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Todos habían pasado al otro lado con dificultades, dada la altura y la estrechez de la escotilla. Tras cruzar Nilsson el último, la ventana quedó sellada con un ruido repentino, como si alguien la manejara con control remoto.

Yuri Eremenko, que echaba chispas por los ojos, aferró el mango del machete con ferocidad. Estaba sopesando por cual de las dos puertas opuestas que se presentaban ante ellos debía haberse escapado el tipo que los tenía en jaque.

Situó delante de sí a uno de sus hombres y al otro lo envió a la otra puerta, con Nilsson a su vera. Jon, por su parte, buscaba la espalda del cabecilla mafioso. Prefería no contradecir a aquel ruso psicópata y mantenerse en un discreto segundo plano. Aún estaba conmocionado por el descubrimiento del cadáver de Markus…

De repente se escuchó un ronroneo metálico seguido de un golpe seco. Una enorme plancha de acero había caído desde el techo y creado una pared impenetrable que acababa de separar al grupo en dos.

El ruso golpeó la plancha con rabia, pero solo consiguió despellejarse los nudillos. Lanzó un juramento y ordenó al mercenario que acribillara a balazos la inesperada pared. Este obedeció y gastó un cargador entero con un ruido atronador. Yuri y Jon se alejaron, en previsión de las balas y las esquirlas rebotadas. Pero acabada la larga ráfaga, descubrieron que la pared no había sufrido más que rasguños mientras que el suelo aparecía cubierto de casquillos y balas deformadas por los impactos.

—Ese cabrón sabe lo que se hace —reconoció Eremenko, mascando cada palabra y como si hablara consigo mismo. Luego se volvió hacia Jon Ríos y señaló la puerta con el índice. Le estaba invitando a encabezar la marcha. Para persuadirlo, le colocó la punta del machete en el estómago.

—¿Y eso? —inquirió el ertzaina.

—Debes de servir para algo más que para hablar.

El suboficial estudió si era el mejor momento para intentar desarmarlo, pero el sicario que los acompañaba tenía de nuevo dispuesto su Kaláshnikov con otro cargador, el de reserva, y ciertamente él no era un muro de acero, así que bajó la mano del otro para retirar el machete de su estómago, y sostuvo desafiante la mirada de Yuri.

—Ahórrate las amenazas y sermonea a los tuyos. Para salir de esta debemos colaborar. Si no, presiento que ninguno tendremos ni la más mínima posibilidad de escapar de aquí —afirmó en tono muy seguro.

Sin contemplaciones llegó hasta la puerta, agarró el picaporte y lo giró.

Entró el primero. Intentaba controlar el miedo que sentía dejando la mente en blanco. Si tenía que morir ahí, que fuera rápido.

Pero nada de eso ocurrió. Todos traspasaron el umbral, y la puerta se cerró herméticamente a su espalda con un pesado crujido. Frente a ellos, tres cabinas de cristal. Y el hombre del pasamontañas al otro lado, oculto tras un barril en el que…

El estupor se reflejaba en el rostro de Nilsson. Si esperaba lo mismo del mercenario, vestido con ropa de camuflaje y con casi dos metros de estatura, iba a llevarse una tremenda decepción.

Habían quedado separados, y el sicario no estaba para perder tiempo ni para amedrentarse con paredes que surgían de la nada. De una violenta patada abrió la puerta y entró empuñando su subfusil. Se toparon con casi un centenar de cuerdas que caían desde el alto techo y se bamboleaban a su paso. Tanta extensión de cuerda apenas dejaba ver nada, y más cuando los nudos corredizos estaban prácticamente a la altura de sus rostros.

Con agilidad, el mercenario se agachó para mirar por debajo, y Nilsson lo imitó. Comprobaron que al final del habitáculo había un barril y de pie, sobre este, unas piernas. No podían saber a quién pertenecían, pues por encima de las rodillas, el cuerpo se encontraba cubierto de cuerdas.

El sicario se volvió y se llevó el índice a la boca para pedir silencio de sepulcro. Después se levantó, y con zancadas felinas se introdujo en la espesura de cuerdas. Estas crujían, le golpeaban el rostro, se mecían. Nilsson lo seguía de cerca, atento a cualquier sorpresa letal.

De pronto sintieron una presencia. Las cuerdas silbaron. El ruido de algo que caía y una queja. Apareció una persona vestida de oscuro y oculta tras un pasamontañas, que llevaba una cámara de vídeo en una mano y un hacha bañada en sangre en la otra. Enfocó la cara de terror del Danés y luego al fornido sicario, quien contrajo los músculos del cuello presa de dolor cuando la mano en la que llevaba el subfusil de fabricación rusa cayó al suelo, cercenada de un tajo.

A la cadena de insultos y bravatas en ruso del sicario, le siguieron sus esputos. La cámara registró su intensísimo dolor y más tarde el final, cuando el hacha se abatió sobre su cuerpo abriéndole la frente.

Nilsson intentó golpear al asesino, pero este, con un ágil movimiento, consiguió esquivarlo. Tras ese fallido intento de defensa, salió corriendo en dirección al barril, lacerando así su rostro con las sogas. Escuchaba pasos que lo seguían. El enemigo estaba a su espalda e, impertérrito, continuaba grabando.

Sentía la sangre correr por su cuello. Las sogas lo flagelaban sin piedad a su paso. Un velo rojizo se apoderó de su ojo izquierdo.

Aún tuvo tiempo para mirar atrás y ver a apenas un metro el objetivo oscuro de la cámara.

No tenía escapatoria.

Con gran esfuerzo, consiguió salvar el obstáculo de las cuerdas. Había llegado junto al barril. Sobre él había una persona a la que conocía muy bien, con una soga al cuello. Se le veía distinto, ya no parecía el niñato colgado que en su día le reveló el paradero de su hermana y también de su sobrino a cambio de unos gramos de cocaína para que él, Hans Nilsson «el Danés», los matara a sangre fría.

Un aliento a su espalda.

Algo muy duro sobre su cuello.

Tres cabinas de cristal individuales, una tras otra. Abiertas por delante y en su parte trasera, semejantes a detectores de metales en un aeropuerto.

Yuri Eremenko había visto a su enemigo al otro lado, y cegado por la ira había entrado en la cabina sin pensarlo dos veces. Jon Ríos, por su parte, se había introducido en la cabina contigua. Sin preverlo habían caído en la trampa de aquel cazador de hombres. Del techo surgieron cristales que sellaron las cabinas, tanto en su parte frontal como en la trasera. Estaban incomunicados y a merced del asesino. Encerrados.

El sicario que los acompañaba se vio obligado a emprender el mismo camino cuando alguien surgido de la nada le colocó la punta de un garfio en la carótida, lo desarmó velozmente y lo trasladó de un puñetazo en la nuca al interior de la cabina desocupada, que selló de inmediato antes de huir llevándose consigo el AK-47.

Un ruido hizo que Yuri se girara, para enfrentar la mirada con el enemigo que se escondía tras el barril. Tenía una cámara en una mano y un hacha bañada en sangre en la otra. Frente a ellos había un hombre de espaldas, subido al barril, con una soga anudada al cuello y las manos atadas detrás. Todo lo que descubrieron más adelante parecía el interior de una selva sudamericana, donde colgaban cientos de lianas y cuerdas.

Vieron desaparecer al asesino con la cámara al hombro y el hacha colgando de su mano libre. Luego escucharon ruido, pero no pudieron ver nada: solo las cuerdas golpeándose unas con otras. Se percibieron carreras y movimiento de cuerpos en el momento en que las cuerdas danzaron con más vigor. Alguien apareció de pronto forcejeando entre ellas, apartándolas como podía a su paso. Se distinguía a una persona con cabello rubio y la mano vendada. Se trataba de Nilsson, que de pronto se había quedado inmóvil ante el barril.

Desde su emplazamiento, Eremenko golpeó los cristales con las palmas de las manos para llamar su atención, pero parecía que el Danés no podía verlo. O tal vez, simplemente, estaba más interesado en la persona que estaba sobre el barril. A su espalda llegó el hombre del hacha, que sin oposición alguna por parte del nórdico le colgó una soga en torno al cuello y apretó el nudo corredizo. Siempre con la cámara grabando y el arma blanca ahora en el suelo, le retorció los brazos con fuerza hasta dislocarle los hombros. Los gritos eran aterradores, pues ahora los brazos colgaban inertes, justo como quería el asesino para que no intentara soltarse. Fue también el instante que este aprovechó para volcar el barril de una patada, pero no se molestó en grabar cómo se tensaba la soga, hundiéndose en el cuello del joven que se contorsionaba entre violentos espasmos. La cámara eludió el padecimiento, la lucha por respirar del condenado, su fulgurante y doloroso final. El objetivo solo enfocó la reacción de Nilsson.

Cuando el joven ya había expirado, el misterioso cazador levantó el barril y dispuso sobre él la cámara, haciendo comprobaciones para que retratara bien al Danés. Tras asegurarse de que la videocámara tenía el ángulo perfecto, se giró y llegó hasta la cabina donde estaba encerrado Yuri. El asesino pegó al cristal su rostro oculto por el pasamontañas y le mostró al ruso sus visibles ojos claros. No tenía miedo. Yuri aceptó el reto, y desde el otro lado de un cristal antibalas de más de cuatro centímetros de grosor, puso su rostro a la altura de su rival y sonrió con furia. El ruso podía haber echado mano a la pistola pero habría resultado inútil. Conocía muy bien la resistencia de esa clase de cristal blindado.

Era el momento del mayor espectáculo. El cazador se giró y llegó hasta Nilsson. Le rodeó como si olisqueara a su presa… y de repente, puso una rodilla en tierra, recuperó el hacha y ejecutó un movimiento brusco.

Jon cerró los ojos. Se oían los estertores del Danés, con la tráquea hundida y quebrada por culpa de la soga. El asesino le había cortado las piernas a la altura de las rodillas y ahora colgaba como un pelele de la cuerda. Jon Ríos sintió ganas de vomitar. Nunca había visto algo tan espantoso, semejante baño de sangre, y se preguntó qué clase de muerte bestial les esperaba a ellos.

Al abrir de nuevo los ojos, vio que los cuerpos giraban y se balanceaban. Solo entonces reconoció al joven. El mismo al que sacó de un maletero y el mismo que habló con el Monarca en aquel interrogatorio productivo que los llevó a la guarida del hacker. Su nombre era Jaime Ribas. Su doloroso final, la horca.

El cazador de hombres había regresado y paseaba ahora triunfal frente a las tres cabinas. De pronto se detuvo y señaló hacia arriba.

Yuri, Jon y el sicario miraron a lo alto, cada uno desde aquel ataúd de cristal donde estaba encerrado. En el centro del techo metálico había un agujero por donde se filtraba la boca de una manguera cortada, de color naranja. Sabían lo que aquello significaba: debían de estar conectadas a algún tipo de bombona. Junto a la manguera, unas pequeñas cámaras recogían cada uno de sus movimientos, de sus gestos…

El hombre del hacha desapareció entre la espesura de cuerdas, dejando tras de sí tres cadáveres. A su vez, en el habitáculo volvió a aparecer el hombre del garfio. Traía consigo una silla que, ni corto ni perezoso, situó en el centro de la estancia para poder sentarse. Los observaba desde ese asiento. Quería tener un lugar de privilegio para contemplar lo que estaba a punto de suceder.

Entonces comenzaron a escuchar de nuevo los susurros. Niños hablando en voz baja, intercambiando palabras e historias. Reencontrando la valentía que les había sido extirpada para compartir los secretos entre compañeros.

Por lo bajo, los atrapados escuchaban también el siseo del gas. La boca de la manguera parecía susurrar su propio mensaje. El aire comenzó a ser irrespirable. Sus pulmones se abrasaban y sus rostros se congestionaron entre horribles muecas, mientras más de dos millones de internautas seguían aquellas impactantes escenas con creciente asombro.