Capítulo 14

 

Primera parada, Barcelona

 

 

Me acababa de despertar y, tras dos días de descanso en casa de Esther, llegaba el momento. Ese día tenía lugar la segunda presentación y firma de ejemplares, y nada más y nada menos que en Barcelona; estaba deseando conocer esa ciudad, por desgracia no había ido nunca.

Ya estaba vestida y lista para que Markel pasara a recogerme para ir al aeropuerto. Llevaba dos días poniéndome al día de los comentarios de los lectores, incluso escribiendo entrevistas de algún blog que se había puesto en contacto conmigo; estaba muy contenta, pero era un no parar. Él estaba más acostumbrado a ese mundo y me dio muchos consejos que me fueron geniales; no dejamos de hablar a través del chat ni un solo momento, de día, por la tarde y hasta altas horas de la madrugada.

Sonó el timbre y me despedí de Esther; no la vería hasta dentro de cuatro días, después pasaría el último fin de semana en Madrid y se acabaría mi viaje. Al abrir la puerta vi que me estaba esperando; me cogió la maleta y la metió en el maletero de su coche, mientras yo me sentaba en el asiento del copiloto.

—¿Lista?

—Sí, tengo ganas de llegar.

En apenas una hora salía nuestro avión y no es que fuéramos con tiempo de sobra, así que no nos demoramos en salir, condujo lo más rápido que pudo hasta que por fin llegamos y dejamos el coche en el parking. Un amigo suyo iría en un rato a recogerlo, así evitaba pagar muchas horas de aparcamiento. Caminamos rápidamente hasta la zona de facturación; debíamos dejar primero nuestro equipaje. Cuando nos fuimos acercando vimos a Dulce y Javier, que nos estaban esperando; se notaba el nerviosismo en su postura, sus movimientos y las reiteradas ocasiones que miraban la hora.

Al vernos, los dos se quejaron en voz alta, pero mientras Javier nos quitaba las maletas de las manos y con nuestros pasajes se dirigía a la cola, me abracé a Dulce. Era tan cercana y estaba siempre tan pendiente de mí que sentía que ya era una amiga más.

Markel, en cambio, permanecía impasible; parecía que no se ponía nervioso por nada y que todo lo tenía bajo control. No podía entender cómo lo conseguía, mi estómago era un mar de pequeñas mariposas, que no desaparecían de ninguna forma.

Javier regresó y nos pidió que fuéramos hacia la zona de control, porque en breve nos llamarían para embarcar, y así fue. No nos dio tiempo a llegar cuando ya estaban pidiendo que nos acercáramos.

Me senté al lado de Dulce y le pregunté por sus hijos; sabía que viajar teniendo críos pequeños en casa era muy difícil y había que organizarse, pero ella lo llevaba bien. Me contó que, como su marido también estaba fuera por trabajo, había tenido que dejarlos con su madre, pero que todo estaba bajo control. La admiré; en ese instante demostraba una entereza que yo no sé si algún día conseguiría tener.

Markel y Javier estaban sentados a mi derecha, y Javier no dejaba de decirle a Markel que debía lanzarse, que no podía demorarlo más, que era el momento; no llegaba a decir nada claro, pero el gesto serio de Markel demostraba que no le estaba gustando nada la idea, y no dejaba de contestar con evasivas, pero éste no se quedaba satisfecho, hasta que volvió a repetir que necesitaba pensar, que no lo forzara, en un tono bastante más elevado.

Lo miramos, pero él continuaba mirando al frente. Javier, en cambio, se disculpó y me preguntó si estaba contenta con los resultados que estábamos obteniendo. Yo le contesté que sí, mientras mi mirada no se apartaba de Markel; estaba demasiado tenso, era la primera vez que lo veía así.

Javier seguía hablándome, pero la verdad era que le contestaba instintivamente, ya que estaba más concentrada en saber cómo se sentía Markel. Dulce estaba leyendo unas hojas y aproveché para dejar de hablar con Javier e indagar sobre lo que hacía.

—¿Qué lees?

—El manuscrito de una autora; me acaban de confirmar que le publicaremos su primera obra.

—¿Y qué tal es?

—Está bien, de momento; nada me ha sorprendido, pero espero que las valoraciones que han hecho sean las correctas.

—Seguro que sí.

Ella continuó leyendo y yo opté por ponerme los auriculares; durante unos minutos estuve escuchando música, hasta que vi que Javier se levantaba, imaginé que al lavabo, y no pude evitar recordar la escena vivida en mi vuelo de Oslo a Barcelona. Me levanté y, de un salto, me senté al lado de Markel. Éste me miró asombrado y le mostré uno de los auriculares; me sonrió y se lo colocó.

Seguimos escuchando música, incluso moviendo la cabeza al ritmo de ésta, hasta que vi que Javier se sentaba en mi lugar; me miró sonriente, pero nosotros seguimos callados.

Las señales luminosas nos avisaron de que debíamos ponernos los cinturones, ya que íbamos a aterrizar. Guardé el iPod en el bolso, para tenerlo todo listo cuando tomáramos tierra. El avión se movió, más bien planeó, pero la sensación consiguió que se me encogiera el corazón. Markel me agarró la mano y le dio un apretón fuerte, que mantuvo hasta que el golpe de las ruedas contra la pista anunció que ya habíamos tomado tierra.

A través de una pasarela, llegamos al aeropuerto. Caminamos hasta las cintas por donde saldrían las maletas y esperamos a recogerlas. Una vez tuvimos el equipaje, salimos del aeropuerto por una puerta que daba a la parada de taxis; había una larga cola de taxistas. Un joven que iba organizando a los pasajeros rápidamente nos indicó en cuál debíamos montarnos y comenzamos el trayecto. Tras coger la autopista, nos dirigimos, según nos había dicho Javier, a una zona llamada Fórum. Nunca había oído hablar de ella, pero Markel me explicó que, en la actualidad, era muy conocida. Nos desviamos hacia otra autopista; yo no dejaba de observar todo lo que nos cruzábamos.

—Mira, ves esa montaña y las edificaciones blancas que sobresalen de ella, son las instalaciones que se crearon para las Olimpiadas de 1992; allí se encuentra la piscina olímpica y el funicular que te deja en el puerto.

—¿Y eso qué es...?

—Un cementerio.

—Es verdad, se ven las flores, qué mala energía.

Giré la vista hacia el lado derecho y descubrí grandes cruceros atracados en un puerto, junto a una gran cantidad de bidones de carga, todos ellos rectangulares y de colores.

Nos metimos en un túnel que cruzaba la ciudad y, de pronto, salimos de aquella autopista y entramos en una carretera paralela a la playa; nada más verla, mis ojos se abrieron. Deseaba darme un baño, sabía que era pronto, que aún no era verano, pero, comparado con la temperatura de mi país, hacía calor.

—Si quieres, damos un paseo esta noche.

—¿Podemos?

—Claro; después de la presentación, estamos libres hasta las ocho de la noche del día siguiente.

—Perfecto, estoy deseando ir.

El taxi paró frente a un hotel que estaba justo delante de un centro comercial y un gran parque, además de un edificio rectangular de color azul marino y espejos que me llamó la atención.

—¿Que hay en aquel edificio?

—Es el Museo de ciencias naturales.

Me pareció espectacular.

Entramos en el gran hall y me sorprendió ver a todos los huéspedes sentados en unos cómodos sillones y cada uno con el móvil o la tableta entre las manos; no hablaban entre ellos, estaban ausentes del mundo.

Nos dieron las tarjetas de las habitaciones y vimos que nos habían separado en dos plantas. Dulce puso una queja, pero no sirvió de nada. Markel y yo estábamos en la sexta planta y ellos, en la quinta. Nos dirigimos al ascensor hasta llegar a la suya. Javier nos dijo que a las cinco nos esperaban en el hall.

Seguimos subiendo hasta la planta superior y, cuando salimos, nos dirigimos a las habitaciones; estábamos uno al lado del otro. Nos despedimos entre bromas y cada uno entró en la suya.

Dejé la maleta sobre la cama y recorrí la habitación. Tenía una pequeña terraza con vistas al mar; se veían los jardines infantiles que había para los pequeños y, justo delante, un infinito y azul oscuro mar que se fundía con la tonalidad del cielo. Oí dos golpes en la puerta y fui para ver quién era.

—Cuánto tiempo sin verte —bromeé al abrirle la puerta.

—¿Quieres comer en la terraza? No me apetece salir. —Asentí y me aparté para dejarlo pasar, cerrando la puerta tras de mí.

Él fue directo a la terraza y se apoyó sobre la baranda, mientras su mirada se perdía en el horizonte. No cabía duda de que algo le sucedía; estaba serio y sabía que Javier tenía algo que ver en eso.

—¿Qué te pasa?

—Nada.

—No mientas. —Puse mis brazos en jarra justo a su lado y esperé a que comenzara a hablar.

Un golpe de viento hizo que mis rizos se enredaran en mi cara; él me miró divertido y los retiró uno a uno con sus dedos mientras su mirada estaba clavada en la mía. En ese momento sentí el impulso de besarlo, pero no hice ademán alguno. Sería lo último que hiciera, pero su imagen era de lo más sexi: el aire despeinaba su cabello castaño, otorgándole un aspecto rebelde.

—¿Qué quieres comer?

Intenté desviar mis pensamientos y contestar de la forma más controlada posible.

—Algo típico de aquí... ¿no?

—Pues, ahora que lo dices... no sé... preguntaré en recepción.

Entró en la habitación y cogió el teléfono para llamar. Tras dudar unos segundos y escuchar lo que le aconsejaban por teléfono, sonrió y colgó.

Le pregunté qué había pedido finalmente y me dijo que no lo sabía, que el camarero preguntaría qué podían subirnos que fuera típico y eso nos servirían. Sonreí y, negando con la cabeza, me senté en la cama, descalzándome para estar más cómoda.

Él hizo lo mismo y salimos a la terraza; había una pequeña tumbona y nos sentamos en ella mientras me explicaba que las dos grandes torres que se veían a la derecha, según él, se llamaban las torres Mapfre. En una de ellas había oficinas y, en la otra, uno de los hoteles más lujosos de la ciudad. Además me enseñó un hotel que se veía al final; tenía forma de vela y también era uno de los más lujosos.

—Esta ciudad es preciosa... pero me vas a contar qué te pasa.

Resopló al oírme.

—Javier quiere que participe en una colección de novelas, pero yo no estoy seguro. Según él, es bueno para mí, pero no quiero que me encasillen en nada... no sé qué voy a hacer.

—Pues yo tengo muy claro lo que debes hacer.

—¿Ah, sí?

—No aceptes, no hagas nada en lo que no creas y no vayas a disfrutar; si no, la calidad no será buena y te repercutirá.

—Te gusta la música dura, y lo eres... me gusta.

—Piensa en lo que te he dicho, ¿crees que me equivoco?

—No.

—Pues envíale un mensaje, dile que no y apaga el teléfono. —Me miró enarcando las cejas sin creer lo que le estaba pidiendo—. Dame tu teléfono. —Alargué una mano y dejé la palma abierta, esperando.

—Estás loca.

Me puso su móvil en dicha mano y abrí un mensaje de texto, busqué el teléfono de Javier y pensé en cómo redactarlo. No había otro modo, conciso y directo era lo mejor.

 

Por más que lo pienso, llego a la misma conclusión. No acepto.

 

Sonreí satisfecha por lo que acababa de hacer, le di su móvil y, sonriente, miró la pantalla y apagó el teléfono, lo metió en uno de sus bolsillos y permanecimos unos instantes callados hasta que un golpe en la puerta nos interrumpió. Markel se levantó a abrir y pidió que nos sirvieran la comida en la terraza; el pequeño carro que trajeron lo utilizamos de mesa.

No necesitábamos más. Nos sentamos en la tumbona y abrimos los platos que nos habían traído. De primero, una ensalada catalana, acompañada de una escalibada, y de segundo, una butifarra con judías blancas. La verdad, tenía todo una pinta estupenda. Comenzamos a comer como si nada, fuimos probando cada uno de los platos mientras uno al otro nos invitábamos a probar con nuestro propio tenedor.

Aún quedaban dos platos pequeños y, al descubrirlos, vimos que eran el postre. Sin dudarlo, sumergí la cuchara en la suave crema y me la llevé a la boca para degustar el dulce. Había comido demasiado, tanto que me sentía cansada.

Me recosté en la tumbona junto a Markel y me quedé mirando el cielo mientras él seguía comiéndose su postre.

Abrí un ojo y me quedé sorprendida al ver su cara a pocos centímetros de la mía, sus labios estaban pegados. El volumen de estos me llamaba la atención, podía imaginarlos besándome, mordiéndoselos... No entendía por qué a mi mente venían esos pensamientos, pero no los podía reprimir. Sus pestañas acariciaban la montura de sus gafas negras de pasta, que descansaban en su respingona nariz. Su mano estaba apoyada en su nuca, mostrando sus bíceps; no tenía un cuerpo de gimnasio, pero no tenía nada que envidiar a nadie.

No podía estar tan cerca de él; no recordaba el momento en el que me recosté sobre su hombro, pero el olor que había dejado impregnado en mi cabello... era tan varonil, que comenzaba a arrepentirme de esa proximidad.

Me moví lentamente para levantarme y abrió los ojos; nos miramos y sonreímos mientras yo me sentaba y me frotaba el rostro. Luego miré el reloj y vi que eran las cuatro de la tarde; debíamos arreglarnos, ya que apenas teníamos una hora para bajar, Javier y Dulce nos esperaban.

—Buenos días, Hechicera, has caído rendida.

—No recuerdo haberme dormido.

—Sabes que, cuando duermes, tienes cara de dulce.

—¿Sólo cuando duermo? —bromeé.

—Oh, sí, tienes una mala leche cuando quieres... —balbuceó en medio de una carcajada.

Agarré un cojín que había en la tumbona y, a porrazos, conseguí que se levantara y entre risas lo empujé hasta la puerta, la abrí y lo intenté echar a golpes. No dejaba de decirle que ahora sí podía afirmar que tenía mala leche, que se fuera a su habitación. Tenía que arreglarme, sino Javier se enfadaría, y más después del mensaje. Él insistió que no le importaba lo que le dijera, que prefería quedarse un rato más a verle la cara de orco. No pude evitar reírme al escuchar aquella palabra, y más cuando el cogió otro cojín y nos enzarzamos en una lucha encarnizada de almohadones. Fue ganando terreno y cerró la puerta con un puntapié mientras me aporreaba sin miramientos; yo iba retrocediendo hasta que no pude más y caí sobre la cama, ahora sí que me había vencido. Se lanzó sobre mí y comenzó a golpearme mientras no dejaba de gritarle que me rendía, a la vez que me reía, pero nada, no le importaba en absoluto, pues seguía pegándome en la cabeza con la almohada.

Uno de sus golpes hizo que un grito mío lo asustara; algo me había impactado en el rabillo del ojo, algo duro. Me llevé la mano a él y se levantó rápidamente. Me apartó la mano y me miró inquieto, luego revisó la almohada y se dio cuenta de que el tirador de la cremallera estaba apuntando hacia fuera, eso era lo que me había golpeado. Fui a la mesita, donde había un espejo, y comprobé que sólo estaba enrojecido, había sido una falsa alarma. Él permanecía a mi lado, observándome serio, demasiado; prefería al chico divertido que me aporreaba sin miramientos, así que sólo me quedaba una solución: agarré el almohadón y en un segundo me dediqué a vengar cada uno de los porrazos que me había propinado... hasta que consiguió ganarme la posición y de nuevo volví a ser la que recibía, pero esta vez me tumbé boca abajo y le pedí por favor que parara.

—Como no nos arreglemos, vamos a tener un problema.

—Lo sé, voy a irme a mi habitación.

—¿Pasarás a recogerme?

—Creo que no me viene de camino, pero lo intentaré.

—Serás...

Lo empujé hasta la puerta y la cerré, me apoyé tras ella y sonreí como una quinceañera; no podía negar que me había divertido mucho. Caminé hasta la maleta en busca de la ropa que pensaba ponerme para la presentación. Aún dudaba, pero tenía que seguir el consejo de Esther: camiseta llamativa para destacar en las fotos. Sabía que tenía razón, pues, en las fotos de la primera presentación, en la que llevaba una camiseta turquesa, ésta destacaba muchísimo; los ojos iban directos a mi camiseta, así que esta vez elegí ponerme una blusa estampada de colores vivos, eran pájaros azules y verdes, sobre un fondo blanco, que conjuntado con una falda larga de color azul «quedaba divina», palabras de Esther, que me había obligado a comprarme un modelo para cada evento.

Fui al baño y, mientras me quitaba la ropa, pude oír que en la habitación de al lado alguien se estaban duchando; el agua topaba contra la pared y resonaba en mi baño, sabía de quién se trataba. El espejo reflejaba mi mirada, que brillaba, y yo estaba colorada... pero algo me llamó la atención: me miré el ojo y vi que lo tenía enrojecido y, en el contorno, una línea blanca rompía justo en el centro. Me acerqué más y maldije la cremallera; tenía inflamada la zona, pero ya no había remedio, el maquillaje sería mi único aliado.

Me di una ducha rápida y me vestí. Era casi la hora y aún no me había ni peinado ni maquillado, así que, a toda prisa, abrí el neceser y me apliqué la base en la cara, impregnando el rabillo del ojo todo lo que pude para disimularlo... y algo conseguí; recé para que no se notara mucho en las fotos. Me delineé el contorno de los ojos y me apliqué una suave sombra color tierra en los párpados, consiguiendo la naturalidad que me caracterizaba.

Miré mi cabello y comprobé que estaba muy rebelde; cada uno de mis rizos se dirigía hacia donde le daba la gana; algo debía hacer, pero apenas tenía tiempo. Secador en mano, logré alisar los mechones que caían por mis mejillas y los recogí con dos simples horquillas.

Un sonido en la puerta me alertó, ya era la hora. Salí del baño dejando mi ropa por el suelo y las pinturas desordenadas, pero no tenía más tiempo, debía abrir. Caminé descalza y lo dejé pasar, mientras me sentaba en la cama y me ponía unas sandalias planas pero muy bonitas.

—Estás muy guapa.

—Gracias.

Me puse una pulsera muy gruesa en la mano derecha y estuve lista para marchar.

—Vámonos o no llegaremos.

Cogí el bolso y, tras cerrar la puerta, guardé la tarjeta de la habitación dentro de éste y caminamos hasta el ascensor. Mis ojos se clavaron fijos en él; esta vez su indumentaria informal me gustaba más. Llevaba un pantalón tejano muy oscuro junto con una camisa azul celeste que contrastaba con el cuello, en blanco, y unas bambas de cuero negras. Sopesé sus músculos bajo la camisa y sin duda deseé verlo sin ella; además, aquellos tejanos no dejaban ver la forma de su trasero, pero mi mente no necesitaba esa ayuda, pues lo imaginaba fornido y duro.

El sonido del ascensor al llegar consiguió que desapareciera mi fantasía y volviera a anclar la mente en el mundo real. Negué con la cabeza llegándome a sentir avergonzada por mis pensamientos, pero no podía evitarlos; era obvio que aquel hombre tenía un cuerpo de escándalo, y una mirada bajo las gafas que podía hipnotizar a cualquiera... y no podía dejar a un lado esa sonrisa que sólo aparecía en la intimidad y que conseguía que me olvidara del mundo.

Estaba en un ascensor de camino a mi segunda presentación, los nervios crecían por momentos, no sabía qué nos encontraríamos en aquella librería. Por suerte no iba a estar sola; su cara no expresaba un ápice de nerviosismo; una vez más, su expresión denotaba seguridad.

Lo miré sonriente sin dejar de mover el talón de la sandalia de un lado al otro. Me miró y abrió los ojos de par en par.

—¿Qué te pasa? —pregunté sorprendida.

—Tienes el ojo inflamado.

—Ya, la cremallera me ha dado un buen trastazo. —Sonreí mientras, con el dedo índice, me acariciaba el rabillo del ojo, que lo tenía abultado—. ¿Se nota mucho?

—Un poco.

Me miré en el espejo del ascensor. No podía negar el golpe, así que ya podía pensar una excusa para Dulce, sería la primera en preguntar. Mi mente comenzó a barajar opciones por tener en cuenta.

Cuando se abrieron las puertas, ambos estaban esperándonos fuera; sus caras hablaban por sí solas, llevaban un rato allí y no se les veía nada contentos. Pero no había tiempo para recriminaciones, así que caminamos hacia la puerta, donde había un taxi esperándonos. Markel se sentó en el asiento trasero y yo a su lado. Cuando Dulce se montó, me miró seria.

—Debéis ser puntuales, hay muchas personas esperando.

—Lo siento. —La miré con cara de preocupación, sabía que nos habíamos demorado.

—¿Qué te ha pasado en el ojo?

—Me he resbalado en la ducha —dije con voz miedosa, esperando que se creyera mi pésima excusa.

—¿Te has hecho daño?

—Un poco, pero no te preocupes, estoy bien.

—Hay que tener mucho cuidado, puedes hacerte mucho daño. —La burla de Markel no ayudó nada.

—Lo sé —lo corté al instante. Estaba disfrutado de la situación; yo me veía acorralada intentando evitar que supieran la verdad, y sus intromisiones no me facilitaban la tarea.

Buscaba su mirada para recriminarlo, pero me lo impedía; estaba observando el paisaje a través de la ventanilla. Era consciente de que lo observaba, porque su sonrisa, poco a poco, se fue dibujando, hasta que no pudo contenerla y se la tapó con la mano. Evitaba mirarme porque sabía que, si lo hacía, se reiría a carcajadas.

Javier no nos miró en ningún instante; estaba serio, molesto, y sabía el porqué. El mensaje que había enviado en nombre de Markel era el causante de su mal humor, pero, por mucho que fuera su agente, no lo podía obligar a hacer nada que él no quisiera.

El taxi se detuvo frente a una de las librerías más importantes de la Ciudad Condal. Mi mirada se perdió en aquella calle, ancha y repleta de transeúntes que paseaban y tomaban algo en las terrazas, pero nosotros teníamos una cita muy importante. Entramos y Dulce me indicó en voz baja que la sala estaba llena. Markel caminaba a mi lado, sonriente.

—Dunia, fíjate. —Me paré en seco y lo miré; estaba justo al lado de una mesa repleta de nuestros libros. Sonreí y le hice un gesto de «va, vamos, nos esperan». Seguimos adentrándonos en aquel local; jamás había estado allí y estaba impresionada, no pensaba que fuese tan grande. Al final del todo, separada del resto por unos enormes cristales, se hallaba la sala donde íbamos a presentar nuestro libro. Había muchas chicas esperándonos. Cuando llegamos, el revuelo retumbó en la sala.

Dulce se sentó a un lado; Markel me apartó la silla, muy caballeroso por su parte, y nos sentamos uno al lado del otro. Como la vez anterior, ella comenzó a presentarnos, a hablar un poco de la novela y, sobre todo, hizo hincapié en que todas ya sabrían que Jean era realmente Markel.

Un «síii» se oyó en la sala entre risas. Quedaba claro que el cachondeo estaba servido en esa presentación. Dulce, a quien no se le había pasado por alto ese detalle, nos propuso un reto: nos hizo una pregunta directa.

—Explicadles a vuestras lectoras qué sentíais hacia el otro cuando recibíais los capítulos que seguían al vuestro. —El murmuro de todos los asistentes casi no dejaba que nos oyéramos entre nosotros.

—Yo empiezo, así animo a mi compañera a seguir. ¿Qué sentía...? Ella fue la precursora de la novela, pues inició la historia y yo la continué; en lo único que pensaba era en cómo desmoronar el planteamiento que yo supuse que quería seguir. Y creo que lo conseguí, ¿no?

—A veces, pero no siempre te salías con la tuya. Aquí, nuestro compañero Jean para todas, para mí fue en todo momento Markel. Me retaba capítulo a capítulo, pero mi única idea era poder superar sus expectativas, y dar algún giro que no esperara. Y creo que lo conseguí, ¿no?

La risa de los asistentes consiguió que me sintiera cómoda, como si estuviéramos en una reunión de amigos, y el juego que nos traíamos ambos era lo que ellas querían. Bajo el influjo del momento, hablamos de la novela; él preguntaba por una parte concreta y yo desviaba la respuesta hacia otra.

Cuando llegó la ronda de preguntas, evidentemente todas estaban animadas, más de lo que me esperaba, pero no me iba a amilanar por ninguna, las llevaría a mi terreno.

—Dunia, ¿ha sido muy difícil escribir a su lado? Es un escritor reconocido, ¿no te sentiste presionada?

—Como ya dijimos en Madrid, y os he mencionado antes, cuando escribimos la novela yo no sabía que Markel era Jean, y él en ningún momento me lo confesó, así que no tuve esa presión; creo que de esa forma fue mucho mejor.

—Y, ahora, ¿qué relación tenéis?

—Creo que amigos, ¿no? —bromeé mirándolo directamente, quien asintió muy relajado.

—Jean ¿por qué decidiste escribir de forma anónima, sin usar tu seudónimo?

—Era la oportunidad de demostrar que un nombre no hace al escritor, sino sus escritos, y he podido confirmar que así es, las críticas están siendo muy buenas.

—¿Tenéis pensado escribir alguna novela más juntos?

Lo miré y esperé a que contestara él.

—Acabamos de terminar ésta, pero no descartamos ninguna posibilidad.

Eso sí que no me lo esperaba; claro que me gustaría volver a escribir con él, disfruté tanto que repetiría una y mil veces.

Dulce decidió que ya debíamos pasar a firmar libros, pues la cola era bastante larga y nos demoraríamos mucho. Antes de comenzar, advirtió de que sólo firmaríamos el ejemplar que estábamos presentando, y solamente podrían hacerse una foto con los dos. Y así fue: una tras otra fueron pasando, firmamos los ejemplares y nos hicimos cientos de fotos hasta que se fue el último lector.

Acabé feliz pero cansada. No podía creer que la presentación de un libro podía llegar a ser tan agotadora, pero podía asegurar que sí lo era. Javier nos dijo que nos íbamos a cenar a un restaurante de pinchos muy cercano. Cuando salimos, muchas lectoras continuaban en la puerta, hablando, y aprovecharon para pedirnos más fotos y aceptamos encantados... hasta que Markel les dijo que nos esperaban y que llegábamos tarde. Ellas lo comprendieron y comenzaron a dispersarse.

Dulce y yo íbamos hablando de lo bien que había ido la presentación y de lo divertida que había sido. Me felicitó por el desparpajo que había demostrado tener. Miré hacia Markel y vi que estaba hablando con Javier. Éste se llevaba las manos al pelo; el nerviosismo era latente, sus gestos lo delataban.

Markel continuaba serio y, por lo que podía percibir, se mantenía firme en su negativa, pero Javier seguía intentando convencerlo, sin éxito, y su frustración crecía por momentos. La cena no iba a ser como la anterior, el ambiente era muy diferente, aunque esperaba que lo pasáramos bien. Cuando llegamos al restaurante, nos adelantamos Dulce y yo, ya que ellos continuaban hablando en la puerta.

Nos sentamos mientras me explicaba los montaditos que podíamos escoger; eran los que estaban en los manteles, no me había dado ni cuenta, lo miré y era cierto, había imágenes junto a un número y la descripción de los ingredientes de lo que consistían, pero para más sorpresa me quedé petrificada cuando vi a Dulce coger un bolígrafo y marcar sobre el mantel.

—¿Estás marcando lo que vas a pedir?

—Sí, después no me acuerdo. —Comencé a reír mientras sacaba de mi bolso mi bolígrafo y luego me dispuse a hacer lo mismo.

Markel y Javier entraron serios, no se habían entendido; su mirada y su seriedad lo corroboraban, pero no tenía intención de que tuvieran esas caras toda la noche, me negaba. Así que, nada más ver que estaban sentados, comencé a bromear con ellos y conseguí una forzada sonrisa, más de lo que creía que podría obtener.

Cuando el camarero se acercó, le dijimos lo que queríamos comer y firmé un autógrafo sobre el mantel, mientras reía a carcajadas por lo que estaba haciendo en ese instante; conseguí que el resto se riera de mi acto. Por fin estábamos sonrientes y relajados; era mi propósito y lo había logrado.

A partir de aquel momento el ambiente cambió, volvíamos a bromear y sonreír. Javier era el déspota de siempre, pero, con su toque de humor particular, no evitaba añadir algún comentario que Markel evadía como podía, pero pudimos cenar en armonía.

—¿Tomamos algo? —preguntó Markel justo cuando salíamos de la puerta del restaurante.

—Yo me voy al hotel.

—Yo también, Javier —contestó Dulce.

—Va, anímate —me dijo Markel guiñándome un ojo, y yo solamente asentí.

Nos despedimos de ellos, que se marcharon en un taxi, y anduvimos calle abajo hacia un sitio que él me decía que debía conocer; según lo que me explicaba, era un local de cócteles, y sólo de oír cómo lo describía, me entraron unas ganas locas de conocerlo.

Caminamos durante varios minutos hasta llegar al lugar. La puerta y la fachada estaba cubierta de cañas de bambú. Al entrar, me chocó ver el ambiente tan oscuro, tanto que apenas se veía el interior, pero Markel me agarró de la mano y me guio hasta el joven camarero, quien nos indicó en qué mesa podíamos sentarnos. Miré la carta de cócteles y no sabía por cuál decantarme, básicamente porque no explicaba el contenido, simplemente una vaga descripción de la sensación que transmitía la bebida.

Al final opté por el Volcán de sensaciones; estaba haciendo una apuesta a ciegas, pero no tenía más opción. Markel pidió uno cuyo nombre fui incapaz de repetir, por lo difícil que era. Durante un rato comentamos las preguntas que nos habían hecho las chicas y no pudimos evitar las risas; la verdad, eran la mar de curiosas, ya no sólo por la novela, sino por nosotros.

—¿Qué tal con Javier?

—Insiste.

—Ya lo he visto, pero ¿se puede saber qué quiere?

—Que escriba una novela homoerótica, pero no entiende que yo sólo escribo historias que me inspiran y que disfruto.

—¿Por qué está tan interesado en que la hagas?

—Porque cree que es un negocio muy rentable, pero para mí eso no es lo más importante.

—Pues mantén tu decisión.

—Lo voy hacer, le pese a quien le pese.

El camarero nos trajo unas grandes copas, si se las podía llamar así, ya que tenían formas extrañas, y de la mía no dejaba de emanar humo rosado, acompañado de una bengala que iluminaba nuestra mesa.

Cogí la cañita entre los dedos y me la llevé a la boca para saborearlo. Abrí los ojos al sentir el dulzor que desprendía, apenas sentía que tuviera alcohol, todo lo contrario, se trataba de una mezcla de fresa con un sabor que no acertaba a adivinar. No podía dejar de beber ante la atenta mirada de él, que estaba disfrutando.

—Es afrodisíaco, el cóctel.

—Anda, no digas tonterías.

—Volcán de sensaciones... ¿por qué crees que le han puesto ese nombre?

—¿De verdad?

Asintió en silencio mientras dibujaba una sonrisa en su rostro.

No sabía si era cierto, pero en apenas unos segundos me había terminado la bebida. Miré su copa y me entró curiosidad por saber qué era.

—¿Me dejas probar el tuyo?

—Al final tendré que llevarte en brazos al hotel.

—¡Qué exagerado eres!

Me acercó su cañita y, con un suave sorbo, el sabor agrio hizo que pusiera cara de repulsión. No sabría decir qué era, pero no me gustaba nada, demasiado fuerte. Comenzó a reír a carcajadas al ver que ponía mala cara. Justo cuando pasó el camarero, le pidió que me trajeran una copa igual a la que había tomado antes; la necesitaba, el sabor que me había dejado la suya era horroroso, debía quitármelo de alguna forma y el sabor de mi bebida resultaba increíble.

Pocos segundos después había desaparecido el sabor amargo, sustituido por el dulce sabor a fresa, mientras bromeábamos y reíamos. No sabía si por el efecto del cóctel, pero estaba más desinhibida; lo que sí podía asegurar era que estaba cómoda, más de lo que había estado en toda mi vida. La alegría por la novela era inmensa y la compañía era sensacional, me encantaba estar con él.

—¿Regresamos?

—¡Es pronto!

—Mañana debemos viajar a Valencia.

—Qué aguafiestas eres.

—¿Cómo me has llamado? —dijo antes de emitir una carcajada.

—¡¡Agua...fies...tasss!!, eso te he dicho.

—Vamos, Hechicera, antes de que nos reconozca alguien.

Me levanté y en ese instante fue cuando me di cuenta de que la bebida me había afectado más de lo que creía. Mi cabeza se balanceó, dando la sensación de que se precipitaba hacia el lado derecho, y no puedo asegurar si mi cuerpo acompañó a la sensación, pero Markel no dejó que lo comprobara; me cogió de la cintura y, tras guiarme hasta la barra, pagó y me agarró para salir del local sin me que cayera.

Esperamos en la puerta a que llegara un taxi, para ir al hotel, pero no había forma... todos estaban completos, así que decidimos andar unos metros hasta conseguir uno disponible. Mis pies tenían vida propia, tanto que se cruzaban y torcían cuando querían, pero la fuerza que ejercía la mano de Markel conseguía mantenerme erguida y que no me cayera al suelo.

—Allíii, llámalooo.

—Ya nos ha visto.

—Pon la mano, que no nos lo quiten.

Comencé a reír sin poder detenerme, tanto que conseguí contagiarlo a él y que se riera conmigo.

Nos montamos en el taxi y tomamos rumbo al hotel. Apoyé la cabeza en su hombro y, cuando fui a acomodarme, noté que la tela de la falda me tiraba. Rápidamente la fui estirando hasta comprender que me la había enganchado con la puerta del coche al cerrar.

—¿Qué te pasa?

—Mi falda...

—Cuando abras la puerta para bajar, se soltará —contestó al señalarle que estaba atrapada.

Permanecí sentada, apoyada en el hombro de Markel mientras él seguía con su brazo en mi cintura, pero no me importaba, me sentía cómoda sintiéndolo cerca de mí. En pocos minutos nos detuvimos en la puerta del hotel.

No podía evitar reírme por cualquier cosa. Intenté convencerlo para ir a la playa, pero no quiso, insistía en ir a la habitación y yo no dejaba de repetirle que era un aguafiestas, pero no me hacía caso. Al ver que no estaba dispuesta a entrar, pues permanecía de brazos cruzados en la puerta, me cogió en brazos y, tras gritarle y patalear, y prometerle que entraríamos ya, volvió a dejarme en el suelo y caminamos hasta el hall, donde los dos recepcionistas, que sabían perfectamente quiénes éramos, nos desearon buenas noches.

Yo intentaba que cambiara de opinión, que se animara a ir a la playa a dar un paseo, pero no tuve éxito alguno. Él, con rostro serio, me indicaba que no estaba en condiciones de salir, que lo mejor era que nos retiráramos a descansar ya.

Las puertas del ascensor se abrieron y entró, pero yo permanecí unos segundos paralizada sin seguirlo, mirándolo con cara de niña buena y él, a mí, con cara malhumorada. Cuando finalmente decidí entrar, la punta de mi sandalia tropezó con la ranura entre el suelo y la puerta del ascensor, y me abalancé sobre él, quedando mi cuerpo sobre el suyo y yo, sujeta por sus brazos, que me agarraban dejando que sólo las puntas de mis dedos tocaran suelo. Sus ojos estaban clavados en los míos, su brillo quemaba, fundía mis sentidos. Sus labios estaban sedientos, entreabiertos dejándome ver sus perlas blancas, que mordían su labio inferior. Mis manos se humedecieron al igual que mi sexo, que me gritaba que lo besara, que necesitaba tenerlo cerca... y, sin pensar en nada, mis labios se posaron sobre los suyos y comenzaron a devorarlos sin piedad.

Su lengua se adentró en busca de la mía y ambas se fundieron en una. Un fuerte empujón alzó mis piernas para que se enrollaran en sus caderas, y mis manos agarraron ese cabello revuelto y sexi que llevaba días deseando tocar.

Una de sus manos bajó a mis glúteos mientras la otra acariciaba mi espalda despertando mis sentidos, erizando el vello que cubría mi piel. Su sabor era delicioso, pasional, ardiente y adictivo; sí, ésa era la palabra, adictivo. No podía dejar de besarlo, no quería, no debía, necesitaba continuar.

Las puertas se abrieron y, sin mirar si había alguien, caminó hasta llegar a la puerta de su habitación, pero mis piernas le impedían poder coger la tarjeta. Me bajó poco a poco mientras besaba, mordía y absorbía mis labios, hasta que logré pisar el suelo.

Un «clic» me indicó adónde me dirigía, a su habitación, y sólo había un único fin, su cama. Mi estómago se encogió; mi corazón palpitó excitado, acelerado; mi sexo gritó y se humedeció de pasión, de deseo... aunque mi cabeza, mi razón, me decían que parara, que debía dejar de besarlo. Pero no podía, necesitaba seguir. La puerta se abrió y su cama apareció a primera vista; la miré, lo miré, me miró, la volví a mirar, lo volví a mirar, me mordí el labio, encogí los dedos de los pies nerviosa. Mi sexo se estremecía, mi corazón iba a salir de su emplazamiento y mi mente se estaba nublando al ver su cara, el fuego de su mirada, y al notar la erección que no podía ocultar bajo sus pantalones. ¿Qué tenía que hacer?, ¿a quién debía hacerle caso?

A través de sus palabras
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