5

Al final le vencieron el cansancio y el sueño. Se había quitado los zapatos y los calcetines, y había intentado calmarse viendo la televisión, tumbado en el sofá de tres plazas, pero los disparos y voces que procedían de la caja tonta no hacían más que recordarle el sonido del bofetón que le había propinado a Vanesa.

Cuando despertó, el reloj del vídeo marcaba las 6.17. Tenía que levantarse. En algo más de hora y media debía enfrentarse a una reunión administrativa en el Centro de Operativos de la Ertzaintza. Minutos después de haber pegado a su hija, Xabier le había llamado para informarle de la hora de la cita y aconsejarle de paso que descansara bien. Cuando su amigo le preguntó por Vanesa, se había limitado a responderle que estaba bien.

Necesitaba ducharse —los nervios le habían hecho sudar y se sentía sucio—, así que apagó el televisor y subió por las escaleras hasta el baño. Se desvistió para situarse luego bajo el estimulante chorro de agua templada que caía de la alcachofa de la ducha. Estaba arrepentido de lo que había sucedido la noche anterior. Olvidar el cumpleaños, aquella bofetada… No podía dejarse llevar por ese tipo de arrebatos y menos aún con su única hija, a la que amaba por encima de todas las cosas. No era un buen padre, de sobra lo sabía. No tenía la comprensión y la paciencia de una madre; no se atrevía a preguntarle por sus inquietudes. Ahora se daba perfecta cuenta de que nunca había tenido una conversación adecuada con ella. Todo eran gritos, regañinas y diálogos triviales para referirse a la limpieza de la casa o la compra en el supermercado. Vanesa era rebelde e independiente, y cometía errores como cualquier adolescente, pero sabía que él tenía gran parte de la culpa. Le faltaba tiempo para atenderla, y sus aitites, obviamente, no estaban en condiciones. La separación, tres años y medio atrás, había sido una losa demasiado grande sobre el ánimo de su hija y de paso sobre los hombros de Nadine, que había tenido que cargar con ese resquemor que Vanesa le tenía desde el día que Noelia recogió sus cosas y se marchó, con una orden de alejamiento.

Después de secarse y ponerse el albornoz, se afeitó con una desechable la barba de tres días largos, se masajeó con aftershave y roció con colonia barata su cuerpo. Salió del baño con un denso vapor que siguió sus pasos hasta desaparecer, y entró en su dormitorio. Camisa a rayas rojas y azules, una americana azulona ancha para ocultar la funda y la reglamentaria, vaqueros desgastados grises, zapatos negros con hebilla dorada y el habitual pañuelo blanco para combatir los estragos que provocaba en sus ojos y nariz el polen de primavera. Listo para otro día.

Cuando salió de la habitación, algo más relajado y con el abundante pelo rubio mal peinado con los dedos, como tenía la manía de hacer habitualmente, eran ya las siete y cuarto. Llegó hasta la puerta de la habitación de Vanesa y puso la mano en el picaporte. No siguió adelante. Demasiado pronto para despertarla. Quizás un poco más de tiempo le ayudaría a preparar las sentidas palabras que pensaba destinar a su hija. Sabía que para que le perdonase debía ceder en varios aspectos de su agrio carácter, pero también era consciente de que la solución no solo recaía en él. Cuando un asunto es cosa de dos, ambos debían estar receptivos y dispuestos a transigir en algo. Así que no hizo nada. Solo se besó la palma de la mano y la posó con los dedos extendidos sobre la puerta.

—Te quiero, princesa —susurró entre dientes.

Tras volverse, avanzó por el pasillo pensando quién era él en realidad. ¿Tal vez Mister Hyde o el Doctor Jekyll? Al fin y al cabo, en el intervalo de ocho horas había pasado de un estado agresivo a uno reflexivo. ¿Qué culpa tenía de ello su puesto de trabajo, que le hacía vivir casi todos los días episodios de violencia en las calles? ¿Qué agente de Policía tenía la fortaleza mental necesaria para no venirse abajo ante un cadáver, y en especial, claro, si la víctima era un niño? ¿Qué miembro de las Fuerzas de Orden no había llorado alguna vez ante la injusticia? ¿Quién de ellos había podido aguantar su ira ante un delincuente que, sabiendo que muy pronto estaría libre de nuevo, se reía de ellos en la cara? ¿Qué ertzaina no notaba a la espalda la sombra alargada del terrorismo? ¿Cómo olvidar las sangrientas escenas de aquellos cuerpos aprisionados entre las cuchillas de acero de sus vehículos hechos trizas, cuando empezó en el Cuerpo en el Departamento de Tráfico? ¿Y aquellas cargas contra manifestantes de la izquierda abertzale, cuando era suboficial de la Brigada Móvil y, como sus compañeros beltzak[1], debía llevar un verduguillo para taparse el rostro y casco rojo, por miedo a ETA, mientras escuchan insultos de «txakurrak!» y gritos reivindicativos de «presoak kalera!»[2] entre gases lacrimógenos y pelotas de goma? ¿Y aquellas lágrimas que soltó en el funeral de Santurtzi, cuando José Luis, su oficial directo y gran amigo, se pegó un tiro en la boca en casa de su amatxu porque se le juntó el divorcio, el abuso de alcohol y la tensión de tener que mirar todos días los bajos de su coche privado por miedo a una bomba lapa? ¿Sería el momento adecuado para presentar su renuncia? Este último pensamiento le llegó como una revelación mientras limitaba su desayuno a un zumo de naranja y una tostada con mermelada. Acababa de abrirse una posibilidad que nunca se había planteado realmente, y que quizá fuera la mejor si de verdad quería recuperar a su hija y una vida marcada por su destino, y no por una bala o un navajazo. Siguiendo un símil adecuado por su afición a la Fórmula 1, la idea estaba en boxes y calentando motores, podía ser quizás el comienzo de una nueva vida.

Lo que aún desconocía es lo que le deparaba su futuro inmediato. Se encontraba ante una investigación que le iba a conducir hasta las puertas del Averno, y el mismísimo Lucifer le tenía reservado un trono de fuego.

Sus ojos azules estaban un tanto acuosos y entrecerrados. Le molestaba la intensa claridad matutina que golpeaba el parabrisas y le deslumbraba por momentos. Decidió ponerse las gafas de sol e intentó aguantar el escozor, concentrándose en las palabras metálicas que procedían de la emisora de FM.

El desvío hacia el cuartel se presentaba a mano derecha. Abandonó la N-637 y subió por una pequeña cuesta de un solo carril, flanqueada a ambos lados por promontorios con hierba crecida y postes metálicos con cámaras de seguridad. Una barrera le hizo frenar. Bajó la ventanilla, apretó el botón del comunicador, dio el número de placa y miró fijamente el aparato, con las gafas de sol en la mano. Recibido el visto bueno del primer control, la barrera se levantó como un resorte. Cuando al fin llegó a su plaza reservada, Yago Mellado observó el inmenso edificio del CIDE, que más bien parecía una fortificación en la vasta explanada de varias miles de hectáreas. Estaba oculto entre los montes, alejado de cualquier población. A vista de pájaro podían divisarse algunos caseríos, a cual más evocador del agro vasco que aún sobrevivía a la crisis y el relevo generacional, todos totalmente controlados. El cuartel debía ser invisible para el resto de los mortales.

Tras estacionar el coche, bajó por unas escaleras de terrazo, y girando a mano derecha caminó por la acera a lo largo de la fachada estucada con un blanco grisáceo. El punto de acceso estaba al final del edificio y, para traspasarla, tuvo que teclear de nuevo su número de placa y esperar un escáner ocular. Las puertas de cristal macizo se abrieron y un pasillo embaldosado de azul lo recibió. Poco más allá estaban los ascensores y el agente de costumbre tras su mesa de recepción y control.

Kaixo, Egoitz. —Yago firmó otro documento y le entregó su arma al fornido ertzaina uniformado, de tupida barba y mirada severa.

Hizo detener el ascensor en la planta segunda, la que correspondía a su departamento. Un pasillo largo y ocho puertas. Por una de ellas, la primera a mano izquierda, vio surgir una cabeza.

Egun on, bienvenido al hogar. —Parecía que Xabier Elostegi tenía otro de sus días guasones.

Kaixo, egun on —contestó el recién llegado.

Xabier lucía una gran melena oscura recogida en una coleta y tenía una llamativa rasta color pajizo sobre la sien derecha que hablaba mucho de su carácter: no mirar al mañana y disfrutar del presente, llámese este trabajo, surf en la ola de Mundaka y en las playas de Sopelana, o coleccionar conquistas de una noche de lujuria para dar salida al ardor de la entrepierna. Por mucho que se afeitara todos los días, tenía marcada esa sombra de barba de los hombres velludos, y continuamente enseñaba sus dientes blancos al sonreír, pues era una persona muy extrovertida. Ese día vestía una de sus típicas camisetas con mensaje: «Estoy nublao de mirar tu escote», en letras blancas sobre el amarillo limón de la prenda. Sencillamente ingobernable.

Oyeron los pasos doblando la esquina y al segundo la chica de la limpieza surgió por el fondo, con una horrenda blusa verde y su inseparable compañera, la fregona, entre las manos. Carnosa y torneada, fregaba de aquí para allá con tenacidad y con un arte que no se aprende. El olor a limón barría los restos impuros del sudor que había en el ambiente. Xabier la miró sonriente y se quedó hablando con ella. Por su parte, Yago entró en el despacho del subcomisario Elostegi, se sentó y cogió las fotografías que había desordenadas sobre la mesa.

En la primera foto se veía un rostro que no era más que una máscara de sangre, y un torso cruzado por múltiples heridas. La segunda era una panorámica del lugar, y mostraba el interior de un taller náutico con infinidad de herramientas repartidas entre las paredes y las mesas de trabajo, y una pequeña embarcación de madera vuelta del revés —de unos diez metros de eslora, con arreglos en el casco y todavía a medio pintar— al fondo. A su lado, apoyados en la única pared despejada, se apreciaban al menos una decena de remos sin barnizar, separados con papel de periódico, y un motor fuera borda. Pero lo más sorprendente estaba en el centro. Eran unas cadenas que surgían del techo y sujetaban por las muñecas a un hombre desnudo, bañado en sangre y con un remo clavado en el estómago.

Elostegi regresó de su recorrido a la máquina de café con dos vasos de plástico humeantes. A continuación cerró la puerta, se sentó frente a Yago y bebió con impaciencia un sorbo de su dosis de cafeína.

Xabier Elostegi era joven, quizá demasiado para el puesto que ocupaba de subcomisario. Con veintinueve años, era un recomendado de las academias formativas por su fogosidad y por sus calificaciones sobresalientes. Aparte de ello, había ganado muchos puntos extra por su viaje a Suiza como auxiliar administrativo de Jefatura, cuando participaron en el caso de un asesino en serie obsesionado con acabar con todos los homosexuales de Zúrich, matándolos a hachazos y empalándolos con atizadores de hierro como broche final de su macabra obra. Por si faltaba algo para añadir a su curriculum y dado que hablaba un inglés fluido, había pasado un par de meses en la inabarcable urbe del río Hudson, como la sombra de un criminólogo que le habló sobre los asesinos en serie, y asimismo, de una patrulla nocturna del NYPD, el Departamento de Policía de Nueva York, destinada al siempre conflictivo Bronx. Y si aquellos no eran méritos suficientes para justificar el rango que ostentaba, sus aptitudes se veían reforzadas día a día. Fue él quien decidió intervenir en el tiroteo en el puerto de Santurtzi, y también el que logró herir a uno de los delincuentes con su arma corta de fuego. Podía pasarse setenta y dos horas a pleno rendimiento involucrado en un caso porque había nacido para esto. Pero era demasiado joven para morir…, y aquel nuevo departamento equivalía a peligro. Por suerte era soltero, sin ningún compromiso sentimental a la vista.

Yago llevaba con él desde el comienzo del CIDE y ya estaba acostumbrado a sus excentricidades, aunque cada día lo sorprendía un poco más. Pero claro, ahí no quería meterse. Bastante positivo era no ir de uniforme y poder vestir normal de paisano, o alocadamente como Elostegi. De incógnito podían ejercer su trabajo con mejores resultados y, además, sin el peligro de un cañón de arma apuntándoles a la vuelta de cualquier esquina.

—¿El resto? ¿La reunión? —inquirió, estaba deseando empezar aquello.

—Se ha pospuesto una hora. El Monarca tiene visita de muy altos vuelos.

—Entonces al grano. Calentemos antes de la batalla —afirmó el oficial con rotundidad no exenta de ironía.

—Muy bien, Mella… ¿Qué opinas? —Quiso saber Xabier, fijando un momento su atención más allá de la ventana abierta, en el llamativo paso de una bandada de golondrinas que piaban con su peculiar y agudo sonido.

—Un asesinato con ensañamiento. —Con el ceño muy fruncido, Yago volvió a recoger las fotografías—. El autor se ha dejado llevar por la ira o por la excitación, quién sabe… Eso depende de su perfil. Se ha ensañado con la víctima y después del golpe de gracia ni siquiera se molesta en ocultar el arma del crimen. Creo que está satisfecho con el resultado, que lo aborda como si fuera una obra de arte.

—Valoración brillante. Nunca me defraudas, oficial —le contestó su inmediato superior, entornando los ojos.

—Ya… El cuerpo aparece desnudo. Aun así, no creo que podamos establecer una conexión sexual.

—Aunque nunca debemos darlo por descartado, claro —alegó Elostegi, que esos instantes se masajeaba distraídamente la frente con el pulgar e índice diestros.

—Ante una tortura de estas dimensiones, lo más lógico es suponer que el verdugo ha sido vejado alguna vez por la víctima… —Yago hizo una pausa para aclarar mejor las ideas que le bullían en la mente—. Por otra parte, desnudarlo puede ser un símbolo… ¿No crees? Como una forma de destapar sus vergüenzas, sus secretos… Probablemente se conocían.

—¿A qué tipo de asesino podemos estar enfrentándonos?

El oficial dejó escapar un leve suspiro:

—Difícil pregunta… No hay muchos datos para valorar todavía, y puede ser un experto interrogador para quien la tortura sea un método habitual. O bien una persona que asesina por primera vez y con cada golpe logra fortalecer su autoestima. —Dubitativo, arrugó la nariz—. No sé… Es difícil digerir la situación y hacer una valoración preliminar correcta. La ropa aparece bien doblada en una silla… ese detalle me intriga, y la planificación no tiene que ver con nada a lo que nos hayamos enfrentado hasta el momento.

—La forma en que le ha destrozado el rostro… —se apresuró a decir Xabier.

—Tal vez quería dificultar su identificación.

—O desfigurarlo por algún otro motivo que desconocemos.

Mellado se encogió de hombros.

—Puede ser… —concedió luego a su interlocutor, que lo miraba fijamente—. Pasemos a las pistas. ¿Huellas? ¿Algún rastro que nos sirva? —se interesó mientras ladeaba la cabeza.

—Muchas y variadas, pero es normal: en esa nave trabajan siete reparadores, dos barnizadores, tres carpinteros, un par de mecánicos… Y por allí pasan también los clientes, deportistas del club de remo, patrocinadores… En fin, mucho trabajo para los de Científica, y quizá ninguna pertenezca al asesino.

—Lo más probable. En cuanto al remo…

—Acababan de barnizarlo y no hemos encontrado huellas en él, ni en las puntas clavadas. Lo serraron por la mitad, aunque el serrucho no ha aparecido, ni tampoco el… —dijo Xabier con frustración mal disimulada. Una potente canción de Metallica, «My apocalypse», lo había interrumpido, así que atrapó el móvil que vibraba sobre la mesa—. Kaixo, egun on… Sí, señor, está conmigo. Le estaba informando… De acuerdo, vamos de inmediato. Agur.

Al colgar, Elostegi hizo un significativo movimiento de cabeza indicando a su compañero y amigo que debían levantarse. Yago, por su parte, dio un trago a su café y puso cara de fastidio. Estaba frío y sabía a rayos.

—El Monarca quiere que exponga ante todos la información de la que disponemos… Mella, prométeme que no me interrumpirás —dijo el subinspector con afectada gravedad.

Yago le devolvió una media sonrisa.

Salieron del despacho para dirigirse a la puerta entreabierta que había al final del pasillo. La sala de reuniones era amplia y en ella hacía calor porque ese día el aire acondicionado estaba averiado. Incluso a esas horas, el sol golpeaba de pleno el amplio ventanal. Había una mesa alargada, que brillaba de tal manera que uno podía verse reflejado en su superficie, y una docena de sillas forradas en cuero marrón. Al final de la estancia se situaban otra mesa —esta mediana y color crema— y una plancha de corcho con chinchetas sobre la pared.

Yago se quitó la americana y la colgó de un galán que había en un rincón. Para mayor comodidad, se remangó la camisa y se desabrochó los dos primeros botones. Tenía el vello de los pectorales sudado y apelmazado. «A la mierda la ducha de la mañana», pensó con incomodidad. Aquel calor resultaba agobiante. Lo único agradable era el olor a limón propio de los productos de limpieza, pero se esfumó en cuanto Jokin Sagasti, alias «el Monarca», el último en llegar, cerró tras de sí la puerta de la sala de reuniones.

Tras un lacónico «kaixo», expresado con su característica voz profunda y sonora, el comisario llegó hasta la mesa del fondo y se sentó en ella, con los brazos cruzados y un rostro duro, más bien congelado. Unas gafas, quizá demasiado pequeñas para sus enormes ojos marrones, colgaban del puente de la recta nariz. Sus espesas cejas grisáceas y el pelo peinado en una raya bien marcada, del mismo tono, le conferían un aspecto de seriedad y persona responsable. A pesar de sus sesenta años no presentaba amago de barriga cervecera ni papada prominente; muy al contrario, tenía la constitución de un chaval deportista en la veintena. Marcaba un pecho de toro que a ese paso iba a acabar desgarrando la camisa a rayas verdes y blancas, la corbata italiana a juego y la chaqueta gris del traje. Sus bíceps provocaban arrugas montañosas en la chaqueta, bien formados y cuidados por incontables horas de machaque con un entrenador personal en el gimnasio, y por largas horas bateando las pelotas que descansaban en la hierba del elitista club privado de golf de La Galea, en la costa de Getxo. El apodo del Monarca se lo tenía bien ganado por su disciplina, rectitud, y también porque podía dictar y hacer lo que le viniera en gana en aquel departamento a su entera disposición. Con él en plantilla jamás había recortes presupuestarios, a pesar de la crisis económica in crescendo que también golpeaba a Euskadi.

El suboficial Jon Ríos Madariaga estaba en una silla de la mesa central, pulverizando su nariz con Nasacort. Comisario aparte, a sus cincuenta años era el más veterano de la unidad, medía casi un metro noventa y era delgado y fibroso como pocos. Le faltaba medio lóbulo de la oreja izquierda, secuela de un enfrentamiento contra un proxeneta que casi le rebanó la garganta. Sentado en el lado más cercano a la mesa donde se apoyaba Jokin Sagasti, le daba la espalda a Mellado: Yago estaba seguro de que Jon le odiaba por ocupar un puesto que consideraba más apropiado para él, y que no quería dignarse siquiera a dirigirle una mirada.

Unas sillas más atrás, Vicky Dámaso desenvolvía un caramelo de menta. Era rubia de bote, atractiva como pocas; frisaba los treinta y dejaba ver su cola de caballo por el hueco trasero de la gorra negra que llevaba sobre su cabeza, con la leyenda BIHOTZ, «corazón», escrita en grandes letras escarlatas. Sus pechos rotundos se dejaban imaginar en la sudadera gris con capucha. En sus tiempos de adolescente había hecho sus pinitos como modelo, pero cuando se presentó al casting de Miss España representando a Bizkaia, y un seboso miembro del jurado la invitó a una sesión privada en una cama de sábanas de seda, Vicky agarró las partes pudendas del hombre y se las retorció con tanta fuerza que el tipo llegó a morderse la lengua. Siempre que contaba aquella anécdota sus compañeros tenían que reprimir una mueca de dolor. Después de aquel tragicómico episodio abandonó su restringida dieta y buscó acomodo, con mucho tino por cierto, como agente de la Ertzaintza. Su habilidad en los interrogatorios detectando mentiras y —al decir de sus compañeros— «los huevos que le echaba» cuando se enfrentaba a cualquier delincuente aunque le sacara una cabeza y sesenta kilos de peso, la habían conducido al nuevo departamento en una primera valoración de posibles candidatos.

Frente a ella estaba sentada Mónica Antúnez, la chica lista del grupo. Experta en ordenadores, diplomada en Psicología Criminal y potencial campeona del mundo a la hora de descifrar jeroglíficos imposibles, era más alta y fornida que Vicky, y su pelo, negro como el azabache, estaba cortado a media melena. Tenía la nariz achatada —quién diría que ocupó sus horas muertas boxeando para la Federación Vasca—, labios carnosos y un hoyuelo en la barbilla. Vestía con ropas sencillas y holgadas, aunque lo que no variaba nunca eran unas horribles botas negras con hebillas cruzadas en forma de aspa.

Por último estaba Nick de Marco, argentino reciclado en vasco con apenas diez años de edad, cuando su madre encontró a su segundo marido en España. Era el chico para todo del grupo, y a pesar de su sensual voz de la Pampa, podía mostrarse como un tipo cerebral y duro. Reprendía al delincuente con mirada de hielo del Perito Moreno, actuando con contundencia dentro de los parámetros de la legalidad en cuanto a violencia se trataba. Su cabeza era una bola de billar, y lucía una cuidada perilla. Ojos saltones y un tatuaje con el número 10 en la base de la nuca. Otro prisionero de los que veneraban como Dios al pibe Maradona. Cómo no, tras el chaleco de cuero una camiseta de la selección argentina de fútbol. Sin duda el mejor disfrazado de todos de civil. Estaba recostado contra la pared, el más cercano a Yago, junto al expendedor de agua mineral.

Tocaron a la puerta y apareció Sandra Urrasti, la secretaria, administrativa y reina del papeleo. Portaba en las manos unas hojas y también una cámara de vídeo. Llevaba el pelo castaño alborotado como casi siempre, con el nerviosismo habitual acentuado por un tic en los ojos, y con maquillaje administrado en dosis industriales que le daban un aspecto de ánima viviente. Casi plana de pecho, vestía una sobria camisa blanca y una falda azul marino hasta las rodillas.

Empezó a repartir los informes entre los asistentes, y al acabar se fue rauda hasta los ventanales. Bajó las persianas, encendió los fluorescentes y se dispuso a grabar la sesión ante la sorpresa del resto, si bien nadie hizo amago de reprenderla por ello.

Mellado se sentó y Xabier Elostegi se dirigió hasta la zona de la mesa donde estaba el comisario. A un asentimiento de este se volvió hacia sus compañeros y habló en tono muy profesional:

—La víctima ha sido identificada como Ángel Márquez Gómez.

Yago Mellado sintió un estremecimiento al escuchar ese nombre. Se removió en su asiento.

—Lo hallaron a las seis de la madrugada del viernes dos de los empleados que comenzaban su jornada en el taller de abastecimiento y reparaciones del Puerto Deportivo de Getxo. Según precisa el forense, a juzgar por el estado del cadáver, la víctima habría fallecido entre las 21 y las 22 horas del jueves día 7. Lo encontraron atado a unas cadenas que pendían de las vigas del techo y que se utilizan para izar las embarcaciones más pesadas durante las reparaciones. Por esta circunstancia podemos pensar que el asesino es un hombre robusto. Levantar, inmovilizar y atar a alguien de noventa kilos requiere una gran fuerza física, no está al alcance de cualquiera… —Paseó su mirada por cada uno de los rostros—. El taller está algo apartado de la zona central del Puerto Deportivo y se llega a él por un puente de madera. El vigilante jurado nunca se acerca hasta allí, porque en realidad se encuentra fuera de la propiedad que debe cubrir, así que, resumo, nuestro asesino acabó con la víctima sin testigos y amparado por la oscuridad y el silencio. Antes de ejecutar al señor Márquez debió de tomarse su tiempo para golpearlo sin piedad; probablemente con el remo, como atestiguan las contusiones y roturas del cadáver.

—Salvando la complejidad del caso, y más cuando la víctima es una persona de tanta relevancia…, ¿qué podemos deducir sobre la forma de actuar y el sitio elegido, aparte de lo ya comentado? —preguntó Vicky, al tiempo que descruzaba y volvía a cruzar las piernas bajo la mesa.

—Sin duda que el asesino buscaba tranquilidad y notoriedad. Notoriedad porque es un emplazamiento próximo a las instalaciones destinadas a las personas más pudientes. Podéis imaginaros lo que cuestan algunos de los mejores yates que hay allí. Auténticas fortunas. La deducción resulta así de fácil. Eligió ese lugar y mató a una persona, que nadaba en la abundancia, tal vez como advertencia al resto de privilegiados. Quizá sea una forma de acojonarlos y de insinuarles que la siguiente víctima podría ser uno de ellos… —Xabier se aclaró la garganta antes de proseguir en tono convincente—: Por otra parte, el asesino sabía que allí no iba a molestarle nadie. Eso es precisamente lo que nos lleva a pensar que o bien conocía el lugar o ha tenido un cómplice que le ha facilitado la información necesaria. Por no hablar de la llave para entrar en la instalación, ya que se ha constatado que la cerradura no estaba forzada. Hemos de contemplar cualquiera de las dos hipótesis.

—Entonces debemos centrar la investigación en un círculo que incluya a trabajadores, proveedores y clientes —intervino Jon Ríos, siempre con su tono resabido—. Y por supuesto, a los dueños de las embarcaciones, sean quienes sean.

—¿Huellas? —preguntó Vicky.

—El serrucho y el martillo que utilizó el asesino se han esfumado y el remo no presenta huellas. Y en la ropa de la víctima no hemos encontrado nada que nos ayude.

—¿Por dónde empezamos? —De Marco daba voz a lo que todos pensaban: de momento, el caso se presentaba complicado.

El joven subcomisario carraspeó y permaneció callado un instante.

—Hablamos de un asesino metódico, que sabía lo que quería y cuándo cometer el crimen. En cuanto al móvil, aún no podemos descartar ninguna vía: así, a bote pronto, se me ocurren robo, deudas de juego, confrontación por drogas, simple placer sádico…

—Esto está más claro que el agua —interrumpió Jon Ríos Madariaga—. Venganza contra un tipo corrupto. No nos pongamos la venda en los ojos, que todos conocemos en mayor o menor medida los chanchullos del difunto señor Márquez.

Yago, que había permanecido en completo silencio, no pudo aguantar el envite y se encaró con su subalterno.

—La verdad del móvil nos la dirá la investigación en curso, Ríos —bramó con incomodidad manifiesta—. Mientras tanto, no consentiré esa clase de comentarios de patio de vecinos.

Jokin Sagasti, que sabía muy bien cómo templar gaitas entre su personal para no echar más leña al fuego, no hizo ningún amago de intervenir. Solo puso la mano sobre el hombro de Elostegi para evitar que este interfiriera entre aquellos dos, que ahora intercambiaban duras miradas. En la boca de Ríos empezó a asomar una sonrisilla. En realidad esa discusión había empezado años atrás, y todos lo sabían.

—Vamos —protestó aún con una media sonrisa—. Todos sabemos que…

—He dicho que basta —zanjó Yago—. No quiero oírte ni una palabra, sin pruebas que las respalden.

—Yo obedezco a mis instintos y me guío por ellos. Sabes que el señor Márquez estaba tras aquellas apuestas deportivas ilegales, y que le proporcionaron diez millones de euros de beneficio. De hecho, lo sabes mejor que yo. —La insinuación de Jon le supo amarga—. Estamos tanteando el terreno, y toda posibilidad es factible. Su nombre salió cuando intervenimos en aquella operación de tráfico de menores en…

Con la palma bien extendida, Mellado golpeó con fuerza la alargada mesa.

—¡Basta! —repitió—. ¡Soy tu superior y no permito esa clase de conjeturas en esta sala!

—Ríos —aquí fue cuando intervino Elostegi, respaldado por su superior—, De Marco y Dámaso te acompañarán al escenario del crimen. Quiero que interrogues a todos los empleados, clientes y propietarios de yates en el club, camareros de los restaurantes próximos y personas de los alrededores… —Intercambió una mirada con su amigo Mellado y luego sonrió a Jon. El subcomisario era el hombre perfecto para dirigir un equipo; ningún otro sabía manejar la tensión como lo hacía él—. Ah, y si te da tiempo, ponte un traje de buzo y habla también con los chicharros y las lubinas del Abra, que quizás hayan visto algo sospechoso. —Sonreía—. Y no quiero volver a verte por aquí hasta que presentes un informe con algo positivo donde rascar. Así que anda y mueve el culo. Espabila, que ya estás tardando —concluyó.

Jon Ríos se tensó como la cuerda de un arco de competición y giró la cabeza para mirar al Monarca, quien dio luz verde a las palabras de Elostegi con un leve asentimiento de cabeza. En un minuto, acompañado por el argentino y Vicky, abandonó la estancia con los puños apretados, tras dedicarle una última mirada rezumante de rencor a Yago Mellado.

Frío como un glaciar pirenaico, el comisario pronunció pausadamente:

—Señorita Urrasti, borre luego este desagradable incidente y mande una copia limpia a la dirección que antes le remití… —Circunspecta, la secretaria apagó la cámara—. Buena exposición, Elostegi. Preséntate en el Anatómico y que el forense te dé la valoración definitiva sobre el cuerpo del señor Márquez… —Le dedicó una mirada de inteligencia—. Que te acompañe Antúnez, y que compruebe si ha habido algún modus operandi similar en alguna parte. Quizás en internet hallemos alguna pista. Nunca se sabe.

Antes de salir, Xabier Elostegi se acercó hasta Yago y le apretó el brazo.

—Entiendo que hayas saltado, pero sé fuerte… —dijo el subcomisario, con una voz que sugería complicidad—. Piensa que aún te quedan cosas por descubrir. Información que he omitido por orden expresa del comisario.

Mellado lo miró sorprendido mientras su inmediato superior jerárquico le brindaba una de sus sonrisas y aprovechaba ese momento de confusión para salir raudo por la puerta, tras Sandra Urrasti y Mónica Antúnez. Ahora en la estancia solo quedaban ellos: el Monarca y él.

Fue Jokin quien se acercó y se sentó junto a Yago tras recoger una carpeta azul.

—¿Cómo está Vanesa? —se interesó.

—Bien, señor.

—Me alegro. —Era obvio que alguien le había informado de la lamentable situación que vivió el día anterior.

—En realidad, la culpa es mía, señor.

Perplejo, el Monarca arqueó las cejas y Yago siguió hablando.

—Mi relación con ella no es buena. Está tan enquistada que no sé cómo ponerle freno —resopló, acompañándose con una mueca de impotencia antes de continuar—: Bueno, quizá sí lo sepa, claro, pero tenga miedo a dar ese paso.

—No debes culparte. Hoy en día, todos los adolescentes son iguales. Siguen las iniciativas de la mayoría; muchas de ellas, nocivas.

—Me pongo…, me pongo en su lugar, señor… —balbuceó Mellado, deprimido como pocas veces en su vida—. Debe de ser duro que te separen de tu ama, convivir con la nueva pareja de tu aita y que este no disponga ni de un minuto para escuchar tus problemas. Por eso me culpo. Ayer perdí los nervios y le di una bofetada. —Sentía que su lengua pesaba como el granito azul de Extremadura que tenía en el jardín de su casa y una pena profunda le enturbiaba los ojos—. Hasta ese punto podía llegar… He estado reflexionando y sé que mi hija me necesita, que espera de mí, a la vez, ese papel de ama, esos consejos de aita que nunca le he ofrecido… —Bajó la cabeza y la primera lágrima cayó sobre el dorso de su mano, y luego otra y otra—. Me he centrado demasiado en el trabajo, en Nadine, sin querer darme cuenta de en quién tenía que depositar en realidad todas mis energías… Soy un desgraciado… —Notó una intensa bocanada de frustración y suspiró con amargura—. Dios, yo he creado la deslealtad de Vanesa a la vida y la he invitado, con mi dejadez, a que sea una chica difícil que se mete en problemas para que alguien le haga caso.

Jokin Sagasti, sin duda el comisario más duro de toda la Policía Autónoma Vasca, el intransigente, el mismo que no parecía sentir ni padecer ante nadie ni nada, se sintió conmovido y comenzó a darle palmaditas sobre la mano, en un inusual gesto de consuelo. Después le acercó un kleenex.

—Te entiendo —afirmó en tono afectuoso, no exento de cierto paternalismo—. Cualquier hijo de policía puede verse afectado. Es normal que muchas veces, en nuestro tiempo libre, se nos presenten los dramas de las operaciones a las que nos enfrentamos a diario. Para nosotros resulta muy difícil, por no decir que imposible, separar la vida laboral y la familiar. Estamos bloqueados por lo que somos… Y sabe Dios que todos los que son padres están expuestos.

El oficial Yago Mellado Gorostiza sintió una descarga de emoción cuando le confesó a su superior con voz queda pero penetrante:

—Después de este caso quizá pida una excedencia para pasar un tiempo con Vanesa: ir al cine, charlar, comer en el Burger… Además de eso, quiero ir al monte con ella, que pintemos la casa juntos, acompañarla a comprar ropa… —Una extraña media sonrisa pareció iluminar su desencajado rostro mientras guardaba silencio—. En fin, ya sabe… Disfrutar de mi hija y de las cosas sencillas que nos ofrece la vida. Me necesita, y yo la necesito a ella mucho más de lo que creía. ¿Sabe?, pienso que quizá no sea tarde todavía para recuperarla.

—Sería la única razón por la que aceptaría la marcha de mi mejor hombre —convino el comisario—. ¿Lo sabe Elostegi?

—No, señor, solo usted. He creído conveniente que sea el primero en enterarse de lo que me bulle en la cabeza. —Ya rehecho moralmente, de los labios de Yago escapó un asomo de sonrisa tras soltar la última lágrima—. Gracias por su comprensión. De todos modos, antes quiero encontrar al asesino de Ángel Márquez. Durante muchos años él fue como un padre para mí… Ya sabe que siempre me ha apoyado y ayudado.

—Por eso mismo precisamente he decidido meterme en un lío de cojones, amparándome en lo que sé y en lo que te conozco… —El rostro del comisario había vuelto a transformarse en una máscara gélida que no auguraba nada bueno—. Te advierto que he tenido que ocultar algo que te concierne.

El oficial de la Ertzaintza se quedó atónito.

—¿Cómo…? —Articuló, ahora con una voz tan hueca que a él mismo le sonó extraña.

—He pedido a Elostegi que manipulara la información. Hay datos que he preferido separar para hablarlos contigo en privado —matizó Sagasti, ahora muy grave—. Comenzaré con la reunión que he mantenido esta mañana con esos chupatintas burócratas del Departamento de Interior.

El comisario sacó una caja de puritos del bolsillo interior de su chaqueta y le ofreció uno a Yago. Este lo cogió, pero al llevar los ojos hasta el cartel que había sobre la máquina expendedora de agua lo volvió a dejar en la caja metálica. El Monarca se levantó con su ejemplar ya en los labios, y sin miramientos, arrancó el cartel bilingüe de PROHIBIDO FUMAR - ERRETZEN y lo tiró a la papelera, donde se mezcló con vasos de plástico aplastados.

—Soy el responsable y me apetece saltarme las normas —afirmó mientras rascaba un fósforo en la caja de cerillas. Mellado, por su parte, había recuperado el suyo y acercado un vaso de plástico con agua como improvisado cenicero para no dejar huellas de ceniza en el suelo—. La muerte de Ángel es un incidente que puede romper el dinamismo económico que sus empresas aportan a nuestro castigado Gobierno autónomo. Era un gran intermediario a la hora de obtener capital de inversores extranjeros. Sus socios de Mundinova, accionistas europeos acaudalados, sondeaban la posibilidad de trasladar su núcleo duro fuera de España y suspender la creación de un centro de laboratorios de alta tecnología en el Parque Tecnológico de Zamudio. Esto sería un drama para nuestro Gobierno, y por ello se han personado como interlocutores los de Interior con órdenes muy concisas: encontrar o crear un culpable para que los socios de Mundinova no vean en esta muerte una amenaza contra ellos. El proyecto del centro científico en los nuevos terrenos tiene que seguir adelante a cualquier precio. Reportará beneficios a Euskadi, al Estado español y un respeto diplomático del resto de países de la Unión Europea. Después de recalcármelo, me han comunicado que quieren resultados o se verán obligados a inventarlos, con las miras puestas en cierto grupo de ecologistas… —Sacudió su diestra con gesto crítico—. Nos dan una semana, más o menos lo que va a durar la cobertura mediática y la paciencia de esos tíos tan ricos que creen que todo lo pueden.

—Dígame que no es verdad. —El ertzaina hervía de indignación por lo que acababa de escuchar.

—Somos marionetas, Yago, simples marionetas del puto sistema capitalista… —Jokin Sagasti soltó aire antes de matizar—: Pero nosotros, eso sí, debemos encontrar al verdadero asesino antes de que señalen a un inocente, a un pringado más, y muestren que solo era un psicópata drogado hasta las cejas que escogió al azar al señor Márquez.

—Para no implicar a los ecologistas y para mayor gloria y tranquilidad del Grupo Mundinova, claro —completó Mellado.

—Y como satisfacción de nuestros dirigentes, que verán cómo una fuente de ingresos tan apreciada sigue con sus inversiones. —Una mueca furtiva cruzó rápida por el pétreo rostro del comisario—. A la par hay algo que va mucho más lejos. Existe la posibilidad de que multimillonarios árabes entren a formar parte del Consejo de Administración del Grupo Mundinova, con unas aportaciones económicas desorbitadas. Sería para la construcción de complejos de lujo en zonas del sur peninsular. Hay intenciones de convertir Almuñécar y Matalascañas en algo parecido a Las Vegas. El dinero entrará a espuertas en el Estado español, y el turismo crecerá a gran escala… El Gobierno central no puede permitirse perder a ese grupo y los socialistas de Vitoria lo apoyan incondicionalmente.

Ambos cruzaron una mirada que en sí no necesitaba de más palabras. Luego de un silencio espeso, Mellado subrayó:

—Esas artes no son de nuestra incumbencia. Atraparé a ese cabrón… —Chasqueó la lengua antes de prometer con afectada solemnidad—: Lo haré por Ángel.

—No lo dudo, y es lo que espero de ti. —Más relajado y con todo deleite, el comisario dio una bocanada y continuó hablando—: Ahora te informaré de los hechos ocultados. Por lo visto, alguien tiene una fijación especial contigo.

—Explíquese, por favor.

—Verás… Como remate al crimen, le hundieron un clavo en la espalda, tan profundo como para perforarle el pulmón. Y esa punta sujetaba la nota que tengo aquí.

Jokin le acercó la carpeta azul con medio rostro sumergido en las volutas de humo de su purito. El oficial abrió y observó una página de bloc mediano, con manchas de sangre y el agujero de una punta en la cabecera.

Querido inspector Mellado:

Le resultará duro saber que su vida ahora me pertenece por completo y pronto sabrá por qué. Muy pronto. Debería ser más inteligente. Juegue a adivinar.

¿Se fía de Nadine? ¿Sabe si le oculta algo? Las mayores sorpresas las esconden las personas amadas…

¿Sabe lo que se siente cuando se mata a alguien? Puede llegar a ser una liberación…, la suya y la mía.

Atónito como se había quedado, al oficial se le resbaló la encuadernación plastificada. Tiró con rabia lo que le quedaba de purito al vaso, y se acarició pensativo la barbilla.

—Solo Elostegi conoce la existencia de esta nota —apuntó el comisario en marcado tono confidencial—. A los de Interior se lo he ocultado. En el momento en que me pidieron que grabara la reunión, entendí que el resto del Departamento CIDE solo debía ser informado de lo estrictamente necesario. Jon Ríos no te tiene en estima, eso los dos lo sabemos, y podía haber metido la pata. Consideré oportuno tener al equipo ocupado en una investigación que no nos va a llevar a nada práctico… —Esbozó una sonrisa maliciosa—. Cada vez estoy más convencido de que el asesino no se encuentra entre los hombres y mujeres que trabajan o disfrutan en el Puerto Deportivo de Getxo. Sería demasiado fácil… No sé adónde nos llevará este maldito asunto, pero por lo que más quieras, da con ese cabrón. Piensa en quién te puede haber señalado… Solucionemos esto antes del plazo que me han marcado. Preocupémonos por el asesinato y dejemos en manos de los políticos y burócratas la diplomacia y sus consecuencias. —Miró a su subordinado con inusitada gravedad, y este sintió una punzada de aprensión—. Pero que te quede muy claro que, cuando esto acabe, pienso centrarme en averiguar todos los actos que transgredan la Ley en ese Grupo Mundinova. Aunque tu amigo acabe salpicado hasta las cejas y el Gobierno central y también el de Vitoria, cabreados como no te imaginas.

—A él eso ya no le importa —sentenció Yago, lapidario, y aún impactado por el contenido de la nota. Ahora tenía un reto: acabar como un buen policía antes de dejarlo todo…