28
Alma Reyes despertó sobresaltada. Se incorporó en la cama y miró a su alrededor. ¿Dónde diablos estaba? ¿Por qué le dolía todo el cuerpo?
Una mujer con uniforme blanco de enfermera se acercó a ella. Traía en las manos unas cápsulas y un vaso de agua.
—¿Qué tal se encuentra? —inquirió en tono neutro, muy profesional.
—La niña, la niña… —Sintiendo la boca muy seca, a la escritora se le trabó finalmente la lengua.
—Descuide. Se pondrá bien. Le han administrado el tratamiento correspondiente.
—¿Seguro? —inquirió Alma con manifiesta desconfianza.
—Presentaba un severo estado de deshidratación y fiebre elevada, pero todo consecuencia del mismo cuadro clínico. Anemia acusada y defensas bajas. Se recuperará —dijo la enfermera, escrutando el rostro de la paciente.
Alma se encogió de hombros lentamente y asintió.
—Menos mal… Y yo… ¿Cómo he llegado aquí?
—Estaba agotada… —Se permitió esbozar una sonrisa—. El hombre que llegó con ambas habló de una extenuante experiencia, y también nos dijo que las encontró en mitad de la carretera y que usted estaba desorientada.
—Sí, ahora lo recuerdo… —Alma calló unos instantes antes de preguntar atropelladamente—: ¿Se ha marchado?
—Eso creo… —La enfermera se aclaró la voz—: Por cierto, hay dos policías que desean hablar con usted. La niña está indocumentada y alguien tiene que responder por ella.
—Claro, claro… —Absorta como se encontraba, la novelista pensó en los niños del sótano, en Noe, y en más cosas que empezaba a recordar—. ¿Y mis pertenencias? —preguntó—. Necesito mi bolsa de trabajo.
—Están en ese armario… —respondió señalando con la vista un armario empotrado de dos puertas de color blanco—. El suyo es el espacio de la derecha.
Alma intentó levantase de la camilla, pero un dolor lacerante le recorrió la espalda. Acabó soltando un corto suspiro de frustración.
Lanzándole una mirada compasiva, la enfermera le avisó con suave firmeza:
—Tiene que tomar esta medicina. Una sobrecarga le ha producido una dorsalgia, pero en un par de días estará como nueva.
—Gracias. —Alma aceptó el vaso de agua y las pastillas que le ofrecía—. Deje pasar a la Policía, pero antes…, ¿podría hacerme un favor?
—Por supuesto.
—Mi bolsa…, ¿podría acercármela? —La enfermera se la tendió enseguida—. Y también me gustaría ver a la niña.
Una sonrisa resplandeciente iluminó el rostro de la mujer. Con tiento descorrió las cortinas blancas que ocultaban la cama contigua donde yacía la niña, dormitando como un ángel mientras era alimentada por la vía instalada en el brazo izquierdo. Respiraba con normalidad. Viva. Lo había conseguido. Gracias a ella.
—Pensaron que sería una buena acompañante… —dejó caer aquella amable mujer.
Alma Reyes asintió satisfecha.
—¿Cuánto tiempo he permanecido inconsciente?
La enfermera miró el reloj de muñeca.
—Unas diez horas desde el ingreso. Son ahora mismo las ocho de la mañana.
Alma no podía quitarse de la cabeza a Noelia, al resto de los desgraciados niños…
—¡Diez horas! —exclamó en voz baja, sin contener un gesto de incredulidad—. Necesito hablar con la Policía… Es urgente.
—Les avisaré de que ya está consciente. Están con la directora del hospital. No creo que tarden ni cinco minutos en venir a verla.
—Se lo agradezco… —respondió la novelista.
Cuando la enfermera desapareció, Alma se volvió de costado y un nuevo calambre le recorrió la espalda, como un látigo de fuego. Sus dientes chirriaron, pero el dolor cesó al observar a aquella pobre niña. Con un nudo en la garganta, se preguntó qué secuelas quedarían en su menudo cuerpo por el resto de sus días.
Después se inclinó para abrir el bolso de Gloria y tras volcarlo, lo vació completo sobre la cama. Allí estaba. Su amuleto. La piedra blanca. El símbolo del inmenso cariño que se profesaron.
También encontró el pasaporte, aún en regla, y la cartera de marroquinería con el documento de identidad, el de la Seguridad Social, así como tarjetas de crédito y de visita. Alma no pudo contener las lágrimas al comprobar que llevaba la foto de carné que ambas se habían hecho en un fotomatón, un día de escapada a Bilbao.
Además, había un diario. Quizá lo que buscaba. El misterioso legado de Gloria… ¿O tal vez se trataría solo de un diario personal? No le parecía posible. A Gloria siempre le habían preocupado los demás, en especial «sus niños y niñas», como los llamaba ella con especial afecto. Para nada parecían importarle las insignificancias de la vida cotidiana, o al menos no tanto como para consignarlas en un diario. Ella se debía a «los niños que dejaron de sonreír», término que utilizaba ante la injusticia en un mundo donde era fácil valerse de la inocencia de un menor para arrebatarle su mayor tesoro: su dignidad.
En efecto, al abrirlo se topó con algo que ya había leído. Nadia Butalkin, «la niña tarántula». Pero en el diario había más. Estaba escrita toda la historia y Alma, obviamente, pensaba leerla por entero, sin prisas.
Junto al diario descubrió un sobre. Lo abrió. Y en su interior, la letra de su amada:
Si lees esto es probable que esté muerta. Darán conmigo…
Me habré ido con ellos. Con los niños que dejaron de sonreír.
Perdóname por alejarme de la manera en que lo hice. Temí por ti.
Te amé y fui muy feliz a tu lado. Cuando la luna bese al sol, mis manos te recogerán para, abrazadas como un solo cuerpo, mirar al horizonte eternamente.
La fotografía que había en el interior acabó por derrumbarla. Allí estaba Gloria, tirada en el suelo y sobre un charco de sangre. La cabeza ladeada, mirada perdida, un orificio en la frente. A su lado, un hombre caído de rodillas miraba hacia atrás, como buscando el lugar donde podía esconderse el francotirador.
Alma lo reconoció al instante…
Rápidamente introdujo todo en el bolso. Habían llamado con los nudillos en la puerta. La sorpresa fue mayúscula. Era Silvana. Llegaba como caída del cielo para insuflarle vitalidad. La besó en los labios. Necesitaba su cálida compañía. Pero lo que Alma no sabía era lo ocurrido tan solo unas horas antes en aquel mismo centro sanitario de Barakaldo…
Horas antes, el propietario del gran todoterreno blanco había utilizado una ganzúa para abrir un despacho en el hospital de Cruces. Acababa de dejar a la niña y a la joven en la entrada de Urgencias. Contó que las había encontrado desorientadas en la carretera y desapareció antes de que las preguntas de los sanitarios pudieran importunarlo. Pero no se marchó. Tan solo se escabulló por un pasillo lateral, dirigiéndose con cierta premura a las plantas superiores.
Dentro del despacho, se apoderó de la bata de facultativo de un tal «Doctor Hernández», se colgó al cuello un fonendoscopio y se puso unas gafas sin graduar; un disfraz mínimo, pero bastaría. Cogió una libreta y con ella bajo el brazo, se encaminó hacia la habitación 298. No le había resultado difícil dar con su objetivo. Sobre la mesa del médico había una fila de carpetas, con los respectivos informes preliminares de los pacientes ingresados en las últimas setenta y dos horas. Allí aparecía también el correspondiente informe de la mujer que buscaba.
El impostor pasó por el puesto de enfermeras, pero ninguna se volvió siquiera para mirarlo dentro de la rutina diaria. Parecían más preocupadas por la charla que mantenían animadamente en el interior de la garita sobre un antiguo novio.
Sigilosamente aquel individuo consiguió llegar hasta la 298, custodiada por un joven vestido con uniforme de la Ertzaintza, acomodado en una silla junto a la puerta y con cara ausente. Al verlo venir, su cuerpo de más de cien kilos dio un respingo, pero después, tras inspeccionar el nombre y rango apuntado en la bata, el agente se relajó bastante. Sonrió con desgana —en realidad apenas una mueca— y se hizo a un lado. Sin duda aquellos hombres preparados para la acción consideraban la vigilancia como una estupidez y un mero formalismo de horas de mortal tedio. El tiempo se les hacía eterno; sentían que habían nacido para patrullar y luchar contra los malhechores, no para ejercer de canguros de un enfermo.
El desconocido entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí. Oyó el sordo crujido de la silla del pasillo, cuando el agente se dejó caer de nuevo sobre ella.
La habitación estaba casi a oscuras. La única fuente de luz provenía de la luna, que brillaba al otro lado de los grandes ventanales. El silencio era tal que casi podía escucharse el monótono goteo del suero.
Como en todas las habitaciones de la planta, había dos camas, pero en esta solo una se encontraba ocupada. El cuerpo que yacía sobre ella no se volvió para mirarlo. La mujer parecía estar sumida en trance, pues no apartaba la mirada de algún punto lejano, inconcreto, que solo ella podía contemplar a través de los ventanales.
El falso doctor llegó hasta el lecho sanitario, dejó la carpeta sobre los pies de la paciente y se recostó sobre la barra donde estaba recogida la mesa plegable. Luego comenzó a hablar:
—Fabiola… Fabiola… Vengo a traerte recuerdos.
Poco a poco la paciente volvió la cabeza para clavar sus ojos oscuros en el visitante.
—Ca… cabrón… —apenas balbució. Debía de tener inflamada la laringe, y su insulto apenas quedó en un susurro.
—Tu hija está bien… —informó el recién llegado, mirándola con ojos penetrantes—. Deberías agradecerme lo que estoy haciendo por ella. Al contrario que vosotros, no la tengo en una celda.
—Qué sabrás tú de educar a una maleducada —le espetó agriamente la mujer. Nuevos susurros, sin embargo. La ira latiendo en cada palabra.
Él se mostró perplejo.
—¿Eso es lo que significa tu hija para ti? ¿Una maleducada?
—La educación es disciplina.
—Y la mejor manera es encerrarla —subrayó el otro en son de mofa.
—Sí, claro que sí.
—¿Por qué odias a los niños? ¿Por qué ayudabas a secuestrarlos?
—Solo dan quebraderos de cabeza… —contestó Fabiola, arrugando algo la frente—. Y dinero. También dinero, si sabes cómo usarlos.
Su interlocutor la miró con creciente asco. Parecía una colilla que hubiera que aplastar sin más.
—Pagué a unos descerebrados para matar a tu marido —confesó luego, lapidario.
—¿Por qué no acabaste conmigo en la escuela?
—Te quería aquí.
—¿En un puto hospital? —Ella había escupido las palabras.
—Tienes que culminar el plan trazado —la incitó él.
Intercambiaron una dura mirada.
—Ya no me importa Zaira —sentenció Fabiola Mena mientras ladeaba la cabeza sobre la almohada.
—Te equivocas de plano. Sí te importa…, pero a tu manera. Eres su madre y harías lo que fuera por ella.
—La volvería a encerrar para apartarla del resto de víboras, esos niños consentidos y malcriados —replicó la mujer entornando los ojos.
Reinó un silencio vacilante entre ellos porque el falso médico se había detenido antes de contestar con voz sorda:
—Con eso me demuestras que la quieres. Que al menos no te es indiferente… —Sus labios apuntaron una sonrisa maliciosa—. Piensa que tú solo hacías lo que te pedía Guillermo. Y ahora él no está… Te he allanado el camino para recuperar a tu hija y una nueva vida.
—No me des falsas esperanzas… —La boca de ella se crispó antes de concluir en tono muy fúnebre—: Sé que acabarás conmigo.
—Dejaré que sea tu propia hija quien lo decida… si ejecutas el encargo por el que estoy aquí. Te ofrezco matar a las personas que os metieron en todo esto, primero a Guillermo y luego a ti… Después, todo dependerá de la elección de Zaira. Aún puedes remendar tu pasado —resumió él, tratando de convencerla.
—La mujer que me visitó en la escuela… —dijo Fabiola Mena, rememorando la escena.
—Sí, claro. Lo preparé todo para que llegase hasta ti. Es una valiosa pieza de la que me valgo contra vosotros.
—Ella…, ella… —balbució la paciente, que parecía no encontrar las palabras adecuadas.
El varón camuflado de doctor se agachó y habló al oído de la paciente. Entendió lo que quería. Ahora sabía por qué había obligado a su marido a golpearla con una maza en la rodilla. La necesitaba escayolada para culminar su plan. Y asimismo sabía que ejecutaría lo que él le pedía. Tenía razón. Después de todo, amaba a su hija, y todo había sido culpa de Guillermo. Ella no era así. No aprobaba los castigos, la celda…, pero no le quedó otro remedio. Amaba a aquel chalado. Y ni siquiera encontraba una explicación coherente a tanta sumisión por su parte. Sí, eso era. Las palizas eran para obedecerlo en todo.
Cuando el hombre se fue, la luz de la luna reflejaba las perlas brillantes que corrían por las mejillas de la viuda de Guillermo Gutiérrez. Le habían concedido una oportunidad de redención. Ahora todo dependía de una decisión: la de su hija Zaira.
A la misma hora en que el falso médico abandonaba la habitación de Fabiola Mena y se despedía con amabilidad del ertzaina de guardia, la doctora Marga Laínez se ocupaba de curar la mano del Danés mientras el cañón de una pistola la apuntaba directamente a la cabeza.
Yuri Eremenko, sentado en la mesa, sostenía con firmeza el arma corta de fuego al tiempo que no dejaba de mover, entre los labios, el palo de regaliz que calmaba sus nervios.
—Mmm, mi hermano se alegrará de la buena nueva —comentó, como hablando consigo mismo.
La doctora Laínez le había informado de que su sobrina Nadine Eremenko —Nadine Vaidisova en el falso documento de identidad que utilizaba en España— había recuperado finalmente la conciencia y la movilidad. La pega era que su amnesia podía «prolongarse in saecula saeculorum», según el latinajo que les soltó la doctora. Esto representaba un problema para su padre, Yurkov, en su desmedido afán de descubrir, a través de ella, los entresijos de la Ertzaintza por medio de aquel tonto tan enamoradizo. Seguramente Mellado, al contemplar por primera vez a la bellísima Nadine, había pensado que la vida era maravillosa, un regalo llovido del cielo. Menudo idiota. El muy ingenuo no sabía nada de las informaciones que esta eslava había hecho llegar a su padre. Sin embargo ese idiota le había costado una fortuna y había estado a punto de cazarlo, y eso Yuri no iba a olvidarlo sin más.
De todos modos, el cuento había cambiado en el momento en que algún listillo tocapelotas reconoció a la joven y se ensañó con ella, bien para inquietar los cimientos del imperio Eremenko, bien para demostrar quién llevaba los pantalones en el mundo de los negocios. Así las cosas, el capo Yurkov el Tarántula sospechaba de los colombianos, y como espeluznante represalia, había mandado a estos, a su blindada finca de Medellín, los cuerpos de tres de sus sicarios, triturados y enlatados en botes de comida para perros. Lo hizo sin saber a ciencia cierta si habían sido ellos quienes le propinaron la brutal paliza a su hija, pero al menos dejó claro quién mandaba en los negocios más sórdidos del país de la piel de toro.
Conseguir que la doctora Laínez colaborara y vigilara a Nadine todos los días resultó fácil. Su padre, un médico a punto de jubilarse, extravió unos cuantos órganos para clientes de Yurkov en 2004, provenientes todos de Mozambique. Esa deuda quedó zanjada cuando compensó el error con otros tantos órganos, tras su vuelta a España poco después, pero el resquemor quedó ahí, y cuando Nadine sufrió la agresión, lo primero que hizo Yurkov fue secuestrar al médico y encerrarlo en un zulo para que su hija colaborara con los cuidados de Nadine. Obligada o no, lo había hecho con gran dedicación.
—Tu padre dejará de ser un perro cuando Nadine pueda salir de aquí por su propio pie… —avisó Yuri Eremenko. La ira en las pupilas de la doctora Laínez le provocó una carcajada—. Tiene que ser difícil vencer la tentación, ¿no? Dime… ¿Cuántas veces has pensado contárselo todo a ese poli? Me imagino que muchas.
—Ya no le interesa —replicó la doctora, con rabia mal contenida.
Aquellas palabras, tan espontáneas por otra parte, dejaron pensativo al ruso. Los engranajes de su mente comenzaron a funcionar.
—¿Qué quieres decir? —inquirió en voz baja.
—Lo llamé… Es un hombre enamorado, aunque no sea correspondido. —Una mueca furtiva cruzó su rostro—. Aunque no se alegró por la recuperación de Nadine. Lo noté en su voz. Me dijo que no la merecía. Que se acabó. No volverá a visitarla jamás.
Atónito, Yuri Eremenko abrió los ojos como platos.
—Pero ¿qué les pasa a los tipos de este país? —estalló, colérico por momentos—. ¿Así cómo van a ir bien las cosas? Cambian mucho su estado de ánimo. Vulnerables como cáscaras de huevo, no son más que eso. —A la vez que lo decía en tono avinagrado, pensaba en el intento fallido de secuestrar a la hija del ertzaina.
Aquel extremista, de un grupo independiente, le dijo que no había dado con ella. Pero la necesitaban. Ahora era muy importante para su hermano, la necesitaba para chantajear al padre y conocer lo que Nadine dejó de transmitirle. Yurkov era el cerebro del negocio, eso nadie podía discutirlo, y él apenas un representante de la organización. Si su hermano había puesto los ojos en la chica, sus motivos tendría. No se alegraría cuando poco después le informara de que ese cabo aún seguía suelto, pero esperaba que el enfado se le pasara cuando le contara lo de Nadine. Lo imaginaba sentado en su inmenso sillón al lado de una chimenea de mármol, fumando un Cohiba y bebiendo whisky maltés en copa; todo ello mientras recibía a clientes ansiosos de gastar parte de sus fortunas en niños y drogas.
—Ya está… —La doctora disolvió los pensamientos de Yuri tras terminar de vendar la mano del pálido y sudoroso Nilsson—. No puedo más. Mi madre pregunta una y otra vez. Demasiado tiempo ocultándoselo. —Su voz era serena, aunque llena de energía—. Por mucho que él le llame «desde Nairobi», empieza a sospechar que ese viaje no ha tenido lugar jamás. He hecho todo lo que me pidieron. Suéltenlo, por favor, y ahora lárguense. Nunca los he visto. Lo prometo.
—Todo a su tiempo —contestó Yuri, guardando la pistola—. Todo a su tiempo. Tú cuida de que Nadine se recupere satisfactoriamente.
Marga Laínez se había puesto muy tensa.
—Hijo de puta —susurró entre dientes.
—Me gustan las mujeres con carácter… —La risotada de Yuri Eremenko sonó en toda la habitación. Le encantaba lidiar con hembras así. Le gustaba que se revolviesen y le pusieran las cosas difíciles. Golpearlas para demostrar quién mandaba—. Sí, un buen polvo siempre las pone en su sitio… ¿Te animas? —Mientras lo decía, no apartaba la mirada del pecho de ella, y se pasaba lascivamente la mano por la entrepierna—. Yo siempre estoy dispuesto a montar a una hembra para darle una alegría.
La doctora lo miró con profunda repugnancia y se contuvo en el último segundo. Tenía el bisturí en la mano. Sería solo un instante. No necesitaría más para cortarle de cuajo la yugular a aquel cerdo. Pero prefirió hacer oídos sordos al comentario y salió del lugar con paso vivo, mientras otra carcajada la perseguía por el pasillo.
En ese momento sonó el móvil de Yuri Eremenko. Era Mijaíl, el conductor de la «mercancía» rumbo al puerto de Santurtzi. Enseguida supo que algo no iba bien porque al otro le temblaba la voz.
—Jefe, lo siento… —tartamudeó con apuro—. Ha surgido un contratiempo.
—¿Qué cojones quieres decir con eso?
—La carga ha sido requisada.
—¡Estúpido siberiano que caga sobre sus hijos! —bramó Eremenko.
—Tuve que frenar… —se justificó torpemente el otro, después de tragar saliva con dificultad—. Había una moto grande tirada en la carretera junto a un cuerpo inmóvil… Pero todo era una trampa.
El odio estaba muy presente en las pupilas de Yuri cuando, lapidario, sentenció con voz ronca:
—Reza por el alma de los tuyos…
—Ellos no tienen la culpa, Yuri —gimió el otro, angustiado—. ¡Por favor! Ese hombre tiene a la mujer que buscas. La que os vio en la fábrica. Y también tiene a Markus.
Eremenko, rojo de ira, no daba crédito a lo que escuchaba.
—¿Quién tiene los huevos de desafiarme? —Quiso saber, notando la mandíbula contraída, el puño cerrado.
—Está a mi lado, en la cabina… —reconoció el conductor, avergonzado de su imperdonable fracaso—. Me ha apuntado en un papel lo… lo que quiere que te diga.
—Pásame ahora mismo con ese hijo de la gran puta. ¡Ahora mismo!
—Dice que no… —A Mijaíl cada vez le temblaba más la voz—. Quiere un intercambio… Dice que tienes algo que le pertenece, un bolso que era de esa mujer… A cambio, te la entregará a ella, pero no…
—A los niños —le cortó su jefe, que ya notaba una vena palpitándole de forma incontrolada en la frente—. Era de esperar. ¿Y Markus?
Mijaíl le dio una dirección completa. Luego se escucharon ruidos sofocados. Probablemente alguien acababa de rebanarle el cuello.