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La segunda noche en El Observatorio tuvo un sueño terrible.

La botella de suero colgaba sobre ella. Tenía una vía intravenosa en el brazo izquierdo y estaba tumbada en una cama dura como una tabla. Entró una enfermera, vestida con una camisa abierta y falda blanca, y una pequeña cofia del mismo color, con una cruz roja en el frontal. Parecía recién salida de una película pornográfica. No podía ver su rostro, lo cubría una máscara o capucha de cuero que solo le permitía discernir sus llamativos ojos verdes y unos labios jugosos y carnosos. Llevaba un recipiente de plástico que bien podría ser una bolsa de suero, aunque contenía un líquido de color casi marrón. La enfermera descolgó el bote de suero, desclavó la aguja de la goma y la clavó en el nuevo recipiente. A continuación, lo colgó de la barra y comenzó a regular la caída del goteo. Noe pensó que podía ser un medicamento para tranquilizarla. Su cuerpo no dejaba de temblar. Además, tenía sed, mucha… La enfermera de generosos senos se sentó junto a ella, en la cama, y le tocó el abultado vientre. Estaba embarazada. «Te he puesto algo para aliviar tus dolores preparto… Es maltés y te ayudará a relajarte». Su voz era muy dulce, pero sus palabras no dejaban lugar a duda, y Noe giró el cuello para observar, literalmente aterrada, cómo aquellas gotas recorrían el tubito de la vía para introducirse en su organismo. Lo hacían para purificar su sangre con whisky.

Una vez en la sala de terapia, no consideró oportuno hacer partícipe de su desagradable experiencia onírica al resto de sus compañeros. Se sentía agotada. De pronto el doctor Bellas hizo aparición y se introdujo en el círculo formado por los pacientes. Una vez más traía la maldita botella de whisky en la mano y la dejó a los pies de Noe. Esta no digería bien la forma de actuar del médico, y se le pasó por la cabeza levantarse para abofetearlo e inmediatamente arrojarse sobre la botella. Solo un trago… quizá dos a lo sumo. Pero una tosca mano la retuvo por el brazo. Era Aldo, que parecía adelantarse a los acontecimientos, serenándola con sus enormes ojos. El efecto fue balsámico, y Noe buscó su mano para agarrarla, para sentir ese mínimo de aprecio y comprensión que tanto necesitaba.

—Mira bien la botella —susurró el canario.

Noe obedeció y así descubrió lo que su mente intentó evitar que viera. En el interior no había rastros de aguardiente; solo papeles enrollados con una cinta, como antiguos pergaminos.

—Después de contar nuestra historia, cada uno cogemos un folio, escribimos lo que deseamos del futuro, y con esa esperanza, lo enrollamos y lo echamos dentro para enterrar el pasado —explicó Aldo en tono convincente, acariciando el dorso de la mano de Noe—. Escribiendo esas historias que deseamos vivir mitigamos nuestras ansias, ya que con ello queda demostrado que todos tenemos ganas de luchar.

—Libérate, Noelia. —Silvia Ramos, a su izquierda, se había apoderado de su otra mano—. Descarga tu dolor en nosotros… No tengas miedo. Nosotros también dudábamos, pero dimos el paso y ahora podemos ayudarte a compartir esa angustia que encierras.

Agradeció sus palabras con una fugaz sonrisa. El doctor Bellas no intervino y se limitó a pasear fuera del círculo, tras ellos, con la cabeza inclinada mirando al suelo y pellizcándose la barbilla, como una invitación para que fueran ellos mismos, los pacientes, quienes llevaran ese día el peso de la terapia.

Noelia suspiró sonoramente; el sueño perturbador seguía ahí, pero no debía obsesionarse con él más tiempo. No ahora, cuando las manos que apretaban las suyas parecían darle el valor que en realidad le faltaba. En el comienzo de su tercer día de internamiento, segunda sesión de terapia en grupo, dejó fluir parte de su angustia sin detenerse en esos detalles más profundos que no tenía valor para afrontar.

—Me llamo Noelia… —empezó—, y soy… bueno… supongo que soy alcohólica… Aunque no lo haya considerado de esta manera hasta que mi marido y mis padres me hicieron verlo…

Sacudió la cabeza. Pensaba que desde niña la vida le había castigado, le había mostrado la cruda realidad, enseñándole demasiado pronto el significado del dolor, del sufrimiento… ¿Cómo hablar de todo aquello con extraños? ¿Cómo expresar con palabras el hambre o la soledad o cómo te sientes cuando pierdes a quien más querías? Aún no había empezado y ya sentía las gruesas lágrimas en sus ojos. Hizo de tripas corazón para continuar.

—Fueron muchas las causas que me llevaron a beber. Tuve una infancia dura y cuando crecí, siempre tenía la cabeza llena de imágenes inquietantes; de una pena que no podía apartar de mí. Bebiendo, conseguía calmarlas. El estado de euforia que me proporcionaba, copa tras copa, borraba esas huellas y me daba fuerzas para divertirme, para conocer amantes ocasionales, para atreverme…, en fin…, con todo aquello que parecía inalcanzable para mí.

»Estando ebria conocí al hombre que meses más tarde llegaría a ser mi marido. Estaba en una despedida de solteros, borracho como una cuba, y ambos nos dejamos llevar en un baño de la discoteca… Lo hicimos sin protección, y me quedé embarazada como una estúpida… —Exhaló un hondo suspiro—. Dos meses después, me encontré de nuevo con él en un altercado en una tienda: dos delincuentes amenazaron con navajas al encargado para que abriera la caja fuerte, y alguien salió de detrás de un estante y los desarmó. Era él. Estaba allí haciendo la compra y no dudó en poner en riesgo su vida. Después del incidente, me reconoció y se acercó a mí. Me invitó a un café, y la oferta acabó en una cita para cenar.

»Pasadas unas semanas de relación le conté que estaba encinta de él y que no pensaba abortar… —De nuevo un silencio de sepulcro para recomponerse—. Con gran pesar, le dije que podía desaparecer de mi vida; que no tenía la obligación de cuidar del bebé, que le eximía de esa responsabilidad, y él me contestó con un beso. Algo inesperado en los tiempos que corren. Me enamoré de él, y eso, y también mi embarazo, me ayudaron a apartar el pasado y el alcohol… Me casé con Yago, que es como se llama mi marido, y tuvimos una niña preciosa. —Trató de esbozar una sonrisa pero apenas la dibujó en sus labios.

»Todo fue como un cuento de hadas durante casi diez años. Creo que en ese tiempo no probé ni una sola gota de alcohol… —Exhaló un nuevo suspiro, a medio camino entre el cansancio y la resignación, y encogió los hombros con abatimiento—. Pero el pasado siempre se presenta cuando lo crees alejado y olvidado. Recibí un mensaje en una postal navideña y ese mensaje abrió el tapón de mi botella, y se llevó mis últimos diez años. Intenté olvidarlo, pero no pude; de nuevo estaba atada a una realidad que existió siendo niña.

Noe recordó aquel torbellino huracanado en el que se sintió atrapada; un torbellino donde giraban y giraban botellas, llenas de elixir para el bienestar, para olvidar… Durante unos segundos reinó un silencio vacilante en aquella sala, mientras volvían a su mente aquellos tres años en los que el miedo fue más poderoso que el amor a su marido y a su propia hija.

—Desde aquel día bebo, olvido, recuerdo y vuelvo a beber para volver a olvidar… ¿Qué os voy a contar a vosotros que no conozcáis ya?

—Enhorabuena —susurró Aldo a su oído, y le estampó un sonoro beso en la mejilla.

—Gracias, Noelia. —El doctor Bellas volvió a entrar en el círculo de alcohólicos y la escrutó con su profunda mirada—. Un comienzo indispensable para ir conociéndola. Si más adelante considera necesario contarnos los detalles que ha omitido, sepa que serán bien recibidos y que sus secretos estarán a buen recaudo. Cuando lo considere oportuno, enfoque cómo le gustaría que fuera su futuro y en qué están depositadas sus esperanzas. Escriba sobre ello e introdúzcalo en la botella, junto a los sueños de los demás, para que esa fuerza, depositada en palabras y trasladadas a un papel, absorba lo que no pudo controlar… para siempre.

Una vez dicho esto, todos la aplaudieron. Saúl Bellas fue el primero en abrazarla. Luego, el resto de los presentes imitó al doctor. Aldo casi le quebró la columna con su abrazo de oso. El de Silvia fue más tierno. Simón le palmeó la espalda. Thor le produjo picores en la cara con su abundante barba. El último fue Manuel, y por un instante Noe sintió que ambos eran una única persona. Al separarse, se llevó la mano izquierda al bolsillo de la camisa y sacó una fotografía y una tarjeta. En la instantánea aparecían tres bolas de pelo grises con grandes orejas.

—Mi hermano tiene un criadero —explicó con su cascada voz—. A veces me escabullo allí para observar a los animales. Me gustaría enseñártelo algún día; si te apetece, claro. Allí reina la paz. Es muy útil para desconectar. Te vendrá bien.

Noe se lo agradeció con una sonrisa mientras leía la dirección en la tarjeta.

—Gracias —contestó—, me encantaría.

Había pasado tanto tiempo desde aquello… Noe lo tenía escrito en el diario que siempre llevaba consigo y que leyó en el trayecto a Artxanda. El taxista, un hombre poco locuaz, le explicó que aquel negocio había cerrado dos años atrás cuando el dueño encontró a su hermano colgado de una viga de la conejera. «Un pobre diablo cargado de problemas», sentenció con voz glacial para definir al suicida.

Noe pagó y le dijo secamente que podía marcharse. El taxista arrugó la nariz, como preguntándose si se había topado con una chiflada.

Tras esperar a que el vehículo desapareciera de su vista, subió por un extraño camino de guijo en el que había huellas recientes de neumáticos. A un lado encontró un cartel sucio, volcado y lleno de hierba, que anunciaba con letras ya descoloridas: CRIADERO DE CONEJOS GIL DOBLAS-ARTXANDA, 12.

Avanzó sobre el descuidado césped y llegó hasta un edificio alargado que en su día habitaron cientos de conejos. El techo de madera presentaba grandes agujeros, y en las ventanas de la fachada principal, unas tablas ennegrecidas y clavadas horizontalmente habían reemplazado a los cristales. Dejaban entre sí espacios por los que podía pasar una persona delgada.

Se acercó hasta la puerta doble de chapa, deslucida y oxidada por las inclemencias del tiempo, y vio en el suelo una cadena rota y el sucio candado que algún día la cerró. Hizo un amago de asomarse, pero un fétido olor la alcanzó y la hizo retroceder dos pasos. No sabía qué la había impulsado a mirar. Quizás esperaba ver a Manuel con el cuello roto por la soga, girando lentamente y con los pies a un metro del suelo.

Aquello fue un duro golpe para ella y los compañeros de terapia. Recordó la llamada de Aldo para darle la noticia, también cómo se reunieron todos, cómo hicieron una colecta para una corona de flores y cómo acudieron al sepelio, aunque se quedaron a cierta distancia del grupo principal. Sucedió dos años atrás, y Noe nunca tuvo la oportunidad, antes del trágico suceso, de visitar aquel lugar al que un día Manuel la invitó amistosamente. Pero el destino era impredecible, y ahora estaba allí por culpa del capricho de un demente. La última locura fue lo que le mandó hacer con el cuchillo.

Recibió la llamada de un número oculto a su móvil, segundos después de encontrar, adherida a las cristaleras del colegio, la llave pequeña y dorada que sujetaba ahora en la mano. La miró y leyó las palabras escritas dentro del plástico verde del llavero: CRIADERO DE CONEJOS GIL DOBLAS. DESVÍO GALBARRIATU-MONTE ARTXANDA.

Buscando la cerradura que encajara con aquella maldita llave, Noe rodeó el destartalado edificio hasta encontrar la cabaña de troncos en mitad de un amplio claro, entre árboles centenarios. Manuel, en su día, le comentó que la había construido su hermano como complemento. Después de su suicidio, el hermano de Manuel había abandonado la conejera y la cabaña, tras intentos infructuosos de vender la propiedad. Nadie quiso hacerse cargo del negocio: no rentaba lo suficiente, y además el truculento suceso echaba atrás a los posibles compradores. Por eso mismo a Noe le llamó la atención el buen estado que aparentaba desde el exterior. En un rincón, apilados, había una pirámide de troncos cortados con hacha y a su lado, un barril azul lleno de agua que parecía limpia. Poco más allá, anudado a dos troncos, un columpio con un neumático como asiento y varias latas de cerveza estrujadas y tiradas a su lado. Bajo una tejavana, una moto de gran cilindrada descansaba apoyada sobre el caballete, y cerca de unas rodadas había espacio de sobra para aparcar un coche.

Llegó hasta la puerta. Una mirilla oscura pareció traspasarla. ¿Habría algún ojo al otro lado, evaluando qué hacer con aquella intrusa? Empujó la puerta y esta se abrió. No estaba cerrada con llave, ni siquiera encajada, y no había ningún anfitrión peligroso esperándola al otro lado. Traspasó el umbral. Sintió olor a manzana. Había al menos doce ambientadores de madera con forma redondeada, colgados a lo largo de las paredes de la estancia. A su izquierda, una pequeña cocina completamente equipada, con los armarios rebosantes de latas de conserva, cubertería y vajilla. Bajo el armario empotrado pudo contemplar una nevera abierta con la luz interior fundida y un charco de agua debajo. Dos de los estantes estaban ocupados por latas de cerveza; en el último aparecía un solitario queso cubierto de moho.

Lo más sorprendente se hallaba sobre la mesa de plástico, junto a un frutero con manzanas verdes y mandarinas y una revista abierta. Era una pistola. Y un par de cargadores repletos de balas.

Noe aún sostenía la llave en la mano y de pronto reparó en el inmenso arcón de madera que había a su derecha, tallado con relieves de señoras de anchos sombreros y de hombres de aspecto hindú sentados en tronos a lomos de elefantes. El armatoste aquel presentaba una hendidura en una placa dorada; quizás aquello fuera lo que andaba buscando.

«¡Bingo!», pensó al notar el giro de la cerradura.

Antes de levantar la tapa, se limpió con el dorso de la mano el sudor que perlaba su frente. Estaba tensa, bastante nerviosa. En el interior del arcón debería toparse con ropa arrugada, quizá sábanas o mantas, pero sabía que no será así… Y no se equivocaba. Con esfuerzo, levantó la pesada tapa.

No había nada en su interior; al menos nada material. Lo que se presentó ante sus ojos era un agujero oscuro abierto en el fondo, donde se percibía el comienzo de una escalera de madera que descendía hasta las entrañas de las sombras…

Con una inusitada valentía, propulsada por el recuerdo de su hija, se introdujo en el arcón y comenzó a bajar los escalones. Al fin pisó tierra firme, o mejor dicho, lo que parecía una capa de cemento. Se oía un zumbido incesante, aunque algo ahogado. Noe palpó en la oscuridad y chocó con una especie de portón metálico.

Una oleada de luz la golpeó, cegándola por segundos, y el zumbido subió decibelios hasta atormentar sus oídos. Pero ¿qué demonios era aquel lugar? Había monitores, ordenadores y cables por todas partes… Y junto a ella, un sofá reclinable, desgastado por el uso, frente a un panel lleno de pantallas y enchufes.

En el sofá descubrió un sobre rojo con su nombre. Lo cogió y se acomodó en el asiento. Lo rasgó con rabia, para luego desplegar la hoja ante sus ojos.

¿Qué tal te sientes en la guarida de un hacker? Impresiona, ¿verdad? Ya lo creo. Te preguntarás qué haces aquí. Quiero que veas algo. Y que lo envíes.

Una voz robótica surgió de algún altavoz escondido y unas palabras aparecieron al instante en una de las pantallas del panel, donde se habilitó un teclado de ordenador justo debajo.

«¿Estás ahí?».

Bajo esto, una notificación:

«Alma Reyes».

Una vez repuesta de la inesperada interrupción, Noe volvió a concentrarse en la lectura de la nota que tenía entre las manos:

Hay tres personas que deben verlo. Una, para que encuentre la historia que debe divulgar. Otra, para que conozca si será un valiente o un cobarde. Y tú, para que seas mis ojos, mis manos y mis piernas…

A los tres os unirá algo.

Si no actuáis con pericia y no satisfacéis mis necesidades, seréis responsables de lo que pase en fechas cercanas.

Ahora debes seguir mis instrucciones y observar atentamente la grabación y el mensaje que le sigue.

A la derecha del panel hay una pantalla de diálogo con una única palabra: «Aceptar». Te considero inteligente para entender que esa es la única opción de la que dispones.

Una vez ejecutada mi orden, la grabación será distribuida a los internautas que previamente he elegido. Tu suerte es que podrás visionarla ahí mismo.

Confío en que seas tan servicial como espero, y que luego cumplas los últimos encargos que te tengo preparados. Para ello, solo dispondrás de un margen de 48 horas. Hacerlo te devolverá a tu hija y a la otra niña.

Si pasa un segundo más del tiempo establecido, rellenaré las dos fosas con ellas. Vivas, por supuesto.

No quiero negar la evidencia; al fin y al cabo ambos buscamos lo mismo.

¿No lo has entendido todavía?

Los niños quieren escapar… Tienen mucho miedo… Hay fuego.

Noe estrujó el papel y lo dejó caer al suelo. Después cerró los ojos y se presionó el puente de la nariz. Le dolía, pero al menos era un desahogo. De haber tenido una cuchilla, se habría practicado cortes superficiales en los brazos para que el dolor se comiera esa niebla emocional que la martirizaba lentamente y sin descanso.

—¡Dios, qué horribles pensamientos! ¿Qué me pasa? —Se oyó susurrar con angustia.

Arrastró el sofá y se asomó a la pantalla indicada en el panel. En efecto, allí había un parpadeante rectángulo verde con una palabra en negro en su interior: «Aceptar».

Aquello era lo más parecido a sacar dinero de un cajero, pero sin liquidez de por medio. No le quedaba más remedio. No tenía otra opción… Bueno, en realidad sí: dejar de jugar y sacrificar a las niñas. Puso la yema del índice diestro sobre la superficie. La pantalla táctil se volvió negra, fundida de improviso. Al tiempo, todos los televisores, pantallas, monitores y ordenadores se encendieron.

Noe estaba temblando. Se abrazó, una mano en cada hombro contrario. La grabación quería mostrarle una imagen. Era de una mujer con un buzo naranja y una capucha blanca sobre la cabeza, atada a las cadenas del techo. Y solo esto ya bastó para arrancarle de golpe el aliento…