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Por aquel entonces tenía veintiún años y llevaba dos al servicio de una importante empresa de seguridad privada. Por su juventud e inexperiencia, era el clásico engreído que no dudaría en alistarse en el Ejército para combatir en cualquier conflicto bélico, pero España no era una potencia real en ese campo y siempre que mandaba tropas a cualquier guerra bajo control de Estados Unidos, era en un claro papel secundario. Por tal motivo había descartado alistarse. Él quería ser aquel soldado norteamericano de Hollywood que esquivaba las balas, salpicado por la arena de explosiones cercanas, que ayudaba a heridos y mutilados y que, además, llegaba hasta la trinchera para barrer al enemigo con un fusil de asalto M16, ese cuyo cargador de veinte o treinta cartuchos jamás se acababa.
Curtido por el gimnasio y por las «vitaminas reconstituyentes» al uso, su aspecto se asemejaba al de un culturista. Era en realidad un joven descerebrado y camorrista como pocos, que en su tiempo libre provocaba peleas en todos los pubs y discotecas en los que alternaba: sobaba a las chicas, besaba a aquellas que tenían novio y miraba a estos a los ojos, con una sonrisa torcida, para encararse con aquel que le sostuviera la mirada más de diez segundos. Sin embargo, en su puesto de trabajo se convertía en un guardaespaldas serio, atento y disciplinado. No se excedía, a no ser que…
Aquel malhadado día, su jefe le había enviado junto a seis compañeros más a la mansión de un empresario muy importante, que preparaba en Getxo una fiesta de cumpleaños para su única hija. Al evento estaban invitadas personalidades de la denominada «aristocracia local» de Neguri —todos socios del Real Club Marítimo del Abra—, políticos, actores famosos, presidentes de clubs deportivos, jueces y otros empresarios de gran renombre.
Gabriel Loizaga, un hombre rudo, alto y de mirada asesina, era el jefe del equipo de seguridad del señor Márquez, y fue él quien los recibió, impartió las rígidas órdenes y repartió los pinganillos blancos. Con su forma de atenderlos ya dejó claro que reprobaba que quien le pagaba hubiese contratado a aquellos guardaespaldas «de saldo», término despectivo que se empleaba entre los profesionales para hablar de los parias que no tenían asignado ningún personaje de relumbrón, y que en realidad solo servían de complemento a los auténticos profesionales en acontecimientos sociales de tanto relieve como aquel.
A Yago lo enviaron a la parte trasera de la mansión, mandada construir en los años veinte por uno de los más importantes personajes de la alta burguesía vizcaína. Era un jardín cuidado y brillante, casi del tamaño de medio campo de fútbol, donde se había instalado una descomunal carpa blanca. Los camareros contratados, vestidos con camisa y pantalones de un riguroso negro, no dejaban de entrar y salir con bandejas, copas y vasos de tubo relucientes, y cubiertos de plata. Yago Mellado se puso las gafas de sol y Gabriel se comunicó con él por el pinganillo. «En posición», confirmó a su jefe.
Una hora de pie casi sin mover un solo músculo y unas ganas de orinar terribles. Pidió permiso y un tal Marcelo —sin duda el segundo en rango del equipo que custodiaba las espaldas del señor Márquez— le envió a uno de sus hombres para que le sustituyera un par de minutos. Faltaba hora y media para la llegada de los invitados así que podían permitirse ciertos descansos, y más si estos eran tan necesarios. Con un solo invitado presente, aquella pausa habría sido imposible. La seguridad por encima de cualquier problema fisiológico.
Satisfizo su necesidad en un baño de mármol blanco y negro, en la planta baja, y al salir se topó con una niña rubia, con un vestido de flores y ojos que parecían todo lágrimas. Balbuceaba, pero consiguió descifrar el mensaje. Tras ordenarle que saliese a la carrera y que se escondiese en el interior de la carpa, Yago desenfundó la pistola y ascendió por las anchas escaleras hasta la planta superior de aquella inmensa mansión con dos pisos y buhardilla. Al final del pasillo de la izquierda había una puerta abierta. Unos murmullos ahogados brotaban desde el interior.
Sin pensarlo dos veces, de un salto se abalanzó sobre el grandullón que le daba la espalda y posaba el cañón de su pistola con silenciador en la frente de un hombre atado. En una silla cercana había otra mujer sentada y aparentemente tranquila…, pero con un agujero sanguinolento en la garganta.
Yago recibió un culatazo y un disparo que le destrozó el hombro, pero reaccionó como un jabalí herido y descerrajó tres balas en el pecho del agresor. Gabriel Loizaga murió en el acto. Aturdido y conmocionado, Yago tuvo tiempo de desatar al señor Márquez antes de desmayarse. Por su esposa ya no se podía hacer nada.
Estuvo seis meses de baja, con los dos últimos empleando hora tras hora en una dura rehabilitación. El día que volvió al trabajo le esperaba una reunión con su jefe y con Ángel Márquez en persona. Durante ese tiempo Yago no había dejado de darle vueltas a la noche del crimen: siendo su jefe de seguridad, ¿por qué Loizaga no esperó una ocasión mejor para matarle?, ¿por qué hacerlo justo la noche en que había más seguridad en la casa?, ¿qué se le escapaba? Trató de hablarlo con Márquez, pero el multimillonario no quiso ni tocar el tema. Estaba destrozado por la muerte de su esposa, pero agradecido a Yago por salvarle la vida a él y a su hija. La pequeña, de solo doce años, estaba internada en un psiquiátrico infantil desde entonces, diagnosticada con un síndrome postraumático muy severo. Sus ganas de vivir se esfumaron el mismo día de su dramático cumpleaños.
El señor Márquez le ofreció un puesto como guardaespaldas, pero Yago lo rechazó amablemente. El mismo día dejó su trabajo y se embarcó en una cruzada personal que con el tiempo consiguió superar. Fue así como acabó siendo agente de la Policía Autónoma Vasca, luego de pasar el correspondiente examen de ingreso y superar con nota alta todas las pruebas en el período de instrucción de la Academia de Arkaute.
Pero Ángel Márquez nunca se olvidó de él. Solía llamarlo tres veces al año para saber cómo estaba y ofrecerse ante cualquier contingencia o problema que se le presentase. En Navidades siempre le ingresaba en su cuenta dinero de sobra para pasar un año sabático si así se lo planteaba. La única vez que Yago le pidió ayuda al de Neguri fue para solicitar un puesto de trabajo para la que había sido su esposa: sabía que ella no contaría con el apoyo de su familia, y a pesar de todo no quería dejarla desamparada. Márquez no solo le consiguió un empleo, sino que tuvo la enorme deferencia de invertir en un negocio para Noelia: la gestoría. Los estudios que esta había cursado debían valerle para algo en verdad provechoso. A pesar de que sus vidas se separaban, Yago entendió que su exmujer necesitaba estar activa para no recaer en el pozo del alcoholismo, y la idea de la gestoría, impulsada por Ángel, fue de su agrado.
Ahora, su protector había sido asesinado, y su familiar más cercano continuaba interno en el psiquiátrico. Aquella niña, que contaba ahora veintiocho años de edad, llevaba dieciséis sin hablar, siempre con la mirada perdida. Yago la había visitado algunas veces. Sentado a su lado, en la cama de su habitación acolchada, solía contarle historias cargadas de optimismo, o le describía el cielo y los bellos parajes que los rodeaban cada vez que se acomodaban en el banco de madera en los jardines del hospital, cuando el clima lo permitía.
Mellado pensaba en ello. Se dio cuenta de que se había preocupado más por aquella mujer que por su propia hija. Pero ¿cómo domar las emociones cuando siempre las había ignorado?
Se detuvo en una floristería. Como siempre, había dejado aparcado el coche en el párking del barrio barakaldés de Cruces, pegado al gran centro hospitalario. Lo que duró el viaje por carretera con un imprevisto atasco, por la salida de un automóvil en las peligrosas curvas de Zorroza, le sirvió para rememorar su amistad con Ángel Márquez. Pero ahora debía centrarse en el presente. En Nadine… y también en Vanesa.
Compró un ramo de rosas para su bellísima novia con sangre eslava. No valía para nada, claro, pero él seguía actuando como si ella estuviera esperándole con su cautivadora sonrisa. Al menos las rosas animarían aquel ambiente depresivo, con olor a medicinas y antisépticos. También compró un peluche, un tierno San Bernardo con un barril al cuello. Era el animal preferido de Vanesa desde niña. No sabía cómo se lo tomaría, pero debía empezar de alguna forma. ¿Qué tal un: «Zorionak[3], mi vida, esto es para ti.»? ¿Le brindaría una sonrisa y ella se dejaría caer en sus brazos? Igual hasta le susurraba un «Gracias, aita», y él podría replicar con toda dulzura: «Perdóname por haberte dejado de lado, cariño. Nunca más volverá a ocurrir». Entonces su hija podría contestar: «Estás perdonado. Solo quiero saber que me quieres», y Yago, henchido de amor paternal, contestaría: «Pues claro, princesa. Nadie puede ocupar tu lugar en mi corazón».
Sus pensamientos eran así de optimistas mientras enfilaba la habitual ruta que lo llevaba hasta Nadine. Ni siquiera hizo caso a una mujer que se cruzó en su camino y le pegó una pegatina en la solapa mientras agitaba una hucha blanca en la entrada del hospital.
En ese momento escuchó unas palabras:
—¡No quiero verte nunca más! ¡Es culpa tuya! ¡Solo tuya!
Sintió en su interior un hondo dolor ante los pensamientos negativos que lo invadían. Quizás estaba siendo demasiado optimista y fueran esas las frases que escucharía de los labios de su hija. Era lo más probable y debería estar preparado para asimilarlas. Quizá se mereciera el desprecio de Vanesa. Ella cogería el peluche y lo tiraría al cubo de la basura. A una adolescente no se la compra con actos que bien valdrían para una niña de cinco años.
La joven que había pronunciado tan ásperas palabras estaba junto a la recepción del hospital y se enfrentaba a una madre que, dolida, le comunicaba el fallecimiento de su aita. Sin duda, la chica debía de estar muy unida a su padre y muy descontenta con una amatxu que en esos momentos necesitaba más que nunca el abrazo de su hija.
De ese modo, torciendo el gesto, Yago entendió que no era el único padre a quien le sucedían aquellas cosas.
Llegó por fin ante la cama de Nadine entre cavilaciones pesimistas que habían barrido de golpe, con la fuerza de una galerna del Cantábrico con mar arbolada, esa frescura de ánimo que sintió al comprar el peluche. Esta vez no le salió al paso la doctora Laínez. La vio al fondo del pasillo recostada sobre el mostrador de enfermería, tal vez firmando algún alta médica o escribiendo la valoración de algún paciente al que acababa de atender.
Admiró el rostro de Nadine. Sereno en apariencia. Como siempre, cubierto por la mascarilla y con el cuerpo recorrido por tubos. La cabeza inmóvil sobre la almohada. Su sola visión se llevó de un plumazo aquel instante de debilidad que le había provocado la previsible reacción de su hija. Allí yacía la mujer de la que estaba enamorado, con la que quería pasar el resto de sus días, con la que tendría… ¿hijos? ¿Acaso era necesario? No era momento para pensar en ello, pero la imagen de Vanesa regresó para recordarle que no sabía comportarse como un padre normal.
—Te he traído rosas, cariño. Son tus favoritas… Huelen a ti —susurró con infinita ternura.
Por hacer algo, sustituyó las marchitas y miró con orgullo aquellos pétalos nuevos, llenos de vida. ¿Le estaría pasando lo mismo a Nadine? ¿También ella se marchitaba? «¡No! ¡No! ¡Eso ni pensarlo!». Desterró esa idea de su mente.
De pie junto a la cama de hospital, observó su figura. Ahora era extremadamente delgada, con un camisón que le quedaba demasiado grande. La única sábana aparecía encogida a sus pies, enrollada como un acordeón. Las uñas de los pies seguían pintadas de rojo. Lo hacía una de las enfermeras, la más simpática de todas, a quien Yago le pidió el favor. «No debería hacerlo ni me está permitido», había contestado al principio la uniformada, mirando a su alrededor en busca de oídos ajenos. Pero Nadine fue la excepción a la regla. Era demasiado joven y hermosa para no premiarla con un toque femenino como aquel. Cuando vivía con ella, Yago no había tenido pudor en pintárselas. Podían llamarlo «fetichismo», pero tanto Nadine como él encontraban una exquisita sensualidad en aquella parte de la anatomía.
—Hoy solo quiero observarte, mi vida —le dijo entre dientes.
Por supuesto que no obtuvo contestación, pero no importaba. Solo el hecho de estar allí, junto a ella, era suficiente para creer aún en la esperanza. No desistiría de acompañarla. Sabía que ella notaba que estaba ahí, a su lado.
Acercó una silla y se sentó junto a su amada. También le tomó la mano. Estaba caliente al tacto, pero inerte a la caricia.
Para rememorar tiempos dichosos, el oficial de la Ertzaintza cerró los ojos y la vio…, sonriéndole.
Estaba radiante con aquel vestido rojo sin mangas de generoso escote, con aquellos subyugantes hoyuelos que se le marcaban en las mejillas cuando reía ante una de sus bobadas. Sus labios rojo pasión pedían ser besados con urgencia, pero Yago no se atrevía. Era todavía la tercera cita, y no quería estropearlo yendo demasiado deprisa. Los dos estaban descalzos y tenían los pies medio enterrados en la arena blanca de los columpios. A aquellas horas de la tarde estaba fría, aunque no importaba. Sentados en el bajo muro de piedra, se tanteaban como adolescentes ante el primer amor. El momento llegó con el ocaso y sus sombras. Fue hermoso, húmedo, pasional, sabroso, inolvidable. Ella dio el paso y él, simplemente, se dejó llevar como un caballero.
Nadine se sentó sobre sus muslos, le pasó los brazos por el cuello, le revolvió el pelo y, juguetona, volvió a besarlo, ahora más profundamente, lo que le provocó una repentina erección. Y llegaron más besos, y con ellos, una bella sinfonía de sentimientos. Pero ahora Nadine se había detenido. ¿Por qué? «¡Sigue, no rompas la magia ahora!». Le cogió la cabeza con las manos y le obligó a mirarla. Estaba seria. Demasiado. Debía de ser algo preocupante. «Tengo que decirte algo… —le avisó en voz queda. Yago esperó con expectación—. Oculto una verdad terrible. Deberías conocerla». Le había puesto sobre aviso. Él negaba, le daba miedo lo que ella pudiera contarle. Si creía que la vida iba a concederle un respiro, estaba equivocado. «¡No, Nadine, cállate! Por favor, seamos felices». Y una voz conocida se interpuso: «¿A quién amas, a ella o a su cuerpo?». Era la voz de Vanesa. Había aparecido de la nada con ganas de hacer daño e insistía: «Te cansaste del cuerpo usado de amatxu, ¿verdad?». Aquello le producía mucha amargura. Era una acusación terrible. Le dolía la mano. Se la apretaban con fuerza…
Abrió los ojos. Se notaba agitado y sentía punzadas en el corazón. ¿Un principio de infarto? ¿Había podido quedarse dormido agarrado a la mano de Nadine? De pronto dio un brinco. Había ocurrido un milagro. ¡Sus manos estaban entrelazadas! Quiso gritar, llamar a la doctora Laínez, pero no ahora que ella volvía, volvía… Necesitaba seguir sintiéndola… No obstante, sus dedos huesudos aflojaron la presión y resbalaron hasta caer inertes sobre la cama.
—¡Cariño, estoy aquí, contigo! —exclamó con lágrimas de felicidad—. Te estoy esperando…
En ese momento Yago divisó una cartera de ejecutivo que sobresalía debajo de la cama. Le había dado una patada sin querer. Ni siquiera se percató de que estaba allí cuando acercó la silla. Tras recogerla, la puso sobre sus rodillas y la abrió.
—¿Qué coño…? —se preguntó, atónito.
En su interior encontró una capucha de cuero negro con dos cremalleras circulares en el contorno de los ojos, y otra más dibujando una boca de metal. ¿Sadomasoquismo, tal vez? ¿Era ese otro mensaje? Por un instante volvió a su mente el contenido del que dejaron para él en la escena del crimen de Márquez, y un escalofrío le recorrió de arriba abajo al pensar que el asesino podía había estado allí mismo, tan cerca de Nadine. ¿Qué tenía que ver ella en todo esto? ¿Quién intentaba meterla a la fuerza solo para hacerle a él daño?
Dejó caer la cartera al suelo y sacó dos hojas de periódico arrancadas. Leyó por encima la noticia marcada en letras grandes:
LA CÉLEBRE PERIODISTA GLORIA SÁEZ CONTINÚA DESAPARECIDA
Bajo ese titular, un largo párrafo del que, sin embargo, solo leyó el principio:
Sin noticias de la periodista que obtuvo el reconocimiento mundial gracias a su impactante reportaje de investigación sobre los niños desaparecidos en Mozambique en 2004…
¿Qué significado podía tener aquello? Ahora la otra página requería su atención. En ella se veía una fotografía en blanco y negro. Dos hombres ante la banderola de un hoyo de golf, sujetando un palo con las manos. Las sonrisas en sus semblantes parecían tatuadas. Reconoció al momento a uno de ellos: Ángel Márquez. Le habían dibujado un aspa roja sobre el rostro. Su acompañante era Frederick Ramiro, un respetado y conocido magnate del mundo de las telecomunicaciones y exfotógrafo profesional. Sobre su pecho, alguien había dibujado dos interrogaciones, también de color rojo.
Sobre la instantánea, leyó la información:
El torneo de golf benéfico ha sido un éxito. Las ganancias obtenidas y las aportaciones desinteresadas irán destinadas exclusivamente a los niños de África. Gracias a la Fundación Sí-Vida, creada con la colaboración del señor Márquez y el señor Ramiro, entre otros, muchos pequeños pueden ser hoy atendidos…
Yago no leyó más. Aquel cabrón sabía que él iría al hospital aquel día, como siempre, y le había dejado una pista. Le señalaba su siguiente víctima: Frederick Ramiro. Pero ¿por qué a él?
Besó a Nadine en la frente y salió a toda prisa de la habitación. Tenía que llamar al Monarca, de inmediato. Sin embargo, se quedó con el móvil a medio camino.
Jokin Sagasti avanzaba por el pasillo a su encuentro. Tenía mala cara, y con la mano derecha se desanudaba la corbata con gesto enérgico.
—Tenemos información, Mellado. Hay un sospechoso.
—¿Cómo…? —inquirió él, perplejo ante la velocidad con que se desarrollaban los acontecimientos aquel día.
—Debo desdecirme de mis palabras. Pensé que los interrogatorios en el Puerto Deportivo de Getxo eran en balde…, pero me equivoqué de plano. —Llevaba en la mano una hoja con un retrato hecho a lápiz o carboncillo—. El encargado del taller estuvo ingresado aquí hace un mes. Mononucleosis, dijeron los especialistas. Al llegar, perdió las llaves y al parecer las recogió un celador. No se las devolvió. Le dijo que se las entregaría con sus efectos personales cuando le diesen de alta, y eso hizo, pero perfectamente pudo hacer una copia. Este es el retrato robot que nos ha dado.
Mellado cogió el folio y miró fijamente aquel rostro cincelado en negro que les podía acercar al asesino.
—Tengo a su próximo objetivo: Frederick Ramiro.
El comisario lo miró con mal disimulado asombro.
—¿Cómo sabes…? Espera, espera… —Resopló mientras hacía memoria—. Creo que también es accionista del Grupo Mundinova. Lo confirmaré enseguida. —Intrigado, añadió a continuación—: ¿Qué te ha hecho pensar eso?
Marga Laínez llegó hasta ellos.
—Por favor, señores, bajen la voz. Esto no es…
—¿Conoce a este tipo? —la interrumpió bruscamente Yago—. Es celador en este centro. —Le tendió el retrato. Sumida en un reflexivo silencio, los ojos de la doctora se agrandaron mientras afirmaba con la cabeza—. Este hombre es sospechoso de un crimen. ¿Puede haber estado en algún momento en la habitación de Nadine el día de hoy?
—Posiblemente… si ha tenido turno de mañana.
—Debemos dar con él.
—Está asustándome, oficial —repuso ella, confundida.
—Si se da prisa, quizás evitemos otra muerte.
—Hay otra cosa, Mellado —susurró Jokin cuando Marga Laínez se fue.
—Dígame… —Era todo oídos.
—Los de Científica me han hecho llegar un informe. La barra con la que golpearon a Nadine es idéntica a la que utilizaron para proteger a Vanesa en Bolueta.
A ojos inexpertos, una barra de acero es igual a cualquier otra, pero en manos del equipo de la Científica tenían sus propias marcas características, sus propias «huellas». Ahora, sus compañeros habían dictaminado que los restos hallados en los golpes de Nadine los había cometido esta misma barra, y no otra. Aquella revelación hizo en el ánimo del oficial de la Ertzaintza el mismo efecto del rayo que precede al trueno.
—Mila esker —se limitó a agradecer la noticia, con una inclinación de cabeza.