Capítulo 40

 

Te avisé de que mi madre era una hippie

 

 

Oí el sonido de mi teléfono, pero estaba derrotado, la noche anterior estuve despierto hasta altas horas de la madrugada. Pero quien quiera que estuviera llamando era insistente. Esperaba que no fuera Javier, aunque sabía que necesitaba que ella le firmase el contrato, y a Dunia le interesaba más que a él. Estaba convencido de que él podía conseguir que ella tuviese los mejores contratos editoriales, pero para ello debía confiar en él y sabía que no iba a ser nada fácil.

Si no hubiera aceptado ir a ese maldito estreno, no me habrían hecho fotos con Penélope, pero ya era demasiado tarde: Dunia estaba muy enfadada con él, y la entendía. Debería hacerle ver que no era tan malo; al menos, profesionalmente, era el mejor, de eso no cabía duda. Yo no sería quien era si él no hubiera confiado en mí cuando aún no era nadie.

Maldije entre dientes y me moví con cuidado de no despertarla; cuando dormía tan plácidamente estaba tan bella... nunca había sentido nada igual por otra mujer. Normalmente, después de una noche de sexo como la que habíamos tenido nosotros unas horas atrás, le habría dicho que se marchara, que no era nada serio... pero con ella nada era tan sencillo.

En Valencia sentí que la tenía que alejar de mi lado, pero, cuando estaba entre sus brazos, me sentía tan... no sabía ni cómo explicarlo, era una sensación que no había experimentado jamás. Y ésta fue creciendo hasta que lo había dejado todo, mi casa, mis trabajos, por estar allí, en su casa, en su vida, y me sentía feliz. Nada me importaba más que estar con ella.

Miré la pantalla del teléfono, que estaba en silencio; no habían dejado de llamar y, al revisarlo, vi que se trataba de mi madre. Era muy raro que me llamase, no dejé de sorprenderme.

—Dime.

—Hola a ti también, hijo.

—¿Qué quieres?

—Saber de ti, ¿es tan raro?

—Sí, y lo sabes.

—¿Por qué hablas en voz baja...? Estás con una chica —afirmó sonriendo mientras yo suspiraba y no sabía qué responder.

—Afirmativo, nada más que decir.

—Hijo, necesito que vengas. Debes firmar un papel.

—No pienso viajar para firmar un puñetero papel.

Salí al salón y me senté en el sofá mientras ella insistía en que tenía que ir, añadiendo que no me quedaba otra opción y que, si no lo hacía, perdería mucho dinero. «Maldita sea», murmuré entre dientes. En ese momento no podía irme, acababa de llegar, le había prometido que estaría con ella. «¿Cómo diablos le digo que me voy a Alemania un par de días, como si nada? No quiero ir, no pienso ir. Me da igual el dichoso dinero, lo doy por perdido.»

—Hijo, son cincuenta mi...

—Joder, mamá, ¿por qué siempre apareces para jorobarme la vida?

—Ven con ella, firmas y te vas.

—¿Para que hagas lo de siempre? ¿Para que la espantes con tus absurdas paranoias de que me quieren desde que soy famoso?

—Ven y se acabó.

Finalizó la llamada y me llevé las manos a la cabeza. ¿Por qué demonios admití poner su empresa a mi nombre? Era la más extraña que había visto jamás, y lo más increíble de todo era cómo podía vender sus ideas a las compañías más importantes del mundo.

Volví a la habitación y ella todavía permanecía dormida. Era preciosa. Me encantaba cada uno de sus rizos; aunque ahora estaban descontrolados, eso más bien me excitaba... verla con el cabello revuelto y los labios rojizos e inflados de besarlos posesivamente la noche anterior.

Pasé el dedo índice por su cara y se movió; la comisura de sus labios se curvó y un leve gemido me hizo sonreír. Me chiflaban los ronroneos que emitía mientras dormía; ella ni lo sabía, pero me tranquilizaba dormir con ellos. Cuando regresó a Noruega, me pasé días soñándolos, ansiando estar a su lado, observarla sin que ella fuese consciente de ello.

—Buenos días. —Oí su voz, aunque no me había dado cuenta de que se había despertado, estaba inmerso en mis pensamientos.

—Buenos días, Rizos. ¿Has descansado?

—Hum... imposible. ¿Cuánto he dormido?

—Unas... cuatro horas.

Se le escapó una sonrisa y se tapó la cara con las manos mientras negaba con la cabeza; era tan natural, tan dulce, que me volvía loco. No estaba preocupada por estar siempre perfectamente maquillada, como muchas chicas con las que me había acostado; ella estaba despreocupada, sonriente, y eso me enloquecía. Esa mujer podía conseguir cualquier cosa de mí, y eso me preocupaba, me confundía, porque era la primera vez que me sentía así.

—Duerme un poco más.

—No puedo, ya estoy despierta.

Sonó un mensaje en mi móvil y no pude evitar tensarme; sabía que era ella y hasta que no le dijera que iría no me dejaría en paz. Dunia me miró y esperó a que le explicase quién era. Sabía que no podía volver a fallarle, no quería que perdiese de nuevo la confianza que había recuperado, pero llevarla conmigo a ver a la loca de mi madre... no era buena idea. Bastante duro resultaba para mí, ver cómo vivía... era incompresible que, con el dinero que tenía, viviese como una hippie en una cabaña que amenazaba con caérsele sobre la cabeza cualquier día y rodeada de sistemas de reciclaje. Ése era el motor de su vida; no le estaba funcionando nada mal, pero, si me hiciera caso, si tuviera una fábrica en la que pudiera comercializarlo, conseguiría más beneficios... pero no, ella ya estaba cómoda en su vida, no necesitaba más.

—¿No miras el mensaje?

—Sé quién es, prefiero estar contigo.

—Markel... no quiero mentiras.

—Hasta ahora no te he mentido: sé quién es y paso de leerlo, prefiero tenerte en mis brazos como estamos ahora.

—¿Así que es una chica?

—Una por la que no hay que preocuparse. —Noté el abismo, la distancia que acababa de alejarnos el uno del otro... «pero ¿cómo le dices a tu novia que no quieres que conozca a tu madre?»

—Perfecto. Me voy a dar una ducha.

Sabía que eso ocurriría. Javier ya me lo había advertido, pero yo creí que podría controlarlo. Acababa de ver decepción en su rostro, aunque mi negativa no tenía nada que ver con lo que ella imaginaba. Sabía que, cuando conociera a mi madre y descubriese quién era realmente, eso sí que sería una decepción para ella. Lo era para mí mismo; desde bien pequeño me había avergonzado de ella, y por ello siempre había querido luchar por conseguir lo contrario.

Ella se conformaba con una choza, yo me compraba un chalet a las afueras; ella se desvivía por reciclar, yo no separaba un maldito envase e incluso los depositaba intencionadamente en el contenedor equivocado; ella guardaba todo su dinero, yo lo malgastaba, sintiéndome mejor persona.

Pero ¿todo ello me hacía mejor persona? Lo peor de todo era por qué me lo estaba planteando en ese mismo instante. Siempre lo había tenido claro, tanto que había vivido como si mi madre no existiera. Cuando Dunia me preguntó si me sentía solo porque ella estuviera siempre ausente, no fui capaz de reconocer que lo prefería, ya que me avergonzaba de ella, aunque no lo admitiera.

Me apoyé en el quicio de la puerta para observarla. Estaba bajo el agua, con los ojos cerrados; no se había dado ni cuenta de que estaba allí y lo único que deseaba era abrazarla y volver a sentirme seguro, como siempre había sido. «Odio cuando flaqueo y sólo me pasa cuando estoy a su lado, algo despierta en mí que sólo ella ha sabido hacer.»

Me desnudé en silencio y la abracé por la espalda. Noté cómo respiraba hondo; bajó la mirada y se mantuvo quieta, sin decir nada... y eso me partió el alma, no quería estar con ella de ese modo y era capaz de cualquier cosa por evitarlo.

—Es mi madre —apenas balbuceé.

—¿Y por qué no querías decírmelo?

—Tengo que ir a verla.

—Yo te acompañaré, iremos juntos.

—No, prefiero ir solo.

Sabía que mi respuesta la había disgustado, no era la que esperaba, pero ¿qué podía hacer?, ¿en serio iba a ir con ella?, ¿debía mostrarle la mierda de vida que mi madre había elegido? Pero la quería, era mi madre...

—Dunia, yo...

—Si no me vas a decir la verdad, no me digas nada.

Respiré hondo. Tenía claro que, si seguía con mi máscara, lo más probable era que acabara perdiéndola, y eso era lo último que quería, así que no tenía más remedio que explicarle el único secreto de mi vida. Sólo Javier lo conocía, pero tenía que ser capaz de explicárselo: la amaba, y ella estaba por encima de todo.

—Nos duchamos y con una café te lo cuento todo.

—Trato hecho, pero no intentes disuadirme con tus masajes en la ducha, no se me va a olvidar.

—Lo sé. —Era muy consciente de que no lo iba a hacer. Sonreí, asentí y vertí gel de baño sobre la palma de mi mano; acaricié su suave piel, de la forma más delicada que supe. Me encantaba sentir su suavidad, me volvía loco tener entre mis dedos hasta el último centímetro de su piel.

Agarré sus caderas y la obligué a darse la vuelta, para que me mirase, y la besé; sus labios carnosos me recibieron y no pensé en nada, sólo en ella. Quería olvidarme de todo en ese instante.

Colé mi lengua en su boca y ésta me recibió; me atrapó lentamente entre sus labios y los rocé con los dientes... apretaría, pero sabía que le haría daño y, centrando todos mis sentidos en no lastimarla, me resistí. Mis dedos se clavaron en sus nalgas y la besé con fiereza.

Atraje su cuerpo hacia el mío, y nos miramos bajo la cascada de agua que estaba cayendo sobre nosotros. El olor a sexo había desaparecido, ahora solamente olía a jabón mezclado con el olor de su piel, que me invadía.

Necesitaba hacerla mía, no podía esperar. Besé su cuello y bajé hasta llegar a sus pechos; los atrapé con las manos mientras los lamía; me encantaba la forma de éstos, cómo se ajustaban a mis manos.

Me dejé caer de rodillas y tuve su sexo justo delante, así que llevé mis dedos a él y le separé los labios para introducir mi lengua en su abultado clítoris. Lo saboreé, lo excité y noté cómo no dejaba de moverse, apenas podía permanecer quieta. Miré hacia arriba y suspiré moviendo hasta el último músculo de su cuerpo. Me encantaba saber que la excitaba. Acaricié la zona hasta que, gracias a su flujo, mi dedo se coló dentro; apenas había tenido que hacer ningún esfuerzo, ella siempre estaba preparada para mí. Y eso me volvía loco, me nublaba la razón. Le mordí el clítoris y jadeó fuerte. Le gustaba; parecía una chica sensible, pero no lo era... le encantaba que la dominase, que fuera bruto, y eso a mí me desquiciaba. En ese momento la haría doblegarse y me la follaría con fuerza, pero me resistí. Hundí mi boca en su sexo y lamí desesperado; no podía parar, me encantaba su deseo. Posé uno de mis dedos en su ano y preparé la zona; un dedo estaba dentro de su vagina, consiguiendo que se excitase mientras tímidamente un segundo se adentraba en su segundo orificio. Era reacia, pero no me negó el acceso, confiaba en mí. Mataría por penetrarla por ambos lados a la vez. Sólo pensarlo sentí que me iba a correr, tenía que controlarme.

Estaba a punto de conseguirlo, se aproximaba, y no podía negar que estaba deseando que llegase el momento exacto para adentrarme en ella y poder liberar mi orgasmo. Mis dedos entraban por ambos orificios sin problema; le gustaba, se regocijaba en ellos. Sentí su temblor, se contrajo... era el momento. Me puse de pie para coger un preservativo que había dejado preparado y rodé mis dedos hasta que me cercioré de que estaba perfectamente colocado. Agarré su cintura y le hice girar para introducirme en su vagina de una estocada, provocando que gritase. Agarré su melena y me moví sin poder controlarme... seguí, no podía hacer nada más que moverme hasta que jadeó desesperada y me separé para poder vaciarme en el agua, perdiéndose nuestro deseo por la tubería.

 

 

Continuaba en el baño terminando de arreglarse; yo había preferido salir a la cocina, para preparar el desayuno y pensar un poco antes de enfrentarme a mi verdad. Para mí no resultaba nada fácil, pero sabía que un día u otro conocería a alguien que me enfrentaría a mis miedos, al único que tenía en la vida, y había llegado. Me paré frente a la ventana y medité cómo decirlo, pero no sabía cómo diablos comenzar. Saqué el teléfono del bolsillo y leí el mensaje que mi madre me había enviado.

 

Hay un vuelo para Berlín esta misma noche.

 

Llevé un puño a mis dientes ejerciendo presión e intenté relajarme, pero me resultaba demasiado difícil. Él único que podía aconsejarme era Javier; él me entendía y sabía que me diría la verdad.

Abrí la aplicación de WhatsApp y tecleé un mensaje.

 

Markel: Mi madre me necesita, ¿cómo diablos le digo a Dunia que es una loca hippie?, ¿qué va a pensar de mí?

 

Lo envié y recé para que me contestara antes de que ella apareciese por la puerta de la cocina... y así fue: mi mano vibró y lo leí esperando que su respuesta me ayudase a enfrentarme a ello más fácilmente.

 

Javier: Tío, esa mujer te quiere, así que dile la verdad. No vuelvas a cagarla; esta vez hazme caso, no gano nada con esto, te lo aseguro.

Markel: Gracias, no cuentes conmigo en dos días, viajo a Alemania con Dunia.

 

En ese momento noté que unas manos me rodeaban la cintura y que me besaban en la espalda. No sabía cómo describir lo que esa mujer hacía conmigo, jamás me había sentido tan perdido... haría lo que fuese necesario para que fuese feliz.

Puse una taza en la máquina de café, le di a un botón y al momento el olor inundó la cocina; el contenido poco a poco fue llenando la taza y luego se la ofrecí para que desayunase. La sonrisa que me entregó para agradecérmelo logró que mi corazón se acelerase. Me ponía nervioso, pero le besé la mejilla de forma segura, disimulando.

—No pretendas distraerme.

—No lo hago, ralentizo el tiempo.

—Markel...

—Siéntate, por favor —le rogué en tono bajo—. Mi madre me ha llamado porque necesita que vaya a Alemania a firmarle un papel. Tiene una empresa; bueno, está a mi nombre. Se dedica a ganar dinero para donarlo a asociaciones sin ánimo de lucro para personas necesitadas. —No parecía que la idea le desagradase; todo lo contrario, sonreía y su mirada denotaba interés—. Ella siempre busca ideas nuevas en el campo del reciclaje. Cree que nadie hace lo suficiente y, tras varios experimentos de locos, grandes empresarios se han interesado por ellos, con lo que ha ganado una fortuna. Sin embargo, vive como una vagabunda, en una cabaña desastrosa... pero ayudando a otros.

—¿Y eso qué tiene de malo, Markel?

—Tú no la has visto, da pena.

—Ella ha decidido dedicar su dinero y su vida a los demás, deberías sentirte orgulloso. Pienso ir contigo, vas a firmar lo que sea que tengas de firmar y quiero que te sientas orgulloso por la labor que lleva a cabo.

—¿Por qué no te he conocido antes?

—Porque no era el momento.

—Hace muchos años conocí a una chica, Javier era su representante, y me enamoré de ella. Yo apenas era conocido, pero ella me dijo que no le importaba en absoluto, que yo llegaría a ser alguien y que, juntos, creceríamos. Un día la sorprendí con un viaje romántico a Berlín; pasamos dos días disfrutando de un hotel increíble y después la llevé a conocer a mi madre. Cuando ésta la vio, la caló desde un principio; algo le dijo que ella se enfadó y, en cuanto llegamos a Madrid, me dejó porque no podía estar con el hijo de una vagabunda.

»Sentí que mi madre era la culpable de todo y se lo recriminé, me enfadé tanto que estuve años sin hablar con ella. Pero, poco a poco, fui cediendo, aunque no me siento orgulloso de la madre que tengo.

—Pues me parece espantoso que dejaras de hablar con tu madre por esa idiota. —Abrí los ojos de par en par al no creer lo que estaba oyendo—. No me mires así, jamás te apartaría de su lado por lo que tu madre sea... y menos porque haya decidido ayudar a los demás sin tenerse en cuenta a ella misma. Te pido que no la vuelvas a llamar vagabunda, porque es tu madre y la quieres. Me lo dicen tus ojos. Coge el portátil ahora mismo, tenemos que buscar un vuelo.

Me quedé de brazos cruzados, apoyado en el mueble de la cocina, sin moverme. Su aceptación era lo último que esperaba y no sabía cómo reaccionar.

—¿Quieres moverte...? Déjalo, ya voy yo.

Salió de la cocina y en pocos segundos estuvo de nuevo sentada sobre la mesa y buscando billetes. Javier tenía razón al decirme que le contara la verdad, ella no era como las demás. Era perfecta, la única que no se amilanaría al saber lo de mi madre.

—¿Quieres venir?

—Gracias.

—Te quiero, no hay nada más que decir. Ayúdame a buscar el vuelo.

—Según mi madre, hay uno esta misma noche. Pero ella no habrá mirado desde Oslo, sino desde Madrid.

— Hay uno a las diez de la noche. ¿Lo reservo?

Sin darme tiempo a pensar, los dos estábamos rellenando nuestros datos para completar la reserva de los billetes.

—Imprimo las tarjetas de embarque y esta misma noche volamos.

—Tú no sabes lo que has hecho, yo no me hago responsable.

—No será para tanto —dijo mientras se dirigía hasta su habitación en dirección a la impresora—. Listos, nos vamos de viaje.

—Prepárate una mochila, con una muda; volveremos mañana mismo, será muy rápido.

—Porque tengo la presentación; si no, nos hubiéramos quedado unos días.

—No sé por qué, te creo.

Agarré su mano y tiré de ella hasta que se sentó sobre mis muslos. Hundí mi nariz en su pelo y la besé con los ojos cerrados. El corazón me latía muy rápido, estaba muy nervioso por lo que iba a descubrir con sus propios ojos esa misma noche. Pero a ella no parecía preocuparle en absoluto; todo lo contrario, estaba encantada con la aventura. Se giró para mirarme y nos besamos. Un beso casto y lento que me electrificó por completo.

 

 

Estábamos sentados en el avión, y por momentos estaba más inquieto. Ella no dejaba de repetirme que no me preocupara, que no se iba a asustar por nada, pero yo no las tenía todas conmigo. Tenía pánico a que, cuando la viera, se replanteara el haber volado, incluso que dudara de seguir conmigo.

Todo el mundo conocía a Jean, el fantástico autor, el escritor soltero que todas las chicas querían conocer... pero ésa era una imagen que habían creado y que yo no había ayudado a desmentir nunca, ya que era mucho más agradable que hablaran de esas tonterías a que alguien quisiera descubrir lo que había bajo mi fachada. Markel, el hijo no comprendido de una madre cuyas obras para la beneficencia la habían llevado al borde de la locura. Pero Dunia había entrado en mi vida para que adquiriera un punto de vista diferente, uno que nunca había valorado, y me hacía ver que mi madre no era tan mala, sino una persona diferente al resto.

—¿Te puedo hacer una pregunta?

—Las que quieras. Soy un libro abierto.

—¿Fue Penélope?

—¡No! Ella sólo ha sido un pasatiempo, nada serio. Fue Alba, una chica de la que nadie ha sabido nada; ella se ha encargado de mantener en secreto nuestra relación, era demasiado bochornoso para ella.

—Imbécil.

—¡Esa boca!

—Se lo merece, lo siento.

—No lo sientas, lo es.

Una turbulencia hizo que los pasajeros se alteraran; alguno que otro emitió un grito y yo sonreí. Dunia ni se había inmutado, estaba más que acostumbrada a los vuelos. Pasé mi brazo por detrás de su espalda y ella apoyó su cabeza en este.

—Duerme un poco.

—No tengo nada de sueño.

—Inténtalo. Cuando aterricemos, aún nos quedará un largo viaje; deberemos coger un autocar hasta el pueblo de mi madre y caminar por la montaña hasta llegar a su cabaña.

—Vivo en Oslo, ¿crees que me asustan las excursiones por la montaña? ¡Qué poco me conoces!

—No sé por qué, me esperaba esa respuesta. Y me encanta oírla.

Besé sus labios y cerré los ojos para intentar descansar un poco; sabía que el camino no iba a ser nada fácil y menos sin haber alquilado un coche que nos llevara directos, pero tenía ganas de conocerla en situaciones anómalas y ésa, sin duda, lo era. Estaba loco por saber cómo era en instantes que a cualquiera lo desquiciarían. Aún recordaba a Alba cuando la hice caminar hasta llegar a casa de mi madre... no dejó de lloriquear durante todo el camino, me faltó muy poco para desesperarme. Cargué con su mochila, la mía, e incluso con ella, durante bastantes kilómetros, fue un martirio. Pero, no sabía por qué, tenía claro que Dunia iba a sorprenderme.

Las azafatas nos avisaron de que íbamos a aterrizar y la desperté tranquilamente para que se colocara el cinturón de nuevo. Estaba cansada y le costó despertarse, pero, cuando fue consciente de que ya llegábamos, su gesto cambió. La sonrisa que mostraban sus labios era tan natural que me encantó.

Justo después de bajar, me hizo parar para abrocharse la mochila correctamente; se cercioró de que cada una de las correas estuviera bien apretada para repartir el peso. Sin duda era una buena montañera, sabía lo que hacía. Cuando preparó la mochila horas antes en casa, sacó un kit de supervivencia que me dejó estupefacto: Una botella térmica en la que llevaba agua fresquita, unas barritas energéticas, linternas... hasta un neceser de primeros auxilios.

—Ya estoy, podemos comenzar nuestra aventura. ¿Listo?

—Eres increíble. —La abracé para besarla y nos reímos los dos en medio del aeropuerto sin miedo a qué pudieran pensar el resto de pasajeros.

—¿Markel? —Me giré al oír mi nombre y me quedé de piedra cuando vi a una amiga de mi madre sosteniendo un folio en el que estaba escrito mi nombre con un bolígrafo. Su sonrisa al reconocerme me hizo gracia y reí en una carcajada mirando a Dunia, que no sabía quién era esa mujer.

—Rizos, es una amiga de mi madre, nos acaba de chafar la excursión.

—Oh, ¿en serio?

—Si queréis, me voy y ya llegaréis, pero es tarde y llueve.

—No, mejor acércanos.

—No seas soso, dame un beso, que hace mucho que no te veo. Y preséntame a tu novia.

—Se llama Dunia —le contesté mientras le daba dos besos, y Dunia la saludó un poco cortada. Conforme caminábamos hacia el coche de ésta, nos fue preguntando cómo había ido el vuelo y poco a poco Dunia se fue sintiendo más cómoda y mantuvimos una conversación.

Nos estuvo explicando que el nuevo invento de mi madre era el mejor de todos y que por ello le habían ofrecido tanto dinero. Lo había comprado el Gobierno alemán y lo iban a utilizar en todas las plantas de compostaje del país. Dunia le preguntó, muy interesada, cómo había conocido a la madre de Markel y ella no dudó en explicarle que la loca del bosque era una leyenda en todo el país, que todo el mundo la conocía.

Yo las miraba a las dos hablando y no daba crédito. Esa amiga era igual de hippie que mi madre. Llevaba unos pantalones rotos muy estrechos de cientos de colores, un jersey cuatro tallas más grande que la suya, de lana, seguramente hecho por ella misma, y la melena suelta al viento, con pinta de no haber sido lavada en días. Alba la estaría mirando con cara de asco y estupor porque no se lavaba la cabeza; en cambio, seguramente Dunia ni se ha percatado de ello, simplemente se había preocupado por conocer más sobre ella, sobre el lugar. Y eso era lo que esa mujer conseguía conmigo, volverme loco con cada una de las actitudes que me dejaba conocer.

—Ya llegamos. La pobre estaba preparando tu habitación, pero, al llover, han comenzado las goteras.

—No estará...

—¿Lo dudas? —Rio a carcajadas y yo negué con la cabeza, imaginando a mi madre, con el temporal, escalando por el tejado para colocar plásticos y evitar así que se filtrara el agua de la lluvia. Sin lugar a dudas no había cambiado nada... y, en parte, me gustaba; ella era así y no debía cambiar, ni por mí ni por nadie.

Pronto llegamos a la chabola, como yo la llamaba, y vislumbramos una luz que se movía de un lado a otro del tejado; ésta alumbraba un pequeño cuerpo que se movía por él, arrodillado.

—¡Mamá, te vas a matar!

—Ya he terminado. Voy, apartad de ahí. —Como si un gato bajara del tejado, mi madre dio un salto y cayó a nuestro lado, jadeando por el esfuerzo que había hecho para evitar la filtración—. Hijo, qué guapo estás. Dame un beso.

—Bueno, familia, os dejo, que me espera la mía.

—Betta, gracias por traerlos.

—No hay de qué, mañana vuelvo.

—Buenas noches —le dijimos Dunia y yo al unísono.

—Pasad, que hace un frío tremendo.

Agarré muy fuerte la mano de Dunia y ésta me miró sonriente. La primera impresión de la chabola, y mi madre saltando del tejado, no la habían asustado, o por lo menos lo disimulaba a la perfección. Entramos en la casa y me quedé desconcertado al verla tan cambiada: de las paredes colgaban troncos recortados y pintados de colores; también había vidrios rotos en forma de mosaicos, y los muebles estaban tallados a mano, bastante logrados.

Me saqué la mochila de la espalda y le pedí a Dunia la suya mientras mi madre entraba a nuestra habitación para comprobar que el agua no cayera del techo: luego apareció con unas toallas que había retirado del suelo.

—Mamá, te presento a mi novia, se llama Dunia.

—Encantada, Dunia. Espero que no te moleste estar en una casa tan humilde.

—Para nada, estoy entusiasmada, gracias por invitarme. —Analizaba cada una de sus palabras, cada uno de sus gestos, en busca de algo que me demostrara que estaba decepcionada, dolida o incluso enfadada... pero no había nada de eso, sólo su sonrisa tan natural y agradecida de siempre—. Pero necesito ir al baño, ¿me podría indicar dónde está?

—Sal y rodea la casa, verás un cuarto en la parte trasera; es un reciclador de segmentos, no te asustes.

—Ah, no se preocupe, como si tengo que hacer pis entre dos árboles, no creo que vaya a morir por ello.

—Por fin traes a una chica que me gusta.

—Eso es muy peligroso, creo. —Dunia salió y la acompañé. Conocía muy bien el baño de mi madre y era una triste caseta levantada con cuatro ladrillos y un agujero que llevaba a un bidón para después poder extraer no sé qué y conseguir que el agua que quedaba se pudiera utilizar para riegos—. Dunia, nos iremos en cuanto amanezca.

—¿Yo te he dicho que me quiera ir?

—Pero...

—Relájate un poco, estoy bien. Es un lugar muy acogedor.

—¡Estás de broma! —aseveré.

—No lo estoy, me gusta. No te voy a mentir: no viviría todos los días aquí, pero, de vez en cuando, pasar unos días en la naturaleza, sin las comodidades que nos hacen un poco menos humanos, no creo que haga daño a nadie. Vete dentro y déjame dos minutos de intimidad.

—Vale.

Mis miedos se esfumaron en ese mismo instante; claro que no disimulaba su sonrisa, pues ésta no se había borrado en ningún instante, porque ella estaba receptiva a cualquier cosa que se encontrara. Entré en la casa y mi madre se me quedó mirando mientras asentía; sin duda a ella también le había caído muy bien. Era la primera chica que pasaba su visto bueno, todas le parecían antinaturales.

—Chapó, hijo.

—Eso es muy español.

—Soy española, no lo olvides. Cuéntame un poco, ¿cómo van los libros? Me han dicho que el nuevo ha sido un éxito.

—Sí, sin duda ha sido una pasada. Lo he escrito con ella, nos conocimos a raíz de la novela, y ya ves... todo va bien.

—Me gusta, hijo.

—Gracias. Pero cuéntame qué fantástico negocio has ideado esta vez.

—Comencé a cultivar unas semillas que extraía...

—No me lo digas, por favor.

—Que delicado eres, no cambiarás nunca. Total, la semilla ha dado sus frutos y esas plantan hacen desaparecer las bacterias nocivas del agua, y para los ríos son fantásticas. Hice la prueba en el arroyo y... mira tú por dónde, la cantidad de dinero que me darán por ello.

—Es increíble que hayas conseguido que unas plantas eliminen las bacterias, no me extraña que el Gobierno quiera utilizar tu idea; deberían usarla en todo el mundo. La contaminación se reduciría y, con ella, la muerte de muchas especies.

—Si lograra reducir la mitad de la contaminación de este mundo, ya podría morir satisfecha, pero a los políticos les interesa seguir así... por desgracia, ganan mucho dinero con ello.

—Es increíble que, en la época en la que vivimos, las mentes pensantes no miren por el planeta en lugar de por la economía. No se dan cuenta del riesgo que corremos —nos interrumpió Dunia, enmudeciendo ambos al escuchar sus palabras tan sinceras.

Ellas dos continuaron charlando y compartiendo sus puntos de vista acerca de la contaminación, los políticos y las soluciones que cada una de ellas propondría, y yo no podía quitarles el ojo a ninguna de las dos.

Nunca me había sentido tan cómodo al lado de mi madre, sin importarme que llevara días sin bañarse, que su ropa estuviera rota, desteñida, y que pareciera una auténtica hippie dejada.

—Debemos descansar un poco, mañana firmaremos los papeles y nos iremos; al día siguiente Dunia tiene una presentación.

—Espero que vayan muchas personas y, para no ponerte nerviosa, imagínalos desnudos.

—Creo que eso me pondría más nerviosa, pero lo intentaré.

—Si no, lo miras a él y lo recuerdas desnudo; generarás una burbuja mental y nada te afectará, ni los nervios, ni nadie.

—Mamá...

—Tú pruébalo. Descansad, mañana nos vemos.

Entramos en la habitación en la que siempre dormía cuando iba a esa casa y la encontré como siempre. Una pequeña barra por si quería colgar la ropa, una pila de colchones que hacían de cama y la iluminación de la estufa de leña que se veía desde cada una de las estancias.

Sólo tenía en mente una cosa y era saber qué opinaba Dunia; ella observaba a su alrededor, curiosa, sin poner cara de descontento ni de que algo le pareciera mal.

—¿Qué piensas?

—¿De verdad te has avergonzado por esto? —Asentí cabizbajo—. Tu madre es fantástica, sólo hay que escucharla, tiene una garra y una valentía que muchos desearían. Debes estar orgulloso de ella. Esta casa no tiene lujos, pero está limpia y tiene lo imprescindible para vivir. No debes avergonzarte jamás.

—Nunca pensé que alguien me diría estas palabras, siempre creí que ninguna chica entendería esto.

—Esto es tu madre, tu familia y, en parte, tú. No debes negártelo más, porque eres quien eres gracias a ello. Te quiero y, cuando una persona quiere a otra, nada lo puede cambiar.

No sabía qué decir, porque nunca imaginé que alguien me diría algo así; siempre preparé excusas para justificar la actitud de mi madre. Para nada preparé lo que le diría a alguien que la entendiera y la apoyara sin ningún tipo de prejuicio.

Dunia se puso de puntillas y se colgó de mi cuello, y no pude más que abrazarla y besarla, porque era lo mejor que me podía pasar en la vida.

—No te separes de mí nunca más, quiero tenerte siempre.

—Eso te lo tengo que decir yo a ti.

—Yo ya soy tuyo de por vida.

Volví a besarla y nos dejamos caer en los colchones, casi cayéndonos al suelo, entre risas. Ése era el mayor peligro, que se desestabilizaran y nos diéramos de bruces contra el suelo, pero a ninguno de los dos nos importó. Continuamos besándonos, intensificando la pasión hasta que, sin pensarlo, nos dejamos llevar. Desnuda, sobre una pila de colchones viejos, estaba Dunia, moviéndose; sus pechos se mecían al ritmo de sus caderas, reflejándose en la pared; era la silueta más hermosa que había visto nunca.

Agarraba sus caderas para que sus movimientos fueran más agresivos, más intensos. La embestía por ambos orificios con pasión, sin poder controlarme, hasta que su cuerpo se venció sobre mí y disfruté hasta que mi deseo salió y me arranqué el preservativo, que no sé ni cómo lo había colocado bien. Caían suaves gotas de su sudor y me excitaba más; verla en la tesitura de perder la razón era lo mejor que me podía pasar en ese instante. Se mordía el labio, gemía y arqueaba la espalda dejando a mi merced sus pechos. Los acariciaba, atrapaba sus pezones y me los llevaba a la boca para devorarlos con fiereza. Conforme más apretaba, más se movía, más sentía y más cerca estaba de alcanzar el clímax. Me repetía una y otra vez que tenía que contenerme, que ella era lo primero. En cuanto adentré uno de mis dedos en su ano, comenzó a balancearse más; buscaba más contacto y, uno a uno, los fui introduciendo hasta tener tres de mis dedos en su interior. La embestía por ambos orificios con pasión, sin poder controlarme, hasta que su cuerpo se venció sobre mí y me dejé llevar.

A través de sus palabras
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