21
—¡No acudiste! ¡Es aita quien estuvo a punto de morir! ¡Tu propio aita, que necesitaba tu ayuda! ¡No se merece que lo olviden! ¿Me oyes? ¡No se lo merece!
Las arrugas de Virginia Gorostiza brillaban por efecto de las lágrimas. Aporreaba el pecho de Yago con una furia desatada y él no hacía nada por evitar sus golpes. Le temblaba la barbilla, y su nuez no hacía más que subir y bajar al tragar saliva con extraordinaria dificultad.
—¡Él te quiere, siempre te quiso, pero por culpa de su enfermedad te has apartado de él! ¿Es este el precio que pagamos por ser padres? Somos una molestia cuando envejecemos, ¿verdad? —Las recriminaciones se encadenaban de forma harto dolorosa en el alicaído ánimo del oficial de la Ertzaintza—. ¿Cuántas veces has ido a pasear con tu aita desde que cayó enfermo? ¡Dime, cuántas! ¡Con Noelia te pasó lo mismo! ¡Ni siquiera luchaste por ella! —La mujer se dio la vuelta para tomar asiento en una silla al lado de la cama de hospital de Cruces, donde su marido yacía inconsciente—. No quiero que la niña vea así a su aitite… ¿Dónde está? ¿Sabes algo de ella?
—No. Está… —farfulló Yago Mellado, haciendo un gran esfuerzo por sobreponerse. La escena le parecía irreal—. Está de excursión con unas amigas.
Sin dar más explicaciones salió de la habitación. Le dolía mucho la mandíbula, tenía un ojo hinchado y una brecha en la frente que había requerido seis puntos de sutura. También le habían puesto una especie de corsé para las costillas dañadas. Y aun así, lo que más le dolía era el alma: las palabras de su ama habían sido como esquirlas de metralla disparadas a quemarropa. Pero tenía razón. Había sido un cobarde ante la enfermedad de su aita y lo mismo ante la adicción de Noelia al alcohol. Después del fracaso en la clínica de desintoxicación, desertó de la lucha por ella. Por la amatxu de su única hija… Le daba miedo no saber responder ante tantos altibajos y creyó más conveniente alejarse. Huyó del problema cuando su esposa más lo necesitaba, llenándola de sufrimiento con la separación y la custodia de Vanesa.
Por otra parte, su madre estaba tan agitada que ni siquiera había reparado en las magulladuras de Yago. Mejor así. Que no se enterara de la razón por la que no había podido socorrerlos. Bastante preocupación tenía con su marido como para hundirla aún más con la noticia del secuestro de su nieta. Al menos, lo de su aita había quedado en un traumatismo craneoencefálico sin aparente gravedad, aunque, a decir de los médicos, aún debía permanecer un tiempo indefinido en observación.
Yago descendió dos plantas en el ascensor más próximo. Necesitaba ver a Nadine. Y pensar con calma. No podía hacer otra cosa. Tenía que cumplir un encargo para que Vanesa volviera a su lado, y para eso aún disponía de horas de sobra.
En el umbral de la habitación de su novia eslava había dos agentes vestidos con uniformes rojos y negros que se interpusieron en su camino. No los conocía, por lo que no le quedó más remedio que identificarse con la placa. Los agentes se apartaron respetuosamente y le dejaron entrar tras un escueto «Bai».
Dentro encontró la misma cantinela de todos los días. La bella princesa sujeta a los artilugios que la mantenían con vida. Las rosas aún desprendían su pegajoso olor, haciéndose presentes en el viciado aire hospitalario. Con la rutina habitual, acercó la silla y tomó las manos de Nadine. Más bien las exploró. Lo hizo dedo a dedo, pendiente como nunca de un movimiento que le certificara que lo que pasó el sábado había sido real. Necesitaba una buena noticia, y más en estos amargos momentos. Pero no ocurrió lo que deseaba. La princesa continuaba sumida en ese estado de fatal inconsciencia, gravitando en el letargo de un sendero negro.
Yago se agachó hasta posar su frente en las manos de Nadine. Luego habló. Al estómago de la paciente. Como si quisiera comunicarle que algún día se formaría un bebé en las entrañas de Nadine, cuando esta se recuperase del todo. Pero no lo hacía por eso. Solo tenía miedo de enfrentarse a su rostro inerte.
—He venido para despedirme. No pretendo que lo comprendas, pero lo que voy a hacer acarreará unas consecuencias irreversibles que nos llevarán por caminos distintos. Ojalá sepas perdonarme estés donde estés, porque no me queda otra alternativa… —Hablaba con voz queda, sin reconocerse a sí mismo en lo que decía ni en cómo lo hacía. Guardó silencio, un largo paréntesis, y solo continuó cuando las lágrimas comenzaron a bordear sus ojos—: Dios, te he amado tanto… Te amo…, y te amaré siempre… —Se levantó para inclinarse hacia Nadine, aún más cerca de ella—. Gracias por hacerme feliz… porque de verdad lo fui a tu lado. Pero esta vida no admite la felicidad durante demasiado tiempo… Perdón… —Notó un nudo de intensísima emoción en la garganta—. Perdón, Nadine, por lo que voy a hacer…
Justo en ese momento apareció el Monarca. Mellado parpadeó, sorprendido, cuando su jefe de departamento abrió la puerta.
—Siento la interrupción… ¿Cómo estás, hombre?
—Jodido. —El oficial de la Ertzaintza se cruzó los brazos en actitud negativa.
—Ya… Estoy al tanto de lo de tu aita. Gracias a Dios que todo se ha quedado en un susto… ¿Y Vanesa? ¿Has dado con ella?
—Sí. —Yago recordó el vídeo. No le quedaba más remedio que mentir como un bellaco—. Me dijo lo del concierto y no le presté atención. Cuando me llamó ayer, al mediodía, me quise morir… Siento no haber esperado el tiempo reglamentario, molestando a todo el equipo. Le dije que en los deberes como padre voy de suspenso en suspenso.
—Me alegro por lo de Vanesa, Yago. Pero tenemos que hablar —porfió el comisario.
—No aquí… —Yago miró de refilón a Nadine y luego propuso, bajando la voz—: Le invito a un café en la máquina.
Caminaron en silencio hasta la sala de descanso, vacía en esos instantes. Al fondo, una televisión sobre un carrito emitía pruebas de atletismo. Frente al plasma había dos sillones negros, desgastados y con los cojines descosidos. En uno de ellos se sentó Mellado, tras silenciar la retransmisión. Por su parte, Sagasti se dirigió hasta las máquinas expendedoras y se hizo con dos cafés.
—Hemos hallado en el lugar el cadáver de Frederick Ramiro… —Tras aclararse brevemente la garganta, el comisario hizo una pausa esperando una reacción de su subordinado—. Estaba encerrado boca abajo en una caja de madera. Murió ahogado en queroseno.
Yago sacudió la cabeza y apretó los labios.
—Una muerte cruel —murmuró después.
—Un asesinato que intuíamos que podía ocurrir pero al que llegamos tarde. ¿Por qué…? —Impotente, el jefe del CIDE alzó los hombros—. Quizá la respuesta sea porque no sabíamos una mierda… ¿O me equivoco? —Incidió sutilmente, luego de un silencio plúmbeo. El oficial a sus órdenes no respondió, optando por dar un largo trago a su café para ganar tiempo—. No somos infalibles. Para conocer necesitamos evidencias. —Jokin continuó su discurso sin alterar la pose de su mejor hombre—. La teoría no suele dar resultados, y lo sabes muy bien. Por lo tanto, quiero que me respondas a la pregunta que no deja de rondarme el cerebro… —Hizo una pausa mínima para mirar a su interlocutor fijamente—. ¿Cómo supiste el paradero del nuevo asesinato si no teníamos ninguna evidencia?
—Intuición —repuso Mellado, lacónico.
—Ya… —El comisario torció los labios en una mueca de disgusto—. Me fascina el poder de la intuición, en serio, pero a no ser que seas un reflejo del mismísimo Dios, esa respuesta no es nada convincente. No me tomes por tonto.
—Sitio solitario, lugar abandonado, espacio suficiente… Combinado todo junto, pensé que podría ser un escenario ideal para cometer un asesinato… Y por lo visto, no me equivoqué.
—¡Mis cojones! —exclamó el Monarca, resoplando luego con impaciencia—. ¿Voy a tener que creer que eres una nueva clase de superhéroe del cómic? ¿Cómo te bautizamos? ¿Intuición-Man? —concluyó mordaz.
Por primera vez Yago miró al comisario a los ojos. En su mente vibraba la orden que aquel psicópata había escrito para él: «Engáñalos».
—Si no me cree, es su problema —resumió con medida frialdad.
Sagasti sintió de nuevo una punzada de rabia.
—¿Problema…? ¡Joder, Yago! Has estado a merced del asesino. Por alguna razón que desconozco, solo te ha magreado un poco. Este asunto me está empezando a desbordar, y necesito a todos mis agentes unidos y trabajando en equipo en una misma dirección.
—Le están presionando demasiado los de Interior, ¿no es eso? —Quiso saber el oficial, incisivo.
—Ahora mismo me importan un comino esos soplagaitas y también los listillos de Mundinova. Lo que me preocupa es el peligro al que se ven abocados mis hombres. Y no digamos cuánto me jode que precisamente ellos traten de engañarme… —le espetó el máximo responsable del CIDE—. En principio llegué a la conclusión de que habían sido asesinados por asuntos comerciales. Ya sabes, trapicheos, argucias económicas que ocasionan problemas con intermediarios potencialmente peligrosos… —Jokin se interrumpió porque las preguntas a su subordinado le bullían en la cabeza. Le miró: Mellado mantenía fija su atención en el vaso de plástico y escuchaba impertérrito—. Pero por los últimos indicios puedo refrendar que sus muertes van ligadas a la venganza. Es una venganza por actos inmorales cometidos por las víctimas.
Yago estrujó el vaso de plástico y lo arrojó al cubo de basura, encestando en una parábola perfecta. Se giró y volvió a mirar a su interlocutor.
—¿Ha interrogado al sospechoso? ¿Sacó esa conclusión del celador? —se interesó, ahora con pronunciado ceño.
—Nos fue imposible… —El Monarca chasqueó la lengua antes de proseguir con renovado brío—: Estaba muerto. Pero sí mantuvimos una productiva charla con un chico que nos ha sido de gran ayuda. Gracias a él pudimos encontrar a Frederick Ramiro… Y también a ti, claro.
Yago Mellado le lanzó una mirada huidiza antes de replicar sin aparente emoción:
—¿Un chico? ¿Qué es lo que me estoy perdiendo, señor?
Jokin Sagasti abrió ambas manos en clara señal de impotencia.
—Eso quisiera saber yo, joder… —reconoció sin ambages—. Con qué clase de asesino nos enfrentamos, y cómo actuar para llegar hasta él. El muy cabrón ha añadido un elemento sorpresa a este puto rompecabezas.
—Explosivos.
—¿Cómo? —Atónito, el veterano comisario se quedó mirando al oficial con la boca abierta—. ¿Quién cojones te ha informado sobre eso? ¿Ha sido Elostegi?
—La intuición de nuevo…
—¿Qué coño estás buscando, Mellado? ¿Que te expediente? —inquirió Sagasti en tono desabrido—. Vamos, cuéntame lo que sabes y te prometo que haré oídos sordos al resto.
—No hay nada sobre lo que usted pueda rascar. Al menos no aún… —se limitó a responder el aludido en actitud glacial.
El Monarca no salía de su asombro.
—¿Cómo que no hay nada? —estalló después de una incómoda pausa, colérico—. Pero esto qué hostias es, ¿una puta broma? —Se agitó y desparramó el café sobre la mesa tras golpear el vaso con el codo diestro—. Estamos lidiando con un enfermo mental muy peligroso, al que le gusta torturar a ricachones antes de asesinarlos y que prepara un atentado vete tú a saber dónde. Y lo más jodido de todo es que estamos a expensas de lo que ocurra, porque no sabemos si el atentado está programado para dentro de unos minutos, horas o días.
—Quizá ese atentado pueda evitarse… —aventuró el oficial de la Ertzaintza, mientras su superior negaba con la cabeza—, si la persona adecuada toma la decisión correcta.
Conteniendo a duras penas un exabrupto, el comisario miró fijamente a Mellado. Había comenzado a morderse el labio inferior, y todos en la unidad conocían ese gesto: avisaba de su estado de tensión ante lo que se les venía encima.
—No has encontrado a Vanesa… —conjeturó, casi en un susurro.
Yago no contestó. Simplemente se levantó y dejó caer en la mesa la placa de identificación y la pistola reglamentaria. Luego apretó un hombro de Jokin Sagasti con la mano diestra.
—No se preocupe… No dejaré que esa bomba explote —prometió en marcado tono confidencial.
—¿Te están utilizando? —afirmó, más que preguntó, el comisario jefe del CIDE. Yago esbozó una sonrisa triste que murió enseguida en una indescifrable mueca. Un agradecimiento a tantas horas de trabajo juntos. Un final amargo en su brillante hoja de servicios—. Sabes que puedo impedirte dar un paso más por ocultamiento de…
—¡No! ¡No lo hará! —rugió Mellado, interrumpiéndolo sin miramiento alguno. Dicho esto, salió a paso rápido de la sala de descanso.
Por su parte, el Monarca, con la placa del oficial en la palma de la mano y aún perplejo, reflexionó durante unos instantes. Luego hizo una llamada.
Había pasado una hora desde la conversación con el comisario. Yago estaba sentado en el rincón de un céntrico bar de Bilbao que en esos momentos despachaba música country por los altavoces. Ante él había seis anchos vasos vacíos y otro más con cerveza a medio consumir. Se sentía achispado. Justo lo que necesitaba en ese instante. «¿Ahora me comprendes?». La aguda pregunta de Noelia acudió a él como una silenciosa recriminación.
—Claro… Claro que te entiendo. Ahora sí —susurró entre dientes.
Las durísimas frases de su ama, la melancólica despedida de Nadine, el aprieto en el que lo había puesto el Monarca con su perspicacia, la ausencia de Vanesa… La terrible elección a que se veía abocado sin remedio: sí o sí… Todo ello unido daba sentido a la palabra «problemas», y qué mejor manera que olvidar esos problemas con un rato de sosiego huyendo de la realidad a lomos de aquel caldo que embotaba su mente y cortocircuitaba las preocupaciones.
—¿Está bien, señor? Tanta cerveza como desayuno… —comentó una voz extraña con fuerte acento latinoamericano.
La camarera, con vaqueros ceñidos en sus anchas caderas y un sombrero en la cabeza que casi tapaba su pelo azabache, recogido como estaba en una coleta, dejó la bandeja en la mesa de formica color madera y recogió los vasos vacíos. Bajó la mirada cuando se percató del inoportuno comentario que acababa de hacer. Menos mal que él le respondió con una sonrisa estúpida y no pareció ofenderse.
—Otra, por favor —le pidió con voz algo pastosa, tras dar buena cuenta de su séptima cerveza.
Cuando la camarera se marchó, Yago ya tenía muy claro lo que iba a hacer a continuación. Se le había ocurrido algo para ganarse el perdón de la persona a la que amaba y también de aquellos a quienes admiraba. Luego las palabras no valdrían para nada, y menos después de afrontar la prueba más dura de su vida… al convertirse en un asesino.
Quizá Noelia no esperase su visita, pero estaba decidido. No había ya posibilidad de dar marcha atrás.
Al mismo tiempo, a unos seis kilómetros de distancia, el mal humor de Jokin Sagasti se agigantó cuando la doctora Laínez le comunicó que aún no podía hablar con Fabiola Mena, nombre que correspondía a la mujer malherida y potencial sospechosa señalada por el asunto de los explosivos, y relacionada también con Frederick Ramiro, alias «Vitus», en la explotación de menores. Con gesto fatigado por la falta de sueño, Marga le dijo que estaba en estado de shock y que aún podían pasar varios días hasta que fuese capaz de responder cualquier tipo de pregunta. La doctora consiguió persuadirle para dejar un solo agente en vigilancia intensiva. La mujer estaba sedada y tenía una pierna escayolada, y para el resto de los pacientes no era plato de buen gusto saber que cerca había potenciales delincuentes.
El comisario aceptó a regañadientes. Los datos que tenía sobre la mujer se los había proporcionado la Central. Casada con el ya difunto Guillermo Gutiérrez, tenía una hija llamada Zaira y vivía en un caserío en los montes cercanos a San Antonio de Etxebarri. Había enviado al lugar a De Marco y a Vicky, con una orden judicial para registrarlo en toda regla y, obviamente, hacerse cargo de la niña.
Cuando salió del hospital de Cruces y se dirigió al coche camuflado, en el aparcamiento subterráneo, Jokin acusó el cansancio y la enorme tensión acumulada. El día había sido delicado, pero sin duda el asunto de Yago era el que más energía le había absorbido. Eran muchos casos juntos, y no quería perderlo para siempre. Pero no había de qué preocuparse. Para tal fin había tomado las medidas adecuadas. En ese momento sonó su teléfono móvil. Era Mónica Antúnez. Le comunicó que aún no había conseguido desencriptar aquel maldito armazón de discos duros de los ordenadores del refugio de Jaime Ribas, pero lo que había encontrado era interesante y se lo haría llegar al fax de la central con carácter de urgencia.
Mientras cavilaba sobre las habilidades de aquel hacker, recibió una segunda llamada: esta vez era Xabier Elostegi quien contactaba con él. Habían encontrado a la hermana y al sobrino de Jaime, pero algo no concordaba con lo esperado…
Transcurridas dos horas desde la visita de Yago Mellado, la princesa de Bielorrusia continuaba inmóvil. Las luces fluorescentes del hospital la envolvían como una mortaja; la dibujaban blanca, como un cadáver.
Pero había algo distinto, algo que había cambiado.
Nadine acababa de abrir los ojos.