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17.00. Yago paseaba nervioso por el puente de Deusto. La lucidez, principal virtud a lo largo de su carrera, parecía haberse esfumado por completo. No dejaba de preguntarse por qué se había dado por vencido tan pronto, la razón por la que se había tirado a tumba abierta a resolver aquel caso. No se conocía. Él también podía llegar a ser muy frágil.

Estaba empapado hasta el tuétano y la lluvia seguía cayendo con fuerza, pero no le importaba mojarse y menos ahora, a escasos cien metros del despacho donde debía encontrarse su ex. Seguía teniendo clavada en su mente la imagen del martillo. La escena que había desencadenado su separación. Lo que no esperaba es que aquel amargo episodio fuese a conducirle a destapar un entramado de corrupción que salpicó la clínica donde ingresó Noelia. Un anónimo se puso en contacto con él y le habló de los experimentos con drogas no autorizadas, y también de la persona que se escondía en los sótanos de la institución —Yuri Eremenko, hermano y hombre de confianza de Yurkov Eremenko, el Tarántula, un importante capo de la mafia rusa—, y de cómo este guardaba hasta treinta millones de euros en un zulo abierto en el espacio de un ascensor bloqueado. El confidente le dijo que procedía del blanqueo de dinero del narcotráfico en Colombia. Además le reveló que el capo gestionaba todas las operaciones desde Marbella.

En la intervención no pudieron detener a Yuri Eremenko, ni tampoco al doctor Bellas, ambos desaparecidos, pero sí incautaron la droga experimental y los treinta millones de euros en billetes de cincuenta. Ambos hombres seguían en búsqueda y captura, pero lo peor era que no se pudo imputar al verdadero responsable, pues salió indemne gracias a la hueste de abogados que tenía contratados en un bufete de campanillas y, cómo no, a los acuerdos con grandes empresarios que supieron mover los hilos oportunos en las altas esferas.

El Tarántula era un hombre digno de respeto. El delito orquestado y que se dio a conocer para cerrar la clínica llevaba el falso nombre de «fraude fiscal». A pesar de las evidencias, estas no llegaron a inventariarse. No era conveniente. Entre los pacientes que habían pisado la clínica había hijos de ministros, directores generales, jueces, abogados y empresarios, así como deportistas de élite, músicos de renombre y hasta actores famosos. Todo ello llevó a una purga de archivos considerable, por respeto a la privacidad de personas tan conocidas. Un país tan frágil, donde el paro proliferaba, no podía permitirse dar a conocer que aquellos a quienes admiraba estaban inmersos en procesos de desintoxicación, desembolsando a espuertas un dinero que escaseaba. Por ello y una vez más, la sociedad fue informada exclusivamente de lo que el ciudadano debía saber.

Esto vino a confirmar las sospechas de Yago. El poder de corrupción de las altas esferas, y lo crédulas que eran las personas al aceptar sin reservas lo que se les contaba para anestesiar su intelecto, dirigido a los programas basura de televisión. Él, coherente hasta la médula, luchó para que la verdad más cruda viera la luz y así lo sancionaron ipso facto con un mes de vacaciones forzadas. Pero sus «meras conjeturas» le abrieron un panorama claro de lo que podía cocerse en las administraciones superiores. Al fin tuvo que abstenerse y obedecer tras la sanción. Al no haber detenidos, no pudo hacer mucho más. Se corrió un tupido velo, y vuelta al trabajo, al día a día habitual en la Ertzaintza.

Eso sí, al menos entendió por qué Noelia había enloquecido. El tratamiento que administraba el doctor Bellas aún estaba en fase experimental. Los efectos secundarios: alucinaciones y ataques de ira incontrolada contra los seres más queridos. Lo supo después por el confidente, pero le vino muy bien para tomar la decisión que llevaba tiempo valorando y actuar con ventaja: separarse con todo a su favor por el intento de homicidio de Noelia contra su hija y él. Fue rastrero apropiarse de tal oportunidad, pero ya no albergaba sentimientos hacia ella y puede que en realidad nunca los hubiese tenido. ¡Qué idiotez!

Pero ¿qué demonios le estaba pasando? ¿Por qué no dejaba de lamentarse y ponía ya todos sus sentidos en dar caza a aquel asesino y chantajista? ¿Por qué no se encerraba en su despacho con los informes preliminares, buscando lo que se les había pasado por alto? Tenía tiempo. Había demostrado ya su valía en casos anteriores. No se amedrentaba ante la responsabilidad. ¿Entonces? ¿Por qué no ejercía su trabajo? Era momento para la reflexión. De verse como lo que era. Un terco policía que no se detenía ante nada ni ante nadie, dedicado a ello las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana, mes sí, mes también… Sin vida social ni tiempo para los suyos; sin arrestos para escucharlos; sin tiempo para quererlos… Ahí estaba el pecado. Aquello que le impedía luchar. La realidad de los sentimientos. Desconocidos incluso para él, hasta que Vanesa exigió cariño y atención y su madre le reprendió.

Se había cegado con su oficio y con Nadine, pero ahora que lo pensaba, ¿cuánta razón había en las palabras de Vanesa? ¿Era amor lo que sentía por Nadine? ¿Estaba seguro? ¿No sería solo atracción sexual por su cuerpo de infarto? Cuántas preguntas martirizantes, cuánto dolor impulsado por la realidad más allá de su adicción al trabajo. Eso era precisamente lo que le había hecho vulnerable. Los sentimientos que iban apareciendo ante sus ojos. Los de verdad, no los que decía tener. La desaparición de Vanesa lo había convertido en un padre sufriente, alejándolo de su habitual papel de duro policía que no se inmutaba por nada. El progresivo deterioro mental de su aita, la verdad como un puño en boca de su ama, lo señalaban como el hijo inadaptado y rebelde que no sabía respetar ni a sus progenitores. Por todo ello se había vuelto débil. Su confianza en sí mismo estaba quebrada. Había dejado de ser poli. Ya no le importaba. Ahora era solo un padre. Un padre angustiado que actuaría como tal. Que salvaría a su niña para decirle…

Los pensamientos le habían dejado mal sabor de boca. No sabía si acabaría moviéndose por sus sentimientos, o si al final terminaría surgiendo su vena de implacable representante de la Ley para estropearlo todo. Su corazón le decía una cosa y el cerebro se amotinaba. Con las horas sabría quién saldría vencedor de aquella pugna.

Era hora de moverse. Cruzó la carretera por donde le dio la gana, obligando a un motorista a maniobrar peligrosamente para evitarlo. El motero alzó la visera del casco y girando el cuello blasfemó con palabras ininteligibles.

Yago se disculpó alzando un brazo. Poco después estaba ante la puerta de entrada a la Gestoría Álvarez. No sabía si le sudaban las manos o si era efecto del chaparrón, pero su índice dejó una mancha humedecida cuando resbaló por el timbre. Notaba el corazón galopando en su garganta, indicio inequívoco de que reencontrarse con Noelia resultaba una prueba dura de verdad. ¿Cómo lo recibiría su ex? ¿Le patearía el culo? Estaba en su pleno derecho.

Una melodía eléctrica le llevó a empujar la puerta, que se abrió con un chasquido. Le recibió una chica de pelo pajizo recogido en una cola de caballo, con gafas de montura de plástico rojo, y sentada tras el panel de madera.

—¿Tiene cita? —inquirió en tono monótono.

Mellado miró el cartel que había sobre el mostrador: SECRETARÍA.

—No —se limitó a contestar, absorto aún en sus pensamientos.

—¿Desea concertar una? —La recepcionista alzó los ojos con manifiesta impaciencia.

—¿Podría hablar con Noelia?

Ella sonrió con indulgencia.

—Las normas son estrictas al respecto, señor. Sin cita no puede…

En ese momento el oficial de la Policía Autónoma Vasca escuchó una voz a su espalda:

—Maite, yo me ocupo de la visita. —Una espectacular morena de tez aceitunada, con el pelo suelto y traje de falda ajustado, se acercaba por el pasillo—. Hola, señor Mellado.

—Hola, Davinia. —La reconoció de inmediato. Noelia la había reclutado gracias en parte a Ángel Márquez. Meses atrás se rumoreó que ambos mantenían una tórrida relación. Al menos, Yago la conoció de la mano del empresario de Neguri en la concesión de un premio literario—. Entiendo que quizá no sea este el momento adecuado, pero necesito hablar con Noelia.

—Lo siento… Está de viaje —explicó Davinia amablemente, al tiempo que arqueaba sus finas y bien depiladas cejas de un modo casi imperceptible—. Creo que regresa esta noche. Mañana pasará el día en casa. Me dijo que está enferma con un virus estomacal y se tomará un par de días de descanso después de la visita que tenía concertada para hoy.

—Gracias… —Contrariado, el oficial torció el gesto—. Iré a verla allí.

—Cuando llamó esta mañana canceló sus citas. Quizá no sea buena… —Aquella beldad de generosos senos no pudo completar la última frase.

Justo en ese momento sonó el móvil de Yago. El número de identificación de pantalla le hizo fruncir el ceño.

—Gracias, Davinia. Agur.

Salió del local con rapidez. Algo no cuadraba. Llamaban desde su dúplex. Sus padres estaban en el hospital. ¿Y Vanesa?… ¿Quizás había logrado escaparse? Pulsó el botón y escuchó con ansiedad mal contenida. Primero silencio, y luego… Una respiración. La comunicación se cortó de golpe con un inclemente «pi, pi, pi».

Salió corriendo hasta el aparcamiento. El asesino estaba en su casa. En veinte minutos esperaba estar ahí. A no ser que…

En ese momento sonó un mensaje y se detuvo a leerlo sobre las mojadas baldosas, tan características de Bilbao:

Hola, oficial. Pensé que quizá necesitarías una ayuda extra para facilitarte la labor. Con cariño…

«¡Puto psicópata!», pensó. Allanaba su casa y encima se burlaba de él… Resopló con fuerza, y sacudió la cabeza con vehemencia.

Por el camino, a ciento cincuenta por hora por el breve tramo de autopista de peaje hasta Arrigorriaga, tras dejar a la izquierda la A-8 que circundaba parte de Bilbao, recordó que no llevaba su arma reglamentaria. Por eso se detuvo primero en el garaje —escondía una Glock en la caja de zapatillas deportivas del altillo— antes de entrar a su propia casa para enfrentarse a aquel sádico enfermizo. Pero en su lugar encontró una sorpresa. La caja donde guardaba la pistola había desaparecido. Se mordió los labios. Soltando una blasfemia, decidió coger el martillo. Precisamente el mismo que Noelia empuñó contra su hija y contra él.

Su sombra le hacía parecer un gigante matarife en el porche de entrada, iluminado por los farolillos chinos que susurraban al mecerse por el viento.

La puerta estaba abierta y entró con decisión. Con el martillo en alto recorrió las habitaciones. Era en la de Vanesa donde le esperaba… Pero no el asesino. Solo lo que este había dejado sobre el edredón de su cama.

Se sentó, dejó caer el martillo y recogió una a una las fotos. Las instantáneas le dejaron sin aliento. Aquel psicópata era retorcido de cojones. Le mostraba pruebas… Pruebas contra la persona que debía ejecutar. Sin duda para que el pulso no le temblara en el último momento.

De pronto vio el traje de comunión. Resplandeciente. Rescatado del fondo del armario de Vanesa. Colgado del galán que estaba junto a la ventana. «Estás preciosa», recordaba haberle dicho a su hija.

Justo entonces sonó el teléfono. Lo descolgó al primer toque, aunque tardó mucho tiempo en reconocer la voz de la doctora Laínez. Le comunicaba lo más inesperado: que Nadine había recobrado la consciencia.