Capítulo 30

 

¿Cuándo me lo pensabas decir...?

 

 

—¿Las conoces?

—A la del medio... síii... —La mujer dudó. Esther me miró con cara de no entender nada.

—¿Cuándo pensabas llamarme, mamá? —La rabia y el tono de dolor resquebrajó la voz de Celeste.

No podía creer lo que acababa de oír... si era su madre, era mi madre. Mi estómago se cerró por completo y mi garganta se resecó, apenas podía tragar, ni respirar. Esther, que había procesado rápidamente toda la información, se acercó hasta mí para agarrarme del brazo.

Pero mi vista estaba fija en ella, en mi... no era capaz de decirlo. Esa mujer me abandonó y en ese instante la tenía ante mí, sin que supiese quién era. No sabía si sería capaz de decírselo.

—¿Alguien me puede explicar qué ocurre aquí? —Arthur se mantuvo, incrédulo, en un segundo plano, mientras todo giraba en torno a ellas dos.

—Deberías hacerlo tú —le espetó Celeste a su madre.

Ella se pasó una mano por la frente varias veces, intentando tranquilizarse; por lo visto, Arthur no era al único al que había engañado, y sus miedos se presentaron sin avisarla.

—Es una larga historia, será mejor que nos sentemos a la mesa —contestó intentando controlarse.

Celeste me agarró del brazo más segura de lo que la había visto nunca y me obligó a seguirla hasta dentro del barco. Arthur, que estaba más confuso que el resto, nos invitó a entrar e incluso nos ayudó a saltar para no caernos.

Nos sentamos en una mesa que había en la parte exterior del barco y Celeste le pidió un vaso de agua. Ella nos ofreció un vaso a cada una y bebimos mientras esperábamos que alguien iniciara la conversación.

—Arthur, Celeste es mi... nuestra hija.

—¡¿Perdona?! —La mirada de él hacia Celeste era de no creer lo que estaba oyendo. Y podía llegar a entenderlo.

—Por favor, tranquilízate y te lo explicaré. —Él aceptó y se sentó en el borde del barco, mientras observa atentamente a la mujer que le iba a desvelar uno de los secretos más importantes de su vida—. Cuando te conocí la primera vez, pensé que no te vería más. Tú te marchaste y yo continué mi viaje. Al poco me enteré de que estaba embarazada, pero no sabía cómo localizarte. Iba a ser madre, y de un desconocido. Apenas pasamos unos días juntos, era muy egoísta por mi parte reclamarte nada, así que preferí regresar a casa de mi madre.

—Y abandonarme —le recriminó Celeste duramente, bajo la atenta mirada de Arthur, que no era capaz de decir palabra alguna.

—Nunca te he abandonado, siempre he vuelto. Estabas con tu abuela.

—Mamá, llevas años sin aparecer...

—Pero sé que con tu abuela estás perfectamente.

—Mi abuela ha muerto.

—¡¿Qué?! —Se llevó las manos a la boca sin querer creer lo que acaba de decirle Celeste y negando con la cabeza mientras sus lágrimas empezaban a aparecer.

Arthur, al verla tan triste, olvidó su estado de confusión e incluso de enfado y se lanzó hacia ella para abrazarla. Ella lo abrazó más fuerte y el silencio invadió el barco durante unos minutos.

—Bea, tenemos que hablar con calma —comenzó a decir Arthur, que intentaba entender la situación. Necesitaba saber más y, en el fondo, todos estábamos esperando a que ella se explicara. De ese modo, quizá incluso podría entender por qué me abandonó a mí también.

—Siempre me ha gustado la aventura y Celeste siempre ha vivido con mi madre. De vez en cuando regresaba y la veía, pero nunca me vi capaz de responsabilizarme de una criatura tan indefensa. Y, por suerte, mi madre lo hizo perfectamente.

—¿Y por qué hace dos años, cuando lo dejé todo por ti, no me explicaste que teníamos una hija? Te hubiera obligado a ir a buscarla.

—Me dio miedo... después de tantos años, reencontrarme contigo fue una sorpresa... y lo último que quería era apartarte de mi lado.

Esa sinceridad por parte de mi madre era lo último que me esperaba. Imaginaba que sería una persona mentirosa, que para salir airosa de las situaciones era capaz de inventarse historias que incluso ella misma podía llegar a creerse. Pero no, todo lo contrario: estaba siendo sincera, aun sabiendo el daño que podía provocar en ambos. Yo me mantenía en un segundo plano; no me había reconocido y no creía si quería que lo hiciese.

—Tengo dos hijos, he dejado a mi familia por estar contigo, el amor de mi vida. ¿Crees que me hubiese importado descubrir que tenías una hija mía?

—Por quien más lo siento es por ti, Celeste, siempre te he querido. Soy la peor madre que te ha podido tocar en la vida, pero no sé hacerlo mejor. —Sus lágrimas me emocionaron tanto que mis ojos se empañaron; intenté disimular, en vano. En ese momento Celeste me agarró de la mano y negué con la cabeza, no quería que hablara, no era el momento.

Arthur la abrazó y le pidió que se tranquilizara, que la entendía, que a partir de ese momento todo iba a cambiar. Luego se dirigió a Celeste y le pidió poder abrazarla, y ésta no pudo más que llorar emocionada. Había pasado de sentir que se había quedado sola en la vida a estar con sus dos progenitores juntos.

 

 

Habían pasado dos horas en las que ellos tres hablaron, mientras Esther y yo, tras excusarnos, salimos del barco para dar un paseo. Mi amiga insistió en que debía decirle quién era, pero yo no estaba de acuerdo. La sorpresa de Celeste había sido suficiente por un día, aunque en el fondo me hubiese encantado saber qué era lo que pensaba mi madre de mí. Un mar de dudas me azotaba cuando pisamos de nuevo la madera brillante del barco de Arthur.

—Chicas, perdonadme por no haberme presentado, pero ver a Celeste me ha sobrecogido.

—No se preocupe, señora, es comprensible —contesté compungida.

—Ahora que ya sabemos todos la verdad, entiendo que tu reunión era una farsa. —Su padre me miró sonriente.

—Lo siento, no sabíamos cómo encontrarlo, si no...

—No te preocupes, muchacha. ¿Cómo te llamabas?

Un codazo de Esther se clavó en mi columna vertebral.

—Du...

—Dunia Bergman —dijo Esther como si nada, consiguiendo que mi madre se ahogara con el vino que estaba bebiendo en ese mismo instante. Celeste sonrío orgullosa de que mi madre por fin supiera la verdad.

—¿Qué pasa ahora?

—Es... es...

—Mi hermana —contestó Celeste poniéndose a mi lado y sintiéndose feliz de poder decirlo.

—¿También es hija mía?

—¿¡No!? —contestamos al unísono mi madre y yo.

—Pero ¿cómo es posible que os conozcáis?

—Bea, ¿tienes más secretos? Te aseguro que me va a dar un infarto como haya más cosas que saber.

—No, ella era el último.

Mi corazón iba a salírseme del cuerpo; no podía hablar ni tampoco sabía si quería hacerlo. Lo único que necesitaba era llorar, o salir corriendo de ese barco, porque no era capaz de enfrentarme a ella.

—Dunia es escritora. Su nombre apareció en un blog de literatura de los que frecuento y no podía creerlo. Recordé que me habías hablado de ella en alguna ocasión, pero no estuve segura hasta que mi abuela me lo confirmó. Cuando me enteré de que firmaba libros en la feria del libro de Madrid, fui y le expliqué quién era. Desde entonces, hemos hablado a través de Internet. Ella ha sido la que ha encontrado a Arthur.

—¿Te puedo dar un abrazo? —siseó mi madre.

—Mejor que no; perdóname, pero no estoy preparada... Si llego a saber que estás aquí, no vengo.

—Te entiendo, eras muy pequeña cuando me fui. Pero tu padre era el mejor que podías tener y sabía que te criaría como a una reina.

—Perdonad, pero necesito irme.

No podía seguir escuchándola, era más de lo que podía asumir. Salí corriendo y me alejé del barco todo lo que pude hasta que Celeste y Esther me alcanzaron.

—Dunia, por Dios, para.

—Esther, ¿por qué has dicho mi apellido? Yo no quería que supiera quién soy.

—Eres su hija, debía saberlo.

—Me abandonó, no merece saber nada de mí.

—Dunia, perdóname, todo es culpa mía... no tendríamos que haber venido.

—Celeste, yo no sabía que ella estaría aquí, sino no habría venido, pero te deseo que seas feliz, y ya no estás sola. Tienes un padre y una madre, disfruta de ellos. Pero tenéis que entender que yo tengo mi familia y ella no entra en mis planes.

—Dunia, ¿no quieres saber más? —Esther intentaba que meditara las cosas antes de decidirme.

—No, Esther, no quiero. Necesito irme de aquí.—Por suerte me entendieron y Celeste me abrazó para despedirse.

—Gracias, nunca olvidaré lo que habéis hecho por mí.

—Mereces que te quieran y ser feliz —contestó Esther al abalanzarse sobre nosotras y apretarnos una contra otra para terminar las tres llorando como unas adolescentes.

 

 

Puse la maleta sobre la cama y me dejé caer a su lado. Esther se sentó también en el colchón y me miró sin saber qué decir; era una de las pocas ocasiones en las que algo la había dejado sin palabras... desde que llegamos al barco y fuimos conscientes de quién era esa mujer, no había sido capaz de hablar.

El camino hacia el hotel había resultado el más largo de mi vida, en el que miles de recuerdos, de imágenes y de pensamientos me habían acompañado. En ese momento no me apetecía hacer nada, sólo quería tumbarme y dejar que pasase el día.

—Nenita, te conozco, así que me voy a dar un paseo. Estoy en Londres, algo tengo que conocer, seguro que hay miles de churris a los que admirar. Si encuentro alguno interesante, ¿te aviso?

—Gracias, pero mejor que no.

—Te quiero, no lo dudes nunca.

Me dio un beso en la cabeza y se alejó de mí hasta cerrar la puerta. Un jadeo gutural irrumpió en medio del silencio de la habitación para ser seguido por un llanto desgarrador. No podía creer que la hubiese visto, no quería volver a verla.

Había vivido muy feliz sin saber nada de ella y odiaba que el destino la hubiese puesto en mi camino. No era necesario, era lo que menos esperaba, y había sentido aquello que había intuido toda mi vida. Estaba más enfadada con ella de lo que pensaba.

Cerré los ojos con fuerza e intenté no pensar, pero lo único que conseguí fue llorar desesperada; durante segundos, minutos y más minutos, mis lágrimas fueron empapando la almohada. De pronto supe que la única persona que podía ayudarme era él. Sí, Markel era a quien necesitaba. No sabía si se lo merecía, pero tenía claro que hablar con él me ayudaría.

Le envié un mensaje, pero no obtuve respuesta, así que me fui a dar una ducha al baño comunitario para relajarme. Cerré los ojos y me obligué a dejar de pensar en ella. El único que apareció en mis pensamientos fue él, y me dio un pequeño pinchazo en el corazón. No podía evitar sentirlo como si estuviera rozándome. Un dedo se deslizó lentamente hasta mi clítoris, lo masajeó en círculos y conseguí que una exclamación se formara en mis labios. Un dedo se coló en mi interior y acarició las paredes de mi sexo. Me gustaba imaginar que el roce de mis yemas lo producía su miembro, duro y erecto, que se introducía sin cesar. Con la otra mano, me pellizqué suavemente un pezón e imaginé que lo acariciaban sus labios; se endureció y necesité más. Deseaba que fuera él la persona que me satisficiera en ese instante, pero, como no era posible, yo misma me encargaría de sentir lo mismo.

Varios dedos jugueteaban, entrando y saliendo, a la vez que me acariciaba y mi imaginación me mostraba lo necesario para que el placer llegase a mí, a mi sexo, a mi mente, consiguiendo olvidarme del mundo.

Vi su cuerpo, los músculos que delineaban su estómago hasta llegar a su miembro, que me esperaba para introducirse en mí... no quería que se demorase, deseaba que me penetrara en ese mismo instante. Mis dedos se clavaban de forma contundente, provocándome una oleada de placer, justo el que necesitaba para que mi mente continuase fantaseando. Sus manos atrapaban mis pezones y los presionaban con fuerza, me gustaba duro, que controlase hasta qué punto podía apretar. Mis dedos lo imitaron, hasta que sentí que ya no soportaba el dolor. Volví a introducir mis dedos bruscamente e imaginé cómo, si él hubiese estado allí conmigo, con el movimiento del agua, ésta llegaría al suelo, a causa de nuestros vaivenes. Ansié moverlos más y no paré hasta que, extasiada, llegué al clímax. Sola. En el baño comunitario de una vieja pensión.

 

 

—Dunia, debes comer algo. Te he traído un kebab.

—¿Qué hora es? —pregunté aturdida tras haberme quedado dormida después del baño.

—Tarde, hoy no has comido nada, y mañana no pienso pasarme el día en urgencias por tu culpa.

Me senté en la cama y noté que me pesaba la cabeza, tenía una nube que no me dejaba pensar con claridad.

—Celeste me ha llamado, quería saber si estabas bien.

—¿Qué le has dicho?

—La verdad, que ha sido un golpe duro, pero que te repondrás pronto. Nena, eres la persona más fuerte que conozco.

—Anda, calla y vamos a comer, mi estómago ruge.

Nos dirigimos al sillón que había junto a un escritorio y abrimos dos latas de Coca-Cola. Di un gran sorbo y, como de costumbre, los ojos me picaron y Esther se rio de mí, provocando que las carcajadas aparecieran en mi rostro. Abrí el papel de aluminio que envolvía el enrollado de ternera y le di un mordisco a éste, dejando caer sobre la bolsa la lechuga y la carne sobrante.

—¡Está buenísimo! —exclamé nada más probarlo.

—Olía fantásticamente, por eso los he comprado —contestó Esther con la boca llena e impregnada en salsa de yogur.

De nuevo mordí y lo degusté. Lo único que había tomado en todo el día había sido el café de esa mañana y estaba desmayada, así que no hice nada más que comérmelo, bocado tras bocado, hasta finalizar chupándome los dedos para disfrutar del sabor de la salsa y la carne que los impregnaba.

Esther, que había permanecido callada, no aguantó más y me preguntó si quería que regresáramos por la mañana. Yo asentí, era lo mejor, tenía que volver para hablar con Markel y solucionarlo. Por mucho que intentase negarlo, me gustaba y, cuando lo vi, sentí lo que Grete me había comentado días atrás.

—El amor... siempre por delante de todo... ¿Cuándo aparecerá el mío?

—Cuando menos lo esperes, amor, te lo aseguro.

—Dios te oiga.

Le lancé una servilleta a la cara y ella me respondió dándome una cachetada en el muslo, consiguiendo que nos riésemos como hacía días que no hacíamos. Nuestro vuelo salía a las siete de la mañana, así que decidimos poner una película y descansar para estar relajadas al día siguiente.

Fui al baño y me miré al espejo. Tenía unas ojeras moradas que resaltaban debido a mi tez blanca y... ¿qué decir de mis rebeldes rizos?, estaban más descontrolados que nunca. Me retiré la goma del pelo e intenté moverlos un poco para que volvieran a su sitio, pero no había forma. Cogí el teléfono y miré el mensaje que le había enviado a Markel, pero aparecía aún sin leer. Era muy raro en él, no solía tardar en responder, aunque, si Javier lo había obligado a ir a la première, seguro que no le había dado un respiro en todo el día.

Pensé en lo que quería que pasase al día siguiente y en cómo hablar con Markel sin rendirme ante él a la primera de cambio. Ése era el punto que más tenía que planear, porque, en el momento que viera sus labios, desearía besarlo, que fueran míos de nuevo.

Mi cuerpo se excitó en ese mismo momento y maldije porque volviera a sucederme; Esther estaba ahí fuera y no podía hacer nada, pero mi imaginación me traicionó y me mostró la hamaca de su jardín, el preciso instante en el que el vino cayó intencionadamente sobre mis pechos, cuando su mirada ardió y su lengua juguetona saboreó el reguero que quería escapar de mi cuerpo.

Aquel encuentro era uno de los más eróticos que había vivido con Markel y sin duda no podría olvidarlo tan fácilmente. En ese momento debía de estar poniéndose una de esas camisas que parecía que estaban hechas a medida para su cuerpo. Se abrocharía hasta el último botón para anudar encima una corbata negra que iría a juego con la montura de sus gafas, esas que le hacían parecer realmente sexi.

Imaginé su mirada tras el cristal, que a la vez reflejaría la de la persona que estuviera frente a él. Me moría por estar allí, por ser yo la persona a quien mirase, a la que desease, pero, para mi desgracia, yo estaba muy lejos... a cientos de kilómetros de él, sintiéndome tan contrariada que lo único que me evadía del todo era pensar en él. Y eso era justo lo que Grete me había enseñado, que la persona que era para ti era la que lograba evadirte de los problemas cuando creías que nada podía ir peor; conmigo, el único que lo ha conseguido, era él.

Cuando salí del baño, Esther estaba tumbada en la cama, con el mando en la mano, esperándome.

—Nena, que al final no veremos nada.

—Perdona.

Pulsó un botón y empezó a cambiar los canales hasta que por fin vimos una novela romántica, Cartas de Julieta; las dos nos miramos y tras un «ooohhh», quedó claro que era la que queríamos ver.

La habíamos visto cientos de veces, pero no podíamos evitar reír y llorar con algunas escenas.

—Faltan palomitas y chuches.

—Te puedes creer que no he encontrado una santa tienda donde las vendan. Y he buscado, eh.

—Pues vaya ciudad más aburrida, no saben lo que se pierden.

—Calla, que no me entero.

—Dios, yo quiero una historia de amor como ésta —dije con voz de nostalgia.

—Tú ya la tienes... no, la tuya es mejor. Sólo de imaginaros en el papel de Chloe y Darek, mamita, me excito sola.

—Calla... nosotros no hacemos eso. —No pensaba reconocer que, efectivamente, ese juego nos encantaba; nos excitaba como nada en el mundo. Ese pequeño gran detalle lo reservaba para nosotros.

—Pues qué tontos sois.

—Chis, no oigo.

Como siguiese hablando, tenía claro que me iba a sonsacar más de lo que quería decir, así que lo mejor era cortar la conversación de forma radical. Seguí viendo la película igual de atenta que la primera vez.

Mi teléfono emitió un sonido que reconocí al instante, era el de Skype, así que corrí hasta el baño, donde lo había dejado, para contestar, pero, cuando llegué, la llamada ya había finalizado.

Miré quién era y vi que se trataba de mi padre, así que rápidamente lo llamé; no había hablado con ellos desde que me había marchado y seguro que estaban preocupados por mí. Tras varios tonos, contestó y vi su rostro a través de la pantalla.

—Papá, ¿va todo bien? Tienes mala cara.

—He trabajado mucho hoy. Pero, cuéntame, ¿tú cómo estás?

—Pues genial, como voy a estar. —No tenía intención de que mi padre supiese la verdad y se preocupase. Lo mejor era que creyese que todo marchaba a las mil maravillas y ahorrarles así un disgusto. Quizá, cuando hablase con Markel al día siguiente, todo quedase solucionado, así que no merecía la pena hablar de más.

—¿Cómo está Fredrik?, ¿y el resto?

—Él te echa mucho de menos, pregunta por ti.

—¿En serio? Papá, eso es fantástico, está mejorando a pasos agigantados.

—Eso parece. —Su tono me confundió; algo ocurría, pero no quería hablar. Se lo noté, lo conocía demasiado bien como para que lograra engañarme.

—¡Papá!

—¿Qué?

—¿Qué sucede?

—Nada, hija. —volvió a repetir, sin que yo le creyera—. Estoy agotado y he discutido con Grete. —Eso sí que era nuevo, mi padre no discutía nunca. En ese momento entendí su cara, estar enfadados era mucho más de lo que estaba acostumbrado.

—Papá, ve, habla con ella. Seguro que es una tontería.

—Lo sé. —Permaneció unos instantes en silencio—. Sólo quería saber que tú estabas bien, que eras feliz en Madrid. Por nosotros no te preocupes, aprenderemos a vivir sin ti.

—No me digas eso, que parece que me haya muerto.

—Cómo dices eso, ni se te ocurra volver a mencionar algo así.

—Te quiero, papi.

—Mi pequeña, no sabes cuánto te añoro.

Nos lanzamos un beso y terminé la llamada de Skype con sensación de tristeza. Me apenaba ver a mi padre preocupado, aunque fuera por una tontería que le hubiese afectado. Lo quería tanto...

—Nena, o mueves el culo, o te pierdes el final.

Corriendo, me lancé a su lado y terminamos de ver la película juntas y abrazadas, y así permanecimos hasta que la alarma de su móvil nos indicó que debíamos levantarnos para volver.

Teníamos un largo camino hasta el aeropuerto, así que no nos hicimos las remolonas, nos vestimos y cerramos nuestras maletas para disponernos a coger el metro.

Cuando llegamos a la puerta, nos encontramos con Celeste. Al vernos, empezó a correr hacia nosotras y nos fundimos en un abrazo. No me esperaba que viniera y me alegró poder despedirme de ella en condiciones.

—Tened mucho cuidado.

—¿Seguro que estarás bien aquí? —No podía evitar preocuparme por ella.

—Sí, éste es mi lugar; en Madrid estoy sola.

—Si necesitas algo, llámanos y cogeremos el primer vuelo que haya disponible.

—Chicas, o salís o perderéis el vuelo. —No me esperaba oír la voz de Arthur y mi cuerpo se tensó en ese instante. Celeste, que se percató de ello, me abrazó más fuerte.

—Ella te entiende y te respeta, por eso no ha venido.

—Gracias.

—Te debo mucho.

Volvimos a abrazarnos con fuerza. Mientras Arthur cogía las maletas y las guardaba en el maletero, nosotras tres nos montamos en los asientos traseros.

—Esto no es un taxi.

—Pero queremos estar juntas hasta el final. —Esther rompió a llorar y consiguió que el resto comenzásemos a reír entre lágrimas.

El trayecto fue muy emotivo. Celeste no soltó nuestras manos en ningún instante y yo me sentí afortunada de haberla conocido. Sabía que cabía la posibilidad de que no nos volviésemos a ver más, aunque tenía la esperanza de que no fuera así, ya que esperaba que viajase a Madrid de vez en cuando y poder comprobar que realmente vivía la vida que merecía.

—Chicas, ha sido un honor conoceros. Pero, la próxima vez, no quiero mentiras.

—No, señor, se lo prometo —le contesté riéndome al sentirme avergonzada por la historia que había creado en segundos para conseguir que nos atendieran.

—Muchacha, llámame Arthur.

—Entendido, Arthur. Cuide de mi hermana o tendré que volver y le aseguro que no entra en mis planes. —Asintió a la vez que acarició el brazo de Celeste, y ésta respondió con una sonrisa enternecedora.

Nos volvimos a abrazar y, tras un triste movimiento de manos como despedida, el coche desapareció entre la circulación del aeropuerto. Esther me agarró del brazo y, tras pasar el control, paseamos hasta llegar a la puerta de embarque, donde aún teníamos que esperar unos minutos.

Mientras tanto, miré el correo electrónico. Vi uno de Dulce, en el que nos recordaba que debíamos comenzar la segunda parte de la novela; nos indicaba que, como la vez anterior, debía empezar yo... y un pensamiento me azotó al instante y logró que sonriera. Esta vez podríamos escribir juntos de verdad, podríamos compartir momentos de escritura.

Estaba deseando que tomáramos tierra para ir a su casa para poder solucionarlo todo. Luego me pondría con más ganas que nunca a escribir con él, porque eso me recordaría nuestros inicios.

—¿Estás lista para la secuela?

—Lista, ansiosa, histérica... Nenita, ¿lo dudas?

—Pues comenzamos ya, me lo acaba de pedir Dulce.

—¿Por qué los vuelos más baratos son tan madrugadores?

—Amiga, cuando seamos ricas, podremos elegir la hora; de momento, a pringar con lo que se ciñe a nuestro presupuesto.

Me metí una mano en el bolsillo y descubrí un papel que no era consciente que llevaba. Era una nota de Celeste y sonreí.

 

Desde el día que supe que existías, quise conocerte y, cuando lo hice, supe que eras una persona increíble. Espero que me perdones por esto, pero creo que debes saberlo. Gira el papel y lee, por favor, y no olvides que te quiero.

Celeste

 

Miré a Esther anonadada y ésta me quitó el papel de las manos, leyó la nota de Celeste y me miró muy seria.

—¿Estás preparada para saber más?

—No.

—Pues, cuando lo estés, me lo dices y te la devolveré.

—Gracias.

—Te quiero.

La azafata nos indicó que ya podíamos entrar en el avión y, uno a uno, mostramos el billete y el DNI para ir ocupando nuestros asientos poco a poco. Nos sentamos y me puse los cascos para escuchar música. No podía evitar sentir curiosidad por lo que ponía en la nota, pero, si Esther me había facilitado que aún no lo leyera, era porque sabía que todavía no era el momento de hacerlo, y confiaba en ella. Así que me dejé llevar por una de las canciones de Guns N’ Roses, moviendo la cabeza al ritmo de la música, mientras Esther había cerrado los ojos para dormir un poco.

Me pasé el viaje tarareando mentalmente y moviéndome al ritmo de la música, pero procurando no molestar a nadie, hasta que una imagen vino a mí, una que me encantó y que no pensaba desaprovechar. Abrí mi bolso, cogí un cuaderno de notas y empecé a anotar ideas que sabía que eran perfectas para comenzar la secuela. Quería que fuera una historia que transmitiera amor, aunque el amor fuera compartido por los tres; pretendía que Chloe se enamorase de ambos y se convirtieran en un trío sin miedo a lo que nadie pudiera decir. Como si el bolígrafo se moviera por sí solo, palabra tras palabra y página tras página, el esquema comenzó a tomar forma.

Estaba deseando que Markel lo valorara, que me diera su opinión, y escribirla. Volver a sentir la sensación que sentí la primera vez que me senté tras una mesa a presentar la novela.

Casi habíamos llegado sin darme cuenta... la azafata me hizo unas señas; me estaba indicando que me abrochara el cinturón, y así lo hice rápidamente. Esther, que no había perdido detalle de gran parte de lo que había ido anotando, sonreía sola.

—¿Qué te pasa?

—Estoy deseando leer todo lo que has escrito; nena, eres una crack. Tú vales para esto, no tengo ninguna duda de que vas a llegar lejos por ti misma.

—Estás loca.

—Tú nunca lo ves, hasta que te topas con ello.

Bajamos del avión y, lo más rápido que pudimos, nos dirigimos al parking para tomar rumbo a casa de Esther para dejar las cosas. Después de ello, pensaba ir a casa de Markel y sorprenderlo.

La circulación por Madrid era lenta y por eso la odiaba, ¡qué diferente era de mi ciudad! En Noruega apenas había tráfico y mucho menos atascos como el que nos encontramos para entrar al centro. Esther se desesperó, tocó el claxon, les gritó que se movieran e incluso apoyó la frente contra el volante. Pero, por mucho que nos desesperásemos, no íbamos a conseguir que los coches desaparecieran y circular a una velocidad media, así que lo mejor era tranquilizarse y, piano piano, llegar a casa.

 

 

Ya estaba lista. Me había duchado, alisado el flequillo e incluso maquillado ligeramente. Quería que me viera espectacular. Por suerte, el morado del ojo, con maquillaje, era prácticamente imposible de percibir. Salí del baño y fui a la cocina para beber un vaso de agua... cuando de pronto oí gritar a Esther. No sabía qué le ocurría, pero hablaba por teléfono con alguien, pegando unos berridos con los que debía de estar asustando a la mitad del vecindario.

—¡No puede ser, no puede ser!

Eso era lo único que lograba entender entre la cantidad de improperios que soltaba a gritos.

Cuando terminó de hablar por teléfono, fue directa al ordenador portátil y, nerviosa por algo, dio golpes a la mesa intentando que el sistema operativo arrancara antes. Cuando por fin lo hizo y abrió el buscador de Internet, maldijo que no se cargase más rápido.

—¿Qué pasa, Esther?

—Espera un momento.

Me contestó sin hacerme el mínimo caso, pero sabía que, cuando se enfadaba, no escuchaba a nadie, así que me mantuve unos segundos delante de ella, esperando a que me dijera qué demonios ocurría.

—Me voy, Esther, después te llamo y me cuentas —le dije tras esperar más de diez minutos sin que me dirigiera la palabra.

—Antes de irte, mira esto, por favor.

Me mostró un diario digital de cotilleos. La imagen de la portada de la película era lo primero que vi; sonreí al ser consciente de que Markel estuvo allí y seguramente lo habrían fotografiado; seguro que salía tan guapo como lo era en realidad. Vi una foto en la que salían Javier y él junto a la protagonista del filme.

Sonreí al verlo y miré a Esther sin saber por qué estaba tan enfadada.

—Mira tres fotos más abajo.

Tal y como me indicó, mis ojos bajaron rápidamente en busca de la imagen que quería que viera... pero pasé por ella y no le presté atención, pensé que había visto mal. Sin embargo, el pie de foto lo corrobora: «Jean, el famoso escritor, aparece muy feliz junto a su ex novia Penélope, actriz.»

Volví a mirar la imagen, ¡estaban besándose! Mi garganta me aprisionó, no podía respirar. De un golpe, cerré la tapa del ordenador y miré a Esther, que estaba más furiosa que yo, si eso era posible.

A través de sus palabras
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