Capítulo 18

 

Nunca más o te arrepentirás

 

 

Llegamos a casa de Esther y por fin me sentí más relajada. Mi cuerpo frustrado había entendido que aquella noche no iba a ser suya, así que mi temperatura corporal se fue templando hasta menguar a su estado original, pero mi humor no había cambiado tanto. Sentía una presión en la barriga que no resultaría tan fácil de borrar. Un mensaje volvió a sonar y maldije en voz alta; no podía martirizarme más, no lograría soportarlo. Desbloqueé el teléfono y vi que el mensaje era de Dulce. Respiré aliviada y lo leí. Me anunciaba que, en el correo electrónico, tenía las preguntas de la entrevista, que sabía que era tarde pero que, si quería que se publicara a primera hora, debía contestarlas de inmediato. Le confirmé que lo había recibido y encendí mi portátil mientras me sentaba sobre la cama.

Esperé unos segundos a que el sistema arrancara mientras miraba la habitación. Solamente estaría dos días más allí, después regresaría a mi casa... y añoraría esa ciudad. Pero no más que a las personas que aquí me hacían compañía. Esther era una amiga de verdad y teníamos tantos hobbies en común que me encantaría vivir cerca de ella. Y con Markel, aunque ahora mismo fuera capaz de estrangularlo, había conseguido conectar de una forma tan fuerte que no me quería alejar de él, pero era inevitable... por mucho que mi corazón me retuviera en Madrid, mi vida estaba en Noruega.

Por fin arrancó el sistema. Abrí el correo electrónico, leí las preguntas y las fui respondiendo a todas de forma espontánea, sin pensar en qué esperaba el lector, sino en lo que realmente sentía en ese instante. Puse el punto y final a la última respuesta y releí lo que acaba de escribir; me pareció correcto, así que, sin dudarlo un instante, guardé una copia y se la envié por correo electrónico a Dulce.

Dudé en reenviárselo a él, pero, tras pensar en una de las preguntas que me habían hecho, una muy personal, decidí reenviar el archivo y que, cuando se levantara, fuese consciente de lo que saldría publicado.

Me tumbé en la cama y durante unos minutos estuve mirando al techo mientras recordaba cómo me había castigado. Nunca me habían hecho algo parecido y por ello creo que me excitaba mucho más. Thor siempre despertaba mi pasión, pero nunca había retrocedido, siempre había culminado; en cambio, Markel era diferente, controlaba los sentimientos y era capaz de reprimir su deseo aun sintiendo la misma necesidad.

Luego sólo tuve una cosa en mente: me quedaban unicamente tres días y no sabía qué iba a ser de nosotros después; no quería volver, ni separarme de él, pero mi vida estaba lejos de Madrid. Por más que lo intentara, no tendría a mi familia, y debía retomar el trabajo algún día; los ahorros se terminarían y no tendría más remedio que incorporarme a mi puesto en el aserradero.

Sólo de pensar en ello, el estómago se me contraía y casi no me dejaba respirar, pero debía asumir que nuestra separación era inminente, así que lo mejor era que no pensara en él. O al menos eso es lo que sería ideal, pero yo misma sabía que era muy tarde... Markel, durante un tiempo, estaría en mis pensamientos sin que yo pudiera remediarlo.

Mi móvil sonó más alto de lo que pensaba que podía llegar a sonar; me desperté como si no hubiera dormido nada, y así era, apenas había conseguido descansar más de dos horas seguidas; los nervios acumulados por lo que estaba viviendo estaban comenzando a pasarme factura. Miré la hora y vi que aún tenía tiempo, así que me desperecé poco a poco hasta que fui capaz de ir hacia el baño y darme una ducha.

Estaba sentada en el baño mientras cubría mis ondulados y dorados rizos con espuma para que se mantuvieran controlados, cuando entró Esther dando gritos. Si quedaba algún resquicio de sueño, había desaparecido por completo.

—Pero ¿por qué gritas?

—Vamos a ir todas a verte.

—Todas... ¿quiénes?

—Las del blog; he movilizado a las tropas y vamos a ir a por la Cerdicompi.

—¿A por quién? Ay, Dios. Creo que me he perdido algo...

—Despierta, Dunia, las chicas han leído lo que Verónica opinó de vosotros en su blog y la guerra ha comenzado. Han organizado una quedada para ir a veros; a partir de hoy, tienes a tus aliadas... y que nadie se meta contigo, porque, por ti, somos capaces de lo que sea.

No pude evitar reír. Era la mujer más impulsiva y loca que había conocido jamás. No imaginaba lo que habría hecho a mis espaldas para conseguir que mis seguidoras del blog se reunieran y vinieran a plantar batalla.

—Pero ¿cómo has llamado a Verónica? —le pregunté, sin haber entendido el apodo.

—Cerdicompi, se supone que es tu compañera bloguera, pero es una...

—Sé lo que es, no hace falta que lo digas.

—Pues eso Cerdicompi, oing, oing... —Comenzó a reír mientras imitaba el sonido de un cerdo.

No pude evitar reír; Cerdicompi tenía mucha gracia, jamás hubiera puesto un mote tan original, pero ella sí, era la persona más ocurrente con la que jamás me había topado en la vida. Salió del baño y me dejó sola sin poder parar de reír. Cogí mi neceser y me maquillé muy natural, para acudir a la feria.

Cuando ya estaba peinada y maquillada, salí hacia la habitación. Hacía mucho calor, así que no dudé en ponerme una falda por encima de las rodillas de tonos turquesas y blancos que acompañé con una camiseta básica de la misma tonalidad que el azulado de la tela. Conseguí un aspecto formal, pero fresco y moderno. Ya estaba lista y un poco nerviosa, pues nunca imaginé que acudiría a la feria del libro de Madrid, y menos aún como escritora. El ambiente entre las casetas buscando autores siempre me había llamado la atención, pero ahora estaba al otro lado y, cómo no iba a estar nerviosa. Jean, el famoso escritor que leí y perseguí alguna vez, era Markel, y no sólo era mi compañero, sino que me volvía loca, me excitaba... y deseaba verlo.

Pero no se lo iba a poner tan fácil; ah, no. La noche anterior me había dejado más excitada que nunca, deseando que me amara, o que me tocara, anhelaba sentirlo, pero no obtuve nada de eso, sino todo lo contrario, así que no iba a caer en sus brazos como seguramente estaba acostumbrado con todas. Ése no sabía quién era yo y, por mucho que intentara seducirme, resistiría aunque tuviera que pensar en los icebergs más grandes del planeta.

Entré en la cocina y vi que Esther estaba esperándome junto a dos cafés. La abracé agradecida; era la energía matutina que necesitaba, y ella sabía muy bien que en mi casa ir directa a la cafetera era casi un ritual. Cogí entre mis manos la taza y empecé a beberme el contenido mientras me sentaba en el sillón. Ella continuaba arreglándose y cogiendo libros de una estantería; los iba guardando en una bolsa de tela que poco a poco se fue deformando a causa del peso que iba soportando.

—¿Vas a llevarte todos esos libros?

—Sí. He mirado el horario de las firmas y puedo estar en muchas; no voy a perder la oportunidad.

—Eres la bomba...

—Oye, un poco de respeto a las lectoras empedernidas; gracias a personas como yo, existís vosotros.

—Vale, vale, que no me he metido contigo.

Me levanté y caminé hasta el fregadero alzando las manos en señal de paz, le di un agua a la taza y la dejé en el escurridor mientras ella terminaba de coger todos los libros. Si era feliz cargando cinco quilos sobre la espalda, qué le íbamos a hacer.

Antes de salir necesitaba abrir Skype y poder saludar a mi familia. Les envié un mensaje para que se conectaran y me senté frente a la pantalla a la espera de que aparecieran sus rostros.

—Holaaa... —grité sin poder controlar la emoción.

—Hija, qué guapa estás, qué bien te está sentando el viaje.

—Gracias, papá. ¿Va todo bien?

—Sí, todo bajo control, deja de preocuparte.

—¿Estás nerviosa? —interrumpió Grete, muy sonriente.

—Mucho, no me acostumbro y creo que jamás lo haré.

—¿Ya estáis lloriqueando? —La voz de Aksel sonó, pero no logré verlo a través de la pantalla. Por el tono, pude intuir que no había cambiado nada; su ataque permanecía, pero no me afectó, estaba más que acostumbrada.

Tras contarles lo contenta que estaba, ellos me tranquilizaron. Eran conscientes de lo que se estaba hablando, pero, como no sabían nada de lo que realmente había sucedido entre nosotros, para ellos todo eran habladurías, y por un lado lo prefería.

Miré el reloj y, a pesar de que me hubiese quedado un largo rato conversando con ellos, debía marcharme. Esther había quedado y estaba delante de mí indicándome con dos dedos de la mano que cortara la videollamada. Me resistí hasta que ésta se puso a mi lado y les lanzó besos mientras les decía que era la hora, que al día siguiente volvería a llamarlos. A regañadientes, cerré la sesión; necesitaba a mi familia cerca, sin ellos no me sentía plena, pero ir a la feria conseguiría distraerme, y más con él a mi lado... iba a pagar lo que me había hecho la noche anterior.

Bajé del coche justo en la puerta del parque, mejor dicho, una de las puertas, y empecé a andar cuesta arriba. Seguía a las personas que daba por hecho que también acudían a la feria; si no, seguro que me perdía. Miré el móvil y apenas quedaban diez minutos para la hora acordada, debía acelerar el paso o Dulce se enojaría mucho. Mis pies, uno tras otro, intentaban recorrer más metros por segundo, pero no veía nada, sólo árboles y personas paseando. Corrí un poco y... nada, pero mi intuición me decía que debía seguir subiendo. El sudor comenzaba a recorrer mi frente mientras maldecía, ya que el suave maquillaje que acostumbraba a ponerme estaba a punto de desaparecer. De pronto vi algo; me coloqué bien las gafas para asegurarme de que eran las casetas y, sí, por fin divisaba unos cuadrados blancos que parecían serlo, pero mi aventura no había terminado: cuando me puse entre las dos hileras de casetas aun con las persianas bajadas, vi el número y comprobé que estaba en el inicio. Suspiré resignada, pues debía caminar unos metros, varios, hasta llegar a la cuatrocientos veinte, que era la nuestra.

Caseta tras caseta, leía el cartel que anunciaba la librería o la editorial a la que pertenecía. Parecía que me aproximaba a la meta, con la respiración agitada, acalorada; no me veía, pero seguramente tenía el rostro sonrojado.

Al final del todo, a través del cristal de mis gafas casi empapado por el calor que desprendía mi frente, pude ver borrosamente el número de la caseta; justo delante me esperaban los tres, mientras miraban la hora y hacia los lados, en mi busca.

Justo cuando llegué a ellos me dijeron que respirara, que no me preocupara, que no iba de unos minutos, y pasamos hacia la parte trasera. Dulce me ofreció una botella de agua que agradecí, y bebí sedienta. Mientras, ella y Javier rodeaban el cubículo para abrir la persiana y poder comenzar con el acto. Markel me miraba sonriente; me analizaba, pero yo había actuado hasta aquel momento como si no existiera. Era lo mínimo que se merecía después de haberme dejado con aquella frustración inhumana.

—¿No me vas a decir ni hola?

—Hola —respondí sin mirarlo y con total indiferencia.

Se fue acercando a mí, mientras yo retrocedía hasta topar con la pared de la caseta y me quedaba atrapada entre su cuerpo y el metal de ésta. Cerré los ojos un instante y pude sentir cómo sus fuertes músculos rozaban mi piel y... no podía negarlo, una vez más aquel hombre me estaba excitando; pero no, esta vez el resignado sería él. Recordé lo que me había prometido e imaginé el iceberg más gigantesco que había visto jamás, lo recordé perfectamente.

Estaba con mi padre, acabábamos de mudarnos a Noruega y me estaba abrigando como si fuéramos al inframundo; apenas se me veía un centímetro de piel, pero él estaba feliz, su mirada me lo decía. Por fin iba a enseñarme los icebergs. Nos trasladamos hasta el norte y, tras coger una lancha que nos llevó a hacer una visita a los glaciales, descubrí las verdaderas maravillas de la naturaleza. Era increíble que esos gigantes de hielo permanecieran robustos y firmes, como si los hubieran colocado para ser admirados. Las figuras que el hielo formaba eran perfectas obras de arte.

Lo que más me gustó de todo fue escuchar a mi padre cómo me explicaba que lo que estaba viendo sólo era una séptima parte de lo que se hallaba bajo el agua. Yo me asomé por la borda, sorprendida; lo que estaba oyendo me parecía increíble.

El frío era seco, helado... justo el que necesitaba en este justo instante, mi aliado para combatir su atracción y magnetismo. Abrí los ojos como si hubiera pasado una eternidad desde que los cerré y mi cuerpo estaba sereno y pasivo; sonreí, lo había conseguido y me sentía satisfecha por ello.

—Creo que debemos pasar.

Señalé la puerta y, cuando se giró para comprobar lo que le estaba señalando, conseguí esquivarlo y entrar dejándolo con cara molesta. Me senté en uno de los taburetes, al lado de una foto de los dos que nos anunciaba y junto a unas torres de libros inmensas. Las miré bien y comprobé que todos los ejemplares eran nuestra novela. Cogí uno entre mis manos y, sin saber por qué, lo abrí mientras inhalaba aquel delicioso olor a papel recién impreso. Dulce entró y nos dijo que sólo debíamos firmar y dejarnos hacer fotos, que no respondiéramos a nada y, sobre todo, que intentáramos obviar cualquier comentario desafortunado.

Asentimos y Markel colocó su taburete al lado del mío, apenas a unos centímetros, más cerca de lo que realmente necesitaba. Intenté moverme para apartarme de él, pero me resultó imposible, la pared estaba pegada a mi brazo. Una vez más había conseguido acorralarme; su pierna rozaba la mía en cada movimiento, por mínimo que fuera.

—Ayer no quisiste nada de mí, así que será mejor que te separes un poco.

—¿Estás enfadada?

—¿Debería?

—Enfadada, no, pero sí impaciente por sentirme y terminar lo que ayer quedó en el aire.

—Puede que sí.

Sus ojos se abrieron de par en par, pero, cuando iba a replicar, se abrió la persiana de delante y una fila de lectoras, sonrientes y nerviosas, nos esperaban. Lo miré, le guiñé un ojo con una sonrisa ladina y comenzamos a firmar ejemplares sin parar. Durante horas nos dedicamos a preguntar el nombre de las lectoras; luego escribía la dedicatoria, le pasaba el libro a Markel, que también lo dedicaba, y nos hacíamos fotos con cada una: ella colocada delante de la caseta y nosotros, de pie, dentro, para poder salir los tres.

El roce era continuo; nuestras piernas se topaban cada dos por tres y, cuando me levantaba, si hacía algún giro, sentía cómo mis glúteos rozaban sus muslos ante su atenta y satisfecha mirada. Pero pasó el rato y estaba pletórica. Las lectoras nos besaban como si fuéramos estrellas, y aún me chocaba su reacción, pero sonreía, abrazaba y accedía a las fotos con la mejor de mis sonrisas.

Él conocía mi estado de ánimo y aprovechó para comenzar a bromear y, aunque era reacia a seguirle las bromas, no recuerdo el momento en el que todo cambió... charlamos y bromeamos como siempre, la lejanía había quedado atrás. Ahora solamente éramos Dunia y Markel, dos compañeros que se llevaban a las mil maravillas y a quien todo el mundo disfrutaba viéndolos trabajar juntos.

Javier y Dulce estaban siempre detrás de nosotros, cobrando libros e incluso pidiendo que mantuvieran el orden en la fila, para que no hubiera contratiempos entre las lectoras. No dejaban de ofrecernos agua y refrescos para contrarrestar el calor que hacía en esos apenas seis metros cuadrados en los que estábamos encerrados.

De pronto, unos gritos y unas risas nos alertaron. Me miró y los dos dedujimos de quién se trataba, pero lo que no me esperaba era ver a Verónica en la fila... estaba cuatro personas delante de ellas, y sólo deseaba que Esther no la descubriera, sino sería capaz de decirle algo delante del resto de personas.

Dulce se acercó a mí y me susurró al oído que no respondiera a nada, que no me pusiera a su altura. Era obvio que ella también la había reconocido y pensaba seguir su consejo. Comenzaron a pasar una tras otra hasta que llegó su turno. Mirándome con desprecio, le dijo a Markel que le firmara el libro; éste, atónito por la reacción de esa chica que desconocía, y sin entender qué sucedía, me entregó el libro para que lo dedicara tal y como hacíamos con el resto.

—Perdona, quiero que sólo me lo firmes tú, el escritor.

—Los dos somos los autores de este libro —le contestó con tono de desaprobación.

—Te he dicho que sólo quiero tu firma.

Cuando iba a decir algo, Dulce se acercó a él y le pidió que, por favor, se lo firmara, pero, mirándola a ella de forma desafiante, le indicó que se marchara de la caseta lo antes posible.

Ella la miró indignada, como si Dulce la estuviera ofendiendo simulando ser un pobre corderito que no había hecho nada al que estaban acorralando. Markel no entendía nada, tenía tal confusión que no sabía ni qué escribir en la dedicatoria, así que le dije al oído que pusiera «Para Verónica, con cariño». Asintió aún confuso pero rápidamente puso aquellas escuetas palabras y, tras oír los abucheos de las chicas que estaban detrás porque estaba tardando más de lo necesario, e incitadas por una maliciosa Esther que no dejaba de cuchichear entre las demás, decidió largarse.

Javier se colocó detrás de la última chica que había en la cola, que era amiga de Esther, y decidió que debíamos hacer un descanso para comer un poco y relajarnos. Lo agradecí, porque estaba cansada de atender a la cantidad de lectoras que se habían acercado.

Continuamos firmando a las componentes del grupo de Esther, a cuál de ellas más especial, ya que a simple vista eran tan diferentes, y no sólo físicamente, sino de edad, de estilos, pero todas tenían un elemento común y el más importante: eran adictas a la lectura romántica y por ello se morían por tener nuestro autógrafo. Y allí estaban, riendo y bromeando como auténticas locas, consiguiendo que las personas que pasaban por su lado nos miraran extrañados intentando descubrir quién firmaba y por qué había tanto revuelo. Dulce recibía miles de gritos; le pedían de todo: fotos con Markel, con los dos, en grupo... ésta les contestaba que no dijeran nada y que, cuando todas tuvieran los libros firmados, detrás haríamos las fotos.

De pronto me llamó la atención una de las chicas; una menuda y morenita que se encontraba en el medio, casi aprisionada por el resto, pero con un brillo en los ojos que consiguió despertar mi curiosidad y no pude dejar de mirarla hasta que me entregó su ejemplar.

—¿Cómo te llamas?

—Celeste —contestó tartamudeando a consecuencia del nerviosismo, que también demostraba en sus movimientos y en su cara.

—Tranquila, no estés tan nerviosa.

—Es que, para mí, tu firma es tan importante...

—Soy como tú y como ellas.

—Has conseguido llegar tan lejos... yo jamás seré nadie.

—Por favor, no digas eso, nunca se sabe. Sólo sé positiva y nunca dejes de soñar. —No podía hacer otra cosa que animarla; me estaban entrando ganas de lanzarme sobre ella y darle un abrazo, pero eso sería peor para ella, así que me contuve y le dediqué el libro con verdadero entusiasmo.

 

Para Celeste; espero que tu nombre ayude a dar color a tu futuro y pueda estar cerca de ti para recordarte que nunca hay que dejar de soñar. Con amor, Dunia.

 

Se lo entregué a Markel y le hice un gesto para que se fijara en lo que yo había puesto; lo leyó, la miró y también escribió una dedicatoria diferente a la estándar que solíamos ponerle al resto.

Nos hicimos una foto con ella y me agarró como si deseara tenerme cerca, como si fuera su mayor logro; me sentí extraña, hasta el momento no había conocido a ninguna lectora que deseara conocerme de aquella forma.

Terminamos de firmar los ejemplares y cerramos la persiana mientras el grupo de chicas daba la vuelta para hacerse las fotos con nosotros; entre ellas, la loca de mi amiga, que era la voz cantante del grupo, la que las dirigía y a quien todas obedecían.

Él y yo nos miramos y aprovechamos que nadie podía vernos para besarnos, olvidando la resignación y frustración que sentía cuando llegué por la mañana; la felicidad que ambos compartíamos por el éxito de la jornada nos había unido más de lo que esperaba, pero prefería no pensar y sentir aquellos besos y sus manos rodear mi cuerpo; me sentía cómoda entre sus brazos.

Salimos. Markel se lanzó al césped y el séquito de lectoras detrás de él; estaban deseando poder tocarlo y no me importaba. Yo, en otra época, habría hecho lo mismo, así que me puse delante y me tumbé en horizontal, quedando todos detrás de mí, mientras muchas chicas me cogían y me abrazaban, y Dulce no dejaba de pedir orden; el sonido y la luz del obturador quedaba amortiguado por las risas de ese momento íntimo y divertido entre los autores y las lectoras.

Perdí la noción del tiempo, pero lo que comenzaba a sentir era el rugido de mis tripas, y Dulce, tras mirar el reloj, avisó a las chicas de que debíamos ir a comer, porque después regresaríamos a la caseta. Ellas se quejaron, pero nos dieron dos besos para despedirse. Esther se acercó y me felicitó, para luego soltar piropos sobre Markel; yo le pedí que callara, pero ella estaba tan eufórica que era imposible que lo hiciera.

Vi a la chica de antes apartada del resto y me acerqué para despedirme y, sobre todo, para que viera que yo era una persona cercana. Le comenté que ya nos marchábamos y ella, nerviosa, me dijo que quería darme una cosa. Esperé a que rebuscara en el bolso mientras Markel se acercaba por mi espalda y se ponía a mi lado.

—Esta foto es de mi madre conmigo de pequeña.

—Muy guapa, tu madre, y tú, oh, qué graciosa, qué disfraz más bonito.

—Ésa era la ropa que mi madre me ponía a diario.

—Perdona —me justifiqué rápidamente.

—Y esta foto es de mi madre contigo... soy tu hermana.

—¿Perdona? —Miré a Markel buscando ayuda y vi que éste estaba tan sorprendido como yo, observando las fotografías.

Lo que me estaba diciendo esa chica no podía ser; yo no tenía hermanas, eso era imposible, no podía tratarse de mi madre, ni de mí. No miré la fotografía, mis manos no dejaban de temblar. Se las devolví como si me quemaran en las manos y ella me dijo que, por favor, las guardara, que le preguntara a mi padre, y sin más se dio la vuelta y desapareció de mi vista dejándome paralizada, sin creer lo que acababa de oír.

—¿Estás bien?

Me agarró de la cintura intentando que lo mirara, pero no podía, mi mente no dejaba de repetir las palabras de aquella joven y recordar su nerviosismo al conocerme, y las fotos... las estudié y no podía negar que éramos mi madre y yo; reconocía esa foto, yo tenía una copia, pero al mirar la otra instantánea... era la misma mujer con un look muy diferente y con otra niña en brazos.

No entendía cómo era posible que, tras abandonarnos, hubiera tenido otra hija y otra familia, no podía ser. Lo único que supimos de ella era que se había ido a conocer mundo. Pero mi orgullo me decía que no quería saber más, que, si hasta ese momento no las había conocido, por qué debía hacerlo entonces. Yo era feliz y no las necesitaba, aunque mi consciencia se preguntaba por qué no, por qué no saber qué había sido de mi madre, o mejor dicho, de la persona que me gestó, porque jamás se comportó como una madre.

—¡Dunia! —Sus brazos me rodearon, mientras una de sus manos agarraba mi barbilla obligándome a mirarlo. Lo hice con los ojos vidriosos, jamás hubiera pensado recibir tal noticia, y menos de aquella forma—. ¿Quieres que nos vayamos a mi casa, donde puedas pensar?

—No, debemos regresar... estoy bien, no te preocupes por mí.

—Puede que se equivoque.

—Markel, mira, somos mi madre y yo, y... mi madre y... ella...

—Tú misma me dijiste que tu madre se fue hace muchos años, así que esto no debe afectarte, y menos ahora, no me gusta verte sufrir. Y tu mirada demuestra que lo estás haciendo.

Esther, que no se había enterado de nada, vino y me dijo que se iba a ver a otro escritor muy famoso; estaba tan emocionada y dando tantos gritos que ni se percató de que me sucedía algo. Y lo preferí así, no quería hablar con nadie. Nos despedimos y me preguntó si quería que pasara a recogerme, pero, antes de decir nada, Markel le informó de que no dormiría en su casa. Eso provocó que diera un grito con el que casi estallaron nuestros tímpanos, mientras me daba besos y lo amenazaba de que, si no me cuidaba bien, tendría un dolor muy intenso en sus partes. Él no pudo contener la risa y, la verdad, era casi imposible hacerlo con aquella mujer, pero, por mucho que disimulara, mi mente no estaba en la conversación.

El grupo de chicas se alejó, entre ellas aquella jovencita temblorosa que se marchaba con el rostro bañado en lágrimas. Me sentía mal por verla desaparecer de aquella forma, pero yo estaba peor: confusa, incrédula, tanto que Markel me agarró de los brazos y, tras zarandearme para que recobrara el sentido, consiguió que me centrara y dejara de pensar. Lo miré y me abrazó.

—Chicos, vámonos ya —dijo Dulce muy sonriente.

—Ahora mismo vamos; podéis avanzaros —les gritó él para ganar tiempo para recomponerme.

—Gracias —susurré.

—No tienes que dármelas, pero quiero que dejes de pensar en lo que te ha dicho esa chica y disfrutes del día. Muy pocos son los afortunados de estar aquí, y no quiero que nadie consiga evadirte de tu sueño.

Lo miré mientras meditaba las palabras que me estaba diciendo, eran tan ciertas...Tenía que disfrutar y, cuando eso terminara, ya pensaría si quería utilizar la información o simplemente pasar página.

Caminamos de la mano, dirección al restaurante, pero sucedió lo que menos me esperaba, encontrarme con Verónica. Sus ojos se abrieron como platos al ver mi mano entrelazada con la de él, pero no quise apartarme y menos por ella, así que continuamos nuestro camino intentando obviar que nos estaba observando sorprendida.

Llegamos al restaurante y nos sentamos en la mesa, donde ya nos esperaban. Miré la carta y pedí una ensalada de verano; me apetecía algo fresco, ya que durante la mañana habíamos soportado altas temperaturas en aquella caseta.

Javier volvía a ser el de siempre y no dejaba de bromear, y Dulce estaba bastante estresada; tenía el iPad entre las manos, pendiente de su correo en todo momento. Y yo, aún sobrecogida por lo que acaba de enterarme, intenté apartarlo a un rincón de mi mente para que no me molestara durante el día.

 

 

Estaba sentada en aquella caseta frente a muchas lectoras; la mayoría eran mujeres, pues pocos hombres querían nuestra firma. Los escasos que había visto acompañaban a sus novias. Markel continuaba firmando sonriente, pero toda la tarde estuvo pendiente de mí, atento... no dejaba de acariciar mi mano bajo el mostrador, de dedicarme algún que otro guiño y, de vez en cuando, también me preguntaba cualquier tontería para mantener el mismo contacto entre nosotros. Todo eso resultaba complicado ante tantas chicas; todas se deshacían nada más verlo, y no era para menos: era guapo, inteligente y, en la intimidad, un perfecto amante, aunque por suerte todas ellas no lo sabían.

Recordé nuestras primeras conversaciones a través del chat y cómo me enfurecía cuando me retaba a seguir los capítulos estando a su altura; conseguía molestarme, pero, envío tras envío, le demostré que yo podía. Si en ese momento hubiera sido consciente de su verdadera identidad, dudo que estuviéramos de igual modo.

Eran las nueve de la noche y muchas persianas comenzaban a cerrarse. Dulce nos pidió que aceleráramos el ritmo para poder cerrar a las nueve y media; no había muchas personas, pero cada una de ellas requería su tiempo, así que, con la mayor educación posible, fuimos avanzando hasta llegar a la última lectora.

Estábamos en la caseta, esperando a que Dulce terminara de cerrar las ventas en el iPad para poder irnos, pero había algún problema con el programa. Javier la ayudó y entre los dos lo solucionaron. Yo estaba observando los libros que había en las estanterías de la pared trasera, y elegí un par de títulos. Dulce casi me mata al decirle que quería comprarlos, ya que habían cerrado el día, pero me dijo que me los llevara y ya haríamos cuentas, que no me preocupara. Así que salí de la caseta muy contenta, con los dos ejemplares en mi bolso. Regresaría a mi ciudad con bastantes libros, pues había sido un viaje fructífero literariamente hablando.

—Dunia, nos vemos pasado mañana; tenéis que estar a las nueve, pero sólo serán un par de horas. ¿Cuándo regresas?

—Por la tarde, a las seis tengo el vuelo.

—Pues te llevaremos al aeropuerto, ¿no? —Miró a los dos en señal de confirmación. Sin duda, Dulce era más que una editora.

—Claro, te haremos una fiesta de despedida, llevaremos carteles y todo a Barajas.

—Javier... —lo amonestó Dulce.

—No tenéis que venir, no os preocupéis. Esther me acompañará.

—Iremos —aclaró Markel de forma autoritaria.

Javier le preguntó si se marchaban juntos, pero él le dijo que no, que debía hacer una cosa, que se verían al día siguiente. Dulce lo acompañó, dejándonos atrás. Sabía que nos íbamos juntos.

Markel agarró fuerte mi mano y caminamos alejándonos de la feria y saliendo del parque. Le pregunté, pero no quiso decirme hacia dónde nos dirigíamos, me comentó que era una sorpresa. No insistí más, simplemente caminé dejándome guiar hasta que llegamos a un parking, donde había aparcado su coche. Abrió la puerta del copiloto y caballerosamente me indicó que me sentara, pero llevaba todo el día conteniéndome para que no nos vieran... así que, sin pensarlo, cuando pasé por su lado, supuestamente para sentarme, me lancé a sus labios, empujándolo contra la puerta del vehículo.

Sorprendido por mi arrebato, sonrió y posó sus manos sobre mis nalgas, apretándome contra él y devorando mis labios.

Continuamos intensificando los besos y nuestras manos se colaron bajo nuestras ropas. Si no hubiéramos oído que alguien bajaba las escaleras, hubiésemos continuado, pero tuvimos que apartarnos. Nos miramos a los ojos mientras reíamos; luego me monté en el coche y cerré la puerta.

Rodeó el vehículo a la vez que saludaba con la cabeza a la pareja que acababa de bajar, con las manos en los bolsillos disimulando su erección. No pude evitar sonreír y, cuando se sentó a mi lado, me miró fijamente. Estaba excitado y deseaba mi cuerpo. Cogió mi barbilla y, tras regalar a mis labios un casto beso, arrancó el motor y salimos del aparcamiento. No sabía hacia dónde nos dirigíamos, pero intuía que íbamos a las afueras.

Tras adentrarse en la autopista, continuó la marcha hacia el norte de la ciudad. Me sorprendió la dirección que estábamos tomando, ya que sabía que no vivía lejos del centro. Miré por la ventanilla observando cómo las luces de Madrid se quedaban atrás.

—¿Adónde vamos?

—A mi casa.

—¡Pero si vives en el centro! —aseguré extrañada.

—No vamos a mi piso, sino a mi casa.

No supe qué responder; no me había comentado que tuviera una casa en las afueras, pero no me importaba. En ese momento me iría al fin del mundo con él; sólo me quedaban dos días antes de mi marcha, así que quería disfrutar al máximo de su compañía.

Tras veinte minutos de carretera, nos desviamos, dejando atrás la autopista, para adentrarnos en una carretera secundaria bastante llena de baches. Miré mi teléfono y vi cómo la cobertura iba disminuyendo. Le pregunté si en su casa había cobertura y negó con la cabeza. Abrí la boca como si fuera a ocurrir algo terrible, pero lo único que conseguí fue que se riera. Me dijo que le diera a Esther el número fijo de su casa, por si había una urgencia. Descubrir que había una línea telefónica fija me tranquilizó, saber que había comunicación de algún tipo era un alivio.

No podía negar que era adicta al teléfono y a las redes sociales; esos últimos días no había podido conectarme tanto como hubiese deseado, pero, en cuanto estuviera en casa, todo volvería a ser como antes. Volvimos a desviarnos, esta vez hacia un camino de tierra. Estábamos casi en la montaña, y no dudé en abrir la ventanilla y respirar; el oxígeno era puro, y el olor a vegetación me recordó mi ciudad.

—¿Te gusta la montaña?

—Cuando vengas a Noruega, me entenderás; es verde, ésa es la palabra adecuada, no tiene nada que ver con España. No lo cambiaría por nada del mundo.

—Debe de ser espectacular.

—Tienes que verlo con tus propios ojos.

—Deberás mostrármelo.

—Cuando quieras.

Aminoró la velocidad y traspasamos una valla que se abrió automáticamente al llegar. Pude ver que había un jardín estilo japonés que nos guiaba hasta una puerta oscura; aparcamos frente a ella y bajé observando la casa y la entrada. Me cogió de la mano y me guio hasta la entrada.

Las luces estaban encendidas, pero no parecía haber nadie. Lo primero que había era un recibidor muy acogedor, con un banco y un perchero en el que colgué mi bolso. Caminamos hasta llegar al salón comedor; la decoración rústica me sorprendió, esperaba una casa de estilo minimalista y moderna, pero nada parecido... los muebles de alforja decorados con telas de colores y las maderas robustas eran lo que predominaba en aquella preciosa casa.

—¿Qué te parece? Muy pocas han sido las afortunadas de venir aquí.

—¿Muy pocas...? Para ti, ¿cuánto son muy pocas?

—Eres la segunda.

Me sentí aliviada al saber que no me había llevado a un lugar donde acostumbrara a invitar a todas las chicas que pasaban por su vida. Abrió la puerta que separaba el salón del exterior y me quedé petrificada al ver aquella piscina; no era la típica cuadrada u ovalada, parecía un lago, con montañas y cascadas.

—Es impresionante, me encanta.

—La hizo mi madre; es una artista con las piedras: las moldea. Cuando me dijo que iba a ambientar la piscina, nunca imaginé este resultado.

—Es espectacular, me he quedado sin palabras.

Me ofreció una copa; asentí mientras me acercaba al borde de la piscina y tocaba el agua; no estaba fría, más bien templada. Si hubiese tenido bañador, no hubiese dudado en poder disfrutarla, pero no tenía, aunque por suerte me había puesto falda aquella mañana. Ni lo pensé, directamente me quité las sandalias y adentré mis pies en el agua, sintiéndome liberada bajo el frescor que proporcionaba.

—Te puedes meter, si quieres.

—No tengo bañador.

—¿Crees que va a verte alguien?

¡¿Cómo no había pensado en eso?!, claro que no me veía nadie, sólo él y... seguramente, verme desnuda, lo excitaría. Mi mente comenzó a imaginarnos a los dos besándonos y haciendo el amor en aquella piscina; el deseo creció por instantes y su mirada estudiando mis reacciones lo corroboró.

Dejé caer mi falda bajo su atenta mirada y me subí la camisa por encima de los hombros para sacármela por la cabeza, quedándome en ropa interior. Me sentía observada, devorada a distancia, pero eso sólo era el principio de la noche.

A través de sus palabras
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