Epílogo

Desde el primer momento supe que no era ella, aunque la acepté porque la necesitábamos. Mi mujer no podría soportar seguir viviendo sin nuestra hija, la necesitaba para no desangrarse en vida. Además, mi hija y ella eran como dos gotas de agua. Mientras se recuperaba de una horrible herida en el hombro y un supuesto estado de shock —que contribuyó para que durante casi un largo año no dijera palabra—, y luego, imagino que cuando confió al fin en lo aprendido, un leve acento eslavo la delataba. Mi mujer achacó las novedades al momento traumático, pero no era ciega. Nunca me lo dijo, pero también intuía que no era nuestra niña. Las mujeres son muy listas, aunque se acobardan ante la pérdida. Al menos es lo que quiero creer…

Mis sospechas se confirmaron cuando encontré en el armario de su habitación, bien escondidos bajo el hueco del último cajón, un cuaderno y el diario que había escrito desde su llegada. No pude resistir la tentación de leerlos y lo di a traducir por partes a gente de mi total confianza, sin añadir una palabra sobre su procedencia. Cuando me lo devolvieron, no podía ni quería creer lo que mostraban aquellas páginas. Era horrible. Como terrible también fue conocer lo que le había ocurrido a mi niña, y por qué esa chica había suplantado su identidad. Tardé mucho en asimilarlo. Ignoré la amenaza de Yurkov Eremenko, al no acceder a su chantaje. Con ello había escrito el destino de mi hija… Era mi culpa, solo mía…

Después de conocer la verdad, pasé muchas noches en vela. Esperaba a que mi esposa se durmiera para encerrarme en el despacho, y después daba rienda suelta a mi profunda melancolía. Una tristeza que acabaría aportando claridad a mi mente. «¿Por qué no hacer algo?», me preguntaba todas esas madrugadas en vela. Pero ¿qué…? Fue un largo período improductivo, miles de ideas circulaban, como remolinos sin control, por mi mente, aunque no me atrevía a dar el paso con ninguna. Para entonces, nuestra «hija» nos había hecho abuelos.

La respuesta a mis desvelos la encontré por fin en internet. Leí cientos de cartas y testimonios sobre padres que buscaban a sus hijos, sobrinos, nietos y amigos desaparecidos. Aún tenían esperanzas, y aquello realmente me sobrecogió… Mandé diseñar una página web a una persona de mi entera confianza, y así creé una sociedad de apoyo a esas personas a las que les habían arrebatado a sus seres queridos. Fue un acierto, además de un rotundo éxito…

Decidí invertir gran parte de mi fortuna en ese plan. Puse mucho dinero y medios para seguir adelante con mi idea, pero lo que había leído en el diario de Nadia seguía clavado en mi alma, y mi interés derivó hacia algo más profundo… Quería seguir escuchando a aquellas personas con graves dolencias emocionales; deseaba comprenderlas, unirlas, ayudarlas. Sin embargo, la ira y la venganza me incitaban a valerme de esa iniciativa para crear un poder oculto, en la sombra. Esa fortaleza que ninguna institución gubernamental, administrativa o armada, quieren dar: equilibrar el desagravio contra la infancia de esos niños desaparecidos.

Alguien tenía que tomar las riendas. Aportar las soluciones. No me resultó difícil entrevistarme con la persona adecuada. Si tienes tanto dinero, todo está realmente al alcance de la mano. Era el momento de ir mucho más allá. Creé la Agencia. El asunto económico fue cosa mía. Del personal, formación y armamento se encargó mi mano derecha. Dejamos claros los objetivos y las normas. Protectores del menor, y sin ninguna piedad contra las ratas que se valían de ellos. Los testimonios, documentos y cartas enviados a la Sociedad de Ayuda al Familiar de Niños Desaparecidos nos sirvieron de información, así como de perfecta tapadera…

Ante los ojos de la Ley y el fisco, éramos una organización benéfica sin ánimo de lucro que aportaba ayuda psicológica a personas afectadas; pero, por supuesto, no estaban al tanto de nuestras verdaderas intenciones. Cuando mi hombre de máxima confianza te contrató y supe quién eras, intuí que iba por el camino correcto y que había tomado la decisión más acertada. Vi el vídeo de la conversación que mantuvisteis, y en esos momentos sentí como propia la rabia que mostraban tus palabras. Tu historia aparecería hilvanada con la que había leído en el diario de Nadia: eras la mejor apuesta para encauzar aún más este ambicioso proyecto, tan arriesgado pero a la vez tan necesario. Aparte, ambos teníamos cosas en común: Nadia, la pena por los menores desaparecidos, el deseo de poner freno a todos aquellos bastardos. Los mismos objetivos e inquietudes para reparar parte de lo irreparable.

Delegué en ti los preparativos y los castigos, y ahora sé que no me equivoqué. Te felicito por ello y felicito también a los compañeros que han hecho posible que un pasado cruel para el más débil haya sido redimido… Sé que has sufrido al verte obligada a utilizar a Noelia, que te costó obedecer mi orden, pero quiero que entiendas que ella necesitaba estímulos. No quiero que lo veas como un castigo por escudarse en mi hija para salvarse. En los últimos tiempos, Noelia se estaba alejando de nosotros. Empezaba a ser un alma en pena y la sombra de su alcoholismo jamás había desaparecido del todo, más aún desde que la separaron de mi nieta. Atemorizarla era la mejor opción. Hacer que luchara por algo. Vivir para algo. Pero todo ha ido bien.

Volvió a llamarnos, y aunque en esa conversación me vi obligado a mentirle de nuevo para espolear sus pasos, antes de colgar me dijo que nos quería. Al fin hemos vuelto a reunirnos. Todos. Mi plan la ha hecho crecer emocionalmente, y ha reflotado una familia que estuvo rota. No es mi auténtica hija, pero no importa, porque la siento como si lo fuera. Nos ha dado una nieta. ¿Qué sería de mi esposa de saber a ciencia cierta que su nieta no lleva su sangre… aunque lo intuya? He acabado aceptando su engaño, y la he hecho más fuerte. Muchas veces el peligro y la incertidumbre te hacen agarrarte de nuevo a la vida para que valores lo que tienes… Y eso es lo que he conseguido de ella. Ambas habéis consumado vuestra venganza. No es suficiente para reparar lo que os sucedió, pero al menos calmará los viejos fantasmas.

Te preguntarás por qué te cuento todo esto. Es muy sencillo. He tomado una decisión. Te he elegido a ti para sustituirme. Ya soy mayor, y necesito descansar y disfrutar de los míos. He dedicado mucho tiempo a aliviar el daño. Ahora me debo a mi mujer, a mi nieta… A mi hija. Y te elijo a ti para dar continuidad a este cometido.

La Agencia crece. Tenemos aliados en Estados Unidos y también Europa. Personas con grandes recursos que se unen a nuestra causa. Poco a poco vamos lográndolo, aunque aún nos queda mucho camino por recorrer.

El futuro te pertenece. Lo harás bien. Al menos hemos conseguido meter entre rejas a ese desgraciado, aunque no debemos parar hasta verlo agonizar. Pronto saldrá libre y para entonces, estaremos esperándolo. Esa es mi última orden. Matar a ese malnacido. Mientras tanto, esto debe continuar…

Gloria, ahora bajo la identidad de Moira Olivares y con un nuevo rostro proporcionado por la cirugía, recordaba aquellas palabras con nitidez, como si hubieran sido susurradas solo unos segundos atrás. Al principio se quedó estupefacta, pero digerirlas no le llevó mucho tiempo.

Que Pablo Álvarez, el fundador de la Agencia, depositara en ella toda esa confianza era digno de agradecer, aunque sabía de la ardua tarea que la esperaba a partir de ahora. Monopolizar el poder de aquella organización secreta, en continua expansión de personas y medios, no era lo mismo que ser parte del engranaje. Ahora los arrestos los tendría que dejar para las decisiones, y no para las ejecuciones de los más indeseables. Debía dar lo mejor de ella. Absolutamente todo. Y lo primero fue dar su propia vida: convencer al mundo de su muerte había sido muy fácil, bastó una fotografía trucada.

Ahora llevaba puesto un pequeño sombrero de tela y un pañuelo rojo anudado al cuello, y vestía informal, con una camiseta de manga corta azul y vaqueros. Eran las diez de la mañana del 27 de agosto de 2011. Ya habían pasado cuatro meses de lo sucedido en AVESCO.

El sol, en lo alto del cielo azul, calentaba todo lo que acariciaba.

Los turistas comenzaron a llegar en grupos, hacinados en los autobuses. Era el inicio de la fiesta de las flores. Un acontecimiento único que tenía lugar cada cinco años en el pueblo de Campo Maior, muy próximo a la frontera española por Badajoz.

Había bastantes agentes portugueses uniformados, con boina sobre la cabeza, rostros pétreos y ojos escrutadores, que intentaban radiografiar a la multitud en busca de delincuentes. Gloria observó a uno de ellos, el que controlaba el tráfico. Llevaba una gorra con distintivos de suboficial, y los turistas no dejaban de distraerle con sus preguntas. Eso estaba bien. Allí había un punto débil para escapar.

Se coló como uno más entre la abigarrada muchedumbre. Mientras avanzaba por las calles adornadas con incontables guirnaldas y flores de papel, sacudía sus recuerdos. «Echaré de menos a Jokin Sagasti», se dijo. Aquel buen hombre que tanto quiso a su madre, que les dio cobijo, y les proporcionó una nueva vida a ambas.

También hubo un momento de tregua para recordar a Alma Reyes, pues había llegado a enamorarse de ella. Pero desde que fue reclutada supo que mantener una relación tan íntima resultaba incompatible con su profesión. Ambos términos no casaban, así que tomó la decisión de desaparecer y dejar los sentimientos arrinconados para siempre. Durante sus últimos días juntas, había forzado una tremenda discusión y había fingido una decepción que no sentía: sabía, incluso antes que ella, que Alma jamás aceptaría su propuesta de viaje. «Conocerás a mi familia», le dijo. De hecho, para entonces su madre ya había muerto. Mentiras para forzar la ruptura. Solo buscaba que Alma la quisiese un poco menos de lo que en verdad la había querido ella, que tuviese algo a lo que agarrarse cuando Gloria desapareciera.

Sabía que nunca lograría olvidarla. Al menos, la consolaba saber que ahora las cosas le iban bien. A modo de anticipo, una editorial de prestigio le había pagado una suma considerable por la historia que estaba escribiendo sobre unos niños rusos que perdieron su infancia. La había titulado: Los niños que dejaron de sonreír. Su nueva estabilidad económica, sin embargo, difería mucho de la emocional. Había discutido con su nueva pareja y roto la relación. Lo que Alma desconocía era que también en esta ocasión su ex había forzado la ruptura. También ella se debía a la Agencia: Sasa, Silvana, Silvia, nombres para la misma persona.

En el ínterin, el dinero recaudado con los terribles vídeos había ido a parar a distintas fundaciones benéficas sin que la Ertzaintza pudiera hacer absolutamente nada por evitarlo. Thor, haciendo gala una vez más de sus extraordinarias habilidades informáticas, había dado esquinazo a tanto policía cualificado. Gloria había aprovechado su «amistad» con Jaime Ribas para vigilarlos a él, a Vitus y al resto, pero también había logrado, de paso, que el hacker acogiese bajo su ala a un «familiar» de Gloria, que le abriese la puerta de su guarida, y que lo formase en los misterios informáticos. Thor, desde luego, había aprendido rápido.

Ese último pensamiento la reconfortaba…

Se detuvo para recobrar el aliento. Trescientos metros de pendiente pronunciada sofocan a cualquiera, y se llevaron sus pensamientos. Llevaba ocho meses viviendo en Hervás, la localidad más cercana a Campo Maior, vigilando a un brasileño que facilitaba «mercancía» —es decir, niños y niñas— a poderosos empresarios.

Jan Grichouv, el mercenario búlgaro curtido en mil batallas que la reclutó, la puso tras la pista. El mismo que años atrás había leído la carta donde contaba parte de la historia de su infancia, el que la reclutó para la Agencia y con quien intervino por primera vez de forma contundente en Mozambique, en 2004. Acudieron como reporteros, un disfraz que solo se quitaron cuando eliminaron sin pestañear a aquella pareja que estaba tras la desaparición de tantos niños y niñas africanos. Sin casualidad alguna, los ejecutados fueron Laluska y Gustav. Parte de esos perros inmundos que resquebrajaron su infancia…

Una vez repuesta, Gloria giró a la derecha. Otra callejuela. Un hueco en la fachada ante ella. Acto seguido, esquivó las cortinas que ocultaban el interior de aquella tienda de regalos que tenía a mano izquierda. En el mostrador estaba Jan. Para muchos Jean Guignou; para otros, Juan Guillón. Se acercó a él. Al fondo había una pareja de extranjeros horteras con ropas chillonas —él, el habitual turista con sandalias y calcetines altos, y ella, grasienta y con la piel lechosa enrojecida por el sol— que observaban ensimismados unas vasijas.

—Buenos días, ¿tiene figuras talladas a mano? —preguntó Gloria.

—Desde luego.

Jan silbó y apareció de la nada un joven con el pelo alborotado.

—Atiende el mostrador. —Y luego, hacia ella—: Acompáñeme a la trastienda, por favor.

Los dos siguieron pasillo adelante, tras franquear una puerta, y descendieron por una escalera de cemento.

Llegaron así a una cámara frigorífica reforzada con aislamiento acústico. Junto a ella se encontraban Thor, Aldo y Sasa.

Gloria miró a su compañera. Aldo le había hablado de los problemas de la joven, primero con el alcohol y más tarde, con las drogas. Fue ella quien decidió darle la oportunidad y quien la contrató para liberarla de su tormento, aunque en realidad se sentía en deuda con ella. Esa mujer, siendo niña, la limpió y consoló después de que aquellos dos hombres…

Sasa asintió ante la mirada de Gloria. Era una mirada de gratitud.

Había hecho bien su trabajo. Al igual que las otras unidas a la causa, en especial la doctora Laínez, a quien los mafiosos rusos creían tener controlada. Marga interpretó su papel con absoluta eficacia. Se hizo la preocupada por ese padre al que en realidad aborrecía, un machista con la mano suelta que no pocas veces había pagado sus frustraciones con ella y su madre. Fue la propia Marga quien se negó a que interrogaran a Fabiola Mena y a que la examinaran otros compañeros, para que no descubrieran el cuchillo que había escondido en la escayola. La noche del asesinato de Nadine, fue ella misma quien facilitó a Thor el acceso remoto a las cámaras de vigilancia del hospital, y también quien manipuló a Yuri para que llamara a Yurkov y le dijese que su hija había despertado —ella misma se encargó de que «despertara» al fin, en el momento adecuado—. Marga se aseguró de que nadie aguardaba a su paciente a la entrada de la habitación de la rusa, tal y como Gloria le había pedido. El resto quedaba en manos de Fabiola Mena. Días después del suceso, el padre de Marga apareció desmembrado en una colina. Cuando Gloria se lo comunicó, la doctora solo comentó que había sucedido lo correcto y que abandonaba su trabajo para servir en la Agencia a tiempo total…

Fue Aldo quien le tendió a Gloria el buzo de plástico transparente, las calzas y las gafas. Sasa le ofreció los guantes de limpieza que escondía en el bolsillo trasero del pantalón. Por su parte, Thor dejó la caja de herramientas sobre la mesa de ruedas que Gloria empujaría, y que escondía tras él. Jon abrió la puerta del almacén de congelados.

Al fondo había un hombre desnudo tendido de rodillas. Temblaba. Estaba atado como un perro. Collar al cuello unido a la gruesa cadena que surgía de la pared. No podía moverse. Los tobillos aparecían anormalmente aplastados y retorcidos. Una maza tirada en un rincón había sido la responsable.

Thiago Damião, aquel brasileño que proporcionaba género infantil a cambio de grandes sumas de dinero, levantó la cabeza. Otro asqueroso cazador infanticida.

Gloria se ciñó el buzo plastificado, se puso la capucha, las gafas de protección y los guantes, y escarbó en la caja de herramientas. Luego levantó la rotaflex y la enchufó al alargador del estante inferior de la mesilla. El disco de la máquina se convirtió en un remolino centelleante al accionar el botón de encendido.

«Al dolor se le combate con dolor», concluyó, lapidaria.

Allí acababa el pasado más indigesto y cruel. Simona. Gloria. Nombres que ya no significaban nada para ella, a pesar de la vinculación que tuvieron a su persona. Siempre recordaría a su hermana, aunque nunca más volverían a estar juntas. La protegería con su ausencia, ya que ahora ella era sinónimo de peligro para quien la tratara. «Esta vida nos ha creado para convertirnos en demonios. El fuego es igual para todos». Un fuego que lo devoraba todo, igual que prendió el diario de su hermana pequeña y las historias de aquellos niños y niñas. Cenizas frías, restos ya de una fogata el día anterior.

Deseaba lo mejor para Vanesa y Zaira, quienes nunca aportaron a la Policía ninguna pista sobre sus captores. De igual forma, Vanesa se abstuvo de hacer cualquier referencia de la camaleónica mujer que tantos jueves la escuchó bajo pelucas distintas y ropa variada. Aquella aparición que le ofreció esperanza merecía ser recordada, pero no delatada. Precisamente fue a Sasa a quien Vanesa entregó el arma de su padre —en una suerte de castigo para Yago—. La misma pistola que ellos entregarían a Noelia en la guarida de Jaime; la misma que acabaría cayendo en manos de Jon Ríos en El Observatorio; la misma con la que este apuntaría a Noelia antes de ser abatido por Aldo.

—Adiós, Noelia… —murmuró Gloria para sí—. Hasta siempre, Nadia. Te perdí siendo niñas.

Yurkov Eremenko seguía vivo, encerrado en una prisión con todo tipo de lujos. En un par de años saldría, quizá en menos, dependiendo de la pericia de sus carísimos abogados y del conformismo de un juez deshonesto, y ellos estarían al acecho, esperándolo ansiosos. Mientras tanto, debían continuar con su cometido.

Apretó los dientes y liberó su ira, contenida durante tanto tiempo. Avanzó la rotaflex en busca de su presa y solo entonces, una vez consumada la sangrienta ejecución, Gloria recuperó al fin la sonrisa…