22
—Estoy aquí para informarte de que debes acompañarme.
Alma Reyes miró a la mujer de pelo encrespado color caoba que tenía ante ella, y que le hablaba con voz grave. O más bien observaba la pistola que esta intrusa había dejado al alcance de su mano sobre la mesa de la cocina. A ella, por su parte, la había hecho sentarse lo más alejada posible por si intentaba arrebatarle el arma.
—Buen argumento de persuasión —contestó la escritora con sorna, señalando la pistola—. ¿No entiendes el término «dialogar»?
—Por supuesto. Pero no puedo aceptar una negativa, y con esto sé que me obedecerás.
—¿Y qué es esto? ¿Un secuestro? —preguntaba con aparente calma, pero en realidad sentía cómo los nervios y la angustia la devoraban por dentro.
—¿Secuestro? No, por favor… No, nada de eso… Llámalo «invitación», que suena mejor. —Noe hablaba suavemente, casi en susurros.
—Pero… ¿por qué?
—Quien me obliga te señala como la redactora de cierta historia, y…
Alma respiró con algo de alivio.
—Entonces eres una mensajera —creyó adivinar tras una pausa para reflexionar, y sin que le temblara la voz.
—Entiéndelo como quieras, pero yo lo definiría más bien como una obligación. Debes venir conmigo por… —La madre de Vanesa dudó un instante—. Lo siento. No quiero explayarme en mis motivos.
—¿Quién te envía?
—Quien siembra dolor —concluyó Noe, lapidaria.
—Supongo que quien te envía tiene algo que te pertenece o que puede hacerte daño. Solo así se entiende que te prestes a esto —razonó Alma Reyes.
Noe no contestó. Quizás había hablado demasiado. Pero dedujo que aquella morena de pelo corto podía estar al tanto del asunto cuando el desconocido encapuchado se refería a ella como su «redactora». Aun así, decidió omitir los detalles y no tentar más a la suerte. Miró con gran fijeza a la joven.
—Si dudas de mis intenciones, es el momento de comprobarlo… —Lanzó la pistola. El arma se deslizó por la mesa hasta ir a parar a las manos de Alma—. Creo que ambas le pertenecemos y es el momento de valorar si podemos colaborar juntas o aceptar el dolor que nos tiene reservadas. —Tras esa conclusión, se encogió de hombros.
Alma no recogió la pistola. La miró con inquietud, tal como si fuera una cobra presta para atacar con sus colmillos repletos de letal veneno.
—Cuando llegaste me hablaste de Gloria. ¿Qué sabes de ella? —preguntó apuntando a donde más le interesaba.
—Por lo que veo, ese nombre te dice algo.
—Por supuesto que sí… Era mi pareja, mi compañera sentimental.
—¿Era? —se extrañó Noe, arqueando las cejas.
—Desapareció.
—Lo siento… —La recién llegada escondió la mano derecha en la bandolera que descansaba entre sus piernas—. Me dijo que la nombrara. Ahora sé con qué intención me lo pidió. —Alma había cogido la pistola. La examinaba con ojos soñadores—. ¿Qué te ha prometido?
—Hallarla… Al menos, sus restos, tal vez. No sé…
Alma encañonó a Noe con mano temblorosa.
—De esa manera podrás librarte de la incertidumbre —dedujo esta.
—Llevo seis meses sin saber nada. —La voz le temblaba—. Y ahora descubro, gracias a un anónimo, que Gloria estaba emprendiendo una investigación que conllevaba cierto peligro… —Torció el gesto con preocupación—. Ese alguien me propuso seguir con su trabajo, y a cambio, me prometió éxito y respuestas sobre su paradero. —Se le quebró la voz, justo cuando una lágrima furtiva rodó por su mejilla. Silenciadas sus palabras, cogió el arma con ambas manos para evitar el balanceo excesivo que le provocaban los nervios.
—Entiendo… Lo que queda claro es que ese extraño sabe mucho de nosotras. Conoce nuestros puntos débiles, y se vale de ellos para no dejarnos otra alternativa. —Mientras hablaba, Noe acariciaba distraída el mango del cuchillo de caza hundido en el fondo de la bandolera.
La inquilina del piso afirmó con la cabeza.
—Si quieres que confíe en ti, debes decirme por qué te utiliza. Puestas a sincerarnos, convénceme para creerte —propuso mientras arrugaba la nariz.
—Te he dado la pistola… ¿Qué más prueba quieres?
—No te conozco de nada… Has querido probarme, ¿verdad? Por eso me has dado la pistola…
Alma la hizo girar en su mano, apuntó al calendario que había colgado sobre la pared, con paisajes de ensueño de la costa e interior de Bizkaia y apretó el gatillo. Tres, cuatro veces. El percutor sonaba hueco, vacío.
—¿Lo ves? Qué estúpida he sido suponiendo que eras una mujer débil y que tenía una posibilidad de elección. Pero veo que no tengo alternativa.
Noe asintió con un elocuente gesto de su mano, a la par que sacaba la otra de la bandolera y la abría para mostrar en la palma media docena de cartuchos con sus correspondientes balas.
—No puedo arriesgarme —dijo después de un breve silencio—. Pero me pediste diálogo y te lo he dado. Gracias a ello te conozco un poco más y estoy al tanto de por qué te han señalado. Quieres recuperar a quien amas, o al menos saber lo que podría haberle ocurrido, y a cambio te da la oportunidad de relatar una simple historia. No creo que deba obligarte. Si amas a esa persona, me acompañarás, y sé que es eso lo que va a ocurrir sin necesidad de tener que apuntarte con un arma… —Dejó transcurrir unos instantes—. ¿Me equivoco?
—Tuve dudas. Este encargo me daba miedo a pesar de tener la oportunidad de encontrarla… —Alma dejó escapar un largo suspiro y prosiguió luego con voz hueca—: Pensé que podías ser tú quien estuviera tras la desaparición de Gloria, y que tal vez venías para avisarme de que no siguiera adelante… o sencillamente, a liquidarme.
—Ya ves que nada de eso tiene que ver conmigo. Estamos enlazadas por algún motivo —razonó Noe en tono convincente.
—Pero ni siquiera sé sobre qué debo escribir. Estoy muy confusa. Tengo un plazo y unas cuantas historias dramáticas dentro de un pendrive, y no encuentro la conexión. No sé a cuál de ellas debo referirme… —Abrumada, la novelista se encogió de hombros. Había dejado el arma corta de fuego sobre la mesa y se apartó un mechón de pelo del ojo izquierdo. Observaba a Noe con expectación—. Hay una que podría ser. Aunque no sé… —titubeó antes de reconocer—: Me muevo por intuiciones.
—Creo que yo puedo tener la solución. Las evidencias, eso es lo que me dijo. Allí están las evidencias —subrayó la madre de Vanesa, ahora con cierto énfasis.
—¿Allí…? —repitió la inquilina de la vivienda, sin entender absolutamente nada.
—Quiero decir en el lugar al que debemos acudir… —Alma se la quedó mirando con gesto interrogante—. Hay un lugar llamado El Observatorio, un centro para…
—Sí. Creo recordar que había una clínica para alcohólicos con ese nombre que… —Al ver el gesto de tristeza en el rostro de su visitante, Alma se interrumpió de golpe. El espeso minuto que siguió se le hizo interminable hasta que Noe habló de nuevo:
—Acudí a ese lugar para curar mi adicción… —La exalcohólica entornó los ojos—. Sí. Ahí es donde se supone que ambas encontraremos aquello para lo que hemos sido señaladas.
—Lo siento…
—No te preocupes. Lo he superado ya. Es algo que pertenece al pasado —afirmó Noe, rotunda.
Alma se incorporó para acercarse a la nevera. Sacó una botella de agua mineral y llenó dos vasos de cristal con el pulso propio de una persona enferma. Le tendió uno a su «invitada», y apoyándose en el lavavajillas bebió de un trago el suyo. Necesitaba agua fría.
—Gracias. —Noe aceptó el vaso.
—¿Esa clínica ha dejado de estar operativa? —Quiso saber Alma, conteniendo apenas sus nervios.
—Sí, eso creo. La clausuraron por… lo que considero una farsa.
—Acusaron al responsable de fraude a la Hacienda Foral, ¿no? Creo que lo leí en algún sitio…
—Esa fue una de las razones, pero creo que se enmascara algo más gordo —puntualizó Noe, sombría—. Situaciones y hechos que para el ciudadano medio serían difíciles de entender.
Alma parecía perpleja.
—No te sigo…
—Pues es muy simple… Cuando personas a las que admiramos cometen errores producto de una mala gestión, conviene ocultarlos para no angustiar más a la gente de la calle. Esas personas conocidas tienen una imagen que deben cuidar. No pueden permitirse que se dude de ellos… —incidió Noe, de repente sarcástica.
—¿A quién te refieres? ¿Al Gobierno autónomo? ¿A los políticos?
—Empresarios en general… —se apresuró a responder—. A todos y a ninguno. Sabemos o intuimos al menos que la corrupción nace de las grandes fortunas y de puestos de relevancia.
—Estoy contigo, pero… ¿qué tiene eso que ver con la clínica? —replicó la otra con falso aplomo.
—El que fue mi marido me ingresó en ese centro por mi bien… —Noe entornó los ojos, como si hiciera un esfuerzo extraordinario por recordar aquel amargo día en que llegó al límite de la cordura—. Dos meses después llevó las riendas de la investigación que acabó con la reputación de la clínica. Yago es oficial de la Ertzaintza y muy bueno por cierto, aunque entre sus obligaciones no está ocuparse del fraude a Hacienda. Si sumas lo que te estoy diciendo, comprenderás que hay asuntos más turbios, probablemente silenciados por grandes sumas. Todos creen aquello que les dicen los medios de comunicación. Para nada ahondamos en si esos hechos son verídicos. Solo nos conformamos. Nuestra Policía y los jueces son brillantes y justos: eso es lo que queremos oír. Estamos en las manos adecuadas… —apuntó malévolamente—. Pero esa clínica para gente de grandes fortunas resultó ser la tapadera de negociantes voraces… Blanco y en botella, porque utilizaron la instalación para ganarse la admiración de empresarios con hijos problemáticos.
Alma seguía sin comprender del todo.
—Pero ¿por qué debemos acudir allí nosotras? —se interesó, incómoda.
—No tengo ni idea, pero huelo problemas, algo peligroso. —Noelia mantenía el gesto agrio al hablar—. No sé qué pieza va a mover el psicópata que nos hace esto, pero es evidente que no nos va a dar ninguna facilidad. Su juego macabro continúa allí.
—Pero hablaste de evidencias…
—Por supuesto. Imagino que allí encontrarás referencias sobre la historia que quiere que escribas. Aunque probablemente nos topemos con obstáculos.
—¿Y qué esperas encontrar tú? —insistió con ceño la novelista.
—Encontrar no sé, pero es vital que acudamos para que me las devuelva.
—¿A quiénes? —Alma no salía de su asombro.
Noe clavó los ojos en sus uñas. No pudo reprimirse más y confesó en voz muy baja, casi en un susurro:
—A mi alumna favorita de Etxebarri; y sobre todo, a mi hija…
A pesar de todo era maravilloso sentir cómo el viento la zarandeaba. Le gustaba el aire que olía a la tormenta, y cómo las nubes oscuras se adueñaban poco a poco del cielo calmo. Al menos eso era lo que pensaba Vanesa. Las habían dejado salir a la parte trasera del edificio. A aquel patio de cemento rodeado por altos muros de hormigón armado. Cuando lo hicieron, unas horas atrás, el día no presagiaba tormenta. Tras tanto tiempo ocultas en esa fortaleza, aquello representó una liberación. Se sentaron juntas en uno de los bancos de madera, agarradas de la mano, y jugaron a inventar.
El juego no casaba con su edad, pero Vanesa supo disolver su pensamiento adolescente adaptándose a Zaira. Tenían que imaginar en qué podía convertirse aquel patio en el que estaban, que más bien parecía el de un presidio. Ella empezó primero, y sustituyó el cemento por arena fina y el muro que había enfrente por un remanso de agua cristalina y apetecible. Estaban rodeadas de niños que jugaban a las palas, que perseguían balones de playa, que corrían entusiasmados para ser más rápidos que las cometas que sujetaban con cuerdas invisibles; por padres que leían periódicos y libros sentados en sillas de playa, y también por madres tostándose al sol tumbadas en toallas llenas de arena… Zaira y ella se zambullían en el agua, y así una ola las levantaba y la siguiente tenían que pasarla por debajo para salvarla. El fondo era tan claro que se apreciaban las huellas de sus pies y aquella comitiva de pequeños peces que se movían alrededor suyo. Los velomares se encontraban muy cerca, ocupados por personas sonrientes que, incansables, le daban a los pedales; Zaira y ella los evitaron y llegaron a nado hasta una atracción repleta de toboganes que se mecía en medio de la hermosa bahía, rebosante de niños y niñas que gritaban de alegría y se divertían volando por el aire antes de sumergirse.
Después le tocó el turno a Zaira, que convirtió el patio en un edificio cubierto de espejos. Caminaban juntas y se reían la una de la otra cuando se veían gordas, enanas, cabezonas, con los rostros deformados o, al revés, finas como alambres; al final estaban en el centro de un espacio oscuro, rodeadas por espejos que las mostraban tal y como eran desde todos los ángulos posibles. Las dos cerraban los ojos, conectadas por un mismo deseo. Al abrirlos, todos los espejos reflejaban desde distintos ángulos una mesa en torno a la cual aparecían sentados los padres de Zaira junto a ellas. Su madre había preparado un bizcocho de chocolate y su padre jugaba con ellas al parchís. Lo pasaban bien, y sus padres las obsequiaron con un tierno: «Os queremos».
Después de inventarse aquello, Vanesa tuvo que rodearla con los brazos hasta calmar sus lágrimas. Sacó partido a su edad y le arrancó una sonrisa al contarle lo poco que recordaba de Los viajes de Gulliver, entre diversas muecas que consiguieron borrar, como por arte de magia, la tristeza de Zaira.
Cuando la fría lluvia llegó al fin y comenzó a picotear sus brazos, regresaron al interior. Desde una de las ventanas de la fachada trasera del siniestro edificio vieron que el suelo de cemento quedaba empapado en cuestión de segundos, y cómo la luz del día declinaba con rapidez, a ojos vistas. La lluvia había incrementado su potencia y ahora se abatía como una gigantesca cortina de agua azotada por el viento.
Un carraspeo, a sus espaldas, las hizo volverse. Él tenía en las manos los dibujos que habían hecho entre las dos para un concurso de pintura. Al menos eso es lo que el hombre les había dicho. Con una sonrisa, mostró su conformidad. Luego las acompañó al refugio. Allí, encima de la mesa, las esperaban una fuente colmada de churros y dos tazones de chocolate. No dudaron en dar buena cuenta de ellos, siempre bajo la intensa y atenta mirada de quien las había unido y les daba la oportunidad de recobrar los sentimientos perdidos, el cariño dado y recibido…
Aun así, Vanesa no dejaba de preguntarse por qué les había pedido que dibujaran lo que les mostró en las fotografías.