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Jon Ríos caminaba delante de Hans Nilsson y Yuri Eremenko. Les precedían los tres sicarios armados con AK-47, el subfusil más utilizado en el mundo. A través de una puerta abierta descendieron al sótano del edificio. Allí, tras avanzar unos metros en línea recta, llegaron a un punto en que los túneles se bifurcaban. Los sicarios se detuvieron. Rodilla en tierra, apuntaron en abanico, a la espera de las órdenes de Yuri, que se adelantó para evaluar sus opciones.

Jon Ríos llevaba al hombro el bolso de Noelia. Por lo visto, en su interior, quizá cosido en un doble fondo, estaba lo que interesaba a quien había convocado allí a Yuri y compañía. El ruso enseguida le había hecho responsable de cargar con él, y el ertzaina se felicitaba por aquel inesperado golpe de suerte.

De pronto escuchó un disparo.

—¿Habéis oído eso? —Quiso saber Yuri Eremenko. Había disparado a través del túnel de la derecha, los susurros procedían de ahí.

A una señal, los tres mercenarios se colocaron sus gafas de visión nocturna y se adentraron en el túnel. Regresaron poco después e intercambiaron algunas palabras en ruso con Yuri.

—Bien, camino despejado —informó a Nilsson y a Jon—. Hay una puerta. Continuemos.

Todos entraron en el túnel. En efecto, frente a ellos había una puerta. La cerradura era un agujero abierto de donde colgaba una cuerda. Uno de los hombres armados tiró de ella deslizando el pestillo, y luego, el asombro. Pasaron al interior. Se encontraban en una habitación ancha, con infinidad de cavidades abiertas en la pared con calaveras y huesos. Las linternas de los subfusiles producían sombras tenebrosas aquí y allá, donde eran enfocadas.

—¿Catacumbas? —inquirió Yuri. Se había acercado a una de las cavidades y recogido un trozo de tela que había bajo una calavera. «T-38» ponía allí—. Pero ¿qué cojones…? —se preguntó, estupefacto.

El ruso continuó rebuscando en los otros agujeros. Más trozos de tela con identificaciones personales: «T-41», «T-19», «T-52», «T-8»… De repente se echó a reír. Sin duda el desconocido conocía sus actividades y sus negocios más lucrativos. Por fin un rival a su altura, uno que le retaba como un valiente.

—Hoy nos vamos a divertir —comentó con media sonrisa sádica—. Mirad al fondo. Hay otra puerta.

En efecto, las linternas la enfocaban. Estaba entreabierta, y por la rendija se escapaban murmullos tenues, como susurros mezclados. Voces débiles que parecían pertenecer a niños que guardaban muchos secretos.

De nuevo con los sicarios por delante. Eremenko había enfundado la pistola y ahora empuñaba su terrible machete. Tenía ojos de loco y rechinaba los dientes, aunque parecía alegre ante la nueva situación planteada, todo un reto para él.

Falta de grasa en sus bisagras, la puerta gimió al ser empujada y en ese momento los susurros cesaron de improviso. Un pesado silencio se abatió sobre ellos.

Se trataba de otro amplio corredor. Por el suelo aparecían diseminadas mantas y trapos extendidos. Guarecían a personas de talla pequeña, todas aparentemente dormidas.

Avanzaron sigilosos por el pasillo, mirando a uno y otro lado, descubriendo apenas la parte superior de la cabeza de todos aquellos niños. Un sicario permanecía en la puerta trasera, cubriendo la retaguardia y con el dedo nervioso en el gatillo de su AK-47.

Entonces los sonidos los paralizaron. Surgían de las mantas, del suelo, de las paredes, en realidad de todas partes. Cuchicheos, susurros…, como si hablaran de ellos. Señalaban con sus tenues voces a aquellos extraños que habían invadido su territorio para turbar su descanso.

Jon Ríos giró sobre sí mismo. Estaba muy desconcertado, nervioso ante el coro de silbidos cruzados, de palabras ininteligibles, de aviso sobre lo que los esperaba allí.

El primero en perder los estribos fue Yuri, que comenzó a señalar aquí y allá, diciendo que este o aquel bulto se movían. Saltó sobre uno de ellos y comenzó a traspasarlo con su machete.

—¡Eremenko, quieto, joder! —gritó el suboficial camuflado de la Ertzaintza.

El ruso se detuvo en seco y, sentado sobre uno de los bultos, giró la cabeza para mirar a Jon. Con una ancha sonrisa y mirada desquiciada escupió al suelo. Después se secó el sudor de la frente con la manga. En un arrebato incontenible clavó el afilado machete en el vientre de su víctima, para posteriormente levantarse de un salto a la altura de Ríos Madariaga y casi juntar su cabeza con la suya.

—Nunca se te ocurra decirme qué tengo que hacer —avisó, mirándolo con ojos penetrantes y un desagradable aliento a ajo.

—Solo son maniquíes —adujo el suboficial, sorprendiéndose él mismo de la serena determinación de su voz.

Los sonidos se interrumpieron cuando la verdad salió a la luz. Yuri se volvió y comenzó a apartar las mantas con un pie. No había duda. Todos eran maniquíes de talla pequeña. Más enrabietado que nunca, arrancó el Kaláshnikov a uno de sus sicarios y comenzó a disparar ráfagas cortas a diestro y siniestro sobre las camas, destrozando muñecos, mantas y almohadones. Una vez vaciado todo el cargador curvo extraíble de treinta cartuchos, devolvió el arma y contempló el resultado con admiración.

—A quien quiera jugármela más le vale saber contra quién se enfrenta —afirmó jactancioso.

Jon asintió en silencio con la cabeza para evitar aquella mirada de hielo que lo traspasaba. Pero pensaba que si fuera él quien llevase el arma de fuego, otro gallo cantaría, y más ahora que había decidido abandonar el negocio. Aún era pronto para intentar algo. Estaba en franca desventaja sobre ellos.

—¡Mirad!

Todos se volvieron hacia donde indicaba Nilsson con un brazo extendido. Al fondo, siguiendo el pasillo, se percibía un rastro de tierra que acababa bajo un lecho más grande que los anteriores, y que las balas del AK-47 no habían alcanzado. Yuri miró al mercenario que había en la retaguardia, y señalándole los ojos con dos dedos, le mandó que vigilara la puerta. A los otros dos les ordenó avanzar. Llegaron hasta el lecho. Era muy grande, y dos mantas ocultaban lo que había debajo. Por los bordes se desparramaban gruesos terrones de tierra mojada.

Uno de los sicarios apartó la manta de un tirón. Debajo solo había una montaña de tierra. Pero de pronto se paralizaron porque una mano sobresalía por una de sus esquinas. Rígida, llena de suciedad, con tierra entre las uñas. Una mano humana.

Nada más verlo, Yuri comenzó a retirar la tierra como un poseso. Creía saber a quién pertenecía aquella pulsera de oro. Poco a poco fue apareciendo un rostro, con la boca colmada de tierra, las fosas nasales taponadas, los ojos ciegos.

—¡Te haré comer tus tripas! —rugió en su desmedida impotencia.

Pero quien más sorprendido estaba era Jon Ríos, que intentó no exteriorizar asombro alguno y recobró rápidamente su aplomo. Aquel era el cadáver de Markus. El mismo Markus a quien él había enterrado en la fosa abierta para la pobre niña que esperaba hubiera caído en buenas manos.

Eremenko había desenterrado el cuerpo por completo y al tiempo que sus ojos grises refulgían de una furia in crescendo, permanecía hincado de rodillas y mecía el cadáver sosteniéndolo por la nuca y atrayéndolo contra su pecho. Era el ahijado de su hermano Yurkov.

Mientras eso ocurría, a escasos metros de ahí sucedió un nuevo contratiempo. El sicario que guardaba la puerta oyó un ruido extraño a su espalda y al volverse se topó de bruces con un desconocido con pasamontañas que sujetaba un garfio. No tuvo tiempo de reaccionar. El otro le tapó la boca para clavarle la punta curva y afilada en la garganta. Degollado como un cerdo en el matadero en un abrir y cerrar de ojos.

¡Bum!

La puerta se cerró con un sonoro portazo y todos se volvieron al mismo tiempo para mirar. El mercenario había desaparecido. Uno de sus compañeros, a una enérgica indicación de cabeza de Yuri, volvió sobre sus pasos. Había mucha sangre en el suelo y no podía abrir la puerta. La habían atrancado por fuera.

Entonces se escuchó un nuevo sonido. En la pared del fondo, cercana a Yuri, algún procedimiento mecánico oculto abrió una escotilla y al otro lado vieron a una persona con el rostro bien oculto tras un pasamontañas.

Segundos después, aquel inquietante desconocido desapareció de su vista.

Yuri Eremenko posó el cadáver de Markus en el suelo.

—¡Voy a por ti, cabrón! —gritó, loco de furia, y después salió corriendo tras la estela de su enemigo.

Las cámaras de vídeo, escondidas en distintos ángulos, no dejaban de grabar. Lo hacían filtrando las imágenes a los ordenadores de todo el mundo. La pesadilla ante los ojos de cualquiera, por un módico precio en euros, libras, dólares o yenes. Al principio, apenas unos pocos decidieron descargar aquella extraña grabación que más bien parecía la promo de un siniestro thriller made in Hollywood, pero según pasaban los minutos, se transformaban en miles, después en decenas de miles y en cientos de miles de los cinco continentes, en una asombrosa progresión geométrica de conexiones sin fin.

Todos miraban con expectación las impactantes imágenes.

Y es que el horror atenaza, claro que sí, pero también resulta siempre morboso para el espectador.