Capítulo 2
Sensualidad desatada
Chloe estaba enfurecida por sentirse privada de su libertad. Estaba a merced de él, pues no podía abrir aquellas esposas. La puerta se abrió y ella se encogió. Cerró las piernas con fuerza y observó al joven que tenía delante. Estaba nervioso, daba pasos sin sentido, sin saber qué hacer. Ambos estaban cada vez más agitados, hasta que ella le preguntó dónde se encontraba. Él se detuvo a mirarla y, al ver su muñeca enrojecida, se lanzó sobre ésta ante la sorpresa de Chloe.
Él le confesó que era su casa, ubicada en una vieja parcela que tenía a las afueras de la ciudad, y que la había traído allí para poder demostrarle quién era. Asombrada por la revelación, no contestó, quería saber más y él parecía que se lo iba a contar. Volvió a preguntar qué le iba a hacer y él le aseguró que nada malo, que nunca le haría daño, pero que era la única forma de que ella lo escuchara. Sus palabras la hicieron sonreír, pero disimuló para que no se percatara de ello. Chloe era muy consciente de que la reacción de aquel hombre, en parte, la había provocado ella misma.
Vertió crema en la palma de su mano y, con sumo cuidado, acarició su muñeca, calmando la quemazón provocada por el roce. Ella, lejos de relajarse, expresaba miedo. Aún estaba hecha un ovillo, pero ¿realmente sentía miedo? El secuestro, estar esposada a una cama, las caricias tiernas de él en su muñeca... ¡Oh, no!, estaba excitada. Ese desconocido, no tan desconocido, la había dejado sin palabras... hecho casi imposible tratándose de ella.
Pulsé guardar el archivo y suspiré; había sido capaz de continuar y volver a dejar abierto un capítulo más. La excitación de ella daría mucho juego, y seguro que Markel lo aprovecharía.
Debía colgar mi entrada en el blog. Como cada sábado noche, escribiría un resumen con las novedades literarias de la semana que entraba, y la publicaría al día siguiente a primera hora. Entré en la web de las principales editoriales españolas y busqué en sus calendarios. Fui enlazando la imagen de las portadas con las sinopsis de cada una de ellas y lo preparé como borrador.
Tenía el trabajo del día listo, así que abrí mi grupo de Facebook; la conversación de la noche era muy interesante y me uní al instante a ella. Pero, cuando estaba disfrutando con mis amigas, un mensaje privado de chat se abrió y me hizo apartar la mirada del grupo para prestar atención al chat. No había duda de quién era, no podía ser otra.
Esther: ¿Has escrito el capítulo?
Contesté rápidamente.
Dunia: Sí, pero aún no lo he enviado.
Esther: ¿Por qué no?
Dunia: No lo sé, no creo que esté delante del ordenador esperando.
Esther: Envíalo, estoy deseando saber más.
Sonreí y sopesé hacerle caso o esperar a la mañana siguiente. Pero estaba tan emocionada por saber cómo continuaría él que no lo dudé: abrí el correo electrónico y adjunté el documento. Pensé en escribirle algo en el cuerpo del email, aunque él no me había contestado en el anterior. Ni un «hola, aquí tienes mi parte»; no sabía nada del coautor. Puede que pensara que era una tonta, pero la verdad era que me importaba poco su opinión; si no le gustaba, que se retirara del juego.
Le expliqué que me había sorprendido su continuación, que no era para nada lo que yo hubiera escrito, pero que su enfoque me parecía interesante. Y, para finalizar el mensaje, como posdata, añadí que estaba ansiosa por descubrir cómo encauzaba la historia en ese momento. Le di a «Enviar» y volví a mi muro de Facebook; el chat parpadeaba de color amarillo, indicándome que tenía mensajes pendientes de leer.
Y así era. Esther había colapsado el chat rogándome que enviara ya el email, y le indiqué que ya lo había hecho. Al segundo, aplausos y campanas en forma de iconos invadieron la pequeña ventana del chat, consiguiendo que rompiera en una carcajada. Podía asegurar que jamás había conocido a una mujer tan loca como ella, pero era un encanto y una buena amiga.
Seguí navegando por grupos y muros diferentes, mientras contestaba a los comentarios que me escribían en mi blog; las horas pasaron y yo navegué como pez en el agua. Las redes sociales eran mi vida, me ocupaban más tiempo que el resto de mis quehaceres diarios.
Sentí los ojos cansados, se me humedecían, así que decidí irme a la cama, no sin antes despedirme de todos y cerciorarme tres veces de que no había llegado ningún correo electrónico nuevo. La pantalla se apagó y ya no hubo marcha atrás; encenderlo hubiese sido mala idea, demasiado lento. Caminé hasta caer sobre la cama y pensé en lo ocurrido durante ese día.
El buen trato de Aksel para conmigo, demasiado raro para ser cierto. La visita de Thor, su beso en mi mejilla... mi mano la acarició como si con ello acariciara sus labios. Mi mente los recordaba a la perfección. La comisura que se extendía cuando sonreía mostrando sus perlas blancas; sus dientes se podrían confundir con esas piedras preciosas.
Cerré los ojos intentando dormir, pero no lo conseguía, estaba nerviosa. Un nudo en el pecho no me dejaba respirar en armonía, pero debía descansar. Respiré profundamente hasta que, por fin, el sueño se apoderó de mí y me llevó a otra esfera.
Abrí los ojos. La luz llevaba horas instalada en el cielo; me tapé la cabeza con el edredón y cerré los párpados con fuerza... pero ya no era posible volver a dormir, me había desvelado. Caminé como una sonámbula hasta la cocina e introduje una cápsula en la cafetera, aromatizando una vez más la estancia con la fragancia del café recién hecho. Me senté en el banco y bebí poco a poco, saboreándolo hasta terminarlo, consiguiendo que me despertara por completo, activando mis sentidos.
Lavé la taza, la coloqué en el colgador para que se secara y fui directa al móvil. Mensajes, actualizaciones y más actualizaciones del sistema me esperaban. Tardé unos minutos en ponerme al día. Miré la hora, sólo eran las diez de la mañana, había dormido muy poco. Como ya era imposible intentar dormir algo más, negué con la cabeza mientras abría el correo electrónico una vez más. Vi un mensaje de Markel y me quedé atónita: era imposible, apenas habían pasado unas horas desde que yo le había enviado el correo con la continuación, ¡¿cómo podía lograr escribir en tan poco tiempo?!, ¿acaso no tenía vida?, ¿un trabajo que le obligara a desconectar ocho horas al día? Bueno, estaba hablando la que actualmente estaba de excedencia y tenía todo el tiempo del mundo, podía ser que él pasara por un momento similar al mío... Y, por primera vez, la curiosidad por saber más de él apareció, despertando un interés que hasta ese momento no había tenido. No sabía nada de ese desconocido, solamente una dirección de correo electrónico, la cual no llevaba a un perfil de Google ni nada por el estilo.
Abrí el archivo y sí, ya había escrito su parte. Sin duda alguna, ese hombre no tenía vida. Se me escapó una sonrisa burlona mientras cogía el ordenador y lo llevaba conmigo al sofá para poder leerlo detenidamente, para saber qué me depararía. Si tenía claro cómo debía continuar la narración, ya podía ir olvidando las fantasías que había creado en mi mente, pues, una vez más, él desbarató las posibilidades que yo había barajado. Continué leyendo e imaginándome la historia que estábamos creando.
Darek —sí, así se llamaba el secuestrador. Él había elegido el nombre del protagonista; en parte era justo, yo había decidido el de ella— permanecía quieto a su izquierda, pero regalando caricias y pequeños besos a la mujer que tenía maniatada junto a él, por miedo a que ella no sintiera lo mismo y huyera de su lado. Ella se sentía dichosa al recibir sus atenciones, e incluso su mano acarició la nuca de Darek, consiguiendo destensarlo y que se sintiera en el séptimo cielo. Se acercó a ella para besarla, pero Chloe se apartó. Él se irguió y la miró atentamente, pero ella dirigió la mirada a su mano atrapada, expresando, sin decir palabra alguna, que quería que la soltara. Él se levantó y dudó. Tenía miedo, pánico a que ella se alejara de allí, no podía liberarla. A nadie más que a él le dolía verla de ese modo, pero no era posible, a menos que ella le asegurara que no huiría.
Caminó por la habitación dubitativo, sabía que no estaba actuando correctamente, pero ya no había vuelta atrás... o sí, todo dependía de la actitud de ella. Volvió a sentarse a su lado y se sinceró. Desde el primer día que se cruzaron en la calle, la deseó tanto que forzó toparse con ella a diario. Su único fin, día tras día, era estar unos segundos delante de ella y conseguir una sonrisa, que siempre le regalaba. Pero, la última noche, algo sucedió: se enteró de que se marchaba y tuvo claro que no sería capaz de soportar estar lejos de ella.
Le pidió perdón por actuar de ese modo, pero no pudo más que confesar que enloqueció y, sin poder remediarlo, sus lágrimas brotaron. Era sincero, estaba enamorado de ella. Chloe iba a interrumpirlo cuando él le posó la mano sobre sus carnosos labios para evitar una súplica o una protesta. Le pidió permiso para poder terminar lo que le quedaba por decir.
Continuó explicándole lo que sentía cada mañana cuando la observaba desayunar su café con leche con doble de azúcar, comer su ensalada a las dos del mediodía, e incluso cómo le gustaba darse un atracón a las seis de la tarde mientras iba camino del gimnasio.
Ensimismada por lo que estaba oyendo, permaneció en silencio sin creer que un extraño supiera tantos detalles de su vida. Ni ella misma era consciente de las manías que tenía. No sentía miedo, estaba expectante por saber más... hasta que él se levantó y, tras salir de la habitación y regresar con un café tal y como a ella le gustaba, se lo ofreció y le rogó que se sincerara con él. Necesitaba saber la posición de Chloe y a qué se debería enfrentar.
—Impresionante, qué sensibilidad tiene este hombre —grité al terminar de leer el capítulo y sentirme hasta emocionada por el amor reprimido de ese protagonista.
Cerré la tapa del ordenador portátil y durante unos minutos permanecí sentada mientras mi mente reproducía la historia por completo. Mi mirada perdida contrarrestaba con la sonrisa que se escapaba de la comisura de mis labios al ver el conjunto de imágenes unidas. Aún no tenía ni idea de cómo debía continuar, pero, la emoción de tener que seguir el hilo de lo que ya había escrito, me gustaba.
Era domingo y aún era temprano; había una exposición de pintura que hacía días que quería visitar, pero tenía un problema: desplazarme sin vehículo propio era imposible y no podía depender de mi padre o de Aksel.
Cogí el teléfono de casa y marqué el número de Grete; sonó durante unos segundos hasta que pude oír su voz.
Le expliqué que quería ir al centro de Oslo, pero que me sabía mal depender de mi padre. Ella no dudó ni un instante: me dijo que me acompañaría y así desconectaría de tantos hombres. Pasaríamos el día juntas. La idea me pareció divertida, hacía mucho tiempo que las dos no compartíamos un día a solas.
Me dirigí al baño y empapé mis rizos de espuma; luego me asomé a la ventana para ver qué día hacía y me pareció que no hacía mucho frío, así que continué amoldándome los rizos, intentando domarlos, y me coloqué un pañuelo de colores dorados y azul cielo en forma de diadema. Lo até en la nuca, dejando que las puntas sobresalieran por mi cuello.
Dibujé una delgada línea negra en el contorno de los ojos, e impregné mis labios de un brillo protector para que no se cortaran con el frío. Me miré al espejo y, tras producir un «cloc», provocado por la fricción de uno con el otro, conseguí que el color se fusionara con la tonalidad de mis labios. Ya estaba lista para continuar vistiéndome.
Me puse un vaquero claro, cogí del cajón una camiseta básica de color negro de manga larga y me abrigué con una chaqueta de lana blanca, dejándola abierta. En caso de bajar la temperatura, podría abrochármela.
Fui hacia el armario de la entrada y me puse las botas blancas: su interior era de oveja; por tanto, la nieve no helaría mis pies. Me acerqué a mi escritorio y me cambié las gafas por las negras de pasta, mucho más grandes que las que llevaba a diario, eran idóneas. Oí el motor del coche, así que terminé de recoger lo que me faltaba y salí rápidamente.
De camino a Oslo, no paramos de hablar. Ella era una mujer fuerte, pero liderar a tres hombres resultaba muy difícil. Más aún con el problema de Fredrik, con quien, por mucho que lo obviáramos y nadie hablara de ello, el día a día era complicado, principalmente para ella. Era la que lo sufría las veinticuatro horas.
Al llegar, nos dirigimos primero a la cafetería más cercana. Al entrar, estaba repleta de personas disfrutando de sus bebidas calientes, incluso algún que otro almuerzo. El ajetreo me alegró; normalmente no lo veía y, de vez en cuando, también lo necesitaba. En el fondo añoraba el ambiente madrileño. Los domingos, mi padre y yo bajábamos a comer unas porras con chocolate y era la niña más feliz del mundo. Desde que nos trasladamos aquí, ya no comía ese delicioso dulce, me conformaba con las berlinas que comprábamos de vez en cuando.
Nos sentamos en la mesa más cercana a la vidriera, para poder observar la calle, y pedimos un café y una berlina de chocolate blanco cada una. Grete estaba muy interesada en saber cómo me sentía al estar de excedencia y no tener la rutina de ir al aserradero. Se tranquilizó cuando le expliqué que el blog ocupaba parte de mi tiempo.
Además, me sentía tan alegre y emocionada que le comenté lo que estaba escribiendo; confiaba en ella como si fuese mi propia madre, era mi confidente, y la única que me podía aconsejar y redirigir en caso de estar mal encaminada. Estuvo muy atenta a todo lo que le expliqué; le hice prometer que no se lo diría a mi padre, ya que, de momento, no sabíamos qué iba a pasar con esa novela. Ella me animó a seguirla y a conseguir que fuera un éxito.
Su muestra de cariño y aprecio me hizo recordar el momento justo cuando Grete entró en nuestras vidas... un momento delicado en el que opté por dedicarme a leer y escribir en mi diario, de ese modo me evadía del mundo, hasta que conseguí asimilar los cambios y me adapté perfectamente a mi nueva vida. Ella era muy observadora y desde un principio supo que escribir en el diario era más que una simple escapatoria emocional. Escribir me gustaba, ella lo tenía claro y siempre me animó a no abandonar mi afición. Fue la primera persona que me regaló un libro, aparte de mi padre, obviamente. Me sentí querida, y siempre fue detallista conmigo. Había logrado ganarse mi corazón y la traté como a una madre.
La miré; estaba delante de mí, acabando de comer y con una sonrisa en los labios junto a aquella mirada dulce que siempre me entregaba; sin duda, era mi madre. Porque, aunque muchos no estén de acuerdo conmigo, una madre no es la que engendra un bebé, sino la que lo cuida, vela y se preocupa por él. La persona que está dispuesta a dejarse la piel para que esa personita sea feliz. Y, para mí, ella había sido esa persona, y le debía mucho.
Terminamos nuestro tentempié y salimos en dirección el centro cultural. De la entrada colgaban dos grandes lonas anunciando la exposición; dos grandes palabras cobraban vida por si solas: «Haven Art». Raro sería encontrar a alguien que no reconociera ese nombre, era la escuela de arte más prestigiosa de Nueva York.
Subimos dos peldaños y entramos en el salón. No lo reconocí y Grete tampoco, a juzgar por su mirada... Lo habían adaptado a la exposición, tanto que las paredes viejas, algunas agrietadas, habían desaparecido, siendo sustituidas por unas blancas brillantes. Seguimos avanzando hasta un primer mostrador, donde se encontraba una joven asiática.
—Buenos días, bienvenidos a la exposición de Haven Art. Mi nombre es Yué. Seré la encargada de enseñarles nuestras joyas más preciadas.
Se dirigió hacia el grupo que aguardaba en la entrada, junto a nosotras. En total éramos unas diez personas, deseosas de conocer la exposición. Para amenizar la espera, nos entregaron unos folletos en los que se mostraban algunas de las obras que podríamos disfrutar. Mientras lo leía, Yué nos invitó a pasar a una de las primeras salas, así que guardé el folleto en mi bolso para no perderme ningún detalle.
Grete me agarró del brazo para que continuara sus pasos y seguimos al grupo. El erotismo era obvio en aquel lugar y la sensualidad, la imagen general que desprendía. «Me será muy útil», sonreí al pensarlo. Observé las primeras obras; la guía nos indicó que aquéllas eran suyas y nos explicó el fin que pretendían y la técnica que había utilizado.
Conforme pasábamos por cada grupo de obras, cada uno de un pintor distinto, podíamos distinguir el estilo tan personal de cada uno de ellos. La exposición me estaba encantando, podría pasarme horas allí.
Estábamos aproximadamente en la mitad del recorrido cuando una joven se acercó para ofrecernos una bebida. Grete me dio un codazo al reconocer a la chica, era Assa; no me había dicho que trabajara allí, pero no era de extrañar, siempre había ido en busca de un trabajo de modelo o azafata en el que ser el centro de atención. Su sonrisa lo demostraba; los halagos de los visitantes conseguían que su autoestima se elevara por momentos, estaba disfrutando. Cuando se acercó a mí, se paralizó, no me esperaba, pero, tras dos segundos de confusión, me ofreció una bebida y me preguntó qué hacía en aquel lugar. Contesté a su absurda pregunta con una obviedad: ¿qué iba hacer allí?, lo mismo que todos, ver la exposición.
Estuvimos unos minutos sentados en unos cómodos sillones, haciendo un descanso programado por Yué, hasta que ella nos invitó a continuar con la visita.
El segundo grupo de obras pertenecían a un pintor llamado Claudio; era la primera vez que veía una pintura suya, pero el amor que desprendían esas miradas era sensacional, transmitía amor puro y verdadero en cada lienzo expuesto. Acto seguido, continuamos con las obras de María. La guía hablaba de ellos bastante emocionada, como si los conociera íntimamente, o quizá fuera que realmente disfrutaba de su trabajo.
Eran más sensuales, las formas de los cuerpos entregándose a varios a la vez resultaban explosivas. La sensualidad en estado puro a merced de otros. Esa pintora me había sorprendido. Me propuse memorizar muchas de las escenas para poder utilizarlas. Sin duda aquella exposición había sido un descubrimiento, un ir y venir de sentimientos e ideas que, por instinto, relacionaba con la historia que estábamos construyendo.
Una vez que nos marchamos, Grete y yo comentamos lo que habíamos visto durante el recorrido, pues apenas habíamos hablado durante la visita, ya que ambas estábamos inmersas en los cuadros. Al salir, las dos pudimos intercambiar opiniones, durante bastante tiempo, sobre todas y cada una de las obras, mientras almorzábamos en el restaurante que se encontraba al lado del centro cultural.
Una vez finalizada la comida, Grete fue al servicio y yo aproveché para mirar las últimas notificaciones y contestarlas. Hecho esto, sólo me quedaba una cosa por hacer; como parecía que no regresaría pronto a casa, debía publicar la entrada que tenía en el borrador de mi blog.
Estaba identificándome en la aplicación cuando se sentó delante de mí; la miré a modo de súplica y asintió. Tenía unos minutos para publicarla y no le molestaba. Entré, comprobé que todo estuviera correctamente escrito y pulsé sobre «Publicar».
—Gracias, ya está listo.
—Benditos los dichosos teléfonos, ahora podéis hacer de todo con ellos.
Sonreímos las dos y nos dispusimos a salir del restaurante. Paseamos por las calles de Oslo agarradas del brazo, en busca de una tienda que a Grete le apetecía visitar. Años atrás comenzó a hacer manualidades para liberar tensión; creaba broches, llaveros y colgantes; cualquier cosa que le propusiéramos, era capaz de hacerla.
Entramos en ese comercio teniendo claro lo que necesitaba. Pidió veinte camafeos; los eligió de diferentes formas. Hasta que ella no me explicó qué era esa pieza, en la que después pondría una foto o una decoración y se convertiría en un precioso colgante, no tenía ni idea de qué era un camafeo. También adquirió unas cadenitas de color plata brillantes y envejecidas.
Me explicó que las vecinas estaban entusiasmadas con sus colgantes, tanto que muchas de ellas le habían pedido que les pusiera la foto de su marido y, algunas, de sus hijos o nietos. Yo sonreí. Grete se sentía feliz porque, con su buena fe, ya que no les cobraba nada, conseguía una sonrisa de esas personas y eso le llenaba.
Salimos de la tienda de abalorios y nos dirigimos a una pequeña de telas y lanas. Mi madre tenía unas manos divinas para crear con ellas. Vi una lana de color negro con unos pequeños hilos entremezclados de color plateado que me encantó; la miré e hice un puchero. Me entendió al instante: quería una bufanda y un gorro hechos con esa lana. Le pidió dos ovillos a la tendera y, tras elegir unas telas, que aún no sabía para qué serían, salimos a la calle.
—Vaya tarde de compras —bromeé al ver la enorme bolsa que llevábamos llena de telas, ovillos y abalorios.
Pasamos por una librería y mis ojos se colaron al interior en busca de alguna portada nueva. Grete me dio un pequeño empujón y entramos en ella. Recorrí las estanterías y me gustó un título; era de un autor de Oslo que siempre leía. Ése en concreto nunca lo había encontrado, así que lo cogí sin dudarlo. Me dirigí hacia la sección de libros internacionales y busqué los que estaban editados en español; los necesitaba para hacer las reseñas en mi blog. Vi varios que tenía en mente y elegí dos de ellos. Por ese día consideré que ya era suficiente, sino terminaría con mis ahorros y mi excedencia se iría al traste, ya que tendría que rogarle, no mucho, a mi padre que me readmitiera antes de la fecha.
Pagué. Aunque Grete me los quiso regalar, no se lo permití. Salimos y fuimos en busca del coche; ya eran las seis y necesitaba escribir el capítulo. Aún no tenía la menor idea de cómo ni hacia dónde lo iba a encaminar, pero estaba deseando ponerme frente al ordenador y dejar volar la imaginación. Había desconectado todo el día de él, pero seguro que, cuando llegara, conseguiría algo interesante que desarrollar.
Íbamos de camino cuando una moto nos adelantó muy de prisa y luego aminoró la velocidad hasta ponerse al lado de mi ventana. No sabía quién era hasta que subió la visera de su casco y me guiñó un ojo, para luego acelerar y perderse en el horizonte.
Grete no dijo nada. Lo reconoció al instante y suspiré fuerte. Una vez más, Thor se dejaba ver. No entendía por qué había vuelto, pero no debía darle importancia, no lo merecía.
—Dunia, cariño, necesitas un coche. — Grete interrumpió los pensamientos; seguro que lo hizo a propósito para apartarme de ellos durante un rato.
—Ya sabes que el que tenía se rompió y no puedo comprarme otro, y menos ahora ... que no trabajo.
—Podemos arreglar el tuyo o adquirir uno de segunda mano. Será un préstamo; cuando puedas, ya nos lo devolverás. Si tienes que moverte, es imposible que lo hagas a pie y aún menos en bicicleta, hace mucho frío.
—Deja que lo piense —contesté seria, valorando aceptar, ya que era lo más práctico.
Seguimos circulando a una velocidad prudente hasta llegar a mi casa, pues el asfalto estaba helado y en un descuido podíamos salirnos de la carretera. Me despedí de ella y le agradecí que hubiera venido conmigo. Entré y lo primero que hice fue poner leña en la chimenea y conseguir una llama lo suficiente potente como para calentar toda la estancia. Permanecí sentada durante unos segundos delante de ella, hasta que me sentí templada y con ánimos de quitarme el abrigo y colocarlo en el perchero.
Cogí la bolsa de cartón en la que esperaban los tres libros que había comprado y coloqué dos de ellos en la estantería. Me quedé con el tercero, el del autor noruego, que era muy cortito, apenas cien páginas, y me senté en la alfombra, apoyada en el asiento del sofá, para comenzar a leerlo.
Cuarenta minutos después y fascinada por lo que aquel hombre lograba transmitir con bellas palabras, quedé ensimismada pensando en la historia tan bonita que acababa de leer. Al día siguiente era lunes y debía promocionar una lectura, y ésta era especial... pero había un impedimento: el idioma, pues dudaba de que estuviera traducida al español.
Cogí mi ordenador portátil y abrí el buscador. Escribí el título del libro y, después de un espacio en blanco, la palabra español, luego pulsé en «Buscar» y, para mi sorpresa, aparecieron cientos de enlaces. Había un portal de venta de libros que, en formato digital, lo tenía disponible. Sonreí, era la mejor idea que había tenido en todo el día.
Abrí el escritorio de mi blog y me dispuse a escribir la entrada; primero un pequeño párrafo anunciando que presentaba una lectura de un nativo noruego que me fascinaba desde hacía años. Expliqué cómo había encontrado aquella pequeña historia e incluí el link a través del cual podían acceder directamente a su compra.
Tras insertar una imagen de la portada y copiar literalmente la sinopsis, di por finalizada la entrada. Abrí mi correo electrónico y comencé a leer los mensajes entrantes. Dediqué un rato a contestar y navegar por los comentarios de las personas en las redes sociales.
Esther estaba conectada y durante un rato estuvimos charlando acerca de lo que habíamos hecho durante el día. No mencionó en ningún instante cómo llevaba el capítulo, sabía que no lo había escrito todavía. Se estaba organizando otro club de lectura, esta vez en Barcelona, pero yo no podía acudir, no era factible, aunque me hubiera encantado asistir. Pero, sólo el viaje, era un coste alto. Cuando terminara el invierno, seguramente sí podría ir unos días a su casa; hasta entonces debía conformarme con el contacto a través de Internet.
El timbre de la puerta sonó; no sabía quién era y tampoco esperaba a nadie. Caminé sigilosamente y vi a Assa dando pequeños saltitos mientras permanecía de pie.
—Abre, Dunia, que hace demasiado frío —gritó mientras golpeaba la puerta. Sonriendo, abrí y la dejé pasar. Llevaba días sin presentarse en casa; ahora sabía que era porque estaba trabajando en la exposición y no tenía tiempo.
—Deberías abrigarte un poco más, si no quieres caer enferma.
—No me dejan, es el uniforme. En el centro hay calefacción, pero, cuando salgo, me hielo.
—¿Por qué no te cambias antes de salir?
—No, me verían vestida como a una más. —Su indignación por su absurda asociación de abrigarse con ser una cualquiera, me enervó.
La conocía y sabía cómo era, pero tenía muy claro que se daría un golpe enorme cuando se desvaneciera su burbuja, esa que se había construido de fantasía, y después no asumiría su estatus de normal como cualquier vecino de Oslo.
Su visita no era casual; después de mostrarse nerviosa y callada, comenzó a hablar... directamente sobre Thor. Según ella, no era el mismo; estaba ausente, vagando por la ciudad, y eso no era normal en él.
Yo no me había dado cuenta de ello, estaba más preocupada de que no se acercara a mí que de saber cómo se encontraba o simplemente averiguar el motivo de su regreso. La mayoría de la gente del pueblo en el que residíamos resulta que sí lo comentaba.
—¿No ha venido a verte?
—Sí, pero no le di tiempo a explicarse. Assa, me conoces y no quiero que vuelva como si nada.
—Pero ¿no tienes curiosidad? Se fue con una chica guapa y con dinero.
—Eso no lo es todo en la vida, son chorradas comparadas con lo que realmente necesitas para ser feliz.
—No te enfades...
—No lo hago, pero me molesta, porque encima tengo que preocuparme por él; es mayorcito.
—Lo siento, dejemos el tema a un lado. ¿Tienes algo para una cena de chicas?
Su sonrisa y su mirada presagiaban que no iba a irse tan fácilmente, debería aplazar la escritura del siguiente capítulo, ella no lo entendería. Sonreí y me dirigí a la cocina, abrí el congelador y saqué dos pizzas.
No acostumbraba a comerlas, pero las tenía para un imprevisto y éste lo era. Ella asintió feliz y encendió el horno para que se calentara. Mientras, le pregunté cómo había encontrado el trabajo de la exposición y por qué no me había comentado nada.
Me explicó que, para conseguir un trabajo importante de modelo o azafata, debía tener experiencia y esa prestigiosa exposición era un trampolín, ya que mucha gente importante acudía a ella. Añadió que permanecería abierta cuatro meses y que, el día del cierre, harían una gran fiesta a la que acudirían los dos directores de la escuela de arte de Nueva York e incluso el anterior director, un señor muy respetado.
El brillo de sus ojos denotaba la ilusión que tenía por lograr ser conocida, todo lo contrario que yo, que prefería pasar desapercibida. Pero me alegraba por ella. Si eso era lo que quería, deseaba que lo consiguiera.
Oí el sonido de un mensaje de mi móvil y le indiqué que metiera la pizza en el horno, que volvería en breve. Fui hasta el bolso, que estaba en el sofá, y rebusqué. Toqué un folleto, lo saqué y lo miré. Lo reconocí en seguida, era el que me había entregado la guía en la exposición. Lo dejé en la pequeña mesa de madera y por fin localicé el móvil. Era Esther; me preguntaba por qué había dejado de contestarle de pronto y lo recordé: al llamar Assa, me olvidé de despedirme de ella, así que le contesté escribiendo un «amiga en casa, después te cuento, corto» y dejé el móvil encima del folleto, sobre la mesa.
Caminé hasta la cocina y el olor que desprendía la pizza de pepperoni inundó mis fosas nasales. Nos sentamos en el banco de la cocina hasta que el «pip-pip» del horno nos avisó de que ya estaba lista. Cogí la manopla, saqué la bandeja y coloqué la pizza en un gran plato de cerámica, mientras ella cogía la bebida; nos sentamos en la mesa a comerla, haciendo tiempo para que se hiciera la siguiente.
Como siempre impaciente, mordí la punta del triángulo de pizza que había cortado. Lo único que conseguí fue quemarme la lengua y el labio, teniendo que dejar la boca abierta y abanicármela con una mano intentando que se enfriara, mientras Assa se reía de mí.
Continuamos cenando hasta terminar las dos pizzas. Ella se propuso para ayudarme a recoger, pero no la dejé. Le dije que al día siguiente, cuando despertara, lo haría, que no tenía nada que hacer. Salimos al salón, cogí unos listones de leña, que Aksel siempre me traía para pasar el fin de semana, y conseguí avivar las llamas.
Nos sentamos en el sofá y, tras decidir poner una película, hice al microondas unas palomitas y nos tumbamos a verla. Después de media hora atenta a la trama, que era más previsible de lo que me esperaba, vi una luz azul que parpadeaba a través de la funda del móvil. Alargué la mano para cogerlo, pero mis dedos toparon con el folleto de la exposición; lo cogí y estuve releyéndolo y observando cada una de las imágenes que había en él. Vi una que no reconocí, al menos no recordaba haberla visto.
—Assa, este cuadro, ¿dónde estaba? No lo recuerdo.
—Chis.
—Perdón. —Dejé el folleto al lado de mi pierna en el sofá y continué viendo la película. Al final consiguió llamar mi atención y que un par de escenas me hicieran sonreír. Cuando acabó, llevé los dos cuencos vacíos de palomitas a la cocina y, cuando regresé, Assa tenía el folleto en las manos.
—Esta obra no la has visto, sólo se verá en la fiesta de cierre.
—Es preciosa, ¿cómo se llama?
—Dulce remanente de pasión. Tiene una historia que nadie quiere confirmar, pero yo la creo. Un estudiante vino hace unos días y comentó que ésta era la obra estrella, porque la habían pintado María y Claudio, los directores actuales de la escuela de arte. Según cuchicheaban los presentes, la pintaron con sus propios cuerpos. ¿Te imaginas? Sólo de pensarlo, me da la risa, los dos encima del lienzo, pintándose y... Pero no sólo eso, también dijeron que a ella, a María, le van las relaciones duras, que la aten... no pude oír más porque Yué los interrumpió.
—La guía, ¿no?
—No sólo es la guía, es la socia de María. En Madrid tiene una galería espectacular, por lo que se habla allí. Pero le gusta tanto que no le importa hacer de guía.
—La puedo entender; si es pintora, qué mejor que mostrar sus propias obras.
—Si tú lo dices, yo no aparecería. Seguro que mi valor ascendería, más que estando todos los días in situ.
Ni le contesté, su interpretación era absurda, así que me quedé pensando. Una imagen viajó a mi mente: cuero, en forma de arnés, de esposas, cintas que cubrían el cuerpo de hombres y mujeres... Ella continuaba hablando, pero no escuché palabra alguna de las que dijo. Yo estaba uniendo ideas que iba a utilizar en la historia que estaba escribiendo de Chloe. Esther se había salido con la suya, todas ellas llevaban a un camino, a la erótica.
Miramos el reloj y Assa, al ver la hora, decidió regresar a casa, al día siguiente debía trabajar y se había hecho tarde. Me quedé sola y pensé que por fin podía continuar con mi capítulo. Seleccioné unas canciones de mi lista de reproducción y encendí el ordenador.
Mientras arrancaba, me puse el pijama y me quité el pañuelo que llevaba en el pelo para recogérmelo. Me senté delante de la pantalla y miré hacia la ventana. Mis manos permanecían inmóviles sobre el teclado, hasta que comenzaron rítmicamente a teclear lo que mi mente les mostraba.
Chloe tenía una oportunidad, la única para convencerlo y ser liberada, y no la iba a desaprovechar. Su cuerpo se relajó; sus dedos dibujaron espirales en la nuca de él. Tras tragar su propia saliva, aún con sabor a café, le dijo que ella también lo había visto a menudo, aunque nunca quiso que él lo supiera. Siempre intentaba despistarlo y esconderse, así podía observar su rostro cuando sentía que la había perdido. Disfrutaba viéndolo sufrir por ella; aun siendo un desconocido, algo tenía... y por eso, día tras día, deseaba coincidir con él. Y así era; cuando pensaba que no lo iba a ver, se sentía vacía, pero en ese instante lo divisaba a lo lejos, con el rostro desencajado, y lo relajaba al cruzar las miradas. La postura de él se irguió, no esperaba esa revelación; la había hecho cautiva sin saber que estaba encantada de serlo. Intentó hablar, pero no pudo, ella lo besó dejándolo sin aliento. Las manos de Darek permanecieron flotando, sin saber dónde colocarlas, hasta que Chloe agarró una de ellas y la posó sobre uno de sus pechos, mientras seguía interiorizando su beso. La lengua de ella jugaba en busca de la de él... la enredaba, la acariciaba y mordía su labio para provocar alguna reacción en el joven... pero seguía aturdido. Bajó su cuello hasta apoyarlo en la almohada mientras el dedo índice de él cobraba vida: con miedo, acariciaba el pezón, que en unos instantes se endureció, ansioso de más contacto. El sexo desnudo de ella se humedeció. Él respondió a sus besos con ansia; deseaba tanto besarla que por unos minutos temió que fuera un sueño. Pero no lo era, estaba sucediendo. En vez de intentar huir, la belleza que tenía bajo su cuerpo le correspondía. Su mano derecha se posó sobre su muslo; ella abrió las piernas deseando que sus caricias fuesen directas a su sexo, pero él, al llegar a la ingle, se paró y la miró sorprendido. Su mirada emanaba fuego; estaba caliente, excitado, más de lo que hubiera imaginado en sus sueños.
Ella le preguntó por qué se detenía y él, tras un largo suspiro, le dijo que no llevaba ropa interior. Ella se carcajeó y le explicó que, cuando llamó a la puerta, acababa de salir de la ducha y sólo le había dado tiempo a ponerse ese vestido. Chloe bajó una mano y obligó a la de él a tocar su sexo: estaba empapado, palpitante y necesitado de que lo mimasen.
Una sonrisa lasciva de Darek fue el detonante para que bajara lentamente en esa dirección; se colocó justo delante y, al ver que estaba inflamado y depilado, se relamió los labios. Ella, al ver ese gesto tan sensual, movió sus caderas intentando sentir su contacto. Los dedos de él acariciaron suavemente sus labios vaginales. Demasiado lento para Chloe, la necesidad de ella crecía y su respiración entrecortada no ayudaba; lo miró y luego al techo, intentando respirar hondo, para encontrar la paciencia que no tenía. Las yemas de Darek subieron en forma de círculos, hasta llegar al clítoris, abultado y caliente. Sobre las piernas de ella descansaba su fuerte y palpitante miembro, que no dudó en acariciar con los pies.
Acercó el rostro mientras emitía un suave soplido que provocó un gemido de ella; la miró y sonrió ladino, sabía que estaba excitaba, que necesitaba que siguiera.
—Se pone emocionante... —Mientras escribía, imaginaba cada imagen a cámara lenta para conseguir detallar al máximo la escena, para lograr que algo soez pareciera poesía y despertara sentimientos o emociones a quien lo leyera. Di un trago al vaso de agua que tenía al lado del teclado y continúe.
Ella lo miró; le suplicaba en silencio, le dolía permanecer a la espera. Necesitaba pasar a otro plano, y así fue: Darek lamió fuerte su sexo mientras sus manos obligaron a sus piernas a permanecer abiertas para tener un acceso total.
Las caderas de ella subían y bajaban en busca de su boca, de su lengua, de sus dientes. Los pequeños mordiscos que Darek le iba dando dejaban un pequeño reguero de saliva, que después recogía con su pulgar para ofrecérselo a Chloe.
Ella abrió la boca y, con la lengua, jugueteó con el dedo que desprendía olor a sexo, a su propio deseo. Lo lamió y succionó mientras él repetía los actos de ella sobre su pubis. Chloe entendió el juego y con su boca enseñó a ese jugoso dedo lo que quería que le hiciera, tanto que en pocos minutos consiguió que un pequeño espasmo anunciara que ya estaba llegando al límite de su deseo.
Pero a Darek no le importó, no pretendía terminar en ese instante. Profundizó sus movimientos, consiguiendo saborear el dulce deseo que ella desprendía en esos instantes. La respiración de Chloe y un jadeo gutural dieron paso a la tranquilidad, a unas caricias en su sexo que lograron estremecerla.
Las manos de él subieron la fina tela morada, dejándola apartada junto a su mano maniatada. La miró, pero no quiso aún liberarla, debía demostrarle que podía ofrecerle más.
Se puso de pie y observó, desde esa posición, sus pechos erguidos de gran tamaño, que descansaban tímidamente hacia los lados. Bajó la mirada hasta su sexo, protuberante y enrojecido, y lo contempló mientras se mordía el labio. Sacó de un bolsillo un preservativo y rasgó el envoltorio con sus dientes. La miró y, sin apartar los ojos de ella, se lo colocó cubriendo toda su longitud. Era grande y estaba duro, preparado para empezar a jugar en el interior de Chloe.
Ella estaba tumbada, deseosa de ver qué más sería capaz de hacer ese supuesto chico tímido que había demostrado tener unas habilidades muy importantes en lo que a sexo se refería.
—¡Madre de Dios, qué calor tengo! —Reí al sentirme excitada, pensando en lo que acababa de escribir. La temperatura en mi cuerpo había subido tanto que necesitaba levantarme de aquella silla. Siempre negaría que me hubiera excitado escribiéndolo; si no, pensarían que era una depravada.
Bebí un vaso de agua y dejé caer mi cuerpo sobre la cama. Llamaron al timbre, pero no quería levantarme, estaba muy cómoda. Como no hacían más que insistir, me levanté; llevaba tan sólo un pequeño vestido negro de raso, pero no me importó. Abrí la puerta y allí estaba Thor, apoyado en el marco de la misma. Me miró de arriba abajo y suspiró. Sus ojos me fulminaron, podía ver las llamas de fuego en sus pupilas, como si llevara lentillas con esa imagen grabada. Quería cerrar la puerta, pero no, esta vez no lo permitió. Dio una gran zancada y yo reculé unos pasos hasta topar contra la pared. Su cuerpo se pegó al mío y mi espalda se arqueó; hacía mucho que no lo sentía y no podía obviarlo, aún seguía enamorada de él.
Me besó y mis sentidos se perdieron entre sus labios. Me agarró de las axilas y, colocando las piernas alrededor de sus caderas, lo miré a los ojos y lo besé. Necesitaba recuperar los besos que había perdido, que había entregado a otra mujer; los quería todos para mí. Sus manos se colaron bajo mi vestido; al notar mi piel, respiró de forma brusca, caminó hasta llegar a mi habitación y me lanzó sobre la cama. Conocía perfectamente aquel lugar. Se quitó la camiseta y los pantalones lo más rápido que pudo, para luego dejarlos tirados a un lado de la cama. Yo seguía apoyada sobre mis codos, observando cada músculo; había ganado volumen desde la última vez que hicimos el amor, ahora era más salvaje. Sentía en su mirada que me había echado de menos.
Se colocó sobre mí y, sin previo aviso, me embistió, con una fuerte y directa acometida que consiguió que gritara. Su cuerpo se movía al ritmo de la música que sonaba en ese momento y yo me dejaba hacer; estaba otra vez a mi lado y, por mucho que lo negara, lo necesitaba.
Tras un sinfín de besos y de repetir «perdón, muñeca, he vuelto y no me iré nunca más», nos fundimos entre las sábanas.
Abrí un ojo y mi sonrisa era esplendida. Puse una mano al otro lado de la cama, pero no había nadie. Me senté sobre ella y, tapando mis pechos con la sábana, busqué alrededor, pero no estaba, se había ido. Crucé las piernas y me llevé las manos a la frente, me froté luego los ojos y noté el jersey que llevaba. Quité la sábana y miré mi cuerpo, estaba cubierto por un pijama azul celeste, no un vestido de raso negro. Todo había sido un sueño, una fantasía provocada por lo que escribí momentos antes de quedarme dormida.
Sacudí la cabeza intentando alejar lo estúpida que me sentía, y me dejé caer, tumbándome una vez más sobre la cama.