25

Por fin se atrevió a dar el paso. El último día de reclusión. La postrera sesión con sus compañeros de terapia. El día de la despedida. El adiós a unos hombres y mujeres marcados por el destino que se habían convertido en amigos a los que echaría mucho de menos. Fue el día que Thor lloró. Aquel gigante motero de mirada huidiza se vino abajo. Los consideraba como su familia. Ver derrumbarse a ese oso encogió el corazón de todos. Sin duda aquel hombre necesitaba a alguien a su lado. Solo con sus recuerdos y su moto no bastaba.

Antes del acontecimiento, y cuando aún estaban esperando la llegada del doctor Bellas, se reunieron en círculo y dieron buena cuenta de la tarta de zanahoria que Silvia había preparado. Estaban terminando sus platos cuando Saúl Bellas entró en la sala de terapia con su habitual cadencia en el caminar. Minutos después arrancaba la sesión. Ella fue la primera en hablar. Quería sorprenderlos a todos, y a buena fe que lo consiguió. La Noe retraída, callada y poco participativa había decidido ser audaz y valiente. Aquellas personas merecían que estuviera a su altura. Los necesitaba como ellos la necesitaban a ella. Todos eran uno. Confidentes. Humildes. Amigos. Hermanos.

—Quería deciros a todos que ha sido un placer haberos conocido. Me habéis abierto vuestros corazones, y eso es más de lo que podía esperar de nadie. Ahora comprendo que el error es no relacionarte con personas que sufren tu misma enfermedad. Son ellas las que pueden ayudarte, las que te abrazan y te dan nuevas energías para mirar la vida con la cabeza muy alta… —Una franca sonrisa cruzó sus labios—. Esas personas sois vosotros. Vosotros sois los responsables de que no añore beber, de que ansíe volver a reunirnos… Mil veces gracias. —Repasó las caras una a una con la mirada, asintiendo con gratitud ante las expresiones complacidas de sus compañeros—. Creía que no sería capaz, pero lo he hecho esta noche…, mientras pensaba que quizás hoy sea el último día que sepa de vosotros.

—No digas eso —protestó Emma, negando con la cabeza mientras estiraba las piernas.

Aldo se golpeó el pecho con el puño, en señal de compromiso.

—Yo personalmente me ocuparé de que sigamos en contacto —afirmó después, en un momento de especial empatía.

—Ojalá sea así, pero cada uno tiene una vida. Pasarán los días, los años… —razonó la madre de Vanesa. Una arruga de preocupación era visible entre sus cejas.

—No se admite el pesimismo —la regañó Silvia, alzando el mentón—. No ahora.

—Tienes razón… —Noe sonrió con cierta melancolía antes de proseguir—: Bueno, he escrito lo que deseo del futuro. Me considero recuperada para afrontar ese compromiso, y siento que os debo esto. —Se llevó la mano al bolsillo trasero del pantalón y cogió el folio que tenía doblado como un rollo—. A partir de hoy os considero mis hermanos; y con esto cierro el círculo completando el deseo de todos por un bien, hasta ahora adormecido, que esperamos del futuro más inmediato… —Se agachó ante aquella botella que los había acompañado durante tantas sesiones de terapia y dejó caer dentro su escrito, perfectamente enrollado—. Deseo que todos podamos alcanzar nuestros objetivos. Os quiero. —Sus ojos se iluminaron al pronunciar la última y más sentida frase.

El doctor se introdujo en el círculo, recogió la botella y la selló con un tapón de corcho. Luego esbozó una sonrisa de compromiso y les dio su bendición.

—Todos vosotros habéis dado un paso importante y no tengo dudas de que hoy comienza una nueva etapa en vuestra vida —dijo en voz baja, pero firme—. Ha sido un placer haberos escuchado y que me permitieseis ayudaros. Pero sin vosotros, apoyándoos los unos en los otros, esto no habría sido posible. Así que enhorabuena a todos.

Saúl Bellas se apartó del grupo y cruzó la puerta de salida. En ese momento Thor rompió a llorar. Noe fue quien tomó la iniciativa y se fundió con él en un fuerte abrazo. Lloraron de tristeza por la despedida, pero a la vez de alegría por haberse reconocido en otras personas que se asomaban a una red sin cordaje y juntas conseguían vencer el vértigo de la nueva caída al abismo del alcohol.

Los vio marchar uno a uno. Ella todavía se quedaría allí algún tiempo más: aún le quedaban horas de reclusión. El último en despedirse fue Aldo, el funcionario de prisiones. Sin duda el hombre perfecto. Atento, conciliador, amable, embaucador con sus palabras, y además, guapo. Un hombre que merecería la etiqueta de «Adonis», al menos eso pensaba Noe, ahora que sospechaba que Yago quería divorciarse. Se lo había ocultado, pero su cautela era estúpida. Una mujer sabe cuándo un hombre deja de estar interesado: evitaban hacer el amor, pasaban de puntillas por conversaciones frívolas y sin sustancia, buscaban ocupaciones estúpidas para no coincidir en casa… Y cómo no, él tenía un buzón de llamadas recibidas y enviadas a una abogada especialista en separaciones matrimoniales.

—Que sepas que has ganado un hermano. Para cualquier cosa, allí estaré dispuesto a acudir en tu ayuda. A veces me resulta difícil mostrarme así, y mi profesión no me deja tiempo para sentimentalismos, pero contigo es distinto. —Ella se mordió el labio inferior al escucharlo y cabeceó abrumada—. No sé… Tienes algo que me resulta muy atractivo. Desprendes un aura de compromiso con tu pasado… Sé que algo te atormenta y me encantaría escucharlo si algún día estás dispuesta a sincerarte para liberarte de la presión. Me tienes para lo que dispongas. Eres una mujer que merece la pena.

Aldo se despidió con dos sonoros besos en las mejillas.

Horas más tarde, Noe salía por la puerta principal con tres frascos de pastillas administradas por el doctor Bellas. La esperaba su esposo, quien no tuvo ni siquiera arrestos para besarla. Antes de montar en el coche se giró, y durante un minuto contempló aquel edificio en forma de herradura…

De pronto Noe volvió en sí. El recuerdo había regresado nada más salir del Clio de alquiler y enfrentarse al edificio abandonado que había tras la verja oxidada. Alma Reyes llegó a su altura y la observó. Contempló aquella vieja construcción y luego la miró a ella de nuevo.

—Por tu expresión, entiendo que te trae muchos recuerdos —aventuró.

La negativa de Noe a responderle llevó a la joven a regresar al coche y sacar del bolso las dos linternas que habían comprado en el camino. La noche era peligrosa. Había dejado de diluviar, y el enorme edificio parecía un monstruo oscuro de fábula que dormitara.

La verja gimió cuando la empujaron. Alma avanzaba detrás de Noe. No tenía ninguna intención de escaparse. No ahora. Sentía la adrenalina desbordando su organismo. Debía fiarse de aquella mujer. Le había hablado de evidencias, y ella, por su parte, estaba allí, esperando encontrar algo que al fin la condujera hasta Gloria.

Lo que debía de haber sido alguna vez un cuidado camino de tierra era ahora un caótico jardín de matorrales y malas hierbas que crujían bajo sus pasos y la humedad volvía resbaladizas. Llegaron hasta la fuente central, coronada por una estatua mohosa: la imagen de un capitán de barco que observaba en silencio el horizonte con un aparatoso catalejo.

—Por las vistas que tiene —apuntó Noe, moviendo la cabeza en sentido afirmativo.

—¿Perdón?

—Me adelanto a lo que posiblemente estés pensando… —La exmujer de Mellado sonrió débilmente—. A este centro lo llamaban El Observatorio por sus excelentes vistas, y a su dueño se le ocurrió diseñar esta fuente en memoria de su abuelo marino. Además, nada mejor que este lugar para observar el pasado que quieres alejar de tu vida y el futuro que deseas abrazar —concluyó pensativa.

Noelia siguió caminando y esquivó la tapiada puerta principal a la que se accedía por una escalinata sucia y desgastada. Llevaba en la mano derecha la pistola, apuntando al suelo, y con la izquierda sujetaba la linterna con la que se abría camino. Alma no sabía nada de su compañera de aventuras, pero comenzaba a admirar su entereza.

—No sé qué es lo que tenemos que buscar, pero creo que deberíamos empezar explorando los alrededores —propuso Noe, medio escupiendo las palabras.

—Claro.

Alma estaba aterida y no tenía muchas ganas de hablar. Quería encontrar pronto aquello que las había llevado hasta allí, y más tarde, claro, regresar al calor de su piso.

A mano derecha se toparon con una valla enrejada con un cartel oxidado: CUIDADO: VALLA ELECTRIFICADA, avisaba sobre el dibujo de un rayo que impactaba de lleno sobre una silueta humana. La verja tenía un pequeño agujero abierto por el que cabía una persona. Al pie, una flecha dibujada en el suelo apuntaba a las claras hacia una ventana baja de la parte trasera de la clínica.

Alma Reyes miró con estupor aquellas piedras blancas que formaban la flecha, trabajosamente dispuestas una tras otra, juntas. Gloria siempre llevaba alguna piedra como aquella en su bolsa de trabajo. Las recogió en Mozambique y le recordaban el episodio terrible que había vivido allí. Esas piedras reflejaban, o al menos eso contaba siempre, las ilusiones de los niños desaparecidos.

—Eh, ven aquí —le susurró Noe, mientras se agachaba para limpiar la ventana llena de suciedad.

La escritora se acercó, no sin antes apoderarse de una de las piedras y guardársela en un bolsillo trasero de sus tejanos. Bajo el ventanuco había un vierteaguas de piedra y sobre este descubrió una bolsa de trabajo, azul y blanca, que conocía muy bien. Su amante solía llevarla consigo. Las lágrimas afloraron incontenibles en sus ojos al imaginar lo peor, porque aquello solo podía significar una cosa.

Una trampilla de hierro, hundida en el suelo y cerrada con un candado, les impedía acceder a la ventana con comodidad. Alma imitó a Noe y la evitaron bordeándola por un costado. Recogió la bolsa de Gloria, se la echó al hombro, y luego se apoyó en el vierteaguas para, con las manos, ayudar a limpiar de suciedad el cristal de la ventana.

—Psssss…, apaga la linterna.

Obedeció al instante la enérgica indicación de su compañera y miró a través del cristal. Una única bombilla iluminaba aquel sótano escondido. Se mecía formando sombras huidizas. Por puro instinto, Alma se vio obligada a cubrirse la boca para ahogar el grito que nacía desde el fondo de su corazón. No quería creer lo que estaba viendo. Había niños y niñas agrupados en un rincón, con las ropas sucias y harapientas, y un aspecto desnutrido. Miraban con horror a los dos hombres que los observaban. Uno blandía un machete y con él levantado, señalaba a los niños como valorando a quién de ellos le tocaría ahora. El otro adulto, con la melena atada en una coleta, tenía en sus brazos a una niña que no dejaba de temblar.

El hombre del machete señaló a un niño cualquiera y este, al verse enfocado por el haz, intentó retroceder pero acabó siendo empujado por el resto de menores. De la nada surgió otro adulto, este vestido con ropa militar de camuflaje, que arrastró al pequeño por los brazos y le ató las manos a una mesa baja con grilletes. De rodillas, el crío sentía cómo el filo del machete se apoyaba en su muñeca. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—¡Un momento! ¡Lo haré! —gritó de pronto el que sujetaba en sus brazos a la niña.

Alma retrocedió un paso con un prolongado suspiro.

—¡Qué horror! —susurró desde su privilegiada posición. Comenzaba a sentir un tic en un músculo de su mejilla derecha.

—No veo a Vanesa…, ni a Zaira —dijo Noe con voz tan baja que era prácticamente inaudible—. Ahora entiendo lo de las evidencias… Quería que descubriéramos esto.

Mientras tanto, el hombre de la coleta, de entrecejo siempre fruncido, había desaparecido con la niña a cuestas. El del machete, impasible, encendía un cigarrillo tras dejar su arma en la mesa y observaba con desdén al niño elegido. Había conseguido acallarlo a gritos. No soportaba los llantos. En ese momento sonó un móvil y el tipo del machete se llevó el aparato a una oreja. La ceniza del cigarro se desprendió y cayó en la mesa.

—¿Un coche, dices? —gruñó, contrariado—. ¿Tenemos visita? —El desconocido se giró, y solo entonces alzó la mirada, achinó los ojos y distinguió los rostros de Noe y Alma, mal disimulados tras el ventanuco que había en la parte superior. Con una sonrisa torva y el rostro crispado de furia, ordenó—: Quiero sus cabezas ahora mismo.