27

Jokin Sagasti entró en su domicilio. Vacío, como los últimos meses. Sin rastro de ella, de Olga. Su apoyo y equilibrio emocional en su limitada vida.

Reparó en su imagen, trasladada a sus pupilas por el espejo que había en la entrada. En unas horas se sentía haber envejecido diez años. Era duro coordinar el trabajo, y más penoso aún estar solo. La soledad lo recibía invariablemente en su hogar desde que ella decidió marcharse. Celoso de su intimidad, había sabido salvaguardar aquel secreto, los maravillosos veinticinco años al calor del tierno amor que Olga le había proporcionado. No acudían a fiestas, ni a los actos públicos donde Jokin recibía menciones de honor y agradecimientos por parte del Departamento de Interior del Gobierno vasco por los numerosos casos delictivos resueltos. Su fuerza había sido constituir un solo ser. Compartir su felicidad el uno con el otro. En la intimidad. En la tranquilidad. Alejados de personas que chismorrearían a sus espaldas. Encantados de sembrar plantas, juntos siempre, a la luz sangrante del atardecer. Conversando en el porche sobre libros, viajes, cuadros, cine y música. Rezando ambos con las manos entrelazadas y los ojos cerrados.

«Tantas cosas que se han perdido. Tanto anonimato para al final ser tan infeliz. Qué pena. Qué lástima que los años pasen y se lleven lo que se mantenía firme», caviló antes de soltar un hondo suspiro de resignación.

Entró en la cocina y abrió la nevera. Había lasaña precocinada. La sacó y la metió en el horno. Mientras tanto, hacía lo de siempre, como en un ritual. Dispuso en la mesa dos platos, dos tenedores, dos cuchillos, dos copas y dos servilletas. Luego bajó al sótano, que él nombraba «bodega», y volvió tras elegir un Marqués de Riscal, reserva del 98 —el vino preferido de Olga—, aunque a él le gustaba más el Viña Ardanza. Con pericia sacó el corcho y escanció una pequeña cantidad en ambas copas. Cogió la suya, chocó con la otra como si brindara y bebió a pequeños sorbos, deleitándose en el paladar.

—Exquisito… Me rindo a tu buen gusto —apenas susurró entre dientes.

Jokin hablaba mirando la silla vacía donde se sentaba Olga. Su rostro se iba iluminando poco a poco. Solo él podía verla ahora que no estaba. Imaginó que ella le preguntaba, como hacía cada noche:

—¿Qué tal el día?

Siempre la misma pregunta, y él, invariablemente, tenía que engañarla. El día había sido una mierda. Xabier Elostegi había informado de la celda en el sótano, con una cama infantil y un par de muñecos de peluche, en la casa de Guillermo Gutiérrez y Fabiola Mena. Pero no había rastro de su hija Zaira. Aparte de eso estaba el contenido de los ordenadores del refugio del hacker. Mónica Antúnez había desencriptado casi todo el material, y por lo visto, Jaime Ribas y Gloria Sáez habían mantenido un intercambio de información continuo desde hacía mucho tiempo; así como con Alma Reyes, que en los últimos seis meses no dejaba de escribirle preguntando por Gloria. Para colmo, la hermana y el sobrino de Jaime Ribas habían aparecido, pero en el cementerio de San Miguel. De inmediato había ordenado detener al joven. Aún tenía cosas que contarle…

Por otra parte, estaba el asunto de los explosivos, cuyo rastro no se conocía. Cierto era que lo había dejado en manos de la brigada antiterrorista, pero no poder sonsacarle nada a Fabiola Mena, por expreso mandato de la doctora Laínez, lo exasperaba. Luego estaba lo de Mellado, ese misterio que no quería compartir con él… Y también lo de Jon Ríos, que le había llamado media hora atrás. «Todo es una puta mierda». La infiltración de Ríos ya estaba durando demasiado y se complicaba aún más con estas últimas noticias, pero no podía desvincularlo del caso: el Tarántula aún no había dado señales de vida. Tenían en las manos no menos de cuarenta hilos para hacer un jersey y ni idea de cómo hilvanarlo. Solo él sabía lo duro que era enfrentarse a una delincuencia cada vez más enrevesada, y lo frustrante que resultaba dar dos pasos para atrás y medio para delante.

—El día bien… Tranquilo. —Una vez más, necesitaba mentirle en voz queda.

Ella le ofrecía una de sus agradables sonrisas y le besaba las manos. Cenaron en silencio, intercambiando miradas confortables, delatoras de su inmenso cariño. Al menos así le pareció a Jokin esta noche.

De pronto el móvil comenzó a zumbar. «¡Maldita sea! Debería haberlo apagado. Puto aparato». Le pareció que Olga lo miraba con reproche, pero en el fondo entendía que el trabajo tenía esa clase de servidumbres. El número no presagiaba nada bueno. La inoportuna llamada era de Sandra Urrasti, la secretaria de comisaría. Había cotejado los datos y archivos que el comisario jefe del CIDE le había pedido y la conclusión era espeluznante pero previsible. La Europol había hecho bien su trabajo. Las fotos encontradas en el viejo cine, sobre las butacas, pertenecían a niños desaparecidos por todos los rincones de Europa en prácticamente las tres últimas décadas. De entre estas, al menos veintiocho correspondían a niños españoles de los que hacía seis meses que no se sabía absolutamente nada. Datos y hechos terribles en sí…

—¿Estás bien? —Olga le habría visto palidecer.

Jokin cortó la comunicación y asintió con la cabeza, aunque sabía que esta vez no podía engañarla. Estaba preocupado. Y más cuando esa conexión podía estar relacionada con lo que Jon Ríos acababa de comunicarle pocos minutos antes.

De improviso Olga se evaporó como succionada por la penumbra del salón. Jokin volvía a estar solo con sus fantasmas. Hacía seis meses que se despidió de ella. Viajó a su lado en el avión. Bajaron en el aeropuerto de Varsovia. Gloria los acompañaba. Ella también se quedó… Desde entonces, ocultaba aquello. Alma Reyes, la amiga íntima de Gloria, no cejaba en su empeño de averiguar el paradero de su pareja, pero Jokin había logrado esquivarla con habilidosa corrección. Era un policía que había mentido como un bellaco.

Claro que estaba muy al tanto de la desaparición de Gloria, y de hecho había sido el encargado de difundir una falsa historia que conducía a la hija de Olga a Moscú. Al menos Alma le creyó… Lo que sí era cierto es que, desde entonces, no había vuelto a saber nada de la periodista. Por expreso deseo suyo, lo mejor era que las olvidara, tanto a su madre como a ella… Pero no podía. En especial a Olga, que lo había sido todo para él. Que no estuviese ya a su lado no impedía que pensara en ella a diario con creciente nostalgia y recreara la felicidad del tiempo que habían pasado juntos… Esa ternura, esa pasión, ese cariño, estaba ahora depositado en todos aquellos recuerdos.

Como en las últimas semanas, el mismo que dirigía el CIDE con mano firme subió hasta su cuarto y acabó llorando desconsoladamente al apagar las luces y verse solo.

De repente, un relámpago iluminó el dormitorio y, por un momento, permitió distinguir en la penumbra al hombre que se acercaba despacio, a espaldas del comisario mientras movía las manos de forma rotatoria, recogiendo y tensando el cable de acero que sujetaba. Una silueta que se aproximaba a su presa y se detenía de golpe al ver algo que no esperaba: Yago Mellado jamás habría supuesto que algún día vería cómo Jokin, el tipo duro de rostro granítico, se venía abajo, sentado en la cama, junto al camisón blanco extendido sobre la colcha.