más feliz que yo por el atrevimiento de la joven, le dio un papel que acaba de arrancar de su libreta y me lo entregó para que se lo firmase.
Miré a la chica, aún incrédula por el momento que estaba viviendo, y le pregunté cómo se llamaba para poder dedicárselo.
Para Estefanía,
Espero que la historia de Darek y Chloe te haya enamorado tanto como lo hizo conmigo al escribirla. Gracias por tu apoyo. Siempre,
Dunia Bergman
Tras hacerme una foto con ella, pedí a las chicas que continuáramos nuestro camino; no me sentía cómoda permaneciendo en esa cafetería, las personas de nuestro alrededor no habían dejado de mirarme en todo momento. Seguramente no sabían quién era, pero su curiosidad me incomodaba.
Por suerte me entendieron y, tras pagar, seguimos andando hasta llegar a un parque. Las copas de los árboles no nos dejaban ver qué había tras ellos, pero estábamos seguras de que habíamos llegado.
Observamos el edificio y vimos el cartel que anunciaba que en él se alojaba la multinacional que encontré en Internet. Miré a Celeste y vi el movimiento de sus manos, estaba más nerviosa de lo que pensaba. No estaba segura de que fuera capaz de hablar con él... tenía claro que, si le dábamos tiempo a pensar, se iría de la ciudad sin conocerlo.
Miré el teléfono de nuevo y suspiré; Markel no daba señales de vida y no entendía por qué, pues la que está enfadada era yo... llevaba toda la noche llamándome y enviándome mensajes y, cuando me había dignado responder, se habían girado las tornas y era él quien no quería hablar conmigo. Negué en silencio y le hice una seña a Esther, que me entendió al instante.
—Chicas, no hemos venido desde tan lejos para nada, vamos a mover ficha.
—No estoy segura... creo que...
—Que nada. Celeste, es ahora o nunca.
La miré cómplice y asentí a la vez que la agarré del brazo y la obligué a caminar al mismo paso que yo. Entramos por la puerta y nos encontramos con una recepción bastante antigua en la que un hombre nos miró con cara de pocos amigos. Le preguntamos en qué planta estaba la multinacional que buscábamos y, tras dudar unos segundos, nos indicó que en la cuarta. Le agradecí la información, continuamos hasta llegar al ascensor y pulsamos.
Esther me miró, sabía que Celeste estaba muy incómoda, le brillaban los ojos como si de un momento a otro fuera a romper a llorar. Pero para eso estábamos nosotras, para apoyarla y darle la fuerza que a ella le faltaba.
Se abrieron las puertas y, tras bajar unos empleados, entramos y subimos a la cuarta planta. En cuanto se volvieron a abrir, nos encontramos con una joven morena. Una sonrisa exagerada nos dio la bienvenida y nos preguntó en qué podía ayudarnos.
—Tengo una cita con el señor Arthur. —Ambas me miraron sin creer lo que estaba diciendo, pero no se me ocurrió nada mejor, y no le iba a explicar realmente a lo que veníamos.
—¿Su nombre es? —preguntó extrañada.
—Dunia Gerns. —La mirada de confusión de la pobre recepcionista se clavó en mí, sin poder entender cómo no estaba registrada en la agenda.
—Perdone, pero no me consta, y sir Arthur no se encuentra en las instalaciones.
—Me parece una falta de respeto que, después de coger un vuelo de tres horas para poder asistir personalmente a esta reunión, me esté diciendo que no está aquí y no busque una solución inmediata. —No sabía de dónde ni cómo había encontrado la seguridad para comportarme como una auténtica déspota. Como hablaría Markel, nunca mejor dicho.
—Perdone...
—Llame ahora mismo a su teléfono móvil —la interrumpí sin darle tiempo a que reaccionara y nos pidiera que nos marcháramos.
Esther intentaba mantener la compostura, resoplaba indignada mientras dirigía la mirada hacia Celeste, que estaba anonadada por el espectáculo que acababa de crear para conseguir ver a su padre.
La joven marcó su número de teléfono; intenté memorizarlo, pero me fue imposible, había marcado demasiado rápido para poder registrar todos los números mentalmente. Esperaba impaciente por recibir respuesta, pero no fue así; colgó la llamada y me miró desesperada por no saber qué hacer.
—Espere un segundo, tengo un teléfono que sólo puedo usar para emergencias.
—Pues ésta lo es.
—Sí.
Marcó el teléfono y, tras esperar un par de tonos y pedir perdón por utilizar ese número de teléfono, solicitó poder hablar con él. Unos segundos después, con voz de culpabilidad, la joven le explicó que se había presentado una cita que no estaba bien registrada en la agenda y no sabía qué hacer.
—¿Podría esperar a mañana?
—Es inconcebible. Necesito cerrar la negociación hoy.
Sin necesidad de decir nada, ya que a través de la línea telefónica había oído mis palabras, la chica me pidió que esperara en una de las dependencias que se encontraban a nuestra derecha. Entramos y nos sentamos mientras ella salió corriendo a recepción.
—Nena, te mereces un Oscar.
—Dios mío, la que hemos liamos. Deberíamos irnos antes de que tengamos un problema.
—Es la única forma de que venga y creo que lo he conseguido.
—Eres la mejor, Dunia. —Esther ratificó, muy alegre, que era una buena idea, ya que habíamos conseguido nuestro propósito.
Miramos a nuestro alrededor y nos dimos cuenta de que estábamos en su despacho. Caminé hasta llegar delante de la mesa, en la que había un marco de fotos. Miré hacia la puerta y comprobé que no había nadie que pudiera verme, así que lo cogí y observe la imagen.
En ella, aparecía el mismo hombre que había visto en las fotos de Internet, junto a dos jóvenes menores que nosotras, de aproximadamente unos veinte años, no más. Si era lo que imaginaba, Celeste tenía dos hermanos varones. Ambos eran rubios y bien guapos.
Decidí no decirle nada a ella, sino se hubiese puesto más nerviosa de lo que ya estaba. Permanecí sentada en la silla, con los dedos entrelazados formando un puño, que no dejaba de mover un instante. Esther, más curiosa que yo, se dirigió hasta la librería, en la que había más fotografías... y no pudo quedarse en silencio. Llamó a Celeste y le enseñó la foto del velero que tenía su nombre. Ella, al verla, sonrió; ahora sí que no cabía duda de que era su padre... y, además, parecía que la imagen constituía una pieza muy importante en su vida. La tenía enmarcada, como uno de sus mayores tesoros, y también la había colgado en las redes sociales, donde la encontré yo.
La joven entró, sorprendiéndonos. Dimos un brinco e intentamos disimular que estábamos fisgoneando las fotos, pero se olió algo y nos pidió que saliéramos del despacho. Nos miramos y asentimos, mientras la cara de la joven recepcionista era de desconcierto.
—Sir Arthur no va a poder acudir a su cita.
—Pero si me acaba de decir que lo esperáramos.
—Cierto, pero deberán ir a esta dirección.
—No somos de Londres, ¿cómo quiere que acudamos, si no sabemos dónde se celebrará la reunión?
—Arthur ya se ha encargado de ello: un taxi las espera en la puerta para llevarlas.
—Gracias —contenté sorprendida.
Nos montamos en el ascensor tras despedirnos de la joven y nos miramos las tres a la vez que suspiramos nerviosas; por fin lo habíamos encontrado. No sabíamos adónde nos dirigíamos, pero, fuera donde fuese, nos esperaba allí.
Saqué el móvil del bolsillo, pues había sentido cómo vibraba, y vi que era un mensaje. Sabía que era Markel, por fin me había contestado, pero, justo cuando desbloqueé la pantalla, el logotipo de la marca del móvil apareció para mostrarme que la batería se había agotado y el terminal se estaba apagando.
—Ahora no, maldita sea —solté en voz alta sin poder evitarlo.
—¿Qué ocurre?
—Me he quedado sin batería y tenía un mensaje. Seguro que me ha contestado.
Maldije de nuevo, esta vez para mis adentros.
—En cuanto lleguemos al hotel, lo pones a cargar.
—Chicas, no quiero ir, ¿cómo vamos a ir a verlo? No me conoce de nada... —Celeste entró en modo pánico y la única forma de conseguir disuadirla era maquillándole la verdad.
—Nosotras vamos y, si llegada la hora no te ves capaz, nos inventamos algo y salimos airosas.
—No olvides que estás hablando con la autora revelación de este año, es capaz de hilvanar una historia en segundos.
—Mira qué he hecho ahora mismo... —intenté tranquilizarla.
Su respiración de relajó y, negando con la cabeza, salimos del ascensor, para ver el taxi esperándonos en la puerta. Con paso decidido, salimos y nos montamos en él. De camino, ninguna de las tres pronunciamos palabra alguna. Lo único que hacía era mirar las calles por las que circulábamos. Vi las típicas cabinas de teléfono y sentí que necesitaba hablar con él.
—¿Me dejas abrir Facebook en tu móvil, Esther?
—Claro.
Cogí su teléfono y cerré la sesión que ella tenía abierta. Luego abrí la mía y fui a ver si tenía mensajes privados. Había unos diez, de chicos que lo único que querían era ligar conmigo; sin mirarlos, los eliminé y leí uno de Markel.
Markel: Me estás volviendo loco. No sabía que venías a Madrid... y que te hayas ido a Londres a buscar a alguien...
Markel: Esta noche tengo un estreno, me encantaría que estuvieras conmigo...
Markel: Dunia, contéstame, por favor...
Markel: Te he pedido perdón, te he escrito, te he llamado, ya no sé qué más hacer...
Por fin pude leer los cuatro mensajes que me había enviado y era consciente de que estaba molesto; que no le contestase era lo último que podía esperar de mí, pero no había sido de forma voluntaria. Pensé durante unos segundos y le escribí.
Dunia: No te avisé de que iba a Madrid porque quería que fuera una sorpresa, le pedí a Dulce que no te lo dijera. Mi intención era quedarme una temporada contigo, porque te echaba de menos... pero lo último que podía imaginarme era oír vuestra conversación.
Quiero que seas sincero conmigo. ¿Todo lo que hemos vivido ha sido una mentira? Javier fue el que te propuso utilizarme para obtener más éxito, pero tú aceptaste. ¿Viniste a Oslo para pasar unos días conmigo, o eso también era parte de una estrategia de Javier?
Tengo demasiadas preguntas, y por mensaje no quiero hablarlas. Cuando regrese de Londres, conversaremos.
PD: Estoy en Londres buscando al padre de Celeste, su abuela (mi abuela) ha fallecido. Está sola; no sé si conocer a su padre será lo mejor, pero al menos debemos intentarlo.
Lo envié y por fin me quedé más tranquila; tenía muchas preguntas, pero sólo en persona podría contestármelas.
Miré por la ventanilla y vi que estábamos en una zona bastante residencial. Había un río a mi derecha y muchos barcos varados en los extremos. Era un lugar precioso. A pocos metros, el taxista se detuvo y nos dijo que la carrera ya estaba pagada. Nos bajamos del vehículo y miramos a nuestro alrededor, pero no sabíamos hacia dónde debíamos dirigirnos.
—Mira el papel que te ha dado la recepcionista, seguro que indica una dirección.
Esther tenía razón; miré la nota y la leía en voz alta. Eran dos números, e intuí que era el número de un muelle. Sin pensarlo, caminamos hasta el borde del río y vimos que algunos de los barcos eran los típicos que se utilizan para dar paseos a los turistas, otros eran restaurantes y algunos de ellos, casas.
Pasamos por delante de varios barcos, hasta que de pronto Celeste, que iba a mi lado, se detuvo con la mirada fija en algo.
Esther y yo le preguntamos si le ocurría algo, y ella señaló hacia un barco en concreto. El vaivén de la pequeña corriente no me dejaba verlo bien, pero, tras prestar más atención, descubrí el nombre: Celeste. Sin duda era el barco de la foto que ella había guardado celosamente durante tanto años y verlo frente a ella la había impactado.
—Tranquila, nos acercaremos solamente. —Intenté que se relajase.
—Si no puedes, no te obligaremos, nos iremos directas, te lo prometo. —La serenidad de Esther ayudó a Celeste a decidirse y seguir nuestro camino hacia delante.
Conforme nos acercábamos, la tensión de ella era más notable; estaba pálida, pero seguimos andando hasta que llegamos frente al barco y vimos salir a un hombre.
—¿Eres Dunia Gerns?
—Sí —respondí sin pensar. Estaba en blanco y lo único que se repetía en mi mente una y otra vez era que debía pensar en algo, que debía inventar algo para que Celeste fuera capaz de decir a qué habíamos venido en realidad.
—¿Y me puedes explicar exactamente para qué era nuestra reunión?
—¿No sabe para qué me citó? —Comencé a actuar como si estuviera indignada. —. Su empresa, ¿a qué se dedica?
—A la industria del gas...
—¿Y qué puede querer una representante de la compañía de gas más importante de Alemania del representante de su multinacional?
—En serio representas a... —Me miró fijamente y se puso a pensar, a la vez que me maldije en ese mismo instante por no haberme informado sobre un nombre de empresa creíble. Cuando escribía, tenía el tiempo suficiente para buscar en Internet, pero en ese momento no contaba con él. Mi frente empezó a humedecerse y mis manos se dirigieron a mi pelo; me lo toqué varias veces, denotando el nerviosismo que estaba sintiendo.
—¿Me puedes decir a qué empresa representas?
Miré a Esther, pero no me ayudó nada; su cara de «nos ha pillado» era obvia y él puso los brazos en jarra esperando a que le contestase, o simplemente a que le explicara la verdad. Pero no fui capaz, ya no por mí, sino por Celeste, que la pobre no dejaba de tragar saliva y ni siquiera era capaz de mirarlo fijamente.
—Arthur, ¿vas a tardar mucho?
Oí unos pasos que se acercaban a nosotros mientras éste no hacía ni caso a la voz que lo llama, manteniendo la mirada fija en mí, hasta que yo dirigí los ojos hacia la mujer que pensé que era su esposa y ésta nos miró a las tres extrañada, hasta que se tapó la boca con las manos.
—Celeste, ¿qué haces aquí?
Todos nos giramos y Celeste, que había levantado la vista al oír su nombre, también se llevó las manos a la boca y sus lágrimas comenzaron a desbordarse ante el desconcierto de Esther, el mío e incluso el de su supuesto padre, que no entendía nada.