Capítulo 31

 

Olvida que un día me besaste

 

 

Llevaba sentada en el sofá... no sabía cuánto tiempo. Mi idea era ir ver a Markel y solucionarlo, pero ahora lo único que me apetecía era volver a mi casa y olvidarme de él.

—¡Estoy por presentarme en su casa y decirle de todo!

—No se merece ni eso; mañana regresaré a Oslo. —Esther, malhumorada, se levantó y fue hacia la cocina. Comenzó a recoger y, el estruendo que provocaba con los muebles y la pobre vajilla me estresó más de lo que ya estaba.

Me levanté del sofá y caminé arrastrando los pies hasta llegar al baño. Cerré la puerta y apoyé mis manos en el lavabo para mirarme detenidamente al espejo. Negué con la cabeza mientras pensaba que eso no me podía estar pasando a mí. Cuando me había decidido a darle la oportunidad de explicarse, él ya estaba besándose con otra. Seguro que ése era el motivo por el cual el día anterior no había tenido tiempo de leer mi mensaje... ¿Cómo había podido ser tan ingenua de creer que Jean, el gran escritor, al que todas las féminas adoraban, iba a fijarse en mí, en un bloguera de poca monta que lo único que había publicado en su vida era gracias a él?

Mis lágrimas empaparon mis mejillas y me sentí tan mal que lo único que deseé fue irme a Noruega, de donde no debería haber salido nunca. Mi hogar, en el único que me querían de verdad por cómo era. Saqué el teléfono de mi bolsillo y abrí la aplicación de Skype; necesitaba hablar con Grete, ella era la única que me podía ayudar. Pulsé sobre su nombre y sonó el tono de llamada, pero, tras insistir, no contestó. Volví a intentarlo, pero nada. Me extrañó mucho su falta de respuesta, y, cuando ya iba a bloquear el teléfono para guardarlo, ella me llamó y contesté al momento.

—Grete, tengo que hablar contigo.

—Dunia, perdona, pero ahora no puedo. —Sus ojos bañados en lágrimas me aterraron; algo había pasado y no sabía de qué se trataba.

—¿Qué ha ocurrido?

—Fredrik... ha tenido una crisis...

—¡Qué ha pasado, dímelo ya!

—Ahora no puedo, estoy esperando al doctor.

Finalizó la llamada y me quedé mirando el teléfono sin poder creer lo que acababa de oír. En dos días no podían suceder tantas cosas a la vez... pero no tenía tiempo que perder, debía regresar.

Abrí la puerta del baño y, corriendo hasta el ordenador portátil de Esther, lo encendí y, nerviosa, esperé a que el navegador me diera la respuesta que esperaba. Necesitaba comprar un billete en el primer vuelo que encontrara hacia Oslo, no quería seguir en Madrid. Mi lugar estaba en casa con ellos, apoyándolos.

Esther, que me había visto correr como una loca, al verme a punto de comprar un billete, sin pensar, me detuvo e intentó que valorase la opción de quedarme con ella. Pero todo había cambiado... Markel había pasado a un segundo plano, ni tan siquiera pensaba en él en esos momentos. Lo único que deseaba era saber que Fredrik estaba bien; el resto del mundo, en ese instante, me importa bien poco.

Aún temblorosa, le expliqué a Esther lo ocurrido y ésta me ayudó a buscar más vuelos, uno que saliera en unas horas para llegar lo antes posible. Y efectivamente encontramos uno, una plaza de última hora que compré al instante. Sólo quedaba una hora para que despegase, así que, entre las dos, guardamos lo poco que me dio tiempo a deshacer y, maleta en mano, corrimos hasta su coche.

Le envié varios mensajes a mi padre, quería que supiera que iba de camino, que no pensaba quedarme en España sin saber nada más. Pero no me contestó. Miré el teléfono en repetidas ocasiones durante cinco minutos, los más eternos de toda mi vida. El tiempo se había detenido y yo no tenía ninguna noticia de ellos, apenas sabía qué había sucedido. Que nadie contestase era extraño y sólo podía significar una cosa... me temí lo peor y me hundí al pensar que podría haber estado a su lado y no lo había hecho. Les había fallado, más de lo que nunca creí que sería capaz.

Mi teléfono vibró y sonó. Respondí sin mirar, temblorosa, deseando saber qué era lo que había pasado.

—Por favor, decidme qué ha ocurrido —balbuceé llorando.

—Dunia, ¿estás bien?

—¿Markel?

—Sí, soy yo. ¿Qué ha pasado? ¿A quién esperabas oír? —Su tono déspota me enfureció; en ese momento era la última persona a la que quería oír, y precisamente estaba ocupando la línea, que necesitaba tener disponible para que mis padres me llamaran.

—Olvida que un día me conociste y, por supuesto, olvida que un día me besaste. No quiero saber nada de ti. —Terminé la llamada sin dejarle decir ninguna palabra más. Nunca le había hablado de una forma tan contundente y dura, pero era lo que sentía, lo que se merecía tras jugar una y otra vez conmigo.

—Tranquila, Dunia, ya llegamos.

—Lo odio, Esther. Si no hubiera venido por él, ahora estaría con mi familia. Les he fallado.

—Eso sí que no te lo consiento. Aunque hubieras estado allí, seguramente no hubieses podido evitar lo ocurrido.

—Ya, pero...

No quise acabar la frase, lo único que deseaba era llegar al aeropuerto y volar a mi ciudad. Me apreté las sienes con dos dedos y cerré los ojos intentando relajarme, hasta que por fin lo divisé. Esther aceleró para llegar lo antes posible.

Se detuvo frente a la puerta, sin importarnos el resto de conductores, que se molestaron e hicieron sonar el claxon para reivindicarse. Nos fundimos en un abrazo mientras no dejaba de repetirme que la llamase en cuanto supiese algo, que no podía quedarse así.

Asentí y caminé casi corriendo por los pasillos; sabía que había cogido el vuelo muy justa y sería de las últimas en embarcar, pero de lo que estaba segura era de que ese avión no iba a despegar sin mí. Comencé a sortear a los viajeros que me obstaculizaban el paso y por fin divisé la puerta de embarque, estaba deseando atravesarla. Y, sin mirar nada ni a nadie, justo cuando llegué al mostrador, literalmente lancé el documento de identidad y la tarjeta de embarque. La chica me miró con cara de pocos amigos.

—Señorita, ya hemos cerrado el embarque.

—No puede ser, es urgente que vuele, por favor.

—Señorita Bergman, le he dicho mil veces que por esta puerta no debe ir. —Me giré anonadada sin saber quién se estaba dirigiendo a mí... pero mi mente estaba bloqueada, lo único que quería era que me dejasen entrar en el avión. Cuando logré ver quién me estaba agarrando del brazo y empujando hacia él, no me podía creer que se tratase de Javier. Deseaba matarlo, golpearlo por utilizarme, pero lo que estaba consiguiendo era que me dejasen entrar en la nave, así que, agarrado de mi brazo, me guio sonriente, mientras yo evité a toda costa cruzar la mirada con él.

Cuando llegamos a la azafata, tras guiñarle un ojo, nos dejaron entrar sin pedirnos nada, como si él fuera alguien muy importante. Lo miré indignada y éste me dijo que, si quería volar, era la única solución que tenía. Odié que tuviera razón, pero la tenía. El piloto que esperaba en la puerta nos saludó muy amablemente y nos indicó que viajaríamos solos en primera clase, ya que el resto de pasajeros no había embarcado. Javier me agarró más fuerte para que no me separara de él y me obligó a sentarme a su lado.

—¿A qué diablos vas a Noruega? —le recriminé enfurecida.

—¿Y tú?

—Te recuerdo que vivo allí.

Lo miré con cara de pocos amigos y me giré con los brazos en jarra sin querer hablar con él. Él no dejaba de suspirar, esperando a que le contestase, y eso me estaba empezando a poner muy nerviosa.

—Tengo una reunión con Claudio y María. Dulce me pidió que organizara la presentación del libro justo el día de la presentación del cuadro. —Lo estaba escuchando, aunque mi actitud viniera a decir todo lo contrario.

No iba a negar que me sorprendió que Dulce quisiera que presentásemos ambas cosas el mismo día; no pensé que sería así y menos que tuviera que participar en primera persona. Aunque, conociendo a Javier, era capaz de vender mi cuerpo al mejor postor, a los hechos me remitía. Por ello lo habían enviado a él.

—¿Y tú no deberías estar en casa de Markel? —Ni caso a su pregunta; él sabía que estaba enfadada, e incluso apostaba a que sabía, con pelos y señales, qué le había dicho a su representado apenas unos minutos antes—. Dunia, nada es lo que parece.

—Mira, Javier, tengo que ir a mi casa por una urgencia y, si no quieres que me levante y me vaya a mi asiento, que estará desocupado, cállate de una santa vez.

Me hizo caso: se puso los auriculares en los oídos y comenzó a escuchar música como si yo no estuviera. Por fin silencio... conecté los míos y, tras ponerme música aleatoria, cerré los ojos y yo también me evadí del mundo.

Sólo quedaba media hora de vuelo; en reiteradas ocasiones había estado tentado de preguntarme algo, pero, mi posición, mirando hacia la ventanilla casi mostrándole mi espalda por completo para no tener que entablar conversación, lo había retenido. Mi pensamiento sólo era uno: saber qué había pasado con Fredrik.

Necesitaba conectar el teléfono y recibir un mensaje, pero sabía que en el avión eso era imposible; me llamarían la atención y no sólo eso... podríamos correr peligro por mi imprudencia. Lo mejor era que me relajase e intentase tranquilizarme, así que subí el volumen de la música y ladeé la cabeza al son de ésta. Me encantaba la música; cuanto más alta y más roquera, mejor. Las comerciales no eran mi estilo. Di un sorbo a la botella de agua que tenía entre las manos y vi que la luz del cinturón se encendía. Me giré en busca de una azafata y vi que estaban comprobando que los pasajeros se hubiesen abrochado los cinturones. Había llegado el momento de aterrizar y, corriendo, me abroché el mío y me quité los cascos, deseando pisar tierra y poder salir del avión.

Una vez en tierra, Javier se levantó para bajar el equipaje, pero, ni corta ni perezosa, le arrebaté el mío... no quería su ayuda, más bien deseaba olvidar que un día lo conocí. Se quedó boquiabierto por mi acción, pero no me molesté en observarlo, simplemente caminé mientras me despedía de las azafatas y salí hacia el pasillo del aeropuerto, donde me paré para encender el teléfono.

Tenía llamadas de mi padre y de Grete, pero ningún mensaje. Presioné la tecla de llamada y, tras varios tonos, me contestaron.

—Dime, cielo.

—Papá, estoy en el aeropuerto de Oslo. Estaba histérica por saber qué había ocurrido.

—Hija, no tendríais que haber venido. Espero que Markel no se haya molestado.

Me aparté el teléfono de la oreja y lo apreté con fuerza mientras mis ojos se cerraron e intenté suspirar fuerte para que mi padre no notase mi enfado. Lo que menos quería en esos momentos era que se preocupara por mí.

—He venido sola, él tenía que trabajar. Dime, ¿dónde estáis?

—En el hospital, cariño.

—Voy, llego en unos minutos.

Finalicé la llamada y vi a Javier delante de mí. Estaba apoyado en la pared, de brazos cruzados, con una pierna flexionada y el pie sobre ésta, con lo que mantenía una postura chulesca complementada con la mirada déspota, prepotente, que me estaba dirigiendo.

—¿Qué ha pasado, Dunia? Y no me digas que nada, porque intuyo que vas directa al hospital, algo he oído.

—Intuyes mal. Ahora, si me permites, me esperan. —Agarré el asa de la maleta y di dos grandes pasos para alejarme de él, pero me alcanzó y me sujetó del brazo—. Suéltame o gritaré —lo amenacé, con la mirada furiosa fija en él.

Me liberó al instante, negó con la cabeza y alzó las manos en señal de rendición, permitiéndome continuar mi camino. El pasillo se me hizo interminable, estaba deseando salir y poder coger un taxi que me llevase directa al hospital.

Cuando respiré el aire de mi ciudad, sentí que estaba de nuevo en casa y pensé que no volvería a irme por nada, ni por nadie. Era mi hogar, el que me había regalado cientos de momentos felices y del que nunca debí partir. Me forcé a concentrarme y vi que había un taxi esperando; a toda prisa, corrí y el conductor, al verme, me ayudó a meter la maleta y luego me senté bastante preocupada. Le indiqué hacia dónde me dirigía y le rogué que fuera lo más rápido posible.

Su mirada se clavó en la mía a través del espejo retrovisor y asintió, comprendiendo mi urgencia. Me acomodé en el asiento y mis manos no dejaron de dar vueltas al teléfono; éste llevaba unos minutos vibrando. Suponía que eran notificaciones, aunque no me extrañaría que Javier ya hubiese hablado con Markel y éste quisiera saber más. Pero no pensaba dirigirle la palabra, no después de verlo besándose con esa mujer. Antes de eso, creí que podría ir a su casa y solucionarlo todo; sin embargo, todo había cambiado. Las pruebas gráficas me indicaban que había sido una idiota por creer que se pudiera enamorar de mí.

El conductor paró el vehículo justo en la puerta de urgencias y me quedé paralizada en el asiento sin poder moverme; un ataque de pánico me inmovilizaba. El pobre hombre me abrió la puerta, alarmado porque no salía, pero era incapaz.

—Yo la ayudaré, no se preocupe. —Una mano agarró la mía y me obligó a salir del coche. Los ojos azules casi cristalinos de Aksel me sorprendieron y, sin pensar en nada, lo abracé como nunca había hecho en toda mi vida, para desconcierto de éste. Mantuvo las manos suspendidas, sin tocarme, sin saber qué hacer, hasta que por una milésima de segundo olvidó nuestras rencillas y sus fornidos brazos me rodearon mientras me pedía que me tranquilizase, que no era tan grave.

Lo único que hice fue llorar y pedir perdón por haberme ido. Dejé salir todo el cúmulo de nervios que había ido acumulando desde el viernes pasado, cuando llegué a Madrid y escuché las palabras de Javier, hasta ese mismo instante. Aksel, sorprendido por mi reacción, me agarró de los hombros y me preguntó muy preocupado qué me ocurría, si me habían hecho algo. Yo negué entre lágrimas, pero no me creyó. Se cruzó de brazos y me quedé paralizada frente a él. Mientras, el taxi se alejó y busqué con la mirada mi maleta, que, no sabía cómo, aguardaba a mi lado.

—Dunia, a mí no me engañas. ¿Te ha hecho algo?

—Nada que no fuese de esperar —logré decir intentando tranquilizarme—. ¿Qué le ha pasado a Fredrik?

—Tuvo una crisis y salió corriendo cuesta abajo hasta que cayó en un camino. Se ha roto una pierna, pero lo que más nos preocupa es la crisis de ansiedad que padece... nada consigue relajarlo, no sabemos qué hacer. —Su voz de impotencia me entristeció, sabía lo mucho que le importaba su hermano.

Le pedí que entráramos y accedió. Caminamos uno al lado del otro hasta que por fin vi a mi padre y a Grete esperando en un pasillo. Sus cansados rostros lo decían todo. Conforme me acercaba, la cara de Grete me alarmaba más: estaba cubierta de lágrimas, y tenía los ojos inflamados de no dejar de llorar en días, enmarcados por sombrías ojeras por la falta de sueño. Y mi padre no se quedaba atrás, apenas se movía.

En cuanto me vieron, los dos se levantaron para abrazarme y comenzamos a llorar los tres al unísono. Aksel, que se mantenía en un segundo plano, no pudo evitarlo y también lloró sin acercarse a nosotros.

—¿Cómo está?

—Le acaba de dar otra crisis y su corazón se está resintiendo. O cesa o... —La voz de Grete se resquebrajó y Aksel se lanzó a abrazar a su madre. La aprisionó contra su pecho, le besó la cabeza y le repitió que Fredrik era fuerte y saldría airoso.

El doctor salió de la habitación y nos indicó que podíamos entrar, pero máximo de dos en dos, que debía estar tranquilo. Grete me miró y pedí permiso al resto. Ambos asintieron y esperaron en las sillas, mientras ella y yo abrimos la puerta y caminamos hacia él. Estaba tumbado en una cama, despierto, parcialmente sedado, pero consciente de lo que ocurría.

Miré la pantalla y vi que sus pulsaciones estaban aceleradas. Grete me susurró que habían bajado mucho, pero no lo suficiente. Me acerqué y agarré su mano, para llevarla a mis labios y besarla. Vi que me miraba y tímidamente sonrió. Nosotras nos miramos y nos acercamos más, mientras no dejábamos de observar el monitor. Las pulsaciones, por arte de magia, se habían normalizado y un doctor apareció pidiéndonos espacio para poder auscultarlo.

—¡Qué han hecho! Debe de ser algo que antes no se les había ocurrido...

—Ha venido su hermana. —El doctor sonrió y nos pidió que saliésemos.

Desconcertadas, asentimos y salimos lo más rápido posible, asustando a Aksel y a mi padre, que acudieron de prisa para preguntarnos si sucedía algo grave. Ambas nos míranos y sonreímos ante su confusión.

—Fredrik se ha estabilizado al tocarle la mano Dunia. —Mi madre me abrazó y mi padre jadeó al ser consciente de que la normalidad, poco a poco, regresaba a nuestras vidas. De pronto, un pensamiento me atormentó en silencio y no era otro que sentirme culpable por la crisis de mi hermano. No cabía duda de que, si yo no me hubiera marchado, él hubiese estado perfectamente.

El doctor salió de la habitación y nos informó de que le iban a repetir todas las pruebas para comprobar que realmente se había estabilizado y no era un amago, para asegurarse de que no volviera a repetirse. Nosotros nos miramos y decidimos bajar a la cafetería para hacer tiempo. Según mi padre, estarían casi dos horas. Inmersa en mis pensamientos, los acompañé sin decir palabra alguna.

Elegimos una mesa, mi padre nos trajo unos cafés y permanecemos sentados, apenas sin hablar uno con el otro, hasta que mi teléfono empezó a sonar. Mi padre vio un nombre en la pantalla y sonrió. Creía que lo nuestro iba bien, pero no era así. Debía contestar o sospecharían, y ése no era momento. Les pedí perdón y me alejé de ellos; estaba segura de que Javier había hablado con él.

—¿Qué quieres?

—¿Quién está en el hospital? —Suspiré y miré hacia dentro, donde estaban mis padres y Aksel, quienes me miraron y sonrieron. Ellos no sabían nada y lo mejor era que no se enteraran, por lo menos de momento—. Contéstame, por favor.

—Mi hermano ha tenido una crisis y está ingresado, pero ya está mejor.

—¿Fredrik?

—Sí, Markel, pero ¿a ti qué más te da? Te lo dije esta mañana: olvídame, es lo mejor para los dos.

—Dunia, yo...

—No quiero saber nada. —No le dejé terminar la frase—. No es el momento, por favor.

—Llámame cuando estés más tranquila.

Me despedí fríamente y entré de nuevo en la cafetería.

El día había pasado volando. Después de las pruebas, los médicos nos confirmaron que, milagrosamente, Fredrik estaba recuperándose y ya estaba fuera de peligro. Quise quedarme a dormir para que mis padres descansaran, pero Grete no lo permitió, no quería apartarse de él. Aksel me acercó a casa y lo único que hice fue deshacer la maleta tras estar un buen rato hablando con Esther. Ésta estaba segura de que no había sido culpa mía, que podía haber tenido la crisis por cualquier motivo, y que no debía culparme. Pero no era nada fácil pensar así; aunque decidí preocuparme por que se recuperara y no por buscar un culpable.

Había visto varios correos electrónicos de Dulce. Ésta insistía en que se acercaba la fecha de entrega y no podíamos demorarnos en escribir la secuela. Pero en eso era en lo último en lo que pensaba. Tenía a Fredrik en mi mente, a mi madre... recordar su imagen... estar a tan pocos metros de ella y no ser capaz de decirle todo lo que sentía. Había sido muy duro. Y luego estaba Markel... no esperaba ver una imagen de ese tipo, y me había dañado más de lo que habría imaginado.

Caminé sin rumbo por mi casa hasta que decidí darme un baño y relajarme; era lo que necesitaba, no pensar en nada. Abrí el grifo de la bañera y dejé que se fuera llenando de agua mientras me quitaba la ropa y me recogía el pelo para no mojármelo. Adentré un pie, después el otro, y lentamente me senté mientras sentía que mi cuerpo se empapa por completo; luego me estiré, apoyando la nuca en el borde, y cerré los ojos mientras me invadió el silencio.

A mi mente acudieron de nuevo las imágenes. La mano de Markel rozando su cintura, sus nalgas, mirándose como nos mirábamos nosotros, besando sus labios, prometiéndole miles de cosas que seguro que ya me había dicho a mí. Los imaginé llegando a su casa, sirviéndole el vino que bebí, a ella insinuándose de forma descarada y a él, complaciendo sus deseos, desnudándola en nuestra hamaca, entregándole las caricias que me pertenecían y terminando exhaustos mientras yo estaba sola.

Abrí los ojos y me negué a seguir pensando en él. Salí de la bañera como si el agua me estuviera quemando.

Tras unos minutos en los que intenté olvidarme de todo, pensé en Dulce. Debía continuar lo que escribí; si no, tendría un problema con ella y no necesitaba ninguno más. Caminé hacia la cocina y cogí pan de molde y un poco de paté que unté sin miramientos; una gran capa de pasta que disfrutaría como cuando era pequeña. Lo coloqué en un plato y, tras coger un par de servilletas, me senté en mi escritorio. Arranqué el ordenador y le envié un mensaje a Esther para que estuviera preparada, pues comenzaba la segunda parte. Ésta me contestó con emoticonos de aplausos, y me robó una carcajada, animándome a seguir escribiendo.

Empecé a leer lo que había preparado, pero negué con la cabeza, enfadada. Abrí un archivo nuevo y comencé a escribir la historia de Chloe, la que realmente debía ser y no esa fantástica historia de amor.

 

Chloe estaba muy contenta porque había terminado el trabajo antes de lo que pensaba. Tenía muy claro lo que iba a hacer, y no era otra cosa que presentarse en casa de Darek; sabía que los dos estaban allí y que lo que menos se esperaban era que ella apareciese. Se suponía que esa noche trabajaba hasta muy tarde y por tanto no se verían, así que estaba emocionaba porque iba a sorprenderlos.

Cogió su coche y, cuando llegó a la entrada, intento aminorar la marcha para que no la oyeran estacionar. Buscó en la guantera las llaves de la casa; no solía usarlas, ya que prefería llamar, pero esa vez era diferente. Las apretó entre sus manos y, más feliz que nunca, caminó de puntillas hasta llegar a la puerta, introdujo la llave, la giró y entró sigilosamente.

Sus tacones retumbaban, así que, antes de dar un paso más, se los quitó y los llevo consigo en una de sus manos. Miró en el jardín, pero no había nadie; fijó la mirada en el árbol, en las telas que lo cubrían, y recordó el placer que había experimentado en aquel lugar junto a sus dos chicos.

Continuó caminando y atravesó la cocina para bajar al sótano, seguro que los dos estaban allí. Oyó la risa de uno de ellos y se le ocurrió una idea, una que los dejaría boquiabiertos. Dejó sobre la mesa de la cocina su bolso y los zapatos y, sin dudarlo un segundo, se desnudó completamente. Estaba segura de que, en cuanto la vieran, se rendirían ante ella y no podrían resistirse.

Abrió la puerta y, paso tras paso, muy decidida, bajó las escaleras. Mientras descendía, vio a Alan, que se quedó paralizado al descubrirla y dirigió su mirada hacia Darek. Ella hizo lo mismo y... lo último que se podía esperar era que esa joven lo agarrara del cuello y lo besara. Éste, en vez de apartarse, permanecía inmóvil.

Chloe no quiso ver más, retrocedió escaleras arriba y, tras recoger sus cosas, salió corriendo desnuda hasta meterse en el coche y alejarse de la casa. No podía sentirse más traicionada. Darek, el hombre que se suponía que le había entregado su amor y por el que se desvivía, estaba besando los labios de otra mujer. Aceleró en busca de un lugar donde poder vestirse. Se adentró en un bosque y comenzó a colocarse las prendas de ropa que había dejado antes, arrugadas, en el asiento del copiloto.

Cuando el teléfono comenzó a sonar, no quería contestar, pero necesitaba una explicación, una aclaración que excusara su acción. Su traición era lo que menos se hubiese esperado... Después de haber descubierto que la había engañado, cuando por fin había dejado atrás sus miedos y había querido apostar, pues estaba dispuesta a perdonarlo y dejarlo todo por él. Era lo último que esperaba, su cabeza no dejaba de dar vueltas en busca de una explicación, incluso llegó a pensar que la podría haber utilizado. No sabía para qué, ni el porqué... pero en esos momento la cabeza de Chloe no tenía nada claro.

—Déjame en paz, te odio. No quiero que me llames, olvídate de mí.

—¿Dónde estás?

—Muy lejos.

—Dime una dirección e iré a buscarte.

—No quiero que me busques.

—Chloe, por favor. Sabes que me muero sin ti.

—Me has traicionado.

Más rabiosa de lo que había estado nunca, finalizó la llamada y lanzó el teléfono sobre el salpicadero del coche. Arrancó el motor y comenzó a conducir sin rumbo fijo, lo más lejos posible de su casa.

 

No podía creer lo que acababa de escribir, estaba relatando lo que Markel me había hecho a través de la historia de Chloe, resultaba tan obvio que era imposible que no se diera cuenta. Guardé el archivo y dudé en borrar todo el texto, pero, antes de arrepentirme, decidí enviárselo a Esther.

Le envié un WhatsApp.

 

Dunia: Necesito tu opinión sincera. Lo envío o lo borro.

 

Pocos minutos después, durante los cuales no me moví del escritorio pues no sólo no había borrado el texto, sino que había hecho y deshecho la edición unas diez veces, por fin apareció en la pantalla de mi móvil que me había llegado respuesta de Esther.

 

Esther: Después de ver con mis propios ojos las fotos del estreno, pulsa enviar con la cabeza bien alta. Te quiero, mi rubita.

 

Ése era el mensaje que esperaba, el que me ayudaba a no dudar. Así que hice un «Guardar como» y, titulándolo «Secuela», lo adjunté a un correo electrónico que le envié a Markel sintiendo que me estaba vengando de él. Era su turno, le daba la posibilidad de justificarse o, simplemente, de seguir con la historia.

Tras enviar el mensaje, suspiré profundamente y me sentí aliviada; sabía que las palabras que había escrito eran un reflejo de cómo me había afectado verlo besar a otra mujer, incluso le estaba confesando que había decidido dejar a un lado lo que había escuchado en aquel restaurante y solucionar las cosas, pero su traición hizo que mis ganas de hablar con él se esfumaran y que sólo quisiera apartarme de él lo más lejos posible.

Miré el teléfono y negué con la cabeza. Sabía que no iba a caer rendida tan rápidamente, así que apagué el ordenador y mi móvil para que no pudiera escribirme de ningún modo. Me fui al salón y descolgué el teléfono fijo para poder llamar a mi padre y saber cómo seguía Fredrik.

Durante un buen rato estuve hablando con él, justo hasta que me dijo que se iba a acostar, que al día siguiente quería madrugar para ir a ver a Fredrik al hospital antes de comenzar a trabajar en el aserradero. Por la mañana iría yo también; intentaría convencer a Grete de que se fuera a casa a descansar; si no, cuando le dieran el alta, sería ella la que tendría que permanecer en cama. No se lo podía permitir, no iba a dejar que eso pasara. Combinaría escribir con ayudarles en todo lo que hiciera falta.

Miré la hora y vi que ya era bastante tarde, así que me tumbé en la cama y busqué una serie que pudiera ver y distraerme de los problemas vividos en tan pocos días. Fui cambiando canal tras canal hasta que por fin di con una de acción que hacía mucho tiempo que no veía, pero que en su día me había gustado mucho. Aparecía un vengador lanzando flechas y, de pronto, salía otro, vestido de color rojo, que era su compañero. ¡Sí que me había perdido capítulos! Ya no era un justiciero solitario como en las entregas que yo había visto. Me fijé mejor en el prota y, ¡madre mía!, era guapísimo, me encantaba ese chico.

Al fin mis ojos empezaron a cerrarse y apagué el televisor. Me acomodé y, sin darme cuenta, me venció el sueño.

 

Llamaban a la puerta insistentemente, pero no quería levantarme, estaba muy cansada y aún podía dormir un rato más. El sonido se repitió, esta vez más alto, más acelerado entre golpe y golpe.

Bajé de la cama malhumorada sintiendo el frío en mis pies, pero no me importó, tenía que abrir antes de que tirasen la puerta abajo. Abrí sin preguntar y comencé a abrir la boca de par en par: tenía delante de mí a un Javier congelado al verme en camiseta y braguitas... pero yo no pensaba amedrentarme, seguro que había visto a cientos, y mejores que yo.

—¿Qué quieres?

—Dunia... ahora entiendo a Markel.

—Si has venido para eso, vete. —Retrocedí e intenté cerrar la puerta, pero su mano me lo impidió.

—Por favor, tengo que hablar contigo, es importante. —Me apoyé en la pared y lo dejé pasar mientras él evitaba mirarme en todo momento. Le pedí que me diera un minuto para vestirme y asintió mientras se acomodaba en el sofá.

Entré en mi habitación y cogí un pantalón de deporte que normalmente utilizaba para pasear por la montaña; también me puse una sudadera, para no agarrar una pulmonía. Me miré al espejo y vi que mis cabellos estaban desaliñados, así que, del primer cajón del mueble del baño, cogí una diadema y recogí un poco mi rebelde melena.

—Javier, habla, porque tengo que irme rápido.

—Primero, ¿va todo bien?

—No, Javier, mi hermano está en el hospital por una crisis. Ahora ha remitido y, si todo va bien, pronto le darán el alta.

—Espero que se recupere. —Me miró con cierto nerviosismo y yo me crucé de brazos para que comenzara a decirme eso que era tan importante.

—Vengo de hablar con Claudio y ya está todo organizado. Justo después de la inauguración de la exposición, de mostrar el famoso cuadro, María les explicará por qué es una pieza tan importante... y en ese momento entrarás a comentar qué ha significado para ti escribir su historia y contestarás las preguntas que ya hemos pactado. Te las enviaré todas por email.

—Pues, si eso es todo, espero tu correo.

—Dunia, por favor, siempre nos hemos llevado bien.

—¿Antes o después de que me enterara de que me has utilizado y que querías hundirme demostrando que era una vulgar escritora de un blog? Javier, no te engañes, que de tonta no tengo ni un pelo y mira que no será por falta de ellos, como puedes comprobar.

—Lo sé, he sido un cretino, pero Markel no tiene la culpa de mis decisiones.

—Él lo aceptó y es consciente de que alardeas de ello en público, motivo suficiente como para que no quiera saber nada más de él. Javier, por favor, a partir de ahora te pido sólo una cosa —esperé a que asintiera y, tras dudar, lo hizo—. Sólo voy a hablar con vosotros por temas laborales.

—Dunia, te estás equivocando.

—Es mi problema. Y, por favor, vete, tengo que ir al hospital.

—Te veo en la inauguración.

—Hasta la vista, Javier.

Lo acompañé a la puerta y la cerré enfadada. Odiaba que me dijera que me estaba equivocando cuando yo misma lo había visto burlándose de mí y engañándome con otra mujer. Había salido en los periódicos de medio mundo, por no hablar de Internet, donde no había buscado porque estaba segura de que ni se hablaría de mí.

Fui a la cocina y me preparé un café muy cargado, necesitaba cafeína para parar un tren y poder sobrellevar el día de la mejor manera posible. Abrí el armario y, tras prepararme una tostada, me di cuenta de que debía ir a comprar, apenas tenía comida en la nevera y menos en la despensa. Grete, como no tenía que regresar en una temporada, se la había llevado a su casa. Y luego, con el jaleo de Fredrik, mi madre no había pasado por casa como solía hacer y no tenía nada, así que esa misma tarde iría al supermercado y compraría lo básico. Mientras mordía la tostada, recordé que tenía el móvil apagado; seguro que me habían llamado cien veces y yo no les había hecho ni caso. Me levanté de la mesa y me encaminé hacia la habitación, cuando volvieron a llamar a la puerta.

¡No me lo podía creer! Qué narices quería de nuevo ese hombre, sólo les había pedido que me dejaran vivir en paz. Pero no, seguro que cualquier excusa era buena para molestarme un poco más. No pensaba darme prisa, así que entré en la habitación, cogí mi móvil y pulsé sobre un botón para encenderlo... y en ese momento oí mi nombre.

—Dunia, ¿estás ahí?

Ésa no era la voz de Javier. Salí pitando de la habitación.

—Sí, ya te abro —conseguí decir mientras corría hasta la puerta y abría antes de que se marchase.

—¿Me invitas a desayunar?

—Pero desde cuando tienes tanto morro... pasa antes de que me arrepienta.

Me aparté de la puerta para que pudiera entrar, y seguí el crujir de la madera del suelo con cada una de sus pisadas. Cerré y me giré sorprendida al verlo en mi casa.

A través de sus palabras
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