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«AVESCO – Asociación Vasca del Estudio Social y Cultural Orientativo».
Alma miraba el cartel que lucía sobre la puerta acristalada. Le impresionaba el cambio que había experimentado aquel edificio. Cierto era que llevaba casi cuatro años sin pasar por allí, pero la última vez que lo había hecho, el lugar seguía abandonado, sin cristales en las ventanas y con basura amontonada junto a la entrada, donde ni siquiera existían puertas que franquear. Por entonces, la fachada, de un sucio ladrillo caravista, aparecía llena de pintadas con lemas independentistas de la izquierda abertzale, donde no podían faltar los clásicos «Gora ETA Militarra» y «Presoak kalera», o el menos habitual «Borroka da bide bakarra»[5].
En aquel centro, que en su día fue una escuela a la entrada de Basauri, tras el puente la Baskonia, Alma Reyes había pasado algo más de una semana viviendo como una okupa. Quería escribir sobre aquellos jóvenes marginados que no tenían casa y que se oponían de un modo frontal a la sociedad de consumo en la que vivían. El artículo era para un conocido periódico de tirada nacional pero con delegación en Bilbao, y en cuanto lo entregara se iba a embolsar una cantidad aceptable. Aquellos okupas la recibieron con los brazos abiertos. Durante esos días aprendió a convivir con ellos. Comió poco y no siempre alimentos en buen estado; durmió en el frío suelo bajo una manta raída, oyendo el movimiento de los roedores; se sentó en grupo para dialogar y buscar soluciones para hacerse con víveres más nutritivos; tarareó la música de aquellas viejas guitarras pintarrajeadas; ayudó a crear carteles para una manifestación; fumó marihuana, colocándose más de una vez; pasó por alto la ducha diaria e incluso estuvo presente en un enfrentamiento con un grupo de ertzainas que trataron de expulsarlos. Al final, la cordura imperó y los agentes no tuvieron que echar mano a sus porras. Eso sí, a cambio se les dio un plazo a los jóvenes para abandonar la vieja y decrépita escuela de olores rancios a orina y defecaciones. Cinco días. Alma recordaba que cuando se marchó de allí todos le dieron un sentido abrazo y le comunicaron que para ellos era una más. Incluso recibió un regalo —un collar hecho de cuero— de la joven con la que había pasado aquellos diez días. Se llamaba Amada, y le legó una frase que tiempo después le seguiría produciendo una inquietud piadosa: «Haznos justicia».
Con esto en mente, Alma puso mucho énfasis en detallar a conciencia el día a día de aquellas personas, pero una vez publicado el extenso reportaje, se dio cuenta de que había pasado muchas cosas por alto. Sobre todo, relatar los sentimientos y ganas de vivir de aquellos jóvenes. Había escrito lo políticamente correcto, lo que cualquier ciudadano querría leer para sentir aún más aversión hacia aquellos okupas, pero en el tintero se había dejado las emociones de aquellos chicos que lloraban al recordar a sus familiares y que sonreían ante un futuro de paz, donde el feroz capitalismo por fin hubiera capitulado.
Sin embargo, todo eso era pasado. Ahora el edificio estaba limpio y renovado. Irreconocible. Habían dado una capa de pintura roja impermeable a toda la fachada, revestida de grandes ventanales donde se reflejaban los rayos del sol. En lo alto, en una especie de caseta en el tejado, habían dispuesto un enorme reloj que marcaba las cinco de la tarde. Debería estar con Silvana, pero no podía dar la espalda a esa pista. Notó un estremecimiento al escuchar las palabras en su mente: «La única solución que le ofrezco para saber de ella». Aquella frase no aclaraba nada, pero dejaba entrever una posibilidad de penetrar ese halo de misterio que rodeaba su desaparición. La desaparición de Gloria. Para Alma sería imperdonable dejar pasar la oportunidad de encontrar a quien amaba, aunque ¿podía amar a dos mujeres a la vez?
Avanzó por un camino adoquinado hasta la entrada. En otros tiempos era un pequeño cráter abierto en la tierra, desde donde partían, en ascenso, unas escaleras de piedra cubiertas de hierba, vidrios y papeles desperdigados.
Al llegar hasta la puerta de cristal observó que a media altura había un cartel indicador:
Planta baja: Recepción
Planta primera: Sociedad - Gestión laboral
Planta segunda: Cultura
Planta tercera: Biblioteca - Sala de conferencias
Horario: Lunes a viernes: 9-20 h
Se maldijo entre dientes. Cómo se le podía haber olvidado que era domingo. Cuando llamó a información telefónica podía haber preguntado los horarios, y se habría ahorrado un viaje en tren y una larga caminata en balde. Pero claro, ¿quién iba a entender que tenía un plazo? ¿Cómo no aventurarse si solo disponía de cuarenta y ocho horas?
Estaba tan irritada que ni siquiera vio que al otro lado, en el interior del edificio, aparecía un hombre —vestido con una bata granate hasta casi los pies— que apoyó su rostro barbudo contra el cristal para observarla.
—Buenas tardes, señorita —saludó en tono neutro.
—Ho… hola, buenas tardes… —farfulló ella, sorprendida.
—¿A qué se debe su visita? —Antes de que tuviera tiempo de contestar nada, el desconocido agregó—: Siento comunicarle que el centro permanecerá cerrado dos semanas por las festividades de Semana Santa. Si desea inscribirse en algún cursillo formativo, debe pasar por recepción a la vuelta de vacaciones.
—En realidad, no sé por qué estoy aquí… —Alma soltó lo primero que le vino a la cabeza, para rectificar al segundo—: Bueno, sí lo sé… —resopló—. Perdone, estoy un poco nerviosa… Un amigo me ha enviado aquí para unos documentos que debo revisar.
—¿Documentos? ¿Su amigo está matriculado en este centro? —El tipo se mostraba perplejo.
—Sí, claro… Eso es —logró articular, tras pensar en cómo salir airosa de aquel interrogatorio.
—¿Puedo saber cómo se llama su amigo?
—Oh, sí… Bueno, en realidad, es amiga… Se llama Gloria, Gloria Sáez.
El hombre, de unos sesenta años, curvó sus cejas blancas en unas perfectas uves invertidas que denotaban sorpresa e incredulidad. Tras ello, pulsó algo que había en la pared y las puertas de cristal se abrieron.
—¡Entre, entre! —la animó con una mano amiga abierta—. Me llamo Juan Guillón, y soy el director pluriempleado de este maravilloso recinto, pues ejerzo de conserje y también de vigilante.
—Alma Reyes, encantada.
—Sígame… Hablaremos en mi despacho —propuso él con toda amabilidad.
Alma obedeció. Pero algo, no sabría decir qué, la inquietó. Fue solo una extraña sensación. Un detalle. Algo que imperceptiblemente acababa de ocurrir a su alrededor y que de forma instintiva había llamado su atención. Pero ¿de qué podía tratarse?
Tras avanzar por un pasillo en penumbra y una gran sala con asientos de plástico, llegaron hasta una recia puerta de roble que parecía recién barnizada. Al entrar, Guillón encendió la luz y ofreció a la visitante una silla de madera, mientras él, por su parte, ocupaba el sillón giratorio de cuero que había enfrente y clavaba los codos en la amplia mesa de nogal que los separaba, llena de papeles y de artilugios propios de un académico. En especial, a Alma le llamó la atención un bote de tinta, la estilográfica que descansaba sobre un pañuelo de papel y la ausencia de un ordenador. Sin duda era de la vieja escuela. No desmentía su apreciación la colección de tomos antiguos que ocupaban los anaqueles del armario empotrado, tras el asiento del director.
—Recuerdo a esa mujer… —dijo Juan Guillón de pronto—. Muy trabajadora e impulsiva. No se matriculó en ninguna rama en especial, sino que se inscribió en todos los campos de enseñanza que manejamos… —Sacó unas gafas del bolsillo y las acopló en el puente de su gibosa nariz—. Más tarde supe que era periodista, y descubrí, tras hablar con ella, que estaba llevando a cabo un trabajo especial, y que necesitaba la tranquilidad que le aportaba nuestra biblioteca, donde pasaba horas y horas… Tras reunirme con el consejo del centro, entendimos que sería un honor poder colaborar con ella.
Guillón le contó a Alma que el centro había sido inaugurado hacía año y medio. La inversión había partido de un generoso hombre acaudalado cuyo nombre prefirió callar, un hombre que depositó en él su confianza para que el proyecto, por el que tanto había luchado Guillón, viera al fin la luz tras las típicas y vergonzosas renuncias institucionales. En principio, la idea pionera contemplaba que fuera un centro formativo académico especial para la inclusión de todo tipo de personas en un área educativa.
—No sé si sabrá que en España hay muchísimos ciudadanos que, por distintas circunstancias que no vienen ahora al caso, aún no poseen el graduado escolar —dijo mientras ladeaba la cabeza—. Hay miles de hombres y mujeres mayores que ni siquiera saben leer y escribir. Cuando eran jóvenes no tuvieron esas oportunidades y… Bueno, al grano. Perdóneme si me voy por las ramas… —Se le iluminó el rostro con una sonrisa.
El caso es que viendo la situación real de los últimos tiempos, tan crispados por la crisis, había pensado que ese centro podía ser de mayor utilidad ofreciendo sus conocimientos para la preparación de desempleados y jóvenes sin ocupación en una formación específica para emprendedores.
—Comprenderá que la reinserción laboral es necesaria. Eso sí, sin olvidar la idea básica de ofrecer enseñanza a quien no la tuvo en su día.
—Me parece muy loable lo que hacen —respondió Alma con viveza.
—No diga eso. Es necesario. Me asusta cada vez más la sociedad. ¿Quién puede ayudarnos? ¿Las instituciones? ¡Menuda farsa! —dijo él, frunciendo el ceño—. Bueno, le diré que la primera planta está acondicionada para el asesoramiento laboral. Preparamos a las personas para la creación de empresas, y los cursillos están encaminados a la información necesaria para abrirse camino en el mundo laboral. En la siguiente planta formamos a escritores noveles, pintores y fotógrafos, todos ellos sin diplomas universitarios, pero con una ilusión tremenda por aprovechar el conocimiento que les dispensamos. Básicamente somos un trampolín para las personas con menor preparación académica, de forma que puedan reinsertarse laboralmente en oficios muy alejados de sus trabajos habituales, que son en sí donde, por desgracia, ya no tienen cabida. La pena es que aún tenemos inutilizado por obras la zona de los sótanos, destinados a departamentos especiales…
—Gloria —intervino de pronto Alma, sacándolo así de sus elucubraciones—. Recuerde que he venido aquí por ella.
—Oh, sí, discúlpeme. —Guillón entrelazó las manos—. Bueno, como le iba contando, accedimos a sus pretensiones, pero a cambio pedimos su colaboración en la rama en la que aún notamos carencias, y en la que ella, como periodista, podía ayudarnos aportando un punto de vista distinto y más subjetivo.
—¿Qué le pidieron? —Alma Reyes notaba que las preguntas le bullían en la cabeza.
—En síntesis, que fuera nuestra consultora. Teníamos un psicólogo en plantilla al que los alumnos acudían para desahogarse. Escribían relatos de su vida, de su entorno, de sus preocupaciones, y él los leía para hacer un perfil de cada alumno porque cada alumno es diferente, y es bueno descubrir así su equilibrio emocional para encauzar las enseñanzas. Hay personas más frágiles que no creen en lo que hacen, pero que les sirve para evadirse, y otras que tienen claras las cosas y que se dirigen sin miramientos hacia sus nuevos objetivos. —Guillón subrayaba sus palabras haciendo gestos un tanto ostentosos—. Para nosotros es vital conocer la carga emocional de cada alumno, para más tarde distribuirlo en niveles. No es lo mismo asesorar y enseñar a una persona decidida que a una sembrada de dudas, ni tampoco a una persona mayor que a un adolescente.
Alma curvó los labios en una discreta sonrisa.
—Le ruego que me disculpe, pero… ¿qué tiene que ver Gloria con este asunto?
—Nuestro psicólogo murió hace un año, y Gloria recogió su testigo, empleando una hora al día.
—¡Pero si Gloria es periodista! —replicó ella, mirándolo con ojos de asombro.
—Es cierto. Pero estaba unida al drama diario, a la angustia de sus congéneres. Precisamente leí su informe sobre los niños desaparecidos en Mozambique. Era la persona indicada para hacer ciertas valoraciones, y nos eximía de contratar otro profesional. En realidad… —Juan Guillón no acababa de encontrar la frase final—, diría que no dudó en hacer un alto en su trabajo y colaborar con nosotros.
—Muy propio de ella —convino Alma. Así era como recordaba a su mujer amada. Lo inquieta que era, la forma tan decidida y propia de abordar los problemas de los demás como si fueran suyos. Era tan altruista… Una oleada de nostalgia le encogió el corazón. Para acallarlo, siguió hablando—: Siempre dispuesta a ayudar al necesitado y delatar al aprovechado.
—Nos aportó mucho… —El rostro del otro se ensombreció de repente—. Hasta que se fue de viaje, claro. Luego no ha vuelto por aquí.
Llegados a ese punto, Alma no quiso entrar en aquel doloroso asunto. La espina estaba tan profundamente clavada en su corazón que no quería ahondar en el tema para no acabar llorando delante de aquel hombre, canoso y barbudo, que al parecer no había oído hablar de su inexplicable desaparición.
—Supongo que ahora habrán contratado a un especialista —se interesó, por decir algo.
—¡No! —exclamó Juan Guillón, en apariencia ofendido—. En estos momentos yo personalmente me encargo de las valoraciones.
Alma decidió que llevaba mucho tiempo hablando de trivialidades —aunque sinceramente estaba sorprendida con aquel aspecto de la vida de Gloria que ella le había ocultado— y fue al meollo de la cuestión que había motivado su visita.
—Bueno, señor… ¿Guillón? —El hombre asintió en silencio—. No quisiera molestarlo más. Solo quería preguntarle por los documentos que Gloria pudo dejar aquí. No sé… Me refiero a informes, tal vez notas…
—Siempre llevaba un maletín enorme. Su trabajo iba con ella. Aunque no sé si puede serle de ayuda… —arguyó—. Lo que sí olvidó fue llevarse un objeto. Por cierto, algo llamativo, muy raro. Lo guardaba por si algún día nos alegraba con su regreso.
—¿Un objeto? —replicó Alma, sorprendida.
—Espere, por favor, que ahora mismo vuelvo.
Tras ese ruego, el hombre salió del despacho a un paso ligero que casi desmentía su edad.
Los más de cinco minutos que tardó en regresar Alma los pasó sumida en sus profundos pensamientos. Con la mirada perdida en los gruesos volúmenes del armario, se preguntaba qué era aquello que Gloria podía haber olvidado. ¿Por qué ella, que le contaba absolutamente todo, podía haber ocultado aquella información?
Escuchó una voz:
—¿Señorita…?
Juan Guillón había regresado y ahora se sentaba de nuevo en su sillón. Sobre la mesa había dejado una caja de cartón.
—Puede llevársela usted si lo cree oportuno… —propuso él con amabilidad—. Solo dígale de mi parte que aquí la tenemos en gran estima, y que, por supuesto, será bien recibida en este centro si desea volver algún día.
«Pero ¿es que este hombre no ve las noticias? ¿Es posible que haya alguien que no esté al tanto de la desaparición de Gloria? No lo entiendo, si ahí tiene un ejemplar del Deia y otro de El Correo», caviló Alma, atónita.
Con las manos repentinamente temblorosas abrió la caja.
—La guardé dentro para evitar que se rompiera —iba diciendo Guillón.
El contenido de aquella caja le cubría toda la palma de la mano derecha. Pero ¿qué significado tenía aquello? Miró intrigada al director del centro, como si él tuviera las respuestas que buscaba.
—Es algo realmente curioso, espeluznante pero bello. Nunca lo he abierto, y como podrá ver, el único documento que quedó de Gloria fue esa pequeña nota enrollada —siguió explicando Juan, en tono pausado.
Alma miró la tarántula de cristal y el pequeño rollo de papel, atado con una goma, que había en su interior. Alzó la cabeza para mirar a su interlocutor, que la observaba con calma.
—Gracias… —le dijo, y tras un breve silencio añadió—: Se la entregaré a Gloria nada más verla, se lo prometo.
Cinco minutos después, tras enfilar el camino de vuelta hacia el tren, Alma abría, no sin esfuerzo, la tarántula de cristal con la ayuda de una navaja. Quitó la goma y extendió la nota.
Si hubiera mirado hacia atrás habría visto que Juan Guillón la observaba desde una de las ventanas, y tras él, alguien que se acercaba a sus espaldas…
Pero Alma no reparaba ya en otra cosa más allá de lo que había encontrado.